8.26.2013
8.23.2013
MATIAS MONTES HUIDOBRO: SOBRE EL LIBRO HABLAR DE GUILLERMO ROSALES DE MIRABAL Y VELAZCO
HABLAR DE GUILLERMO ROSALES DE MIRABAL Y VELAZCO SE PRESENTARÁ EL VIERNES 30 DE AGOSTO A LAS 7:30PM, EN IVAN GALINDO ART STUDIO, 2248 SW 8TH ST, MIAMI, FL 33135. LA PRESENTACIÓN ESTARÁ A CARGO DE RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR. ENTRADA ABIERTA AL PÚBLICO.
Después de la publicación de Sobre los pasos
del cronista (2010) por Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, sobre “el
quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965”,
publicado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y Buscando
a Caín (2012), publicado por Ediciones ICAIC, ambas en “la otra orilla”,
Mirabal y Velazco le dan otra vuelta a la tuerca con Hablar de Guillermo
Rosales(2013), publicado por Editorial Silueta, con sede en Miami (es decir, en
“la orilla de acá”), ofreciéndonos de entrada un marcado contraste editorial.
No voy a entrar en especulaciones sobre lo que esto significa, porque no soy ni
adivino ni profeta, y otros muchos se encargarán de intentarlo, aunque el
secreto del caso estará escondido en las 256 combinaciones de las nueces o
caracoles que forman el dilogún sobre el Tablero de Ifá, así que me
concentraré en el libro en sí mismo. Requiere la tarea, de parte del lector, un
esfuerzo de internalización y buena voluntad, que obliga a reubicarse de buena
fe en el contexto básico de una militancia agresiva revolucionaria, metralleta
en mano, como punto de partida de la acción (el triunfo revolucionario) en la
revista Mella, con todas sus consignas, imposibles de aceptar hoy en
día por buena parte de nosotros. Sin embargo, debe hacerse para ponernos en
situación, casi teatralmente hablando, y tratar de entender las múltiples
circunstancias que llevaron al desastre histórico cubano, sin tirarnos a matar
en un enfrentamiento entre buenos y malos, aunque reconozco que es difícil.
Dicho lo anterior, tengo que afirmar que el libro de
Mirabal y Velazco es hipnótico y fascinante, casi necesario además, para la
reconstrucción de la pesadilla histórica en que hemos estado metidos. Hay que
hacerlo, más allá de toda discrepancia. En primer término, su estructura se
basa en un principio de fragmentación y perspectivas múltiples, donde “la
existencia independiente de las partes confirma la vigencia del todo”, como
escribo en la contraportada, base técnica que le da solidez al trabajo y nos vuelve
copartícipes del desarrollo y nos invita a entrar en el juego. Ya lo hicieron
en los dos libros sobre Cabrera Infante, insertos en una panorámica nacional
muy llena de recovecos. Contrastando con este, Rosales nos lleva hacia la
plenitud de la locura, aunque a pesar de su esquizofrenia, es una figura más
concentrada que se mueve hacia dentro, inclusive más uniforme.
Fundamentalmente, el autor de Tres tristes tigres es siempre un ser
racional, y por lo tanto dramático, mientras que el de Boarding Home es
un personaje trágico, iluminado por la locura. Además, el primero está visto
dentro de los términos de una relación amor-odio por aquellos que lo
conocieron; mientras el segundo fue querido por todos (según dicen los que
testimonian). Mientras que Cabrera Infante nunca pierde de vista el objetivo,
Rosales, atrapado en las redes de su cerebro y en medio de una siniestra lucha
familiar, va a existir dentro de la médula de una crueldad destructora,
incluyendo la genética, y si de personaje trágico se trata, gana la partida. No
atenta solamente contra su vida, porque a ello agrega la destrucción de su
propia obra literaria. Sus actos nos conducen hacia un precipicio, y dejar
constancia de la trayectoria es el logro periodístico, histórico y fictivo, de Hablar
de Guillermo Rosales.
