11.29.2010

Lezama Lima novelado: Amir Valle

Los desnudos de Dios o La piel y los desnudos 
(novela, fragmento)

A modo de explicación de este capítulo
La novela a la que pertenece este fragmento, que de muchos modos puede catalogarse de “erótica”, gira en torno a la búsqueda de un manuscrito antiguo, supuestamente de origen maya. Lo único que queda claro es que se trata de una especie de manual “casi feminista”, de consejos eróticos para la mujer, que se trasmitía de modo oral entre un grupo de sacerdotisas mayas y que fue llevado a la escritura por un sacerdote jesuita en México. También se sabe que Henry Miller, gracias a un monje amigo, lo encontró en un monasterio en las montañas cercanas al pueblo de Orcera, en Jaén, España.
Aún cuando los capítulos de esta novela, obviamente, han tenido que ficcionarse para conformar el cuerpo de la historia, es necesario aclarar lo siguiente: que existen menciones a ese manuscrito en conversaciones, cartas y entrevistas a Henry Miller, Anäis Nin y Julio Cortázar, que Henry Miller, conociendo el vicio de Anäis Nin de coleccionar textos eróticos, le regaló el manuscrito, que el manuscrito fue robado por una sirvienta de casa de Anäis Nin en París, que Anäis Nin, según lo dicho por ella misma, ayudada por Julio Cortázar, logró recuperarlo y lo envío a Cuba como regalo a una amante de su padre, que Julio Cortázar le hizo saber de su existencia, en presencia de Alejo Carpentier, a José Lezama Lima, asegurándole que podía estar aún en Cuba,  y que Lezama dedicó un tiempo a buscar esos papeles.
Esa es la historia que cuenta esta novela, que obtuvo el Premio de Novela Erótica La Llama Doble 2002, en Cuba y fue publicada en el año 2004, por Letras Cubanas y en el 2006 por Edition Köln, en Alemania.
¿Dónde quedó finalmente el manuscrito? Es una incógnita. Yo he llegado a pensar que, tal vez, fue uno de esos cientos de documentos que fueron robados de la casa de Lezama Lima en La Habana luego de su muerte.
He seleccionado para este homenaje que ha propuesto Rita Martín uno de los capítulos protagonizados por Lezama.

El Edén, un jardín, las voces y los ecos...

