2.28.2014

JOSÉ LUIS SANTOS: COMO UNA MÚSICA INAUDITA. LAS POSIBILIDADES DEL SUJETO EN LA EXTRATERRITORIALIDAD DISCURSIVA SEGÚN LOURDES GIL

Nueva York no fue la ciudad de mi infancia,
no fue aquí que adquirí las primeras certidumbres,
no está aquí el rincón de mi primera caída…
Por eso siempre permaneceré al margen,
una extraña entre las piedras
aun cuando regrese a la ciudad de mi infancia
cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos,
demasiado habanera para ser neoyorquina,
demasiado neoyorquina para ser – aún volver a ser–
cualquier otra cosa.
L. Casal

Ya se sabe, cada signo de extraterritorialidad cultural genera su propio malditismo, construcción peyorativa por antonomasia. Nuestra sociología e historiografía literaria suelen infiltrar el ámbito natural de las Ciencias Sociales con formulaciones maniqueas y añejas fobias. Al transitar por ese declive interdisciplinario se transita igualmente por el dilema, al parecer insalvable, de los autores que aunque de manera indiscutible refrendarían el cuerpo letrado de la isla, la tradición o incluso el ethos, se encuentran omitidos por evidentes razones extraestéticas o en el mejor de los casos minimizados, empujados a una zona referencial casi nula (por lo general el estereotípico dossier con sus límites inherentes a la dualidad Topos/Ideología, o a los discursos de legitimación moldeados por el mainstream insular a su imagen y semejanza, lo que hace de dicha problemática un asunto aparte con matices de réspice o acaso un Otro culturológico). Como no soy experto en el manejo de coordenada exílicas que casi siempre desembocan en el atisbo desgarrador del sujeto de la enunciación (llámese Lydia Cabrera, Gustavo Pérez-Firmat, Lorenzo García Vega, Eugenio Florit, Reynaldo Arenas, Cristina García, Eliseo Alberto, José Lorenzo Fuentes, Rita Martín, Juan Carlos Recio Martínez, Félix Luis Viera, Sindo Pacheco, Carlos Alé…) me veo forzado a preguntar: ¿cómo se inserta Lourdes Gil en lo que, según sus propias palabras, constituye «nuestro destino diaspórico»

Para empezar, yo no diría que la extraterritorialidad conlleva en sí misma un signo funesto, un malditismo, como dices. Pienso en Marguerite Yourcenar o James Joyce. En Hemingway, Paul Bowles, Cortázar, Edith Wharton, Eliot. Con excepción de Hemingway, ninguno de ellos regresa a vivir en su país, y mueren lejos, tras largos años de una existencia autoexílica. Yourcenar, incluso, se acoge a la ciudadanía norteamericana, lo que no impide su ingreso a la Academia Francesa, ni el éxito de su obra en su país. Los norteamericanos emplean un término que inviste de cierta elegancia a la extraterritorialidad de estos escritores, un término libre de connotaciones políticas o económicas: les llaman expatriates, expatriados.  Individuos que, por vocación artística o excentricidad eligen una ciudad o, incluso, una isla, como Paul Gauguin o Robert Graves. Pero siempre por voluntad propia. Y es esa la única forma de entender la exclusión que hemos sufrido los escritores de la diáspora cubana: que estamos lejos (o afuera) por inevitabilidad y no por voluntad. Casi todos hubiéramos preferido vivir en Cuba. Morir allí.
Quisiera comentar sobre el «acaso» de una otredad cultorológica que mencionas, porque me recordó el análisis que hace Primo Levi en «Los hundidos y los salvados» sobre los virajes semánticos con que se descontextualizan las palabras para  ideologizar un idioma. Con la excepción de los escritores llamados cubanoamericanos, quienes por el uso del inglés en su obra sí podrían constituir esa Otredad (como Pérez-Firmat o Cristina García, por ejemplo), esos planteamientos me desconciertan. ¿Lydia Cabrera un Otro de la cubanía? Decirlo es casi sacrílego. El insinuar una otredad en Arenas, en Cabrera Infante o en Baquero me parece una temeridad. Es como entrar a un mundo de inversiones, donde las cosas están al revés.  Algo así como A través del Espejo, donde no importaba si Alicia tomaba el camino a su derecha o a su izquierda, porque siempre regresaba al mismo sitio. Cuando Lewis Carroll subvierte el mundo de lo existente, lo que nos está diciendo es que Alicia no logra avanzar porque en la subversión hay una inmovilidad. Una inmovilidad que se ha instalado en el discurso de la cultura nacional y a la que sólo una respuesta contrahegemónica, en el sentido gramsciano, podría devolverle el movimiento.
Al final de tu pregunta mencionas «nuestro destino diaspórico». Quisiera aclararte que no empleo el concepto de «destino» como un determinismo o una  irreversibilidad. Quizás debí haber dicho tradición en vez de destino. Pensaba en nuestra escritura fundacional –Varela, Heredia, Villaverde, Gómez de Avellaneda, Martí—, casi en su totalidad escrita fuera de Cuba. Hay que recordar ese génesis nuestro, porque nos coloca en las manos la respuesta a la extraterritorialidad cubana.

