5.30.2011

RITA MARTIN: SALVAMENTO. TAREAS.


SALVAMENTO. TAREA III

Las aguas del Almendares, putrefactas como las de la Bahía, esperan, ambas esperan. La búsqueda no ha terminado: pero ya no creo en encontrar a nadie, como nadie o la Nada que es Dios tampoco sabe o conoce de este martilleo dentro del cráneo, el cráneo entre las manos: hileras de calaveras desfilando ante la vista. Sentimiento de ajenidad y corroboración de un constante no saber de dónde venimos. A dónde vamos, tampoco; pero los huesos transformados en polvo y barro, materia desechable, puede consolar a algunos en la sentencia de “Somos Materia” o la religiosa expresión: “No somos Nada”. Pocos se engañan al decir que el nacimiento queda aún más en las márgenes de lo desconocido. De él sólo conocemos la placenta y ciertas humedades. Claro que sé que no es ésto lo que deseas oír o escuchar, sinónimos confluyentes, no coincidentes, como que están y no son, algo más o menos. No es lo que tus oídos anhelan, sobre todo, si el grabador-gramófono, record player, nombre mutante por las futuridades--aparato superelectrónico que moriré sin ver--porque el día en que Aureliano conoció el hielo supo que la tierra era redonda como una naranja. Pero no soy Aureliano, taimado e inocente. Raza mía, judía por lo extraña y acaso siempre extranjera. Sé de antemano que la tierra es redonda y que me está negada. Esa es la razón de una Isla que gira, ligera o grave, anudada a una palma sobre los cuatro puntos cardinales. Pero te digo que el grabador retorna con Hojas muertas. La voz de Nat King Cole vuelve, regresa quedando en la memoria, perdiéndose en el silencio, mientras camino por las arenas, con los pies húmedos de mar que recuerda: “Vamos, muchacha, arrojémonos a la corriente, cortemos nuestros brazos, sin ojos y mudos a la mar entremos”. Porque tal intento fue creído como cree el hombre en la existencia de Dios para su salvación. Si Dios existe lo hermoso sobrevendrá a la Tierra y en coro los hermanos cantarán. Yo era demasiado joven en esa época para casi todo. El grabador aumenta el volumen. Estoy dentro de las olas y te alzo, arrojándote a la orilla. Estás a salvo, como Dios. Sólo que no tengo fuerzas para llegar al muelle. Sólo que el mar es el principio de todo y también, el fin.

SALVAMENTO. TAREA II.

El error era uno, lo supo más tarde, cuando apenas le quedaban fuerzas, o le restaban. Las rejas de la habitación confirmaban un concepto entrañable. La celda de antaño. Fracturación incipiente del cráneo de la mujer que tras los barrotes, con la mente en blanco, indaga. Los ojos puestos fijos en la noche y hacia arriba. Las estrellas se encuentran en el número seis, apartamento olvidado. Allí el amante. Cuarto de refugio. Entre ambos, tarea de salvamento. Las estrellas no miran hacia abajo. La mujer asciende las escalerillas de incendio y al llegar al refugio seis, toca débilmente la puerta. Pero en el seis no hay refugio. Ni en el ocho. Ni. Busca en todos los pisos el refugio y se dirige, desde ya, a otra dirección, buscando a otro. La mujer pregunta a otra por los inquilinos del edificio. Pero ésos, según la otra, se han marchado, por las inundaciones del agua que amenazaban la azotea. Entonces la segunda absorbe la pipa tosiendo de innumerables maneras, hasta que finaliza en un gruñido incontenible.
   La primera de esta historia y de la otra historia y la del más acá y el más allá que no nos interesa--digo, sí que nos interesa. La primera abandona el lugar, anda lenta cuando anda y si no, no anda: teme a las alturas, vértigo de su antigua costumbre al saber que, en el pasado, fue aquél animal.
Animal en imágenes: la memoria se desintegra. La primera, no la primera mujer del mundo, no Eva. Pero sí la primera de esta historia, va al abrevadero nombrado por la costa. Fija, nuevamente, sus ojos en el vacío, ante la inmensidad y comienza a escuchar el parloteo que desea confundir con la música, pero que es parloteo incesante de voces que le llegan de cerca y de lejos, porque ella misma no recuerda ahora a qué distancia se encontraban sus semejantes--de ella, claro. A semejanza de sí misma la mujer naufraga en su estómago que siente hambre y extiende la mano. Una mano que recoge otro sediento y tira y pisotea. La mujer, sin manos, sabe que esta noche puede ser su gran día, por eso avanza, entre la niebla y entre ella, canta alegre, como si su garganta estuviese fresca. Uno más. Otro más. Otro trago para ésa que sabe que no sabe nada, cantinero. Un hombre sacude la mesa y la levanta. La presiona, con sus firmes músculos, y la agita. La mujer despierta con el hombre dentro de sí y a punto de exclamar el grito: él descansa de potencia y sale de ella sin decirle una palabra. La mujer estaba ebria. Toda la tarde buscando al amante y ahora ése, dice. Pero se olvida, al fijar los ojos contra el techo del bar y lanza, de pronto, una botella. Alguna señal. Le cobran por daños ocasionados. Extrae del monedero su mísero dinero y paga. No pregunta quién paga a quién: pueden aumentarle la tarifa.
   La segunda mujer la mira al pasar y la evade. Pregunta demasiado, dice entre dientes y toma el ascensor, para llegar al número seis donde está el amante. La primera mujer la reconoce, pero se vuelve también y dirige sus pasos, dentro de sus pasos, a un sitio dentro de su cerebro. La foto de la mañana no salió. Debe llevar el negativo. En blanco y negro somos y se ríe del hallazgo. Cuando entra en la habitación en la que habíamos asegurado comenzó todo esto, cuando entra a ese establo miserable, entorna los ojos y, secretamente, aspira el olor proveniente de la cocina de un hospital, a estas horas de la noche. La nariz crece como en los cuentos de un conocido autor de este paisaje y como en esos cuentos, la mujer no existe. Sólo su imagen-fantasma, vagarosa, es una invitación al pordiosero y al vendedor de periódicos que, en toda la tarde, la han estado esperando como al mejor postor.

SALVAMENTO. TAREA CERO.

Pero no, digo, dijo, no. Es mejor que venga el Obispo, porque todo sería lo de siempre y ya es increíble esta suerte de entendimiento. Ya no. Sólo las hojas muertas de la canción que escuchaba su padre, que oye ahora y que tal vez murmure su nieto, si es que al fin y al cabo logra procrear. Perdida aquella criatura nacida de un amor que tuvo. ¿Lo tuvo? ¿Adónde y con quién concebir de nuevo? El Obispo no ha llegado, fue de visita al Papa y el Obispo, ahora Arzobispo, busca al Papa para algo urgente. Motivo: un hombre demente que ostenta la corona, cómo diríamos, ah, bien, mejor no decir nada, pero rectificamos: sustenta, o más parecido, detenta. Pero si el Obispo que repasa los cristales de la iglesia, no ha llegado, tampoco ella. Y ella subió la loma en la mañana ya que no podía hacer otra cosa que tragarse las lágrimas, detrás de las gafas y, arrinconada entre las matas de la entrada del edificio, reírse, como se ríe cuando le suceden estas cosas. Un remolino en su cerebro que no le deja pensar en nada, en nada más, ni oír y como siempre, de nuevo se le rompe violenta la sonrisa. Comienza la marcha en sentido contrario, allí donde le dejó, pero no encuentra a nadie. Nada hay en ese lugar y se sienta en el banco donde se detiene a respirar y, al levantarse, inicia una marcha en giros concéntricos que dan, inevitablemente, a una enorme casa amarilla donde se registran las direciones y, supónese, se encuentra lo buscado. Entra despacio y la oscuridad señala una escalera. Uno, dos pisos. Pero no, no asciende. Se retira. A una cuadra o dos está la parada del ómnibus que la llevará a la casa. Casa de la que bota el mugre y las aguas sucias por el tragante. El Obispo no ha llegado y la cruz pende de la habitación. Su mente en blanco, pero su cerebro, intacto. Compra, por fin, las flores para llevárselas, pero no. Las pone de adorno y escribe duro contra los papeles. Todas las llaves estaban abiertas cuando llegó el Obispo.
Narraciones pertenecientes a Sin perro y sin Penélope © Rita Martin

5.29.2011

JOSÉ LORENZO FUENTES: TAREAS DE SALVAMENTO

Cuento publicado íntegro y por primera vez en la Red.