Dividido en dos partes, a la primera le corresponde
a una narrativa lineal y cronológica de la vida y obra periodística y creadora
de Rosales, similar a lo que hacen en Los pasos del cronista, pero de
una dimensión menos extensa de acuerdo con la diferencia que hay entre ambos
escritores. La tarea que se imponen es casi un imposible, dada las
circunstancias en que cualquier investigador cubano se encuentra, porque no es
cosa de hacer las maletas y decir, “bueno, pues me voy para La Habana o para
Miami para documentarme”. Aunque separados por sólo noventa millas, la extensa
burocracia política las supera con creces y crea dificultades insalvables, que
se hacen evidentes después que Rosales se va de Cuba en 1979 y se produce un
inevitable anticlímax investigativo, un espacio semi-desértico de un Guillermo
Rosales deambulando y alienado por Miami, como si no lo viéramos del todo. ¿O…
acaso lo vemos? Inclusive por este hecho, los autores ponen el dedo en llaga de
una herida supurante.
Todo el período comprendido desde el momento en que
Rosales entra en acción en la revista Mella, hasta cuando se va del
país, está investigado al dedillo y la reconstrucción es medular, tanto desde
el punto de vista personal como del de su obra dentro del contexto histórico
cubano. El callejón sin salida queda planteado desde la primera página:
“Incómodo siempre con su ámbito, alimentó una relación conflictiva con su
tiempo. Tras un perenne esfuerzo por “integrarse” a un medio en el que era
mirado con recelo por sus recurrentes crisis nerviosas, vio en la salida de
Cuba la promesa de una vida diferente” (7), para encontrarse, como quedará
demostrado, en un atolladero. Su personalidad, y la de la propia revista Mella (como
hicieron antes con Lunes de Revolución, aunque hay un abismo entre
una publicación y la otra), emerge claramente: un joven, casi un adolescente,
que se deja arrastrar, con más o menos intensidad ideológica y marxista, por
una serie de hechos tomados como buenos, desde la alfabetización a la “lucha contra
bandidos”, píldora particularmente difícil de tragar para aquellos que han
visto a los supuestos “bandidos” desde otra perspectiva.
Ya desde un punto de vista literario, emerge el
autor de una narrativa breve efectivamente interpretada por Velázquez y
Mirabal, el desasosiego alucinante de generaciones cubanas que se encadenan
kafkianamente, como hilo conductor; el nexo con Edgar Allan Poe, el principio
de la dualidad de Robert Luis Stevenson, y más sorpresivamente, sus relaciones
con el comic, con su evasión, expresionismo y bajo fondo, que colocan
a Rosales en el ahora de una post-modernidad más allá de lo post-moderno. Todo
esto entremezclado con las sacudidas individuales de su esquizofrenia, hasta
llegar al excelente análisis de Sábado de Gloria; Domingo de Resurrección, novela
publicada póstumamente como El juego de la viola.
Dentro de todo este contexto, Velázquez y Mirabal
dejan entrever un par de sombras siniestras. Una de ellas es conceptual: la lectura de Paidea:
los ideales de la cultura griega de Werner Jaeger, lleva a Rosales a
plantearse un conflicto clave en la vida cubana: cómo conciliar la moral
impuesta desde fuera por “la autoridad exterior de la ley”, (es decir, el
castrismo), con la interna, la que nos construimos dentro de nosotros mismos.
El desajuste entre ambas es una clara indicación del conflicto que se le
presentaba al joven apasionado de la época Mella. Si esta crisis
entre “moral” impuesta por un régimen totalitario, y la moral interna del yo,
en contradicción, es para volverse loco, mucho más lo sería dentro de un
cerebro ya sacudido por la esquizofrenia. Lo cierto es que Elizabeth y Carlos,
afilan el estilete del cirujano, y contraponen a la aberración carcelaria
estatal, la sombra de carne y hueso de Isidro Rosales, el padre del
protagonista, un arquetipo de deformidad marxista-leninista, con connotaciones
kafkianas: hombre del Partido, hecho, derecho y torcido, que se impone al nivel
siniestro del Saturno devorando a sus propios hijos, representativo de la
existencia histórica nacional. Aunque Norberto Fuentes le tira un poco la
toalla, la mayor parte de los “testigos” confirman la monstruosidad del
personaje, absolutamente kafkiano, que se reitera una y otra vez, “el eterno
antagonista” (53), un hombre que desprende un estalinismo de carne y hueso: la
proyección de un paternalismo cruel y omnipresente que tiene resonancias
históricas. Sólo faltaba que a Rosales le pusieran una pistola en la mano, para
que finalmente se levantara la tapa de los sesos.