Durante varios años ha ido recopilando recortes, ha copiado fragmentos de libros antiquísimos, traducido incluso textos provenientes de culturas ancestrales, donde encontraba otras aristas, desconocidas en su mayoría, de esa erótica universal de la que hablaban algunos viejos códices arameos, a los cuales llegó gracias a la traducción hecha por los colonizadores, ingleses o franceses, daba igual, pues en cualquiera de los dos casos, tenía que entresacar la esencia real del hallazgo entre la hojarasca de un texto donde predominaba la visión del vencedor, mirando al vencido como se mira a un salvaje: con el menosprecio de la superioridad. “¡Cuánta historia se ha perdido en tu nombre, poder!”, se dijo, casi masticando las palabras. 
Y ahora el buenazo de Julio, el Gran Cronopio, se aparecía con aquella historia: un manuscrito que no podía estar en ningún otro sitio, sino allí, entre aquellos recortes, en un espacio privilegiado de su biblioteca en la calle Trocadero, ocupando el trono que le correspondía, brillando con la luz propia de los escritos antiguos, puros, originales, gracias al respeto que sintieron los sacerdotes jesuitas cuando lo encontraron y decidieron conservarlo por alguna ignota razón, si es que verdaderamente recogía toda esa locura épica que Cortázar le había contado.
Tenía que hallarlo. Un texto de tal naturaleza sólo podía encontrarse en manos de gente experta, so pena de que el sadismo sexista, el individualismo lésbico y la liberalidad feminista que guardaban aquellas historias (esos habían sido los calificativos exactos dados al manuscrito por el Gran Julio), desencadenara cosas horrendas similares a las encontradas por el inventor de los cronopios en las tinieblas marginales de ese París otro que nada tenía que ver con las postales, ni la encandilada prestancia histórica de la Ciudad Luz. ¿O es que Cortázar exageraba, o lanzaba algunas de las cronopiadas suyas, o se había vuelto conservador y temeroso bajo el asedio de la edad y de ese bicho que, según él mismo decía, le iba comiendo las fuerzas con sus garritas de animal rabioso prendido a su sangre?
Si Anäis Nin no había soltado otra más de sus acostumbradas mentiras para tapar algunas de las locuras escandalosas a las que ya la gente se había acostumbrado de tanto conocerla, y el manuscrito había entrado a Cuba, podía estar solamente en cuatro lugares, bien ubicados por cierto, pues él dudaba que aquellos coleccionistas de nombres ilustres: Gastón, Feijóo, Florentino y Segundo, no se hubieran enterado de que tal joyita podría conseguirse, seguro que a un precio muy barato, en la casa de la tal Tulita, una cantante de cabaret quizás bien conocida por ellos, aunque él ni siquiera recordaba un nombre parecido.
Podía descartar al primero, sin pensarlo mucho. Apasionado coleccionista de manuscritos, Gastón Baquero, además de ser un poeta “de pluma alta y encumbrada inventiva”, pues así solía llamarle antes de que decidiera irse a España poco después del triunfo de Fidel, se había granjeado la fama de poseer un envidiable y muy secreto catálogo de rarezas bibliográficas, firmadas por sus autores, cartas entre escritores que no vacilaba en comprar gastando sus dineros bien ganados como periodista en el Diario de la Marina, y hasta folios sueltos, o pedazos de ellos, robados de los archivos de algunas estrellas de las letras en Cuba. Allí mismo, en aquel cuarto de estudio donde Lezama había comenzado su colección de joyas eróticas, recuerda que lo vio jactarse de que poseía una página del manuscrito original del poema Espejo de paciencia, de Silvestre de Balboa, el primer monumento literario conocido de las letras cubanas, escrito entre el 1606 y el 1608, y que había rescatado de la destrucción total en la Sociedad Económica de Amigos del País, “donde lo tenían escondido, José, diciéndole a la gente que se había destruido a finales del siglo pasado. Quién sabe qué han hecho con el resto de las páginas”.
Tal vez podía echar a un lado también a Feijóo, pues Samuel seguía concentrado en recoger las tradiciones de los campesinos en la zona central del país y ello, de algún modo, ponía un coto a sus búsquedas. Y de Florentino Morales, ni hablar, siempre concentrado en la europea ciudad de Cienfuegos, donde se pavoneaba de una suerte de mito en la tarea de localizar manuscritos de autores cubanos de los siglos pasados, tirando en cara de otros coleccionistas menores la posesión de dos diarios imprescindibles para las letras cubanas y la historia, de los cuales no había querido desprenderse temiendo que “el pésimo cuidado de conservación de nuestros museos me joda la conquista y se lleve a la mierda tantos años de trabajo”, decía, y mostraba con mucha cautela y un celo exquisito al pasar las páginas, uno de los diarios íntimos de Julián del Casal y el libro de apuntes perteneciente al escribano del Capitán General Valeriano Weyler, muerto de fiebre amarilla en un viaje a Cienfuegos y enterrado en la necrópolis de Reina, en esa ciudad, suceso que permitió que un pariente lejano de Florentino, amante también de las letras, se apoderara de aquella libreta sin decir nada a ninguno de sus colegas de armas.
Si Segundo Curti Messina no sabía nada del manuscrito, tendría que convertirse en un Arsenio Lupin habanero para encontrarlo. Odiaba a Holmes, harto de su estupidez y su banalidad autosuficiente, y creía un crimen de lesa literatura haberle dado el papel protagónico a un excéntrico de tal calaña, alguien a quien consideraba un minusválido del pensamiento, salvado por el simple hecho de que Doyle colocó a su lado a un ser absolutamente más idiotizado, cuasi mongoloide: el gordo Watson, a quien, por cierto, se parecía mucho uno de los sirvientes que deambulaban por la casona del senador Curti Messina, cuando todavía Fidel andaba en la Sierra enredándole la papeleta a ese grupo de cabroncitos que habían convertido a Cuba en un burdel de la peor alcurnia.
Era un viejo amigo de su madre y gracias a su especialidad: coleccionista de libros viejos, básicamente en sus ediciones príncipes, y cazador de manuscritos históricos que dieran una visión de la Historia distinta a la de los vencedores, Lezama había logrado llegar hasta pistas impensadas, pues el viejo Segundo, perteneciente a la alta aristocracia cubana, fundador del detestado Partido Auténtico, pudo gastarse sus buenos dineros en comprar un rosario de verdaderas piedras preciosas en el mundo de la literatura y la historia, vanagloriándose de poseer, entre otros, una edición de las Obras de Garcilazo de la Vega con anotaciones, editada en 1580, en Sevilla; y los daguerrotipos originales tomados a José Martí cuando lo sacaron del sitio donde lo enterraron en Dos Ríos, cerca del lugar donde cayó, antes de trasladarlo a la Necrópolis de Santiago de Cuba, que mostraban ya a un Martí con la cuenca de los ojos vacías y sin labios. Él mismo había visto aquellas fotografías, publicadas en la época en algunos de los diarios que anunciaron su caída en combate, y recuerda la molesta sensación de ver a uno de sus ídolos podrido como una bestia cualquiera que Segundo, evidentemente, descubrió, porque escuchó su voz recordándole que “ante la muerte todos somos iguales, José, incluso genios como Martí llegan a lo mismo. La carne al polvo y el polvo al polvo, no lo olvides”.
— Alguien vino a venderme hace unos años ese manuscrito — dijo Segundo, las piernas cruzadas, fumando de su pipa, sentado en una enorme butaca de forro estampado en flores.
No se lo había comprado, “aunque sentí deseos, no creas”, porque la mujer no supo explicar de dónde lo había sacado.
— No tuve que preguntar por qué lo vendía — siguió diciendo —. Era obvio. Sólo de mirar sus vestidos y el hambre que se le salía por los ojos, adivinabas la razón de aquella venta.
Pero se había deshecho en un mar de incoherencias, en una historia que ni siquiera recuerda de tan absurda, donde parientes de México le enviaban el manuscrito, o algo parecido, totalmente descabellado. Llegó a pensar que ella había robado aquel legajo y sintió temor de verse enredado en algún escándalo.
— Odio los escándalos — explicó —. Además, los tiempos que corrían no eran buenos, había que pensar bien los pasos.
Y aunque había podido hojear el manuscrito, y tuvo “esa sensación de cuando te enfrentas a una obra humana inmensa, de valor incalculable”, decidió ayudar a la mujer con un poco de dinero, pidiéndole de favor que no insistiera con la venta: no le interesaban aquellos papeles.
— Claro... — dijo, arrugando la frente y levantando inconscientemente la nariz en un gesto típico suyo cuando estaba pensando —, ahora que mencionas ese nombre... sí, puede ser. Su cara me resultó familiar.
Por el protocolo de su cargo, y también por sus preferencias hacia el mundo de la zarzuela y la ópera, frecuentaba mucho algunos teatros de La Habana donde se ofrecían aquellos espectáculos, pero la cara de la mujer no tenía nada que ver con esos lugares. Creía recordarla de algún lugar más bajo, pero no podía precisar dónde.
— Si te acuerdas, me avisas — pidió Lezama y se puso de pie para marcharse —. Hasta pesadillas tengo con ese manuscrito. Es lo único que me falta para completar una colección. Va a ser un escándalo.
Cuando salió a la calle, La Habana ardía bajo el tórrido sol de un verano seco, polvoriento, que parecía evaporar la vida hasta en los ojos de quienes se cruzaban en su camino, convirtiéndolos en un remedo triste de apagados zombies caribeños. “Recto hasta casita”, pensó, y enfiló sus pasos hacia el apartamento de Padrón, a un par de cuadras, cazando la sombra de los escasos árboles en aquella parte de la ciudad. A esa hora, el gallego estaría preparando su máquina de alquiler para ir a trabajar a la piquera del hotel Inglaterra, desde donde podría ir caminando hasta Trocadero, sin padecer demasiado aquellos calores, aún más molestos para él y su gordura.
Sí, sería un escándalo. Si alguna vez decidía publicar las cosas que había ido recolectando año tras año, la pacatería de una sociedad como la cubana se viraría en su contra, acusándolo de pornógrafo, de pervertido, pues muy pocos en aquella isla estaban preparados, al menos eso creía, para soportar en letra impresa, por ejemplo, un pequeño fragmento del Cacicazgo del ojo burlón, perfecta pieza de la picaresca española escrita en Perú por algún conquistador amante del fisgoneo erótico. La primera noticia de aquel manuscrito le llegó de la misma fuente que años después le enviaría una reproducción mecanuscrita de las páginas salvadas de ese librillo: unas cuarenta hojas, copiadas por ambas caras, a un solo espacio, donde el soldado español contaba las peripecias y los engaños que debió hacer ante sus superiores para que le cambiaran el rudo servicio en el ejército por la custodia de unas bellas princesas indígenas y su servidumbre, jóvenes capturadas en tribus cercanas y hasta en asaltos a barcos que recalaban en la costa, obligadas todas a mantener en forma a los jefes de la expedición de conquista a las tierras de los incas. El pillo, destinado a evitar que escaparan, las fisgoneaba desde la floresta, escondido (“y seguro masturbándose”, piensa), mientras se bañaban durante las tardes calurosas en alguno de los ríos que formaban lagunas tranquilas, cercanas a la edificación que les servía de encierro, empecinados sus ojos en la belleza distinta de una muchacha no morena como el resto, pues las había indias y muy negras la mayoría, quizás una de esas niñas raptadas de algún barco europeo atracado en busca de provisiones. El mismísimo José María Arguedas logró localizar el manuscrito gracias a un amigo en las costas de Perú, le escribió acerca de aquel hallazgo, ordenó mecacopiarlo, y aprovechó la visita a La Habana de ese amigo, un profesor de la Universidad de San Marcos, para enviarle la copia. 