No niego que cuando entré al hotel me molestó el olor a cebollas, a manteca rancia y a trapos húmedos, todos esos olores confundidos en un solo olor intransferible, que únicamente tendría en el mundo el hotel de Gonzala, y acaso también el rostro de la dueña detrás de la carpeta y desde luego las paredes sucias y descascaradas, y la escalera (esto lo supe después, cuando ya había alquilado la pieza) que conducía hasta el segundo piso, con sus peldaños soltando pedazos. Pero uno se cansa de hacer cosas en la vida sin encontrarles explicación. O la explicación está en el deseo de llevarle la contraria a la gente. O simplemente no tienen explicación.
--Solamente hay agua de siete a ocho de la mañana, las tuberías son un puro salidero, hay ratones--dijo Gonzala como si fuera la dueña del hotel de enfrente. Abría los brazos aparatosamente mientras hablaba y después, con los puños apretados, se los incrustaba en las amplias caderas.
Por un momento hasta me figuré que estaba molesta de no encontrarse con mi arrepentimiento.
--Acepto--dije y comencé a caminar delante de ella, que me indicaba dónde debía poner los pies porque en la escalera (eso era lo que al subir me iba diciendo) había que sortear .. unos cuantos riesgos, nadie se aventuraba a pisar firme en los escalones séptimo y noveno, y el undécimo estaba por ver. "Hay ratones, sobre todo hay ratones", ascendía su voz hasta alcanzar mi rabadilla como un puntapié y con su voz el deseo de verme dar un respingo, solicitar la devolución del dinero y perdérmele de vista para siempre. Tenía que ser resultado de mi imaginación, pensaba yo al ganar cada peldaño, porque nadie está peleado con su negocio, pero lo cierto era que eso venía diciendo a mis espaldas. Entonces volví la cabeza, cuidando de afirmar mis manos en la baranda, y miré hacia abajo con el deseo de descubrir porque el rostro de Gonzala se me hacía antipático. Detrás venía ella, sonriente, coloradota; a medida que ascendía su pecho se agitaba, parecía a punto de cortársele la respiración. Me dio lástima haber pensado mal de esta buena cara de tía, nodriza o madre dulcemente regañona, buena cara para despertarlo a uno todas las mañanas con una taza de café con leche.
--Esta es la llave--murmuró Gonzala ya en la puerta con un encogimiento de hombros que decía allá usted. Como el gesto no le pareció suficiente volvió a advertirme por enésima vez lo de los ratones. Yo le di la espalda y me dispuse a forzar la cerradura; con el rabillo del ojo la vi descender la escalera totalmente desalentada. Empujé la puerta con tanta violencia (las bisagras estaban herrumbrosas y hasta había un buen número de cachivaches apilados detrás) que se me pusieron calientes las mejillas, pero al fin arrastrado por mi esfuerzo me encontré bruscamente en el centro de la pieza. No estaba del todo desagradable, si uno se da a comparar, y hasta tenía una ventana pequeña con un postigo abierto y un pedazo de sol que me lamía los pies.
Me eché en la cama, anudé los dedos de ambas manos detrás de la nuca y, como otras veces en que el puro capricho gobierna mis acciones, me puse a pensar. El primer ratón cruzó la pieza tan velozmente que daba la impresión de una fotografía desenfocada. Entonces abandoné mis anteriores pensamientos y me di a recordar mis primeras andanzas como fotógrafo, era una cámara de cajón la que tenía (más tarde pude darme el lujo de una Speed Graphic) y si en la foto las manos estaban nítidas en cambio el rostro estaba detrás de un humo y viceversa, con lo cual adquirí cierta fama de mal fotógrafo que nunca logré deshacer del todo como si después de saber uno sigue siendo el que no sabe. Pero bien, el segundo ratón ya entró en confianza. Se acercó a las patas de mi cama y ni se asustó cuando me incorporé y le grité imbécil, no porque creyera que lo iba a ofender sino por la necesidad del ruido. Igual hubiera sido gritarle hermoso, lo importante era el ruido. Pero el animalito siguió mirándome con sus ojillos desagradables, hizo chuí chuí y apareció el resto. El resto, si mis matemáticas andan bien, eran unos cuarenta y cinco ratones. Todos eran grises, tenían los rabos largos, bigotes bien cuidados y ojillos desagradables.
De esto hace algunos días. A ver, yo creo que desde el jueves, tendría que levantarme y registrar en la gaveta de la vieja cómoda desportillada y leer la fecha en el recibo que me extendió Gonzala. Pero ahora prefiero seguir con los dedos anudados detrás de mi cabeza. Si me pidieran que jurara por mi madre, realmente no diría que el hotel es tan malo y hasta da gusto saltar en un solo pie los escalones tercero, quinto y séptimo (ahora los cuento de arriba abajo) en la misma forma que hacía de muchacho sobre los números que pintábamos con yeso en cualquier calle asfaltada. Primero se saltaba tratando de que el pie no cayera sobre los números pares y después a la inversa. Era un juego agradable que con el tiempo hubiera olvidado de no tropezar con el hotel de Gonzala, donde la única molestia es la presencia constante de los ratones. Cada día se asustan menos cuando salto de la cama al piso, aunque lo haga con los zapatos puestos, y me pregunten a grandes voces los inquilinos de abajo que qué pasó. Los ratones regresan apresuradamente a sus cuevas, es cierto, pero siguen con sus caritas asomadas, temblándoles los pelos del bigote, haciendo chuí chuí sin cesar, como si también me preguntaran.
--Ya usted lo ve. Se lo dije a tiempo--decía Gonzala cada vez que escuchaba mis comentarios. Ella estaba cansada de luchar con los animalitos. Había utilizado contra ellos todos los recursos imaginables. Las trampas se quedaban sin queso y no caía uno solo. Inútil también el veneno que había
echado en los agujeros. El del 43 ofreció un remedio que consideraba eficaz: taponar con cera las cuevas. A la semana había más ratones y agujeros que antes. "Un verdadero calvario", decía Gonzala para resumir la situación.
Pero en fin, si voy a ser sincero, no son los ratones sino las pesadillas lo que más me preocupan. Después de todo los animalitos andan por el piso de tabloncillos del hotel, trasteando en busca de alimento o lo que sea, y yo estoy encima de la cama pensando, sin que la presencia de ninguno de ellos pueda alterar la rutinaria ordenación de mi mundo. Las pesadillas, en cambio, están bañando mis madrugadas de sudores fríos y preocupaciones y temores.
Hoy, al cabo de la tercera, me he despertado más nervioso que de costumbre. Ocurre que todas las noches, quizás apenas pego los párpados o ya al filo de la madrugada (no he podido precisar bien) desciendo hasta una pesadilla donde Gonzala es siempre la compañera de mis aventuras.
Comienza invariablemente la cosa cuando Gonzala toca a la puerta de mi pieza, entra sin necesidad de que yo la abra, se sienta en el borde de la cama y se dedica a conversar conmigo. Al principio yo la escucho con la cabeza bien hundida en la almohada, en la postura más cómoda que pueda encontrar, luego nos ponemos de acuerdo y vamos juntos a visitar otros lugares. En la primera pesadilla Gonzala me llevó por un estrecho desfiladero, con humo que ascendía desde las profundidades y escoltaba nuestro andar (no hay duda que esa escena la he visto en varias películas), y con un cielo donde la luna, las estrellas y el sol perdían su eficacia de lejanos mundos con vida para convertirse en ridículos adornos de hojalata que colgaban sobre nuestras cabezas. Por cierto que a menudo yo estiraba un brazo y con las yemas de los dedos apreciaba la textura de alguna estrella colgada más baja que el resto.
Gonzala, en cambio, no parecía conferirle especial importancia al extraño decorado, caminaba como si muchas otras veces hubiera tenido que transitar por el lugar. Miraba a un lado y al otro y saludaba gentes que yo no veía, con un gesto mecánico y entonces volvía a preguntarme lo de siempre.
--¿Verdad que aún no ha visto a nadie, Raimundo?
--No. A nadie--respondía yo con extrañeza.
--No me lo oculte. En cuanto vea a alguien me lo dice.
Al fin alcancé a ver, en un recodo del desfiladero, a un grupo de hombres. Estaban todos vestidos de negro y conversaban animadamente de espaldas a nosotros. Se los indiqué con alegría, apuntando con el dedo, el brazo extendido a la altura de sus ojos.
--Bien, regresemos al hotel--dijo Gonzala.
Volvimos sobre nuestros pasos.
--¿Quiénes eran?
--Los egoístas.
--No entiendo.
--Es muy sencillo, mi querido Raimundo--explicó ahora Gonzala casi sonriente, con una exaltación que la convertía de repente en mi amiga--. Aquí todos ven a sus iguales, de esa forma sabemos hasta dónde han llegado los pecados de cada cual. Usted pasó junto a los criminales y no pudo verlos, tampoco a los ladrones ni a los lujuriosos. En cambio, a los egoístas los vio en seguida. ¡Alégrese, mi querido amigo! El egoísmo, después de todo, lo cultivan hasta los que van por el otro desfiladero, camino del cielo.
A veces el bien se practica por puro egoísmo, para asegurar en vida o en muerte una situación de privilegio. ¡Ay, si yo no conociera los hombres! Eso fue más o menos lo que ocurrió en la primera pesadilla.
Llegados a cierto lugar en que el paisaje era lo menos importante (acaso, inexplicablemente, no había paisaje) Gonzala colocó una de sus manos sobre mi frente y el simple contacto atrajo una porción de recuerdos que yo había desechado por completo. Eran recuerdos lejanos y recientes que se apretujaban frente a mí como si una multitud pretendiera--hombres, mujeres y niños a la vez ganar otra habitación a través de una puerta estrecha. De pronto se desbarató el nudo de brazos y piernas, y uno a uno aquellos recuerdos--que eran personas a la vez que recuerdos--se enfrentaron conmigo. El primero en hacerlo fue Virgilito mi compañero de aulas en la escuela primaria, siempre con sus libros y libretas bajo la axila del brazo el preferido de los maestros, el que contestaba siempre sin equivocarse las preguntas correspondientes a todas las asignaturas. ¿Por qué yo hurté la goma de borrar de María Elena y la coloqué cuidadosamente, sin ser visto por nadie, entre las hojas de una de las libretas de Virgilito? Era una hermosa goma de borrar, a colores, con la figura de Popeye el Marino, que ya había perdido la pipa y mostraba en ese lugar la porosa superficie de toda goma dañada, pero que por esa circunstancia no dejaba de ser Popeye, de comer espinaca y de amar a Rosario. ¿Por qué esperé, el corazón saltándome de gozo, que la maestra revisara las pertenencias de cada alumno, uno por uno, y al fin encontrara a Popeye en la libreta de Virgilito? ¿Por qué fui tan feliz esa tarde, si no me allegué ningún elogio, si sólo se los arrebaté a mi condiscípulo?
Otros amigos, mayores y menores, se enfrentaron conmigo sucesivamente, al conjuro de la mano de Gonzala, pero ningún encuentro fue tan para quitarme el rostro como el que me tenía reservado la llegada de Regina. Qué silencio en esta casa de portal frente a la playa, es mío hasta el rumor de las sábanas cuando Regina tiende la cama a la hora de la siesta, hasta los sentimientos se escuchan sin necesidad de que atraviesen el largo túnel del corazón a la boca. Ella vuelve a preguntarme y si la otra
Regina aparece qué sucederá. Pienso que es sólo una idea, que tal Regina no existe, que es una sola la Regina que se acuesta a mi lado, que me hace cosquillas en el vientre con su dedo, que me despereza todas las mañanas echándome su aliento en la nuca y en las orejas. Pero es más agradable contestarle que me enamoraré también de la otra si tanto se le parece.
Fue una idea de Regina esta casa de Guanabo, la última del pueblo, con su portal sostenido por horcones de júcaro y sus dos cocoteros delante. Tampoco yo hubiera querido pasar estos días cercado por los familiares, escuchando las enhorabuenas de los conocidos, los amigos deseándonos un largo y feliz matrimonio. También pensé que lo mejor era la playa, el mar sonando como nuestros deseos, agitándose y calmándose como nosotros mismos.
Durante los seis meses de noviazgo ella no se atrevió a hablarme de la otra Regina. Tampoco durante los primeros días en la playa. Cogidos de la mano llegábamos todas las mañanas hasta el muro de rocas contra el que bramaban las olas, después de haber atravesado la arena voluptuosamente, hundiendo las plantas de los pies y escurriendo argentados chorros entre los dedos, y nos poníamos a conversar mientras volaban desordenadamente pensamientos y cabelleras. Nada revelaba algo más allá de su ternura y su alegría, de los dientes fuertes y parejos que fabricaban sus sonrisas, de los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