La aparición de
Laura Dorrego suaviza un tanto el espacio dramático de la acción y conduce
hacia el desenlace trágico. Ya con anterioridad, Rosales se casa con Silvia
Rodríguez Rivero, que no juega un papel importante en la primera parte, pero
cuyo testimonio se escucha en la segunda y nos hace dar marcha atrás. El
testimonio final de Silvia, algo distanciada a pesar de su percepción positiva
de su relación con Rosales, transpira un distanciamiento, que confirma su
respuesta a la última pregunta que aparece en el libro: “¿Cómo prefiere
recordarlo?”, a la que ella contesta con una sola palabra, “Lejos” (150), con
la cual lo dice todo de una forma casi brutal. En todo caso, casi a niveles de
ficción, Laura Dorrego (fallecida antes que Elizabeth y Carlos iniciaran la
investigación) da un vuelco lírico al texto. Comparado Rosales, físicamente,
con Tom Courtenay, no es difícil verlo en pantalla como el desgarbado y
alucinado actor inglés de Doctor Zhivago, incluyendo un
deslumbramiento ideológico, “que supone una identificación plena con aquel
entorno donde los jóvenes se sentían protagonistas de su historia y vivían el
presente desde su condición de nuevos héroes” (19). La presencia de Laura
(¿Lara? ¿Julie Christie con Courtenay?), acrecienta el efecto, y uno tiene la
impresión de que se amaban. Elizabeth y Carlos son enfáticos y Laura Dorrego,
inclusive en la propia separación que tiene lugar cuando él se va de Cuba y
Guillermo hace gestiones para reunirse y casarse con ella en Miami, con datos
de una correspondencia amorosa, íntima, nos hace sospechar que si en algún
momento tuvo Guillermo un poco de paz, debió haber sido en los brazos de Laura.
La presencia de los padres de Rosales poniéndole obstáculos a Laura, el forzoso
cambio de tono de Guillermo a fin de obtener el apoyo del padre para conseguir
que Laura saliera de Cuba (algún dichoso permiso de salida), acrecienta la
dramática novelización de la investigación periodística, que incluye la
reiterada crueldad paterna que acaba siendo la del régimen, metafóricamente
transferida a Isidro Rosales, diplomático comunista de cuello y corbata, que
nunca entendió ni ayudó a su hijo, como se hace explícito en casi todos los
testimonios. Su perversión moral cuando en todo su cinismo, tiene el “valor” de
pasarle la culpa a Laura por la muerte del hijo (inclusive si ella hubiera
decidido no irse, que no está indicado), repitiendo “que si Laura se hubiese
marchado con él, su hijo habría sobrevivido” (51), es dostoyevskiana, cosa que
digo en la medida de la interpretación del texto y de acuerdo con los datos
suministrados. Quizás, como caso clínico, Rosales estaba predestinado al tiro
en la sien, pero por este camino también podríamos echarle la culpa a los genes
que lo engendraron y a la ayuda que recibió para que apretara el gatillo.
La secuencia final
de la primera parte del libro, cuando Rosales pasa al exilio en 1979, no llega
a la altura de lo anterior, y aunque el análisis de Boarding Home es
correcto, no resulta tan penetrante como el recorrido por la narrativa corta y
en especial por El juego de la viola, que es decididamente excelente.
En el caso cubano, noventa millas son mucho más que noventa millas. A Velázquez
y a Mirabal les resulta difícil la reconstrucción del vacío miamense, pero es
evidente que, salvo a unos cuantos que apenas llegarían a los dedos de un mano,
a casi nadie le importaba que Guillermo Rosales estuviera vivo o muerto. Lo que
se pone de relieve, después de todo, es la conducta de un exilio que no le hizo
ni gota de caso por llevarse el Premio Letras de Oro, el único galardón de
categoría internacionalmente significativa, con sede en Miami (gracias a la American
Express) que, sin ser, ni mucho menos, un premio destinado a los
escritores cubanos del exilio, les toco a unos cuantos. Pero el concurso duró
poco, y ninguna de las fuerzas vivas ($$$$$) del exilio se ocupó de
resucitarlo. El “Letras de Oro”, que hubiera podido ser algo así como un Premio
“Nacional” de Literatura, quedó muerto y enterrado, como le pasaría a Rosales,
y poco le valió que Octavio Paz fuera miembro del jurado. Si en realidad
Rosales tuvo alguna esperanza de que esto tendría algún significado, estaba
engañadísimo, y tuvo que pegarse un tiro para dejar constancia del éxito. Ya en
Cuba le había pasado algo parecido con Sábado de Gloria; Domingo de
Resurrección, y ahora con Boarding Home, que era una voz explícita que
planteaba su realidad vital, los antagonistas, del marxismo al capital, se
lavaban las manos como Poncio Pilatos. Razones tenía para un “tiro en la sien”,
como comúnmente se dice, sin contar que estaba loco (aunque hay cuerdos que se
suicidan), pasando de una desolación a la otra, y naturalmente entramos en el
terreno de una responsabilidad anónima donde nadie es responsable.