LEZAMA LIMA EN POESÍA

Un diálogo con José Lezama Lima de cuatro poetas:
Heberto Padilla, Roger Santivañez, Maya Islas y 
Virgilio Piñera  


HEBERTO PADILLA
De Fuera del juego, 1968
 A Lezama Lima 
Hace algún tiempo
como un muchacho enfurecido frente a sus manos 
atareadas
en poner trampas
para que nadie se acercara,
nadie sino el más hondo,
nadie sino el que tiene
un corazón en el pico del aura,
me detuve a la puerta de su casa
para gritar que no,
para advertirle
que la refriega contra usted ya había comenzado.
Usted observaba todo.
Imagino que no dejaba usted de fumar grandes
que continuaba usted escribiendo
cigarros
entre los grandes humos.
¿Y qué pude hacer yo,
si en su casa de vidrio de colores
hasta el cielo de Cuba lo apoyaba?


ROGER SANTIVÁÑEZ 

De:  Antes de la muerte, 1979

TRES POEMAS PARA DESCIFRAR

A LA MANERA DE JOSÉ LEZAMA LIMA
I. La sombra se veía


Al amanecer nos armamos de valor, simulamos
Pertenecer aún a la extremidad helada del sueño,
Deseando vislumbrar entre este encierro guardado
Del motivo que embutiría cápsulas destinadas
A combatir la corriente desmesurada de los cuerpos
Que imperceptiblemente trastocan su belleza
En oscuridad de invitaciones nunca aceptadas
Horadadas en un miedo permanente.
Las muelles recepcionistas del cansancio
O el sueño, empinan su horizontalidad
Para expulsarnos de un instante en el que

Veríamos una anatomía preocupando nuestra curiosidad,
Debida a la posibilidad no gozada
De nuestro callado favorecedor de movimientos,
Poroso castigado a pesar vestimenta que impide
Clausurar la distancia no conversada.

II. En el taller

Escuchábamos los ruidos de las latas estropeadas;
Una muchacha nerviosa vertía sobre nuestra casa
El infame olor del carburo
Por haber estrellado los faros de su increíble
Bebedor de gasolina contra la impaciencia de
Un repartidor de anhelos hechos de plástico
Para trastornar las noches de quienes no saben
De su propia placidez, anudados a la ceguera
Que dulcemente va labranbdo el afán inquieto
De cruzar dichas efímeras, temerosos de recibir
Un golpazo igual al que en verano
Nos despierta del párpado suavísmo, transportados
En la numérica mente de los hombres y es dorado,
Casi erótico al permitir que las muchachas
Plasmen lo que lleva a los adolescentes
A enviarse miradas de lujuria.
Ruidos practicados por las tardes de hábiles artesanos
Eficaces devolviendo belleza
A un asiduo trajinador de pavimentos.
Los insomnes hombres embadurnados con pintura al duco
Jamás desprenddios del halo azuloso del chisguete
Destructor de las pupilas más agudas.
Soportamos una presencia olfativa nauseabunda;
Sólo a la hora mas brisácea del día
Nos abandonaban a la caída,
Esa carencia de fierros torcidos sonando.

III. Ejercicios espirituales

La oscuridad del recinto donde un anciano
Bebía vino creído que era sangre, persiguió
Nuestras mentes como una exigencia palpable
De hallar una caída saludable después de
Bajar en vórtice hacia ningún lugar.
Producida la certeza del miedo:
El afán de aullantes invitaciones en
Esas profecías: estaciones incadescentes
O babosas nubes acariciantes
Casi orgasmos no eróticos complacidos
En la visión de manzanas suspendidas
Sin aire ni vergüenza, asistimos
Haciendo fila en una casa alejada
Donde la disposición solitaria de las monjas
Resbalaba con el ritmo que la mano
De una muchacha logra al tratar de
Aliviar la responsabilidad de su belleza
Con un toque improvisado de cabellos.