Pero una tarde los labios se le pusieron blancos como si los apoyara en un cristal, una vena mostró su abultamiento desde la raíz del pelo hasta el encuentro de las cejas, y sus ojos no fueron capaces de encontrarse con los míos en esa directa comunicación de siempre.
--¿Qué te pasa?--pregunté.
--Nada.
--Si te sientes mal, dímelo.
--No, te juro que no. Si acaso un ligero dolor aquí, en la sien derecha--dijo y su uña, deseosa de señalar, rasgó su piel dejando una estela primero blanca y después encarnada.
Íbamos a regresar cuando empezó su llanto, y mi mano se dedicó a untarle la espalda y los hombros de una caricia que anhelaba ser protectora.
--Dime la verdad, Regina. ¿Qué te sucede?
Entonces se aferró a mi brazo y hundió su cabeza entre mi barbilla y el pecho, sin apoyarla, sólo con el deseo de no mirarme mientras hablaba. Desde muy niña veía a Regina, conversaba con ella, jugaban en el portal de su casona del Cerro, rezaban y se acostaban juntas como dos hermanas mellizas; despertaban a la vez y repetían su diaria aventura imposible. Al principio los padres rieron, complacidos de lo que consideraban un incidente de gran fuerza imaginativa entre todas las travesuras imaginarias de la niña; después se opusieron a que ella volviera a hablar de la otra Regina que nadie más veía, a la que nadie tendía los brazos para arrullarla y que, sin embargo, respiraba y caminaba y estornudaba como ella, como la Regina solitaria que para los demás ella seguía siendo. Dejó de hablar de la otra y el placer fue mayor, la comunicación más estrecha. Todo lo que hacían quedaba en el mundo reducido e ilimitado de las dos. Así crecieron usando las mismas medias blancas, los mismos zapatos de charol, las mismas batas de lino, los mismos lacitos de guinga apresando el mechón cuidadosamente peinado, que les hacía lentas cosquillas en la nuca cuando cada pelo del mechón había crecido demasiado.
Llegado a este punto Regina no quiso seguir adelante, como si los demás detalles le parecieran innecesarios; sólo quiso agregar que cuando me conoció y nos hicimos novios ella temió que yo pudiera enamorarme de la otra Regina que tanto se le parecía. Por eso la convenció para que se fuera a otra ciudad por un tiempo.
--Si lo deseas no volveré más--le dijo la otra Regina.
--Eso no. No hables así.
--Bueno, será por un tiempo como tú dices.
--Ahora necesito pensar a solas, por mi propia cuenta.
Será la primera vez en la vida que lo haga.
--Yo tampoco sé cómo podré pensar sin ti.
--¿Ves? Es preferible hacerlo por el bien de las dos. Ya no somos niñas. Debemos aprender a no necesitar la una de la otra.
Pero ahora Regina estaba convencida de que la otra Regina iba a regresar, sus emociones no podían engañarla, la voz de la otra Regina entre las propias voces de su mente no le dejaban lugar a dudas de su proximidad. "En cualquier momento, me decía, la otra Regina aparecerá, alzará los brazos para separar las pencas de los dos cocoteros como si fueran cortinas y llegará hasta el portal, cuidando de que sus tacones no hagan ruido en los mosaicos, deseosa de darme la sorpresa de su presencia". Yo la miré y sonreí.
--Abandona esas ideas. Tú lo has dicho: no eres una niña.
Regina echó la cabeza hacia atrás, frunció el entrecejo y volvió a entregarme su recta mirada, otra vez sin temor, casi desafiante, una mirada que me decía hasta dónde yo acababa de herirla.
--Bien, si ella viene nada sucederá--me apresuré a decir.
La arruga entre las cejas desapareció, no supe distinguir si Regina estaba ahora a punto de llorar de nuevo o de reír.
--¿Te enamorarás de ella?
--Sí, si tanto se te parece, sí--respondí--. Pero no puede ser igual a ti. No puede haber otra mujer igual.
Ya la otra Regina estaba entre nosotros; Regina me lo decía y yo tenía que aceptarlo, aceptar que había hablado sin ver el movimiento de unos labios, que se sentaba en un balance al que nadie le quitaba su quietud, aceptar la cercanía de esa otra mujer que podía mirarme si intentaba llegar desnudo hasta la sala como era mi costumbre.
--Por favor, Regina. Está bueno ya--dije sin ocultar mi creciente molestia, decidido de repente a no prolongar la mentira, exasperado porque ella acababa de preguntarme si había perdido la vergüenza y obligado a ponerme los pantalones apresuradamente porque la otra Regina podía verme así.
Se dejó caer en un sillón, las manos como una máscara sobre su rostro.
--¿Crees que estoy loca?--preguntó sin quitarse aquella máscara móvil, de dedos largos, finos, en los que parecía refugiarse todo su nerviosismo.
No supe qué responderle. Lleno de confusión, queriendo calmarla, nada mejor se me ocurrió que sentarme en el mismo sofá en el que ella me había dicho que estaba la otra Regina y reconocer, al fin, que yo también sabía de su presencia en nuestra casa.
--Es tan hermosa como tú--dije y al conjuro de esas palabras Regina alzó su rostro, lentamente, con tracciones casi imperceptibles respondiendo a la sonoridad de cada una de mis sílabas, como un muñeco mecánico lo puede levantar a impulsos precisos de un resorte, incapaz de imitar el gesto limpio y majestuoso de los músculos y la piel de una persona. Se me quedó mirando, la boca entreabierta jadeante, transfigurada, mientras yo alzaba el brazo; modelaba n el aire la figura de la otra Regina: su perfil, sus senos, sus caderas, sus pantorrillas; mi mano acariciando el aire, a la otra Regina, aire que cobraba aliento y carne estremecida bajo mi mano. Pensé que mi mano no había sido torpe y que, aun con los ojos cerrados--tanto había acariciado a Regina--podían mis movimientos responder a los entrantes y salientes de su figura sin la menor equivocación.
Incomprensiblemente la vi guardar silencio. También permaneció sin hablar la primera vez que le dije que la otra Regina no estaba en la sala sino allí, en nuestro cuarto, de pie junto a la cómoda, mirándonos hacer el amor. Por un momento se deshizo de mi abrazo, me quitó la boca y miró asustada; después regresó al cálido encuentro de nuestros cuerpos, confiada en que yo no hacía más que mentir. Otro día yo estaba boca arriba, y ella a mi lado, en la búsqueda preparatoria de las sensaciones, cuando le dije de nuevo que la otra Regina no estaba en la cocina, metida entre el ruido de los calderos como ella afirmaba, sino frente a nosotros, observándonos.
--¿Dónde?--me preguntó.
-Sentada en el piso.
--¿Qué hace?
--Se lima las uñas y nos mira.
--No es cierto. Está en la cocina. Dime que no la estás viendo -se tapó, pudorosamente, los senos con la sábana.
--No puedo decirte una mentira, Regina. Mírala.
Ahora meneaba la cabeza para negar mis palabras. Miraba, los ojos agrandados, hacia el sitio que yo le señalaba, y volvía a mover la cabeza, negando. Entonces, de súbito, comprendí que los celos de Regina me habían hecho feliz, que los estaba buscando a costa de su sosiego. Me acodé en la cama y le di la espalda a Regina, toda la atención puesta en ese espacio de la cama, a mi lado, que nadie ocupaba.
--¿Qué haces?--escuché la pregunta, su pregunta como acariciándome, despertándome placeres inesperados.
--Qué hermosa eres--dije.
--¿Quién? -su voz era más angustiosa que nunca antes.
--Tú, Regina.
Después no supe si acariciando a la otra Regina delante de Regina yo buscaba tan sólo sus celos. Sus dedos, encajados en mi brazo derecho hasta hacerme daño, se soltaron. Volví el rostro y la vi con la cabeza hundida en la almohada, los ojos cerrados, sudorosas las sienes, delgada lacrespiración, flojos los brazos. Impresionado me tendí a su lado, gozando la extraña frialdad de su piel, necesitado más
que nunca de una siesta reparadora. Cuando abrí los ojos las primeras sombras del anochecer llenaban las persianas, pero una bombilla, encendida en el centro de la habitación, impedían que avanzaran hasta mi cama. Llamé a Regina. No me contestó. Me vestí atolondradamente, sin dejar de llamarla a grandes voces, y la busqué por la casa inútilmente. Salí a la playa. Divisar un grupo de personas sobre el muro de piedras al que tantas veces fuimos Regina y yo, fue suficiente para darme la noticia que ahora, ese hombre que me detiene en medio de la playa, que hace incomprensibles señales con los brazos, que habla sin mirarme a los ojos, pretende resumir con palabras torpes:
--Le gritamos que no ... desde lejos la habíamos visto .. allí las rocas están casi a flor de agua .. . bueno, usted lo sabe ...
Durante la tercera pesadilla, Gonzala estuvo más comunicativa conmigo que de ordinario. Hablaba y sonreía constantemente, guiñaba los ojos para subrayar la intención de alguna frase y bromeaba asegurándome que el recorrido de hoy no me traería tantos sinsabores como el anterior.
Antonio Cabello: Marina
--¿A dónde vamos?--pregunté.
--Al encuentro.
--¿Al encuentro de qué?
--Simplemente al encuentro. Todos necesitamos encontrar, ¿no es cierto?
Quise saber si en esta oportunidad el paisaje tendría importancia como la primera vez que salimos juntos o si, por el contrario, el encuentro no necesitaba paisaje.
--El paisaje lo proporcionan los recuerdos.
--No entiendo.
--Por eso el encuentro puede ser donde mejor nos agrade. Aquí, por ejemplo.
Pensé que además de conversadora, Gonzala estaba también más enigmática que de costumbre. Quise buscar en su rostro la explicación del hecho y por primera vez observé que en su frente, justo en el nacimiento de la cabellera entrecana, brotaban dos cuernos pequeños y pulimentados.
--¿Y eso? -pregunté señalando los raros aditamentos.
--Qué ingenuo es usted, mi querido Raimundo. Pero bien, ya que no se ha dado cuenta de su situación me veo en la necesidad de explicársela. Mi hotel es la antesala del infierno, digamos un lugar al que concurren exactamente las personas que Satanás no reclama con insistencia. Usted, por ejemplo, no está entre los reclamados, pero como hizo todo lo posible por alquilar una habitación, pese a mis advertencias en contrario, debe ser porque tiene sus razones desconocidas o secretas, o como quiera llamarlas usted, para ser sometido a una investigación ... La tercera fase de esa investigación es la que llamamos el encuentro. En seguida Gonzala agregó que mirara a mi alrededor. Efectivamente tampoco había paisaje y los ojos se perdían en una ilimitada sucesión de luces y colores a través de los cuales no emergía ninguna forma.
--¿No ve nada?--preguntó Gonzala.
--No.
--Entonces el encuentro será con usted mismo. Entre las luces lejanas, como un bote encajado entre las
olas, divisé una cama. Era apenas un punto en la lejanía cuando la vi por primera vez; después se mecía entre las ondas de luz y avanzaba poco a poco pero sin ninguna señal de que pudiera detener su tránsito.. Estaba ya la cama a unos metros de nosotros cuando observé mi rostro entre las sábanas. Alrededor de la cama estaban también ahora médicos y familiares en inútiles tareas de salvamento:
antibióticos, plegarias y promesas me eran suministrados al mismo tiempo, en una idiota indecisión entre la ciencia y la fe. Sólo Gonzala y yo--lo supe de repente--estábamos convencidos de que yo iba a morir.
--Basta--dije y desperté.
Unidas a las molestias de los ratones aquellas pesadillas ya eran demasiado. Después de haber aceptado la habitación y de encontrarla a menudo hasta agradable, ahora se me hacía intolerable. Caminé hasta la cómoda, abrí la gaveta y releí el recibo que me extendió Gonzala. Pensé que quizá podía exigir la devolución de una parte del alquiler pero concluí pensando que no tendría ánimos para discutir mucho rato con la dueña y que, a fin de cuentas, lo más aconsejable era abandonar cuanto antes aquel lugar. Eché mis cosas en la maleta de cuero carmelita, me afeité y me vestí cuidando de que mi presencia, como debe ser en toda despedida, fuera la mejor. Cuando terminé, me agaché para tomar la maleta pero el desaliento me detuvo. Di unos cuantos pasos por la habitación y finalmente me tiré en la cama.Uno trata de engañarse constantemente, con una complacencia que es como una lástima de sí mismo. De ahí que yo me vistiera con tanto esmero, en la esperanza de abandonar el hotel de Gonzala. Eso es todo lo que puedo decir como explicación de mi actitud. Porque yo sabía que ninguna de las tres veces estaba soñando.
© José Lorenzo Fuentes