La segunda parte
del libro le da una vuelta a la tuerca respecto a la primera, con los
testimonios de aquellos que lo conocieron. “Lo conocimos y lo quisimos” (80),
dice Casaus, que es el consenso general, y seguramente era cierto, aunque “cada
uno tomó su rumbo” (80). Se puede decir, a modo de síntesis, que todos (Víctor
Casaus, Félix Guerra, Norberto Fuentes, Silvio Rodríguez, Eliseo Altunaga,
Emilio Herrera, Silvia Rodríguez Rivero) están bien. La reiterada referencia a
la amistad, sin embargo, hace dar marcha atrás en la indagación, hábilmente
marcada por Velazco y Mirabal, cuando afirman que “no deja de resultar
llamativo que (Rosales) perciba las deformaciones que amenazan la amistad en
una sociedad pervertida” (50), pasando de inmediato a citar Werner Jaeger, que
leyera obsesivamente Rosales: “Todo despotismo se basa en la desconfianza, y,
en los países así gobernados, las grandes amistades inspiran siempre sospechas
de relaciones conspirativas” (438). ¿Hasta qué punto este trasfondo de
“desconfianza” no se infiltraba como agente subversivo de la amistad en el
contexto de una sociedad panóptica, a pesar de la idílica juvenil y
revolucionaria que existía en la redacción de Mella? Hay un hecho que
se vuelve patente. A pesar de la camaradería, quedan espacios en blanco de una
relación dispersa entre los amigos, y lo cierto es que, en definitiva, por las
razones que fueran, Guillermo Rosales estaba solo. Ciertos eufemismos sobre las
relaciones familiares (“conflictiva”, “complicada”), no llegan a ocultar otros,
y los exabruptos de Rosales, invitaban al distanciamiento de los que no lo
conocía bien: “Ese está rompiendo aquí con el orden establecido” (83). Es
decir, las opciones respecto a la construcción del personaje y su contexto
hacen de Hablar de Guillermo Rosales un texto arquetípico de la crueldad
como agente de la destrucción y la auto destrucción de la fantasmagórica vida
cubana, y de una responsabilidad y culpabilidad colectiva en la que todos, de
alguna manera remota e inexplicable, apretamos el gatillo.
No hay dudas que la
investigación de Elizabeh Mirabal y Carlos Velazco es de un valor excepcional y
que la publicación en Miami por Editorial Silueta, no falta de coraje, llena un
vacío editorial de las dos orillas. Pero también es cierto, que entre todos los
testimonios , la impactante fotografía del edificio donde radicó la revista Mella en
la década del setenta, por el cual seguramente deambulará el fantasma de
Rosales, es el testimonio más demoledor del libro y de una vida que por muy
lejos que quisiéramos tener sigue de cuerpo presente, como Cuba misma. Si
alguna ruina debe mantenerse en pie esta es una de ellas, por ser el trágico
testimonio de una época.
8.19.2013
A CASI 200 AÑOS DE LA TULA, SU POEMA LA PESCA EN EL MAR
Anticipando (y celebrando) el bicentenario de una de las escritoras más importantes en lengua española,
a cumplirse en marzo del 2014.
8.13.2013
CHELY LIMA: FUERA DE LA MANADA
un fragmento de Fuera de la manada (novela inédita de Chely Lima)
Ya va casi para dos años que duermo en lo de Lucas, un argentino de veintitantos que subalquila cuarto y medio en su piso de Sumner y 8va.
Sobrevivimos en un callejón húmedo,
polvoriento y ventoso, cuya esquina es punto de reunión de un grupo fijo de
homeless que acarrean consigo sus pertenencias en carritos de supermercado
o mochilas, y algunos de los cuales tienen calzado y chaquetas mejores que los
míos.
Al apartamento del Lucas se llega por
una escalera que culmina en la gran verja oxidada. Delante de la verja dejan el correo de todo
el edificio, así que para poder entrar hay que saltarse montañas de revistas y
folletos, periodiquitos mierderos y sobres sellados en los que aparecen menos
nombres gringos que asiáticos o hispanos.