MAYA ISLAS


A LEZAMA LIMA  

Para Rita Martin y su Grafoscopio

Una mujer salvaje…
una mujer “que corrió con los lobos”
abrió un libro y se encontró el alma de un hombre, 
que casi en el destierro,
se despidió frondoso, como un árbol.
Ese poeta rondó las piedras
y las guardó para su futura casa
adonde pensaba descubrir la nada.
Después de tanto correr entre palabras,
su mito parecía un arcángel abandonado,
la espada, sin alas,
dormía con luz.
 Su principio fue la memoria del poema
que luego caminó todos los caminos,
tirando de sí mismo,
sintiendo el silencio como un cuerpo más.
Entre aguas y tierras, buscaba el aire,
todo salía de su cuerpo como un gran espejo
que reflejaba la penumbra de unas flores
a la distancia.
Jugó el fuego con el viento,
y el poeta ancló sus pies en un planeta abandonado;
el poeta nunca voló
pero las estrellas
aún contienen su secreto.
En aquellos tiempos este hombre nacido del lenguaje,
tuvo la misión de ser  juglar, ave perdida,
memoria y sonido,
                 un gesto viejo tras la reja.
Fue su amor por nosotros
que no lo dejaba morir
               agachado ante su saliva,
bañado de  su espíritu.
               Un día le sobró una tarde,
después de leerle a los demás su canto.
Ahí mismo supo que habíamos sido engañados
ante la turba que decía: vivimos en el centro del universo.
Todos sus poemas resucitaron al igual que sus células.
Bailó la noche sin los pies de los demás.
Lezama lo sabía,
era un navegante como todos nosotros,
entre pan y poema: la luna.


VIRGILIO PIÑERA


EL HECHIZADO
(Soneto)

A Lezama, en su muerte, 1976 


Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte: 
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.
Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida: 
mortal combate del ser y del estar.
Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.
Lo hiciste con el arma Paradiso.
-Golpe maestro, jaque mate al hado-.
Ahora respira en paz. ¡Viva tu hechizo!


11.27.2010

LEZAMILLOS HABITADOS DE MARGARITA GARCÍA ALONSO

Lezamillos habitados. Ilustraciones de Margarita García Alonso para el centenario de José Lezama Lima:

Pulse para ver Lezamillos


ALBERTO LAURO: VIVIR EN LA CASA DE LEZAMA LIMA

Tener una casa es tener un estilo para combatir el tiempo. J.L.L.