Julio Mitjans recibe Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba

Gaceta de Cuba.
enviado por b.m.
05-26-2011
El jurado del XVI Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba, integrado por Liudmila Quincoses, Rito Ramón Aroche y Alberto Marrero, tras valorar los 128 cuadernos que participaron en la convocatoria coauspiciada por La Gaceta de Cuba y la Corporación de Arte y Poesía Prometeo de Medellín, Colombia, decidió, después de un largo debate sobre las obras finalistas, cuya calidad literaria general hizo sumamente difícil alcanzar un veredicto, otorgar por unanimidad:
Menciones a los siguientes cuadernos referidos por orden de participación:Iluminaciones y otras transparencias”, de Luis Jiménez, de la provincia de Artemisa; “Los altos reinos”, de Leymen Pérez, de Matanzas; “Me fui a sembrar tomates donde los agrestes ofrecían semillas de Ofrix”, de Larry J. González, de La Habana; “Ousías”, de Carlos Esquivel, de Las Tunas; “Coming & Going”, de Israel Domínguez, de Matanzas; “Tregua fecunda”, de Legna Rodríguez, de Camaguey.
Conceder la Beca de Creación Prometeo, considerando el acertado manejo del lenguaje en función de la expresión poética y los temas que aborda con intensidad dentro de la mejor tradición cubana y universal, a “Exumaciones”, de Yunier Riquenes, de Santiago de Cuba.
Conferir el Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba, por la sobriedad, elegancia y madurez del lenguaje con que aborda los temas eternos de la poesía desde una perspectiva original, aTorcíamos tabaco”, de Julio Mitjans de La Habana.
El autor premiado participará, como ha sido habitual durante más de tres lustros, en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, que celebrará su XXI edición correspondiente a 2011, con la presencia de cien poetas de cincuenticinco países.

5.27.2011

LUIS DE LA PAZ: LINDEN LANE MAGAZINE


El número primavera del 2011 de Linden Lane Magazine, marca el treinta aniversario de la publicación. Creo que no ha existido en toda la historia del exilio cubano una publicación cultural, con una trayectoria tan consistente y con un alcance tan sostenido como la ha tenido LLM. Fundada en 1982 por Belkis Cuza Malé y Heberto Padilla, la pareja comenzó a editar la revista donde se ha recogido lo mejor de la literatura cubana. No ha habido obstáculo o circunstancias que hayan podido detener la perseverancia y la apasionada dedicación que Belkis le ha impreso a cada entrega.
El número 1 del año 30 abre con el habitual mensaje de la editora, donde pone en contexto el contenido: “Este es un número muy especial donde rendimos homenaje a varias destacadas figuras de la literatura y el arte cubanos. Comenzamos con la extraordinaria e inolvidable artista Belkis Ayón, desaparecida en 1999, tras suicidarse”. Luego añade: “Recordamos a la vez a dos maestros: el escultor Roberto Estopiñán en sus recién cumplidos 90 años; y a nuestro querido e inolvidable José Lezama Lima, en su centenario. Nos acompaña también en este número el espíritu del poeta cubano José Mario, fundador y director de las Ediciones El Puente”.
En una especie de breve dossier sobre las Ediciones El Puente, Belkis Cuza Malé entrevista a Jesús Barquet a propósito del estudio recién publicado por él sobre El Puente. A continuación Adrian Meshad recuerda a José Mario, el fundador de las ediciones y se incluyen varios poemas de José Mario.
Colaboran en LLM también los poetas José Carrillo y Delfín Prats. De este último son estos versos: “mi piel se sobrecogió junto a la tuya/ pero los espléndidos días se han apagado/ entre nosotros la plenitud de un momento/ está llena de dolorosa sombra/ no hablaré ahora de esa plenitud/ nunca existieron los lechos los cuerpos/ desnudos/ el vino la música desesperada./ Amigo mío qué difícil olvidar ese gozo/ y dejar que se extinga/ toda la luz de abril entre tus ojos”.
La escritora María Eugenia Caseiro ofrece dos cuentos breves, mientras Isbel Alba escribe un ensayo sobre la pintora homenajeada, Belkis Ayón, de la que se interesa en “conocer más sobre la vida y la obra de esta creadora me ha llevado a indagar sobre su huella en el panorama del arte cubano desde diferentes perspectivas. En este artículo intentaré exponer las principales contribuciones hechas por Belkis Ayón al mundo del arte cubano, fundamentalmente en lo relacionado con la valorización de la cultura abakuá a través de su discurso de artista, su incursión en los nuevos modelos de gestión y promoción del arte, así como su papel en el rescate y promoción del grabado como disciplina artística tradicional cubana”. Otro texto interesante es Vivir en casa de Lezama Lima, de Alberto Lauro, una sugerente incursión en el íntimo mundo del autor de Paradiso. También interesante es el trabajo de Augusto Lemus sobre la aclamada pianista Zenaida Manfugás.
El número se completa con varias reseñas, que trazan el marco de las novedades editoriales. Dirección postal LLM, 17712 NW 59 Ave. #104, Miami, Fl. 33015 ó por E-mail a LindenLaneMag@aol.com  

5.24.2011

ELENA TAMARGO: JOSÉ LORENZO FUENTES: EN LA GRANDEZA

Cortesía del bitácora de Emilio Ichikawa
Nota sobre el libro Cinco grandes,
de José Lorenzo Fuentes, 
presentado en el Centro Cultural Español.
La libertad del escritor que entrevista en cuanto a la elección del tema puede compararse sólo con la del artista, y al igual que éste, se guía por la inspiración, que los románticos llamaron también, entusiasmo. Un libro de entrevistas es un riesgo para un novelista, acostumbrado a jugar con la ficción, la metáfora, el giro aforístico, la autenticidad. En este género, más que en ningún otro texto literario el estilo es el hombre, y será más meritoria la labor, cuanto con más exactitud represente al hombre de carne y hueso que palpita en sus páginas.
   El efecto y el mérito de una entrevista son más completos, cuanto más cercanas a nosotros son las imágenes que se emplean en la aproximación de ese diálogo; es la transformación en una estructura lo que debe producirse para que la palabra pueda ser garante de la cosa; en el equilibrio en que todo hablar se mueve busca y encuentra la conversación artística el grado máximo de presencia. Eso ocurre entre los escritores y pintores que dialogan en estas páginas con José Lorenzo Fuentes, porque el lenguaje logra la total proximidad.
   Aunque las breves líneas de estas entrevistas no estuvieran acompañadas de otras, tampoco estarían solas, porque juntas las voces forman una constelación de sentido que tiene, casi, algo así como un único tema. Se trata de una constelación de espíritus artísticos, gravitando unos con otros, como si surgieran unos de otros. En realidad gravitan unos con otros y constituyen el campo de la experiencia, con que José Lorenzo Fuentes parece decirnos que no se puede vivir sin aquella decisiva familiaridad entre uno mismo con sus contemporáneos, que es como decir, no se puede vivir sin confianza, sin los seres conocidos de nuestro alrededor.
   Wifredo Lam, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Cundo Bermúdez y Alfonso Grosso, qué tienen en común para la pregunta certera del narrador que emprende el riesgo de juntarlos? Tal vez que especialmente el arte sea capaz de mostrarnos realmente lo que permanece y lo que nos involucra con esa permanencia, y que la relación de todos con esa actualidad esté marcada por encontrarnos todos, bajo el potente eco de nuestro origen histórico.
   “Tanto el periodismo como la literatura--cuando hablo de literatura hablo de novela, por supuesto--se alimentan de las mismas fuentes. Los métodos de elaboración no son los mismos pero debían ser los mismos. Su destino es el mismo: transmitir, contar, convencer”, le dice Gabriel G. Márquez, a Lorenzo, cuando trata el tema de la convergencia de los oficios, experiencia que ambos comparten, como la amistad, que también comparte el autor de Después de la gaviota con el Premio Nobel, que le confiesa al primero que, “después que los ojos del lector se acostumbran a la oscuridad empieza a verse con mucha claridad”.
   “Una especie de gran terror agazapado determinó durante mucho tiempo la doble equivocación de nuestras novelas”, son las palabras con que despega el diálogo de Cortázar, y “habría que mirar largamente el ritmo vital, la morfología de una planta o de un animal, como una lección de novela o de cuento. Habría que mirarse largamente las manos antes de apoyarlas en el teclado de la máquina de escribir”, con las que termina, advirtiendo la responsabilidad del creador de cuerpos vivos y cuerpos literarios. El tema de la novela en Latinoamérica, la manipulación de la realidad por el escritor, la defensa del “realismo en libertad”, es la tesis de Alfonso Grosso. Estos son los escritores de este diálogo.
   Mientras, los pintores Wifredo Lam y Cundo Bermúdez, se mueven en el lenguaje de la memoria, de la fundación de todo texto; los mosaicos que recogía desde niño, Cundo, los libros que leyó, “entregado al ejercicio de recordar que tanto lo fascina”, confiesa este hombre de más de noventa años, que no ha hecho otra cosa que pintar. Lam, a quien Lorenzo nunca entrevistó, le narra su salida de Cuba, sus bolsillos vacíos en París, su buhardilla y su amor a primera vista con Picasso; le habla del misterio, de su madrina santera y de "La Jungla".
   Cada amigo con su tema, todos hilados por la filigrana del alma, es esta reunión que confirma que con los ojos del arte de todos los tiempos vemos siempre a aquellos que ya conocemos. En estos diálogos el lenguaje vive realmente como tal y en él transcurre toda la historia, el texto que designa en un sentido propio un tejido, un todo inseparable compuesto de hebras sueltas, cuya propiedad es el carácter irrepetible de la pregunta que se formula, desde una voz también irrepetible, y la respuesta que se da hacia el entendimiento mutuo. El proceso de este diálogo de grandes es un acontecer, que parece no haber quedado registrado más que en la memoria, y apenas desde ella es esta donación. Sabemos que nada es tan difícil como escribir diálogos, lo que se debe, según la filosofía, a la naturaleza del movimiento del espíritu, pues sólo eso garantiza que pensemos en palabras y réplicas; por eso pudo Platón designar justamente al pensamiento como el diálogo del alma consigo misma. Dice Hans-Georg Gadamer que el diálogo vive del favor del instante, y estos instantes que Lorenzo transcribe para nosotros, quiebran el silencio en que se mantiene el oído y se expone a que caiga, como una respuesta, otra palabra.
   Tal vez estas letras deban advertir, además, que los grandes son seis, donde yace el ahí, el lugar del cual el que se ha ido tanto como el que está aún, está total y definitivamente separado como por la primera hoja de la primavera, la hoja entre nosotros; está en el ahí repartido, en esa afinidad íntima que une el perfume y el rastro; el aroma y la memoria.