Sobre todo asiáticos.
Tenemos un clan de coreanos a la
derecha, un par de chinos depresivos a la izquierda, y unos pocos vietnamitas
desperdigados en los pisos superiores, con capas superpuestas de Menéndez,
Herreras y Peraltas ―según Lucas, hubo una vez incluso un tibetano que
posteriormente se casó con una nicaragüense y se mudó para la Misión, el barrio
latino, donde abrieron una tienda de lencería femenina.
En el apartamento del fondo viven unas
universitarias estadounidenses que los sábados y domingos reciben novios ―con
cerveza y cogidas monumentales― y el resto de la semana se comportan de forma bastante
modosita. Y como para equilibrar la
cosa, el desvencijado edificio que abre sus fauces frente a nuestra verja da
albergue a los miembros de una multitudinaria familia afroamericana, todos
ellos obesos y ruidosos, que salen al callejón a fumar a cualquier hora,
hablando entre sí con esas voces ricas, espesas, de la gente negra.
La habitación principal de nuestro
apartamento es la cocina, que también hace las veces de sala, comedor y
etcétera; una habitación enorme, con paredes altas que ningún bombillo por
potente que sea logra develar del todo.
En una de sus esquinas se alza la estufa, junto a un tabique empapelado
que oculta lo que Lucas, de fantasioso, llama el dormitorio pequeño, y
no es sino un rectángulo donde mal cabe un sofá con dos almohadas que huelen a
queso parmesano. La segunda esquina
contiene el butacón de los remiendos, por la tercera se sube un par de peldaños
hasta la habitación que ocupamos Teodoro y yo, y en la cuarta queda la mesa de
comer y usar la computadora. Pero lo
verdaderamente espectacular del conjunto es la bañadera que se escarrancha como
una reina en el mismísimo centro.
Parafraseando la conocida canción de
la vaca lechera, este esperpento de metal pintado y repintado de blanco, con
desconchados y patas de felino, no es una bañadera cualquiera; se trata del
único recipiente de tamaño respetable ubicado en un lugar donde uno puede
bañarse sin coger pulmonía en una casa que se somete a los brisotes del
callejón con ventanas de vidrieras mal selladas.
La cuestión es que aquí nadie puede
poner a remojar el culo en agua caliente sin tener que someterlo a las miradas
del resto de los inquilinos, que vivimos y morimos en la cocina, repartidos
entre la mesa, el butacón y la delantera del fogón ―museable
y mastodóntico― que tiene seis hornillas de las que funcionan sólo dos…
oOo
Supe
del apartamento de Sumner Street como a los cinco meses de vivir en la bahía de
San Francisco.
En aquella época el Luquita estaba más solo y desnutrido
que nunca, porque sus últimos huéspedes se habían largado un par de semanas
antes, y él no sabía cocinar. Yo
tampoco.
Pero un mes más tarde, mientras
devolvía unos libros a la biblioteca pública, me encontré con Teodoro, antiguo
conocido mío de La Habana, que andaba buscando arriendo y no sólo sabía
cocinar, sino que lo hacía para ganarse la vida en el bar de unos
irlandeses. Después de él vino Henry
West Jr. ―cuando estamos para joder lo llamamos ‘Enriquito Oeste’ y
él se pone histérico, no sabemos bien por qué― y con su
persona quedó completa la tripulación.
Lucas ocupa el cuarto grande y lo tiene
hasta el tope de libros esotéricos, discos, videos y carteles de cine que se
caen a pedazos. Duerme, lee, mira tele y
se pajea en una cama enorme y con dosel, que ya estaba en el apartamento cuando
lo alquiló. Tiene los ojos del tamaño de
los de una calavera y se le marcan los huesos por cualquier parte. Se viste de mamarracho, como todos los de su
generación, y lleva el pelo recortado de una forma que parece que se lo
masticaran las cucarachas. Pero es
sorprendentemente ―anómalamente― maduro para su edad y condición.
En el cuarto de las camas gemelas
convivimos Teodoro y yo, y en tanto mis pocas pertenencias se refugian,
oprimidas y casi diría que aterradas, en una maleta, medio armario y la gaveta
de mi mesa de noche, las de Teo se esparcen, jubilosas, en una invasión en
forma de piezas de ropa interior, zapatos y chancletas, un equipo de música,
postales y cuadros de gusto dudoso, muñecas con vestidos folclóricos de los
cuatro puntos cardinales, colgantes y abanicos de papel. Por suerte coincidimos en materia de música,
porque si no habría tenido que matarlo.