En dos ocasiones fui huésped en la casa de Lezama Lima. Su viuda, María Luisa Bautista Treviño conocía a mi familia paterna. Lo descubrimos cuando el Padre Gaztelu nos presentó. En La Habana se llamaba María Luisa Bautista, para las familias holguineras era simplemente “Cachita”. Su madre, María Treviño, fue una misionera cuáquera mexicana que llegó a Cuba con diecinueve años por el puerto de Gibara, el 14 de noviembre de 1900. Allí fundó el Colegio “Los Amigos”. Cuando en 1902 Estrada Palma arriba a la Isla desde su destierro, ya investido como Presidente de la naciente República de Cuba, desembarca por la bahía de Gibara –por ese mismo lugar había salido al exilio-, y la joven maestra religiosa, junto a la población de la localidad, con su coro de niños, lo recibe. Un año después fundaría el mismo colegio en Banes, se casaría con don Elpidio Bautista y tendrían a Joaquín, Andrea y Cachita. Al cabo de los años la hija de la misionera, profesora de literatura y amiga de Eloísa Lezama Lima, terminará casándose con Lezama (el 5 de diciembre en 1964), a quien admira y cuya obra conoce bien, petición que le hizo doña Rosa Lima en su lecho de muerte. Para doña Rosa, María Luisa era como una hija y no quería que Lezama quedara desamparado. Las hijas verdaderas, Eloísa y Rosita, ya se habían marchado al exilio.
A Trocadero 162 se mudaron los Lezama Lima en 1929, cuando el escritor tenía diecinueve años. Antes habían vivido muy cerca de allí, en una inmensa casona en el Paseo del Prado No. 9, que Lezama recrea en las primeras páginas de Paradiso. Diez años antes, en 1909, había muerto el Coronel Lezama, en Fort Barranca, Pensacola, y la viuda y sus huérfanos se trasladan con sus mueves a otra casa más modesta.
En 1977 me fui de Holguín a estudiar a La Habana. Vivía en una enorme mansión en el exclusivo barrio de El Laguito, en el Country Club. Apenas conocía a nadie en la capital salvo a un compañero de estudios y al Padre Gaztelu. Él fue quien me presentó a Cachita y como yo asistía a la misa dominical del mediodía de la parroquia del Espíritu Santo, conocí allí a sus allegados. En dos ocasiones, por falta de monaguillo, me tocó ayudarle en los oficios dedicados a Lezama cuando se cumplían aniversarios de su muerte. Fue así como de pronto formé parte del círculo íntimo de amigos del autor de Muerte de Narciso.
Pero en una ocasión, habiendo regresado ya a Holguín y de visita en La Habana, el Padre Gaztelu me invitó a alojarme en su iglesia cuando el techo de la parte destinada a vivienda se derrumbó, a consecuencia de un fuerte aguacero. Fue entonces cuando pidió a María Luisa, a quien todo el mundo llamaba por su nombre y yo en público, que me hospedara. Y ella accedió con gusto. Ya sabía que era nieto de su amigo de adolescencia, Aurelio Pino, juez de Holguín y Cañadón, un poblado del término de Banes, en la carretera hacia la playa de Guardalavaca.
La casa de Lezama permanecía como él la había vivido. En la primera ocasión me alojé allí cinco días y apenas dormí, poseído como estaba por el hechizo del lugar, consciente del privilegio que representaba para cualquier aspirante a escritor estar en el “templo de la imagen”. Todo estaba imantado por la energía de aquel alquimista de palabras que la habitara. Allí, más que imaginarlo, lo veía como si estuviera vivo, oficiando sus vigilias, fabulando, hechizado como un gurú en su cripta. Demiurgo en su pequeño cuarto, al que llamaban sus familiares la “Gruta de Delfos”. Siempre escribiendo a mano con una caligrafía muy peculiar.Yo no había cumplido veinte años y ya me fascinaba su mundo, aunque apenas lo entendiera. Sin embargo, leía embrujado por la música de sus palabras y me dejaba llevar por lo que Gaztelu había definido como “una rauda cetrería de metáforas”.
Pintada la fachada con un gris ensombrecido por el hollín, cubierta de polvo, se accede a la casa por una entrada custodiada por dos columnas semisalomónicas. Los enormes muebles apenas dejaban espacio en una sala que reducían aún más, presidida por el enorme retrato del Coronel Lezama en traje de gala y empuñando un sable. Además, enmarcados se veían los retratos de Góngora, Mallarmé y Martí. Las paredes despintadas estaban cubiertas de cuadros, algunos adquiridos por Lezama y otros rescatados de la colección de su hermana Eloísa y su cuñado Orlando. Entre los lienzos, recuerdo a Los novios de Arístides Fernández; Retrato de Eloísa, pintado por Mario Carreño, otro de Lezama realizado por Arche; unos gallos de Mariano; un dibujo de Lozano representando a un hombre desnudo y algunas esculturas suyas de pequeño formato como un pez y un San Francisco; El Coche Musical, de Cleva Solís; un óleo inconcluso de una mujer vestida de rojo, de Víctor Manuel; un galleguito que había cortejado a una pariente de Lezama, pintado por Cundo Bermúdez y, entre los más jóvenes, sin espacio donde colgarlos, varios grabados de Antonio Saura, Umberto Peña y unas piezas de Martínez Pedro, Clara Morera y Sandú Darié.
Todas las habitaciones estaban llenas de estanterías con filas dobles de libros, algunos muy valiosos, como el firmado por Martí. Otros exhibían la firma de autores contemporáneos: Octavio Paz, Wallace Stevens, Vargas Llosa, Juan Goytisolo... En total más de diez mil volúmenes y casi ninguno de obras teatrales.
Había mesas repletas de pirámides de papeles en donde se mezclaban cajas que contenían tabacos, llaves, lápices, plumas, aerosoles contra el asma, botones, abridores de cartas, estilográficas, bolígrafos con la tinta seca, carreteles de hilos, agujas, tarjetas de visitas y cientos de cartas sin clasificar, escritas por Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Adolfo Salazar, Julián Orbón, Cernuda, Zenobia Camprubí, Carlos Fuentes, Vicente Aleixandre, Octavio Paz, Valente, Cortázar, y muchos autores cubanos. Por supuesto, también de los poetas de Orígenes, Loló de la Torriente, Eugenio Florit, Lydia Cabrera y una lista interminable. Los resquicios que quedaban libres lo ocupaban estatuillas, ceniceros, pequeñas tallas, miniaturas, piezas en jade de Buda y de Lao Tsé, un dragón de marfil tallado que tenía un bola en la boca y era como un sonajero, piezas de decoración, chinas, indias, tibetanas, caracoles, monedas... Todo ello, en un abigarramiento al que se sumaba la humedad de las paredes y un olor a gas de la calle que hacía la atmósfera irrespirable. Me preguntaba cómo había podido Lezama vivir allí tantos años con su obesidad, el asma, la disnea y la depresión en la que se sumió desde la separación de sus hermanas y, luego, el juicio contra Heberto Padilla.