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ELENA TAMARGO (Cabañas, Cuba, 1957). Poeta y escritora. Recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad de La Habana en 1984 por su libro Lluvia de rocío, y el Premio Nacional de Poesía "Julián de Casal" de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1987 por Sobre un papel mis trenos.  Estudió Germanística y Filología en la Universidad de La Habana y realizó estudios de posgrado en la Universidad Lomonosov de Moscú y la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Su preocupación por la memoria, sobre todo en el drama del exilio, la ha llevado a investigar el tema en poetas como F. Hölderlin (del cual es traductora), Marina Tsvietáieva, Anna Ajmátova y Juan Gelman. Ha publicado el poemario Habana tú (México, 2000) y el libro de texto y crítica Juan Gelman: poesía de la sombra de la memoria (México, 2000).

JOSE LORENZO FUENTES: ¿TE DAS CUENTA?, SEÑOR GARCIA, EN LA PAGINA SIETE, PATAS DE CONEJO

¿TE DAS CUENTA?
(Fragmento)
Dali: Paranoia
Cuando me dieron la noticia sólo alcancé a pensar en Manirroto: en las cosas que él me había dicho. No le di tantas vueltas al asunto de ella, de su mujer. El caso era que alguna vez se tenía que morir: podía ser que explotara un fogón de brillantina, como ahora, o que la cogiera una enfermedad y la doblara y se la llevara. Qué le vamos a hacer: eso es lo de todo el mundo.
--Salió a la puerta de la calle gritando--me dijeron--, parecía una bola de candela que caminaba. Vinieron los vecinos y le echaron un montón de colchas y trapos encima, pero igual que nada. Se murió en seguida.
--¿Y Manirroto?--pregunté.
--Está como loco.
Entonces fue cuando pensé en el hombre y en lo que me había dicho. Primero en el hombre y después en lo que me había dicho. Resulta que por el año pasado me dio por ir a Guanabo donde no todo eran mujeres en short por la calle o en trusa sobre la arena y música en el bar y humo de cigarrillos americanos comprados como era debido. Por debajo de ese cascarón había un mundo que nadie se ponía a mirar a menos que la vida nos golpeara duramente como un boxeador puchindrún, en el pecho, en el estómago, dondequiera.
Yo entré a Guanabo con el cuerpo amoratado y me fui donde Manirroto, que ya tenía su historia bien asentadita y una linda lancha para el negocio, y fama de que no iba a andarse con arrepentimientos a última hora. Cuando le dije que venía de socio con él, me echó los ojos a los pies y me los subió sobándome el cuerpo con la mirada como para achicarme los humos y demostrarme lo poca cosa que yo era. Luego, con un aire que le restaba importancia a la pregunta, quiso saber quién me había mandado a su lado. Yo le dije que nadie y que si su fama no bastaba

SEÑOR GARCÍA
(Fragmento)
Dali: Perfil del tiempo
Elpidio me llamó por teléfono. "A las siete quiero verte", me dijo. Le contesté afirmativamente yeso que no debía hacerlo. Si no me interesaban los placeres de que él me hablaba ni estaba a gusto en compañía de la gente que él frecuentaba, no sé por qué se me ocurrió responder que sí.
De todos modos durante un buen rato me olvidé de la cita que había concertado. En la oficina el trabajo no era mayor que otras veces pero me entretuve observando a Dinorah, con sus párpados azules y su motera y ese modo tan suyo de untarse el polvo en las mejillas. Por debajo del buró mostraba unas piernas largas (siempre asocio las piernas largas con la despreocupación en la mujer) que se cruzaban alternativamente una sobre la otra mientras hablaba por teléfono. Cuando ella terminaba de trabajar, exactamente a las seis de la tarde (a las seis menos cuarto ya comenzaba a mirar con impaciencia el reloj, vigilando los saltos del minutero) me acercaba al auricular y olfateaba su perfume durante un buen rato. Ganaba lo mismo que yo pero una mujer puede privarse de muchas cosas excepto de un frasco de perfume. Son los detalles que uno va aprendiendo con los años a costa de una profunda observación.
Antes de las seis de la tarde volvió a llamarme Elpidio. "Hoy no podemos vemos", me dijo. "Está bien", dije sin poner entusiasmo en las palabras. "¿Te molesta?", me preguntó. "No, de ningún modo". "Entonces la semana entrante nos veremos. Volveré a llamarte". A las seis se levantó Dinorah de la butaca, echó un capuchón de nylon sobre la máquina de escribir, se retocó las mejillas y dijo adiós a los que quedábamos en el salón con un guiño de ojos. Yo me acerqué a su auricular, a olfatearlo como siempre, y Demetrio me miró con ojos de sorpresa y yo levanté los hombros como si dijera qué le vamos a hacer. Luego me acerqué a Demetrio, afectando un aire de indiferencia...

EN LA PÁGINA SIETE
(Fragmento)
Dali: El puente roto y el sueño
Pudo haber tenido la idea desde 
mucho antes pero fue una tarde cuando mi amigo me dijo que lo mejor del mundo era dedicarse a alquilar presumibles suicidas. Yo le contesté que había demasiados, que leyera las estadísticas, que el dinero no le iba a alcanzar y, después de todo, para qué. Mi amigo no hizo caso de mis argumentos, movió la cabeza de un lado a otro como siempre que un pensamiento no lo satisface del todo y salió dando un portazo. Entonces yo salí también y eché a andar por la calle apresuradamente, en la mano mi sombrero de paño azul. Tropezaba con la gente y la saludaba con alegría idiota, balbuceando "muchas gracias" cada vez que alguien me daba un empellón pero el caso era llegar cuanto antes. En el mayor puente de la ciudad estuve esperando cerca de dos horas, después de haber recorrido infructuosamente otros puentes menores.
Encendía los cigarrillos con una frecuencia malsana y luego los tiraba al río cuando aún era posible fumarlos un poco más. Pensé que los cigarrillos navegarían corriente abajo, destripados, las picaduras y el papel cada cual por su lado, y que podía acabar con diez cajas sin que apareciera una sola persona dispuesta a suicidarse. Entonces vi que se acercaba un hombre, vestido todo de gris. Primero avanzaba sigilosamente, más tarde dio un salto y empezó a caminar no sin cierta premura hacia donde yo estaba, a tiempo que me hacía señas con la mano para que me le acercara. Mi desilusión fue total cuando comprendí que era mi amigo.
--¿Qué haces?--me preguntó.
--He recorrido todos los puentes de la ciudad inútilmente.
--Ése no es el modo, Emérito.
--¿Qué crees que debo hacer?
--Poner un aviso en los periódicos. Es lo que hace todo el mundo.

PATAS DE CONEJO
(Fragmento)
Albert Dürer (1471-1528): Liebre
Artemio Pereda hubiera querido quedarse en la cama hasta las diez. Como todas las mañanas se sentía cansado. Estiró los brazos, sin embargo, desperezándose, trató de incorporarse lentamente, apoyó un codo en la almohada y extendió el otro brazo hasta el velador para hacerse de fósforos y cigarros. Dio tres golpes pequeños, imperceptibles, con la punta de un cigarrillo en la sábana, se lo puso en la boca y lo encendió dificultosamente sin dejar de seguir acodado en la almo
hada. Desde hacía algunos años lamañana lo sorprendía con un raro cansancio como si durante el sueño se hubiera dedicado a múltiples andanzas, a un incesante recorrido por la ciudad que extenuaba sus músculos y dejaba adoloridos sus huesos. Tampoco despertaba del todo con facilidad y era necesario encender varios cigarrillos antes de darse cuenta con exactitud del mundo que lo rodeaba y se entregara a pensar con la lucidez acostumbrada. Al cabo, sintió que el brazo en que estaba apoyado se le entumecía y se incorporó con mal humor, sentándose en el borde de la cama donde se dedicó a frotárselo de arriba abajo y de abajo arriba hasta que el molesto cosquilleo desapareció. Entonces, sin soltar el cigarrillo de la boca, encorvó el cuerpo hacia delante para ponerse los calcetines y anudarse los zapatos, torciendo el rostro a medida que el humo se le metía en los ojos obstaculizándole la labor.
En la pared, un almanaque colgaba de un enorme clavo destinado originalmente, con toda seguridad, a un esfuerzo mayor que sostener la lámina de colores vivos y las hojas menudas donde aparecían marcados con tinta negra los días laborables y con roja los domingos. Artemio miró despaciosamente la litografía: un niño rollizo, su pecho cruzado por una banda de seda china donde estaba inscripto el año, sonreía enigmáticamente como si se viera obligado a revelar.
Después de la gaviota © José Lorenzo Fuentes