El único objeto mío que ocupa un sitio
de honor en el dormitorio es algo que vengo arrastrando desde los siete años y
que emprendió conmigo la peregrinación de país en país, una especie de vademécum
que hace décadas no reviso, pero sigue siendo mi amuleto de la buena suerte; se
trata de mi libro-adicción de la infancia y la adolescencia, que salió de la
isla envuelto ―tal y como sigue en el presente― en
varias capas de plástico y otras tantas de seda artificial que lo aíslan de la
humedad y los cambios de temperatura; mi paño de lágrimas, mi libro sagrado,
que perdió las tapas duras que lo cobijaban y parece que hubiera arrostrado el
diluvio, pero no por ello deja de ser mi más amado: La expedición de la Kon-Tiki, escrito por el inefable Thor
Heyerdahl. Y yace a la vera de la
lámpara de nuestra mesa de noche, convertido en algo semejante a la momia de un
libro, intocable para cualquiera que no sea yo, cobijando las crónicas y las fotos
borrosas de esa partida de noruegos locos ―acompañados
por un sueco que estaba tan loco como ellos― que en
1947 se lanzaron al Pacífico con una voluntad digna de balseros cubanos, en un
barcuchito que da escalofríos de solo mirarlo, bajo la efigie de una hipotética
divinidad suramericana que habría ido a recalar en Oceanía por obra y gracia de
los vientos y las corrientes marítimas…
A Henry West, por llegar último al
apartamento, le tocó el sofá de la cocina, y usa el tabique de armario, lo que
significa que cuelga en él su ropa sucia, porque la que está limpia ―es un
decir― la lleva encima, pero su ubicación tiene la ventaja de
que es la más cálida de todo el apartamento, y cuando se le antoja cerveza ahí
está el refrigerador al alcance de la mano.
No quiero que a nadie le dé por pensar
que nuestro pequeño grupo de chiflados, compuesto por un sudaca vago, dos
cubiches que están en la mierda y un gringo que nació en ella, vive en el
infierno. Nones. Lo nuestro no es mal karma ni maldición
gitana, como podría parecer a primera vista.
En realidad, nuestra confluencia provisional en este habitáculo
destartalado es algo así como una especie de beca que nos dieron los
dioses. Durará lo que tenga que durar, y
probablemente cuando acabe ninguno de nosotros lo lamentará. Pero mientras dure, los cuatro tendremos bien
abiertos los cinco sentidos para no perdernos ni un ápice de la gloria de estar
alojados en el número 11-C de Sumner Street.
Y toda esa gloria está un poco relacionada con la cocina y su bañadera.
oOo
Nuestra
cocina de Sumner está siempre mal iluminada, creo que lo dije antes.
Por solo poner un ejemplo, si quieres
ver el teclado de la computadora ―que está ubicada en una esquina de la mesa de comer― tienes
que tener las pupilas dilatadas. Da lo
mismo que el suelo esté limpio o sucio, puede que haya telarañas en el
cielorraso, quién sabe y a quién le importa.
Y si se te cae algo, uno de esos pequeños objetos que ruedan o que
saltan para ir a emboscarse entre las patas de los muebles, vas a pasarte la mitad
de la vida buscándolo. Pero esta
atmósfera de claroscuros es la que mejor conviene a los rituales que tienen
lugar en la bañadera, y a la secreta unción de quien puede presenciarlos.
Empieza a oscurecer o es noche cerrada
cuando nos bañamos. No podría ser de
otro modo, porque los chinos de al lado consumen toda el agua caliente entre
seis de la mañana y cinco de la tarde.
Así que es a partir de las cinco que empieza la vida entre las cuatro
paredes de la porción de templo mal llamada cocina.
Ahora mismo Teo está preparando un
potaje de lentejas; corta cebolla sobre la tabla mientras se enjuga los ojos y
la nariz con la punta de la camiseta.
Lucas se eterniza en la tarea de volver a encender la estufa, arruga
páginas de periódico, estornuda y dice ‘puta madre, puta madre, puta madre’,
como si se tratara de una letanía. Henry
chatea por Internet con una de sus tres novias, usando el índice para teclear,
medio acodado sobre la mesa, la cabeza rubia apoyada en la mano libre.