Lezama escribía en una pequeña habitación que daba a un cuartito de desahogo. Contigua quedaba la cocina donde atesoraba cientos de cuadernos de recetas, muchas apuntadas a manos, aunque no supiera ni hacerse un café. En el pequeño cuarto del final, con su cama de adolescente, era donde yo dormía. En éste y en la habitación principal había unos mastodónticos armarios repletos de ropa del escritor y la de doña Rosa. Cuando la casa fue definitivamente intervenida por el Estado no se sabe a dónde todo esto fue a parar.
No tenían televisión. Sólo una vieja radio por donde escuchaban a veces música clásica en CMBF y emisoras internacionales, entre ellas Radio Nacional de España, Radio Francia Internacional y muy bajo, para que los vecinos - que de día les hacían la vida imposible con ruidos y la basura que arrojaban al patio central- no los oyeran, La Voz de los Estados Unidos de América y su programa “Cita con Cuba”.
A Cachita le pedí que me dejara ayudarle a organizar un poco durante los días que me iba a quedar allí. Y accedió. Lo primero que hice fue, en el primer patio interior, donde no había ni una sola planta, montar numerosas tendederas con cordeles y colgar de ellos, como si fuera ropa lavada, los cuadernos manuscritos de Paradiso, totalmente humedecidos y algunos enmohecidos. Ella ni siquiera se imaginaba en el estado en que estaban. El primer capítulo lo mecanografió Antonia Soler, los otros Cachita y la vecina de enfrente, la simpática Emilia. De noche, me ponía a revisar, a hurgar, a leer. No dormía. Salvo “secar” la novela, casi nada se podía hacer. Cuando el padre Gaztelu vino a recogerme para ir a tomar el té con las hermanas de la pintora Amelia Peláez y le respondí que prefería quedarme haciendo lo que había comenzado, le oí decir algo que repetía hasta el cansancio: “En este país tenemos que ser émulos de Job”.
En otro de mis viajes a La Habana, Cachita me regaló el primer libro de ensayos de Lezama, Analectas del reloj, dedicado de su puño y letra por el autor a su madre. Me lo ofreció con la foto del día en que se casó, en que aparecen Cintio Vitier y Fina y Bella García Marrúz, Eliseo Diego, Octavio Smith que fue el notario de la boda, los esposos Fernández de Castro, Alejo Carpentier y su esposa Lilia Esteban, Agustín Pí y las hermanas Peláez, entre otros. También me regaló unas plumas, un cenicero que es un cisne con un baño de plata, varios abrecartas y algunas corbatas de Lezama que quedaban, pues casi todas se las había regalado a Umberto Peña, que las utilizó en sus Trapices. Me dio también una foto de Lezama en todo ese ambiente, reinando como un monarca en un océano de papeles, realizada por Chinolope. Cosas que aún conservo. Cuando le conté a Cintio y a Fina lo generosa que era conmigo Cachita, se quedaron demudados. Ellos querían tener un recuerdo de Lezama. Fue entonces que les regalé el marcador que usó mientras estuvo en el hospital y leía El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier y un libro de poemas de Cristina Peri Rossi, que le envió Julio Cortázar. Yo me negaba a aceptar aquellos objetos pero Cachita me obligaba diciéndome que ella estaba enferma del corazón, que moriría en cualquier momento y que no estaba segura de que alguien quisiera conservarlos luego. No los considero como propiedad sino como un simple depositario
A Cachita le ayudó en la clasificación del legado otro joven que admiraba a Lezama, Roberto Pérez León. El empeño quedó a medias porque Roberto apenas tenía tiempo libre debido a sus estudios y poco después ella falleció, no sin antes haberle prometido el entonces Ministro de Cultura, Armando Hart, conservar tal cual la vivienda y hacer una Casa-Museo. Estuvo cerrada durante años, hasta que después de litigios, gestiones desagradables e incomprensibles, la llave le fue entregada, con el aval de los Vitier, a Emilio de Armas quien junto a su esposa de entonces, Lourdes Marrero, se mudaron allí con la tarea de hacer un inventario exhaustivo y habitarla. Como yo había sido padrino de la boda de ambos y conocía perfectamente el lugar, vine con ellos a pasar unas semanas en la casa y, por puro azar, me vi durmiendo, de nuevo, en la cama del Lezama adolescente. Lourdes hizo su tarea en folios con el membrete del Museo de la Ciudad, que yo archivé cuando organicé los fondos documentales del Archivo de la Oficina del Historiador de la Ciudad, con una lista completa de objetos, libros y cuadros que encontró. Ya para esa fecha faltaban muchas piezas y libros.
Con nuestros poemas, una noche Emilio y yo le hicimos un homenaje a Lezama delante de la mascarilla de su rostro y sus manos, pintados con un barniz verdoso muy desagradable pues parecía putrefacto. Al principio me daba pavor pasar de madrugada, a oscuras, cerca de ella. Después la compasión me hizo vencer el miedo. Como había mucho incienso de rosas –Cachita era cuáquera, rosacruz, ocultista y bautista, leía lo mismo La Biblia que a Madame Blavatski o Krhisnamurti-, lo encendimos junto a unos cirios. Cuando Lourdes limpió la casa tuvo que echar montones de basura y hasta en las gavetas de los muebles de la sala encontraba objetos inútiles mezclados con cenizas de tabaco.
A finales de 1970, Lezama se había encerrado prácticamente en la casa. Allí se protegía del acoso de las autoridades y de los que le enviaban anónimos y le llamaban por teléfono a altas horas de la noche para amenazarle, insultarle y darle noticias de falsas muertes de personas queridas por él. Hasta de día tenía que tener las luces encendidas porque en su casa nunca daba el sol. En diciembre era una nevera y en agosto un infierno. No tenía ventiladores. El suelo de la sala poco a poco se hundía y el del baño también. De día los gritos de los vecinos eran insoportables y de noche los pleitos impedían dormir.
Durante la limpieza de Lourdes recuerdo que rompí unas planillas de la Embajada de los Estados Unidos a medio llenar. Aunque Lezama no se fue de Cuba, creo que en sus horas de desolación estuvo tentado a hacerlo. El pasaporte lo destruimos Emilio y yo. Antes de irme de Cuba, cuando aún vivía Nélida, la criada que sustituyó a Balduvina y que heredó la propiedad de la parcela en el Cementerio de Colón, y con su aprobación, reparé y pinté con unos albañiles amigos que pagué en dólares –estaban prohibidos en esa fecha-, el panteón de la familia Lezama Lima: estaba rajado y el agua de la lluvia se le colaba dentro.