JOSÉ LORENZO FUENTES: LA SOMBRILLA DE GUINGA

Cuento publicado íntegro y por primera vez en la Red.
Monet
Una vez me puse a coleccionar sombrillas como un filatelista colecciona sellos postales o cualquiera otro colecciona sonrisas de azafrán. Llegué a tener ochenta y cuatro sombrillas. Como no era posible tenerlas a todas desplegadas en la sala, conservaba muchas de ellas envueltas en el mismo papel celofán de la tienda, pero cada cierto tiempo yo las desempaquetaba, hacía saltar el broche y las abría sobre mi cabeza. Observaba minuciosamente las varillas, con el temor de que hubiera aparecido la herrumbre, y después las regresaba al papel celofán.
La suerte era que mi casa no la visitaba casi nadie y yo podía, sin muchos tropiezos, atravesar la sala llena de sombrillas y entrar a mi habitación. Pero a veces algún visitante inoportuno se quedaba desconcertado frente a la profusión de colores de mis sombrillas.
--¿Las vende?--llegó a preguntar alguno.
--No. Las sombrillas son mi entretenimiento.
El visitante entonces se encogía de hombros.
Hay sombrillas que silban y sombrillas que se quejan y otras que seguramente piensan y desean cosas, pero de todos modos me aburrí de mirarlas y en cuatro meses me deshice de mi colección.
Algunos años después conocí a Raimundo. Vivía a dos puertas de mi casa pero yo estoy convencido de que no tenía noticias de mis sombrillas pues comenzó a vivir allí mucho después de que me desprendiera de la última y además nunca me hizo una sola pregunta sobre el asunto.
Una noche, paseándonos por el Parque Central, Raimundo me preguntó si deseaba conocer a Rebeca.
--¿Quién es Rebeca?
--Una médium -me respondió--. Es fantástica.
--¿Podemos ir ahora mismo?
--Claro, hombre.
La médium me extendió su mano, apresó la mía y lanzando un quejumbroso resoplido me dijo:
--Lléveme a su casa.
--¿Cómo ... ?
--Mentalmente, quiero decir.
--Ah.
Entonces pensé en la puerta de mi casa.
--Tan rápido no -me dijo la médium-o Hágalo como usted acostumbra, por las calles que siempre transita.
Cuando hube efectuado el recorrido que me solicitó y me encontraba frente a la puerta, la escuché decir:
--Ahora, entre.
Entré.
--En la sala hay muchas sombrillas--dijo la médium.
--No. No hay ninguna.
--Usted no entiende. Es un espíritu que así se manifiesta porque ésa era la actividad en su vida.
--Perdón, usted se ha equivocado.
--Es su padre.
De golpe recordé que efectivamente mi padre se había ido de Cuba dos meses antes de yo nacer y que en Costa Rica abrió un negocio de sombrillas. Como eso nadie lo sabía en La Habana -yo mismo no me acordaba en ese momento- la piel se me llenó de supersticiosos erizamientos. Me desprendí de su mano, negado a escuchar otra palabra, y regresé a la casa de lo más preocupado.
A partir de ese momento empecé a ver sombrillas en la sala de mi casa, forradas con telas de los más diversos colores. Para escapar a la alucinación volví a comprar sombrillas reales, también forradas de los colores más diversos. Logré una colección increíble, donde la preferida, pese a las nuevas adquisiciones, era siempre una sombrilla de guinga, cuyos cuadritos en rosa y negro destacaban ingenuamente entre todos los demás colores.
Una noche mi madre se me apareció y me dijo que eso no estaba bien; que era como decir que yo había tenido muchos padres y que debía, por lo mismo, quedarme con una sola sombrilla. Rechacé su mandato y pensé que todo aquello sucedía a causa de mis nervios estropeados, pero mi madre continuó apareciéndoseme todas las noches y quejándose de lo mismo.
Poco a poco fui deshaciéndome de las sombrillas hasta que, aterrado, me llegó la idea de que hacerlo al azar era la peor de las torpezas y que, sin darme cuenta, podía echar de mi casa a mi padre. Ni siquiera estaba convencido de que él fuera la sombrilla de guinga que tanto me llamaba la atención.

JOSE LORENZO FUENTES: DESPUÉS DE LA GAVIOTA

Cuento publicado íntegro y por primera vez en la Red.