Y yo intento abrir, sin conseguirlo,
una lata de chorizos que Teo me acaba de encomendar, mientras masculla ‘Haz
algo, carajo, que aquí todo el mundo se piensa que uno es su esclavo. Vamos a ver qué coño se hacen el día en que
me canse y los mande a la mierda, y se tengan que alimentar de hamburguesas. ¡Mira al otro subnormal pegado a la
computadora!’. Pero no se mete con
Lucas porque Lucas es el capo de la casa.
El cuchillo baila tap
tap sobre la tabla. Yo estoy a punto
de cercenarme un dedo con la bendita lata.
Henry usa el índice para teclear a mil por segundo.
Por fin Lucas cierra la puerta de la
estufa, donde el fuego empieza a engullirse las maderas y se va desplegando sin
apuros, rojiamarillo en la penumbra. El
Lucas estornuda una vez más, se sopla la nariz en un pañuelo que no puede más
de mugre, y va en busca de su toalla.
Y ahora cachen bien, por favor, este
salón umbrío en el que nos envuelve la humareda del agua puesta a hervir en la
olla, que sube en volutas translúcidas y se mezcla con la que desprende el agua
que llena la bañadera. Hay espirales
blancas trepando por los muros. El
líquido de la bañadera se mece y chisporrotea.
Un líquido espumoso que hoy huele a lavanda.
De pronto el Luquita aparece en el
umbral, descalzo y sin camisa, con la toalla sobre el hombro. Cabizbajo, con la concentración y la
contención de un matador que se adentrara en la arena, ingresa en el centro de
la cocina. Sabe que los otros hemos
dejado casi de respirar para mirarlo, así que sus ademanes no son
casuales. Sabe que ahora lo que cuenta
es la parquedad de movimientos, la desenvoltura con que pone a un lado la
toalla, se quita el pantalón del pijama y alza una pierna para meterla en la
espuma. En ese instante, los demás somos
todo ojos. No perdonamos ni un ápice de
su cuerpo. Miramos la barriga
ligeramente combada, las caderas esqueléticas y la verga bien proporcionada del
flaco. Miramos el vello oscuro de la
axila derecha, la barbilla que se inclina, la parte interior de un muslo del
que se apropia la sombra. La bañadera lo
recibe con un discreto oleaje.
Entonces algo se quiebra, algo
invisible. El humo se escabulle hacia el
techo como un grupo de serpientes sutiles que se desanudaran. Henry voltea a ver la pantalla de
regreso. Yo digo ‘Esta lata de
porquería debe ser blindada’. Y Teo
me la arrebata para abrirla él mismo, mientras las lentejas se hinchan en el
caldo que borbotea a su izquierda.
El momento ha terminado, pero vendrán
tres más, porque yo me bañaré después de comer, Teo lo hará cuando acabe de
fregar los platos de la cena, y Henry antes de echarse a dormir abrazado a las
almohadas que huelen a queso.
oOo
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No se pierdan Homérica: Chely Lima e Ignacio T. Granados (realizador del video) hablan de los héroes de la Ilíada y la Odisea: Un poco sobre Aquiles el Pelida y Odiseo a la cubana (Ver en youtube o en el bitácora de la escritora)
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No se pierdan Homérica: Chely Lima e Ignacio T. Granados (realizador del video) hablan de los héroes de la Ilíada y la Odisea: Un poco sobre Aquiles el Pelida y Odiseo a la cubana (Ver en youtube o en el bitácora de la escritora)
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Foto: Leonor Álvarez-Maza |
CHELY
LIMA. Narradora, dramaturga y poeta, periodista, editora, guionista de cine,
libretista de radio y TV. Es autora de
23 libros -novelas, cuentos, poesía y literatura para niños- editados en Cuba,
Estados Unidos, México, Ecuador, Venezuela y Colombia --entre ellos las novelas Isladespués del diluvio (Ediciones Malecón, 2010), Confesiones nocturnas y Triángulosmágicos (Planeta, 1994). Desde principios de 1992, en que abandonó su isla
natal, ha vivido en Ecuador, Argentina y Estados Unidos, donde permanece hasta
la fecha. Pique en el siguiente enlace para visitar el blog de la escritoraChely Lima, o síguela en Twitter: @LimaChely. Para mayor información puede remitirse a Google o a Wikipedia bajo Chely Lima.
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