Ahora recuerdo cuando Cachita me decía que si quería que la policía se enterara de algo, bastaba con llamarla y decírselo por teléfono. Una vez hicimos la prueba. Ella me llamaría a Holguín y me diría que haría una reunión muy importante donde habría extranjeros, a la que yo no debía asistir. Tenía que contestarle que le traería carne de res de contrabando, y le debía precisar el día y la hora en que llegaría a su casa. Pusimos el plan marcha y cuando venía doblando por Prado para coger Trocadero, dos policías se bajaron de un coche de patrulla, me detuvieron y registraron todo lo que llevaba. Buscaban la prueba del delito. Lo que encontraron fue una caja llena de guanábanas y anones de los árboles del patio de mi abuela. Cuando se lo conté, Cachita con una infinita tristeza en sus ojos desgastados, me dijo: “Te lo advertí. ¿Tenía razón o no?”

Celebrando los 100 años de vida de José Lezama Lima

Tres de los poemas más conocidos del poeta J.L.L.:

Ah, que tú escapes
Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no querías creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.

Una oscura pradera me convida
(Pica para escuchar la voz del poeta

Oda a Julián del Casal
Déjenlo, verdeante, que se vuelva;
permitidle que salga de la fiesta
a la terraza donde están dormidos.
A los dormidos los cuidará quejoso,
fijándose como se agrupa la mañana helada.
La errante chispa de su verde errante,
trazará círculos frente a los dormidos
de la terraza, la seda de su solapa
escurre el agua repasada del tritón
y otro tritón sobre su espalda en polvo.
Dejadlo que se vuelva, mitad ciruelo
y mitad piña laqueada por la frente.
Déjenlo que acompañe sin hablar,
permitidle, blandamente, que se vuelva
hacia el frutero donde están los osos
con el plato de nieve, o el reno
de la escribanía, con su manilla de ámbar
por la espalda. Su tos alegre
espolvorea la máscara de combatientes japoneses.
Dentro de un dragón de hilos de oro,
camina ligero con los pedidos de la lluvia,
hasta la Concha de oro del Teatro Tacón,
donde rígida la corista colocará
sus flores en el pico del cisne,
como la mulata de los tres gritos en el vodevil
y los neoclásicos senos martillados por la pedantería de Clesinger. Todo pasó
cuando ya fue pasado, pero también pasó
la aurora con su punto de nieve.
Si lo tocan, chirrían sus arenas;
si lo mueven, el arco iris rompe sus cenizas.
Inmóvil en la brisa, sujetado
por el brillo de las arañas verdes.
Es un vaho que se dobla en las ventanas.
Trae la carta funeral del ópalo.
Trae el pañuelo de opopónax
y agua quejumbrosa a la visita
sin sentarse apenas, con muchos
quédese, quédese,
que se acercan para llorar en su sonido
como los sillones de mimbre de las ruinas del ingenio,
en cuyas ruinas se quedó para siempre el ancla
de su infantil chaqueta marinera.
Pregunta y no espera la respuesta,
lo tiran de la manga con trifoliás de ceniza.
Están frías las ornadas florecillas.
Frías están sus manos que no acaban,
aprieta las manos con sus manos frías.
Sus manos no están frías, frío es el sudor
que lo detiene en su visita a la corista.
Le entrega las flores y el maniquí
se rompe en las baldosas rotas del acantilado.
Sus manos frías avivan las arañas ebrias,
que van a deglutir el maniquí playero.
Haces después de muerto
las mismas iniciales, ahora
en el mojado escudo de cobre de la noche,
que comprobaban al tacto
la trigueñita de los doce años
y el padre enloquecido colgado de un árbol.
Sigues trazando círculos
en torno a los que se pasean por la terraza,
la chispa errante de tu errante verde.
Todos sabemos ya que no era tuyo
el falso terciopelo de la magia verde,
los pasos contados sobre alfombras,
la daga que divide las barajas,
para unirlas de nuevo con tizne de cisnes.
No era tampoco tuya la separación,
que la tribu de malvados te atribuye,
entre el espejo y el lago.
Eres el huevo de cristal,
donde el amarillo está reemplazado
por el verde errante de tus ojos verdes.
Invencionaste un color solemne,
guardamos ese verde entre dos hojas.
El verde de la muerte.
Ninguna estrofa de Baudelaire,
puede igualar el sonido de tu tos alegre.
Podemos retocar,
pero en definitiva lo que queda,
es la forma en que hemos sido retocados.

¿Por quién?
Respondan la chispa errante de tus ojos verdes
y el sonido de tu tos alegre.
Los frascos de perfume que entreabriste,
ahora te hacen salir de ellos como un homúnculo,
ente de imagen creado por la evaporación,
corteza del árbol donde Adonai
huyó del jabalí para alcanzar
la resurrección de las estaciones.
El frío de tus manos,
es nuestra franja de la muerte,
tiene la misma hilacha de la manga
verde oro del disfraz para morir,
es el frío de todas nuestras manos.
A pesar del frío de nuestra inicial timidez
y del sorprendido en nuestro miedo final,
llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina.
La misión que te fue encomendada,
descender a las profundidades con nuestra chispa verde,
la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste: ansias de aniquilarme sólo siento.
Pues todo poeta se apresura sin saberlo
para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai.
Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya,
quisiste llevar el verde de tus ojos verdes
a la terraza de los dormidos invisibles.
Por eso aquí y allí, con los excavadores de la identidad,
entre los reseñadores y los sombrosos,
abres el quitasol de un inmenso, Eros.
Nuestro escandaloso cariño te persigue
y por eso sonríes entre los muertos.
La muerte de Baudelaire, balbuceando
incesantemente: Sagrado nombre, Sagrado nombre, tiene la misma calidad de tu muerte,
pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueño,
alcanzaste a morir muerto de risa.
Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire.
Aquel que entre nosotros dijo:
ansias de aniquilarme sólo siento,
fue tapado por la risa como una lava.
Cuidado, sus manos pueden avivar
la araña fría y el maniquí de las coristas.
Cuidado, él sigue oyendo como evapora
la propia tierra maternal,
compás para el espacio coralino.
Su tos alegre sigue ordenando el ritmo
de nuestra crecida vegetal,
al extenderse dormido.
Las formas en que utilizaste tus disfraces,
hubieran logrado influenciar a Baudelaire.
El espejo que unió a la condesa de Fernandina
con Napoleón Tercero, no te arrancó
las mismas flores que le llevaste a la corista,
pues allí viste el aleph negro en lo alto del surtidor.
Cronista de la boda de Luna de Copas
con la Sota de Bastos, tuviste que brindar
con cbampagne gelé por los sudores fríos
de tu medianoche de agonizante.
Los dormidos en la terraza,
que tú tan sólo los tocabas quejumbrosamente,
escupían sobre el tazón que tú le llevabas a los cisnes.
No respetaban que tú le habías encristalado la terraza
y llevado el menguante de la liebre al espejo.
Tus disfraces, como el almirante samurai,
que tapó la escuadra enemiga con un abanico,
o el monje que no sabe qué espera en El Escorial,
hubieran producido otro escalofrío en Baudelaire.
Sus sombríos rasguños, exagramas chinos en tu sangre,
se igualaban con la influencia que tu vida
hubiera dejado en Baudelaire,
como lograste alucinar al Sileno
con ojos de sapo y diamante frontal.
Los fantasmas resinosos, los gatos
que dormían en el bolsillo de tu chaleco estrellado,
se embriagaban con tus ojos verdes.
Desde entonces, el mayor gato, el peligroso genuflexo,
no ha vuelto a ser acariciado.
Cuando el gato termine la madeja,
le gustará jugar con tu cerquillo,
como las estrías de la tortuga
nos dan la hoja precisa de nuestro fin.
Tu calidad cariciosa,
que colocaba un sofá de mimbre en una estampa japonesa,
el sofá volante, como los paños de fondo
de los relatos hagiográficos,
que vino para ayudarte a morir.
El mail coach con trompetas,
acudido para despertar a los dormidos de la terraza,
rompía tu escaso sueño en la madrugada,
pues entre la medianoche y el despertar
hacías tus injertos de azalea con araña fría,
que engendraban los sollozos de la Venus Anadyomena
y el brazalete robado por el pico del alción.
Sea maldito el que se equivoque y te quiera
ofender, riéndose de tus disfraces
o de lo que escribiste en La Caricatura,
con tan buena suerte que nadie ha podido
encontrar lo que escribiste para burlarte
y poder comprar la máscara japonesa.
Cómo se deben haber reído los ángeles,
cuando saludabas estupefacto
a la marquesa Polavieja, que avanzaba
hacia ti para palmearte frente al espejo.