Desde hace algunos años llevo una vida de esclavo pero, por suerte, como mi esclavitud le ha traído alegría a un hombre y a una mujer no me siento tan desgraciado. Mientras permanecen en la sala de la casa, los observo constantemente. Lástima que ya no están tan conversadores como al principio porque yo me entretenía mucho escuchándoles los cuentos que se referían a los primeros momentos de su felicidad, que tanto tenían que ver conmigo. A veces se sientan en el sofá frente al televisor, anudan sus manos y se abstraen en un programa donde otra pareja también hace el amor sentada en un sofá. Yo miro por encima de las cabezas de mi pareja tratando de descubrir si la otra tiene un retrato igual pero mi esfuerzo siempre resulta infructuoso. Salvo esos instantes frente al televisor, Estela y Raimundo no me proporcionan mayores oportunidades para la contemplación. Generalmente entran a la sala, a menudo con aires de disgusto, y se van a la habitación enseguida. Desde adentro me llega el rumor de sus voces como si fueran tiras de tafetán que crujieran. Nunca he podido darme cuenta exacta de lo que hablan en el interior del cuarto.
Como esa alegría de mi pareja se ha ido resquebrajando ya no le estoy encontrando tanto sentido a mi esclavitud. Por eso me doy a recordar con frecuencia mis primeros momentos en esta casa, cuando ellos llegaban de la calle sonrientes, se detenían frente a mí y se ponían a conversar.
--¿Recuerdas, querida? Ese fue el primer día que estuvimos juntos.
--Claro que lo recuerdo. Por cierto, no hay un lugar más hermoso en la tierra. ¡Qué palmeras, qué arena, qué azul tan intenso!
O me doy a recordar, todavía mejor, todo el tiempo anterior a mi esclavitud.
Mi desgracia me llegó, precisamente, de tanto amar la libertad. Yo era un niño rubio y pecoso que una tarde se cansó de ser rubio y pecoso y dejó de ir a la escuela para no oír esa descripción en boca de los demás muchachos.
--Eres blanco como una rana--me decían.
--Pareces un dulce de ajonjolí--me decían otros aludiendo al enorme número de pecas que mostraba mi rostro.
Entonces mi madre me cogió por la oreja y, arrastrándome, me llevó hasta la escuela sin atender al reguero de lágrimas que yo iba dejando por el camino.
--A usted se lo encomiendo, don Servando--le dijo mi madre al maestro--. Oblíguelo, déjelo en penitencia, haga usted lo que mejor le parezca. El caso es que estudie como los demás niños del barrio.
--Pierda cuidado, señora--dijo don Servando a tiempo que se aferraba él también a mi oreja y me la retorcía hasta convertirla en un tirabuzón.
Me senté en mi pupitre con una docilidad que nadie podía imaginar. Sacaba la lengua y me la pasaba por los labios para recoger las lágrimas y entretanto seguía pensando cómo se iba a realizar mi fuga. A las seis sonó el timbre y todos salimos al patio para saludar la bandera. Luego ingresamos en una larga fila que se dispersaba exactamente cuando los pies de los muchachos tocaban la calle. Entonces, lo que hasta ese momento había sido compostura y silencio, se convertía en corre-corre y gritos a todo pulmón. Cuando pasé junto a don Servando, que vigilaba siempre con mirada severa nuestra salida, me di cuenta que yo estaba destinado a escuchar un nuevo sermón.
--Psch ... Es a usted, Lorenzo.
Antes de escuchar mi apellido alcé la vista hasta el maestro.
--Diga usted, don Servando.
--Acuérdese, quiero verlo aquí mañana temprano. Que no vuelva a ocurrir lo de hoy.
--Sí, señor -dije y eché a andar torpemente, cabizbajo, de nuevo mis mejillas mojadas por las lágrimas.
--Hoy la ranita está muy tranquila--escuché decir a mi lado. Se me pareció a la voz de Agustín o a la de Enrique. Pero ya no me interesaba saber quién lo decía. Al llegar a la calle Real, en lugar de doblar a la izquierda para seguir hacia mi casa, doblé a la derecha. La calle, en esa dirección, conducía a un pequeño puente de madera y más allá del puente empezaba el campo. Diez minutos después estaba sobre el puente. Me acodé en la baranda, miré a un lado y al otro, y dejé caer libros, lápices y libretas al río. La rápida corriente del río los hizo desaparecer en seguida de mi vista y tuve que volverme hacia la baranda opuesta del puente para ver todavía algunas libretas abiertas en dos, navegando sobre las aguas. Una de ellas se enredó a unos bejucos de la orilla y yo pensé que quizá sería la de matemáticas, asignatura que me era especialmente desagradable.
Sin esperar a que esta última libreta se hundiera en el agua empecé a caminar. Ya anochecía y las pequeñas casas campesinas que bordeaban el sendero por el que yo iba, envueltas en el crepúsculo, parecían figuras recortadas con tijeras en un papel negro y pegadas en un cartón rojizo. Con las primeras sombras fui llenándome de miedo, y al cabo de un rato sentí en el estómago la presencia del hambre. Tuve el instintivo deseo de entrar a una de esas casas y solicitar comida y cama, pero en seguida me dije que la gratitud conlleva siempre un poco la pérdida de la libertad y que era preferible seguir adelante, confiando en que el azar proveyera.
Dejé a mis espaldas las casitas que filtraban por mil grietas sus lucecitas de aceite y de queroseno. Avancé por entre árboles cada vez más copudos, el oído atento a los cantos de las lechuzas, al aleteo de yaguazas y codornices, a la veloz caída de los mangos en sazón, que abandonaban las ramas más altas para pintar inútilmente la tierra de amarillo. Extenuado, me dejé caer al pie de un árbol cuyas abultadas raíces me sirvieron de almohada.
A medianoche desperté sobresaltado tras un raro sueño en el que un perro me pasaba el hocico por todo el cuerpo. Pensé que mi sueño no podía ser más que el resultado de una de esas frecuentes asociaciones durante las cuales la imaginación es un calco exacto de la realidad y que, lógicamente, un perro debió haberme estado lamiendo mientras yo dormía. Sin embargo, ningún movimiento se apreciaba en la oscuridad a mi alrededor. Con los ojos agrandados, que debían emitir fosforescentes señales en la noche, volví a pensar en mi difícil situación, solo, hambriento y perdido en medio de la campiña.
--Hasta un perro lleva mejor vida que yo--dije y me puse a desear la vida de un perro. Preferiría andar en cuatro patas, quise agregar pero sólo me salieron entrecortados ladridos. Traté de incorporarme y de echar a correr, ganoso de escapar a mis propios sonidos de perro. Ahora corría, en efecto, pero apoyando en la tierra los pies y las manos, con mi hocico rozando la hierba menuda y fina, empapada por el rocío de la madrugada. Cuando vine a ver, siempre corriendo, me encontré delante de una de las casas. La puerta estaba abierta y no me sentí capaz de detenerme y volver sobre mis pasos. Entré y me derrumbé debajo de una mesa, el rabo enroscado en una de mis patas traseras y la lengua afuera, acezante. La familia ya estaba despierta. Mientras la mujer colaba café en la cocina, el hombre, sentado en un taburete, se entretenía dándole vueltas entre las manos a un sombrero alón y conversando con un niño que no pasaba de los nueve años.
Durante un tiempo que no pude precisar--tan desconcertado me encontraba--nadie se fijó en mí. Pero cuando la mujer llegó de la cocina, el hombre se inclinó para tomar el café y nuestros ojos se encontraron.
--Eh. ¿Qué hace ese perro ahí?--preguntó.
La mujer y el niño también me miraron.
--Nunca lo he visto-dijo la mujer--.No es de ningún vecino que yo conozca.
--Mira qué lengua. Tiene rabia -dijo el niño.
El hombre se puso de pie y caminó alrededor de la mesa, observándome con cuidado.
--No, no está rabioso. Está cansado. Dale un poco de agua, Toño, anda.
El niño hizo sonar el tinajero y después de algunos gestos nerviosos me acercó un plato de peltre rebosante de agua. Comencé a amarlo como no había amado a nadie en la vida. Era un niño hermoso, rubio y blanco como yo lo había sido y llevaba un gracioso sombrero de guano echado hacia atrás, en la misma punta de la cabeza, como si un clavo en la nuca mantuviera ese difícil equilibrio.
--El perro es para mí--dijo el niño. Entró en la habitación contigua y regresó con una soga. Rodeó mi pescuezo con ella. Luego tiró de la soga con el propósito de que yo me pusiera de pie y lo siguiera, pero en ese momento no me era posible el menor movimiento. Traté de explicarle con la mirada que yo hubiera deseado complacerlo y que seguramente después de un buen descanso lo haría. Pero el muchacho estaba ganado por la impaciencia. Seguía tirando de la soga hasta hacerme daño. Como yo no me incorporaba tomó en sus manos un palo y me lo encajó repetidas veces en las costillas. Yo lancé un gruñido y mostré mis dientes en una simple actitud defensiva.
--Está rabioso de verdad--dijo el hombre. Le arrancó el palo de las manos al niño y comenzó a golpearme con furia. Saqué fuerzas de donde no imaginaba. De un salto abandoné la casa pero el hombre seguía detrás de mí, propinándome nuevos golpes. Al cabo lo perdí de vista. Seguí caminando todavía lleno de temor, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas. Cuando escuchaba algún ruido cercano lanzaba un quejido, esquivaba el cuerpo y avanzaba con mayor premura, mirando a un lado y al otro sin cesar.
Así fue cómo me puse a pensar que yo debía ser un animal más fuerte y más grande y más digno de respeto, como el toro por ejemplo, y en seguida con mis pezuñas estaba golpeando, enfurecido, contra la tierra donde la hierba crecía casi hasta la altura de mi pecho. Me daba cuenta que sólo una semana atrás mi libertad había sido absoluta, que caminaba todo el potrero a mi antojo y que me paraba en dos patas y echaba sobre las vacas el peso de mi enorme cuerpo estremecido, pero que ahora me veía obligado a andar en círculo alrededor de una estaca a la que estaba amarrado por una gruesa soga.
No comprendí por qué ocurría aquello hasta que dos hombres -mis dueños- se me acercaron. Entonces los oí conversar. El gobierno, según comentaban, aconsejaba a los pequeños agricultores la cría del ganado de carne en lugar del ganado lechero. Y yo--lo supe en ese momento--era un espléndido ejemplar Brown Swiss.
-Es una lástima tener que venderlo--dijo uno de ellos.
-No, hombre. ¿Para qué? Nadie va a querer pagar ahora lo que vale. Y además en la finca necesitamos un buey.
Yo había deseado Ser un toro, no un buey, y por lo mismo me negaba a seguir el destino que se me ofrecía. Para escapar a la crueldad que me esperaba, deseé convertirme en un zunzún, el pájaro más pequeño del que yo tenía noticias. Sin embargo, no pude conseguirlo pese a los esfuerzos que hacía, y me vi obligado a sentir el desgarramiento entre mis patas traseras. y a aceptar mi triste condición de buey. Una tarde, cuando ya los dolores habían desaparecido, mientras rozaba con mis belfos la fresca hierba del potrero, me convertí en zunzún.
Fueron necesarias muchas experiencias como ésa para comprender que podía cambiar de perro a toro o de zunzún a gato, no cuando avizoraba un nuevo peligro sino justamente cuando ya concluía el sufrimiento que me reservaba cada encarnación escogida. No era lo más deseable, ciertamente, pero entre todos los males resultaba el menor. Siempre hostigado por alguien o por algo fui sucesivamente conejo, caballo, grillo, araña y mariposa hasta que un mediodía, volando sobre la playa en forma de gaviota, me dije que estaba aburrido de todas las formas animadas y que quizá la mejor manera de ser libre era convertirme en paisaje.
La cabeza de un hombre está hecha de cosas que se mueven y de cosas que permanecen en su sitio: la mía, al menos, la formaban un trozo de mar que cambiaba constantemente de colores y de olas, y las piedras porosas y puntiagudas que le servían de barrera a ese mar. Unos arbustos -palmeras y uvas caletas- se afirmaban en la aridez de la roca y crecían milagrosamente para poner al viento las hojas y las pencas de mi cabellera. Mi cuerpo era una enorme franja de arena, blanca y fina, y mis piernas, la hierba que crecía en los canteros próximos a la calle. Un largo muro de piedras blancas me cruzaba el vientre como un cinturón.
A veces mi situación era para sentirse alegre. Me complacía saber que, sin salirme del lugar que me estaba destinado, podía entrar en comunicación directa con mucha gente, sobre todo en el verano. Meneaba un dedo y llenaba de arena el balde de un niño; estornudaba y volaban los sombreros de paja de las mujeres; y si lloraba, porque a menudo todavía soñaba con el niño que había sido, mojaba con mis lágrimas las parejas de enamorados que caminaban por la arena y después se aventuraban hasta las piedras de mi perfil en busca de mayor soledad. Pero a las parejas de enamorados no les molestaban las salpicaduras de mis lágrimas.
En el invierno yo no era realmente un paisaje feliz. No venía casi nadie a visitarme, salvo algunos arquitectos, acompañados de señoras gordas, que hablaban de techos y paredes, de portales y habitaciones, que amenazaban con construir viviendas sobre mi brazo izquierdo, pero que nunca pasaban de los proyectos. El último invierno que allí estuve solamente me visitó una pareja de enamorados. Ella era trigueña y tenía el pelo largo, y yo todo el tiempo me lo pasé soplando y soplando para ver su hermosa cabellera levantarse como el ala de un pájaro y después caer sobre su nuca. El hombre era delgado y pálido y la miraba con unos ojos brillantes como si tuviera fiebre. Ella contestó una pregunta que, seguramente, él venía haciendo desde mucho tiempo atrás y la contestó del modo que más agradable resultaba al corazón del hombre porque de pronto él le tomó las manos y se las besó y luego la besó en la boca y finalmente, sin poder contener su nerviosismo, corrió hasta el automóvil que estaba detenido en la calle cercana y se apareció con una cámara fotográfica entre las manos.
--Sonríe, anda--dijo.
Pierre Auguste Renoir:
Mujer en el jardín (1868)
Fue lo último que dijo o lo último que oí. Entré entonces por un oscuro túnel, donde no veía mis propias manos ni podía encontrarme con mis propios pensamientos. Sentí tal confusión que no era capaz de imaginar si saldría de ese túnel en forma de niño, de perro, de gaviota o de paisaje. Pensé (de algún modo tengo que llamar a esa rara sensación que era algo más que un deseo y poco menos que un pensamiento) que lo más importante era abandonar aquella oscuridad que me aprisionaba y enfrentarme a mi nueva realidad, cualquiera que ésta fuera. Varios días después, chorreando olores químicos por todos los bordes, me di cuenta que hasta ese momento había sido un negativo fotográfico y que ahora resucitaba en un papel Kodak número dos, entre uñas manchadas por el revelador. Ahora era un retrato: es decir, algo más que un paisaje: un paisaje al que se le había añadido el rostro de una mujer. Me colocaron en un marco dorado y me pusieron en una repisa, en la sala de la casa. Ya conté al principio que durante algún tiempo fui feliz pese a mi esclavitud porque al menos mi presencia era motivo de alegría para la pareja. Pero luego el hombre y la mujer comenzaron a distanciarse hasta que un día hablaron de la separación definitiva.
--Me iré a vivir con mi madre--dijo la mujer.
--Claro, como que esta casa es un infierno.
--La casa no, tú--agregó la mujer.
El hombre apretó los puños y miró hacia todos lados, buscando algo en que pudiera descargar su furia. Entonces corrió hacia mí, me tomó entre sus manos y me lanzó contra el suelo.
--No quiero ver más este retrato--dijo.
Como el cristal estaba roto le fue muy fácil sacarme del marco. Me miró por un momento inexpresivamente y empezó a hacerme pedazos. Tanta era su furia que el mayor de mis pedazos no era nunca mayor que las uñas de las manos que me estropeaban. En el suelo pensé que había llegado el momento de ser libre. Intenté convertirme otra vez en niño. Pero como yo había sido alimentado por el amor de ellos dos y ya ese amor no existía, no pude reunir mis partes.

BELKIS CUZA MALÉ: ALGUIEN PUEDE SER UN CAMINO

Para mi amigo José Lorenzo Fuentes

Sabemos que alguien puede ser un camino,
una mano, un ojo, un guiño.

Alguien, ese alguien,
a veces es también la boca
por la que hablan los espíritus
que luego han de habitar entre nosotros.

La tarde, amarilla y brillante como un sol,
se refugia en el portal del Santo,
y allí vi rostros de piedra,
vi leones y gaviotas,
y una rosa en el pelo de ella, la Lida legendaria.

Comprendi que era un momento solemne,
uno de los grandes en mi vida,
porque el Santo leía mi mano
como quien lee en las Tablas de Moisés.

Mi amigo se había escapado ya del paisaje,
y en lugar de ese santuario de Marianao
donde habita el Santo
había ido a parar a algún sitio de la Vida.

Lida brillaba ahora como un zafiro,
él Santo dormía arropado en el viento,
y él, José Lorenzo, habia sobrevivido al dolor:
otro sol y otro cielo le servían de techo,
el pelo blanco como almendra sin tostar
y el corazón, joven y eterno,
anunciaba el triunfo del espirtitu.





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BELKIS CUZA MALÉ. Poeta, narradora y periodista nacida en Guantánamo, Cuba. Estudió Humanidades en la Universidad de Oriente. En 1967 contrajo matrimonio con el poeta cubano Heberto Padilla. A pesar de que ambos favorecían el cambio revolucionario, muy pronto se convirtieron en disidentes del régimen. Así, en 1971, el matrimonio guardó prisión bajo el delito de “escritura subversiva”, hecho que se conoció posteriormente como El caso Padilla. En 1979 sale hacia Estados Unidos donde funda en 1982, junto a Padilla, Linden Lane Magazine, una revista dedicada a los escritores de América Latina y América del Norte, y en 1996 La Casa Azul. Entre sus libros publicados destacan: El viento en la pared, 1962; Los alucinados, 1963; Tiempos de sol, 1963; Cartas a Ana Frank,1966; El clavel y la rosa: biografía de Juana Borrero, 1984; Woman on the Front Lines, 1987; Elvis la tumba sin sosiego or Elvis. The Unquiet Grave or the True Story of Jon Burrows, 1994; Juego de damas, 2002 y La otra mejilla, 2008.

La palabra está en un momento de apogeo

Entre 15 y 20 (Rita Martín entrevista a Odette Alonso)
Razones para la escritura
un poco de ego, un poco de necesidad
R.M.: ¿Por qué se escribe? ¿Qué significa escribir?
O.A.: Comunicarse con los otros y con uno mismo. Para eso se escribe, de eso se trata. Un poco de ego, un poco de necesidad, un poco de misión. Una manera de vivir más de una vida.
son poemas de juventud
R.M.:  ¿Cuál fue el origen de poemarios como Enigma de la sed y Palabra del que vuelve?
O.A.: Los poemas de esos libros fueron escritos en Santiago de Cuba cuando tenía poco más de 20 años. Enigma de la sed se publicó en Santiago en 1989, como parte de Caserón, una de las editoriales provinciales que se inauguraron para descentralizar manuscritos de las editoriales nacionales; Historias para el desayuno ganó en Holguín, también en 1989, el premio de poesía “Adelaida del Mármol” y allí vio la luz de las imprentas y la del sol oriental. Años después, en 2003, una revisión de ambos libros salió en España, al amparo del bellísimo sello Torremozas, bajo el título Cuando la lluvia cesa. Son poemas de juventud, pero cuando los releo, a veces me asombran a mí misma.
creo casi ciegamente en la inspiración
R.M.: ¿Cómo describirías el proceso creativo? ¿Se debe hablar de esa desprestigiada palabra que es la inspiración o de espiración? ¿Estar dotado es perderse como decía Jean Cocteau?
O.A.: Creo casi ciegamente en la inspiración. Rara vez me fuerzo a escribir algo que no salga de ese lugar oculto y desconocido de donde vienen las palabras. Estar dotado no quiere decir, creo, tener bajo control a la voluntad; es simplemente dejarse llevar y, si es posible, sí, perderse en ese trance. Porque sólo perdiéndonos, encontramos.
Soledad y multiplicidad
en algún momento regresarán las palabras
R.M.:  ¿Solamente aislándose por completo se puede trabajar? ¿Cómo superas los malos momentos de bloqueo o página en blanco?
O.A.: No hay que superarlos, sólo esperar. En algún momento regresarán las palabras, cuando ellas quieran, cuando haya algo que decir, cuando sea pertinente… Y si no vuelven, por algo será. No es necesario aislarse, no siempre: a veces se escribe en los lugares más inusitadamente multitudinarios, pero es cierto, hay otras labores, otros trances, que requieren íntima soledad.
ser, a ratos, los otros de nosotros mismos
R.M.:  Para Pessoa su ser “participaba de todos los hombres (…) una suma de no-yos sintetizada en un yo postizo”...
O.A.: Cada quien es un mundo y, al mismo tiempo, todos los mundos. O ninguno: la vida es un misterio que tal vez no entenderemos mientras estemos vivos. Hay que entregarse y hay que recogerse; cada cosa a su debido tiempo. Ser uno y hacerse uno con los otros. Ser, a ratos, los otros de nosotros mismos.
Oficio
no ejercer devociones
R.M.: Pensemos en estas acciones: escribir, destruir, corregir, editar… ¿Consejos para escritores de (novela/poesía/o ambas)?
O.A.: Dejarse llevar, no ponerse frenos ni límites, no tenerle miedo a las palabras ni a su fluir. Pero revisar con rigor, para tampoco excederse en superfluidades. No tener piedad con lo que merezca ser borrado. Trascender los tramposos márgenes de la “realidad” (siempre entrecomillada), el testimonio y la autobiografía; saberlos traicionar, inventar a placer. Tener claro que no hay nada nuevo bajo el sol porque sólo así nos esforzaremos en lograrlo. No ejercer devociones hacia otros colegas, por muy clásicos que fueren, o saber deslindar el yo lector del yo escritor para no caer en imitaciones de estilos ajenos. Y llevar siempre una libreta donde anotar la “genial idea” o el “verso perfecto” que, de no apuntarlos en ese instante, se perderán para siempre. Ahora, tampoco hay que angustiarse si se “pierden”… seguro no eran tan geniales. Otros vendrán…
evitar: nada
R.M.:  ¿Qué es preciso evitar en literatura?
O.A.: Nada, todo tiene cabida en ella sabiéndolo acomodar.
llegó el momento en que la poesía no bastó
R.M.:  ¿Cómo transita Odette hacia la narrativa de Con la boca abierta (cuentos) y Espejo de tres cuerpos (novela)?
O.A.: En una necesidad de expresar de “otro modo”. Llegó el momento en que la poesía no bastó a lo que quería decir: entonces di el salto. Y fue alucinante. También la narrativa tiene sus encantos.
Identificaciones de la literatura
es un modo de disfrute
R.M.:  ¿Es la escritura una salvación ante la neurosis y la locura?
O.A.: No, es un modo de disfrute, una fuente de placer. Y es también, cómo no, el reino de la locura y la neurosis, juntas y revueltas.
se funden, se separan y vuelven a amalgamarse
R.M.:  ¿Qué coordenadas encuentra entre sueño, filosofía y escritura?
O.A.: Convergen en un cruce de caminos. Se funden, se separan y vuelven a amalgamarse como el mercurio que se derramaba de los termómetros rotos cuando éramos niños.
una cópula que se sufre
R.M.:  ¿Qué relaciones encuentra entre escritura, sexo y placer?
O.A.: Ya te dije: la literatura es un juego de placer. Una cópula que se sufre y se disfruta despacito. Letra a letra, beso a beso, con fruición. Orgiástica a veces; otras, en solitario onanismo. Que el resultado fuera orgásmico sería el mejor premio.
la palabra está en un momento de apogeo
R.M.:  La rapidez del cinematógrafo y de la internet… ¿cómo vincula este mundo de imágenes con la literatura? ¿Hay una crisis de la palabra?
O.A.: No, al contrario, la palabra está en un momento de apogeo. Los nuevos modos de comunicación en las redes sociales y las nuevas tecnologías se sustentan en la palabra escrita. Así se chatea, se feisbuquea, se twitea y se bloguea. Qué lujo que la lengua, todas las lenguas, vayan incorporando nuevos términos, enriqueciéndose, transformándose, adaptándose a los tiempos y sus avatares. Porque el que diga que con esto se empobrece la expresión, no está observando bien este proceso.
La misma lengua, otra lengua
las normas regionales y los giros locales distan abismalmente entre un país y otro
R.M.:  Al llegar a México tuviste la posibilidad de seguir comunicándote en su lengua, algo con lo que no cuentan los escritores cubanos radicados en otros países de lengua no española. ¿Cómo cree que enfrentaron sus compatriotas el hecho de haberse quedado “sin lengua”?
O.A.: Cuando llegué a México prácticamente tuve que aprender un nuevo idioma. No sé por qué pensamos que el castellano en América es estándar cuando realmente en el habla coloquial, cotidiana, las normas regionales y los giros locales distan abismalmente entre un país y otro. Incluso, entre las provincias de un mismo país; incluso entre las colonias o barrios de una misma ciudad. Se equivocaba sin dudas Martí, en su idealismo, al afirmar que del Bravo a la Patagonia hay sólo un pueblo. Pero claro, hay una base sonora común, no es lo mismo que llegar a un sitio donde no se entienda nada. Esa experiencia ha de llevarla cada quien a su manera. Lo cierto es que cuando, tantas veces, me preguntan o me insisten en por qué no me fui o no me voy a Estados Unidos, lo primero en lo que pienso es en la lengua.
aprender a soltar y a readaptarse
R.M.:  ¿Cómo define el “exilio” un escritor, es decir, una persona acostumbrada a vivir diferentes exilios e inxilios, incluso, en su propia tierra?
O.A.: El exilio ha sido para mí una fortuna, la posibilidad de ampliar los horizontes, de conocer y ser de otro modo, de vivir experiencias que, encerrada en la isla, me hubiera perdido. Sin exilio no habría escrito la mitad de los cuentos de Con la boca abierta ni Espejo de tres cuerpos, que es una novela tan mexicana con todo y su universalidad; no hubiera armado los dos poemarios que tengo inéditos; no habría compilado Las cuatro puntas del pañuelo. Poetas cubanos del exilio y la diáspora, una compilación que finalmente vio su publicación este año por Aduana Vieja, bajo el  título de Antología de la poesía cubana del exilio. El exilio es aprender a soltar y a readaptarse, a incorporar, a enriquecerse, a olvidar y a no olvidar. Es una bendición, una ganancia. Si no lo ves de ese modo, será una desgracia insondable y sería un desperdicio.
ese muro debe ser derrumbado
R.M.:  ¿Qué crees de la literatura escrita “en el adentro” y “el afuera” de la Isla?
O.A.: Cuando salí de Cuba conocí la otra mitad de la literatura y el arte cubanos, los que desde el mismísimo año 59 han escrito los emigrados. Y me parece un crimen sin nombre que las políticas educativas de la Revolución cubana (tan halagadas desde fuera de la Isla) nos hayan privado de conocer esa otra parte de nuestro patrimonio cultural, y lo sigan haciendo con quienes viven y estudian allí, como mismo privan a los de afuera de conocer el quehacer de quienes trabajan dentro. Ese muro debe ser derrumbado como la puerta de Brandenburgo para que entonces el arte y la literatura cubanos puedan ser “uno sólo”, como tanto se cacarea a un lado y otro de las aguas territoriales del archipiélago.
más allá del lecho
R.M.:  Una definición para el concepto literatura homoerótica…
O.A.: Es la literatura que incorpora en tema, tramas y personajes la erótica de la homosexualidad. Que no debe confundirse con la literatura de tono lésbico o gay porque, aunque “el resto” suela tener con frecuencia otra idea en sus mentes calenturientas, los homosexuales nos ocupamos y nos inquietan otros muchos asuntos, muchísimos, más allá del lecho… y la leche.
no he podido hallar una respuesta convincente
R.M.:  ¿Una pregunta que siempre te ha martillado…? ¿Una posible respuesta para la misma?
O.A.: ¿De qué sirve la vida?, ¿con qué propósito nos mandaron aquí?... Hasta ahora no he podido hallar una respuesta convincente.

Encuestas/Entrevistas © Rita Martin