Qué horror, debes haber soltado un lagarto
sobre la trifolia de una taza de té.


El difunto Fidel - Radio Martí | Televisión Martí | MartíNoticias.com | Oficina de Transmisiones a Cuba - OCB

El difunto Fidel - Radio Martí Televisión Martí MartíNoticias.com Oficina de Transmisiones a Cuba - OCB

Poema XIII de Félix Luis Viera


del poemario La patria es una naranja

73
lsla de Cuba,
cuántas guitarras han sido rotas en tu nombre,
cuántos tiranos te han violado luego de haberte proclamado doncella nuevamente,
cuántas muchachas han mordido el polvo de 
su Sueño
luego de que el azulísimo mar se ha hecho rojo 
con la sangre de sus amores,
cuántos niños han perdido sus globos bajo el
trueno prometedor de la Justicia.
Cuántas gonorreas, cuántos chancros
han depositado en ti tus salvadores,
cuántos, blandiendo el rojo matiz de la poesía,
han encadenado tus ojos, han lanzado
en aviones de papel la mentira de ti 
como una fruta plástica.

lsla de Cuba, sangre que no termina,
¿dónde te hallas en esta noche, dónde
que tus boleros no me alcanzan, dónde
que aquellas mujeres no me afierran los timpanos con sus risas como
pífanos que estallan, dónde los negros que no llegan acezantes, tautológicos,
serenos como sierpes en fuga, donde
las negras que no me asaltan con sus culos como bastiones bíblicos?
Y ¿dónde, donde aquellas mulatas
que bajo las nieves de los relámpagos consagran la hostia?

Dónde,
amor mío,
en esta noche cuando
me dueles en toda la boca,
cuando
inútilmente
te busco en el lejano frío.

74

Alguien desde la patria me envía una postal y me dice que la patria
sigue siendo esa postal:
El póster de una hermosa mujer que, en biquini,
va caminando por una playa interminable.
Una mujer real que por tres dólares alquila las entrañas.
Un trovador que no deja de cantar.
Y el Tirano, que en la alta tribuna
grazna, grazna, grazna.

75


Candorosas putas de mi patria
lejos, desde esta gigantesca Ciudad yo las saludo
yo las amo en la distancia
muchachas que soñaron como yo una vez con el porvenir del oro
equitativamente repartido
Putas mías
putas filólogas ingenieras médicas economistas lánguidas licenciadas
que se han vendido a un italiano gordo dueño de un taller de mecánica
a un gastronómico sueco
a un trailero mexicano
a un canadiense que corta el césped en los jardines ajenos
a un español especialista en longanizas
a un portugués ratero
yo las quiero putas mías
yo las quiero y les canto y soy vuestro defensor
muchachas
adolescentes
cuyos padres les dijimos que el hambre jamás entraría en vuestro reino
puesto que era
asunto de otras latitudes
cuyos padres les aseguramos
que aquellos que hoy las poseen por cuatro dólares
eran miserables sin valor para construir un porvenir ausente del oprobio
cuyos padres les aseguramos
que cantaríamos a las cinco de la tarde
cada dia
en las colinas que levantábamos donde habríamos de cultivar flautas
y guitarras
Putas de la patria mía
muchachas adolescentes licenciadas en proyectos perdidos
yo las quiero
y las convoco a seguir amando cuando llegue el momento.

76

Si unos bárbaros quieren quitarnos la naranja
entonces la patria deja de ser una naranja y una calle y un charco
y una cañada
y van los hombres a morir por ella,
pero en realidad van a morir por la naranja.

77

De la otra patria se adueñó el Tirano,
de la patria que dicen los tiranos que es la patria
se adueñó,
la tomó para sí completamente
y la guardó en su banco,
justamente en su banco particular:
los tiranos guardan todo en su banco particular.

78

El hombre, en verdad, se queda completamente solo, cuando
la poesía lo abandona:
la patria nunca habrá de abandonarlo.

79

Tirano de la patria,
no es el poeta quien te odia,
quien te aborrece es la poesia.

80

Hija mía, un día cantaremos, no importa
que yo no esté contigo; cantaremos tú y yo.
No importa
que yo ya no esté:
cantaremos los dos.

Debes creer en la canción
que han creado las flores, los árboles, el viento
y sobre todo en la que han escrito los caminos áridos
y en aquella que tantos hombres han compuesto
a tragos de hiel en las noches perdidas.

Un día cantaremos
a coro con los ángeles
(los ángeles son esos hombres
que han sorbido fuegos y metales
para que algún día las hijas puedan cantar con sus padres la canción de los ángeles; 
los ángeles que han muerto habrán de resurgir,
los que todavía vivan habrán de darles sus manos calientes
a las manos aún frías de los ángeles redivivos):
cantaremos tú y yo y los otros
mientras vamos haciendo una avenida por donde irán los niños
a buscar otra vez el arco iris.

Luego
yo seré tu niño
y tú me arrullarás.