¿En una nación como Estados Unidos, donde el discurso topográfico se halla fuertemente signado por componentes de dominación metropolitana y otros símbolos a fines (estoy pensando en el Orange Bowl, la pintoresca Little Havana, Central Park, el megapuente de Brooklyn, el Empaire State, e incluso en la nieve) es el espacio de la escritura alimento para la preservación de la autoctonía y la resistencia cultural?

Toda esa mitología norteamericana constituye un gran espectáculo, como señaló Baudrillard en su libro América, pero es un espectáculo que logras desmontar si vives mucho tiempo dentro de él, como le ocurrió a Martí hace más de un siglo. Como colectividad, la diáspora mantiene los símbolos patrios a un nivel icónico y visceral. Conservar la autoctonía es más bien un compromiso personal, un voto que debes renovar cada día, porque la presión del ambiente y los medios de comunicación son omnívoros. La escritura constituye una forma de nutrir tu identidad, pero también lo son tus lecturas, la lengua misma. Creo que fue San Agustín quien dijo: «Mi amor es mi peso; por él voy a dondequiera que vaya». Vas hacia lo que amas, porque te arrastra. Y esto bien podría ser lo cubano clásico, la Cuba de siempre. Cabrera Infante escribió unas líneas muy bellas: «Todos llevamos a Cuba dentro como una música inaudita, como una visión insólita». Viniendo de alguien tan poco sentimental como Guillermo, me parece bastante afortunada.

Alguna vez Reynaldo Arenas afirmó que los desarraigados (entiéndase exiliados) no poseían más patria que el idioma. Frente a esta tesis se alza hoy el fenómeno del bilingüismo o biculturalismo: autores que, refractarios al concurso de las etnias, optan por la transmutación lexical o el cambio del idioma de origen por el del país que se erige en receptor. ¿A su juicio este fenómeno pudiera interpretarse como postura dicotómica, renuncia al concepto clásico de la identidad, interacción centro/periferia o simplemente leyes de supervivencia y mercado?

En estos 50 años hay toda una generación nacida fuera de Cuba –quizás dos--, y es natural que escriban en el idioma en que han sido educados. Ana Menéndez o Carmen Peláez, por ejemplo. Pero creo que tu pregunta alude más bien a los que nacen en Cuba, pero optan por escribir en inglés, como Pablo Medina, Cristina García, Gustavo Pérez-Firmat, Achy Obejas, Ricardo Pau-Llosa, Carlos Eire. Yo he hablado de este tema con algunos de ellos y las razones suelen ser pragmáticas. No es sólo el mercado, sino también la valoración de su obra dentro de su profesión. Personalmente, creo que hay algo más en juego en la elección del inglés por parte de ellos. Una lengua es la expresión de una sensibilidad particular, una visión del mundo, un entorno social, familiar y hasta político. Luego está el lector de tu obra. Eres tú como escritor quien decide a qué público quieres hablarle, vivas donde vivas. Kafka escribía en alemán en el corazón de Praga; está claro cuál era el lector que le interesaba. Y ahí tienes a Nabokov, que escribió brillantemente en inglés durante los 15 años que vivió en Estados Unidos a causa de la Segunda Guerra Mundial. Fue el éxito comercial de Lolita lo que le permitió regresar a Europa, donde siempre quiso estar. Puede decirse que utilizó el inglés para comprar su credencial de libertad, y eso no disminuye un ápice su identidad rusa.
En Cuba tenemos precedentes en el siglo diecinueve, como la Condesa de Merlín y José-María de Heredia, que escribían en francés, siendo cubanos. Es la temática de cada uno la que determina su inserción en la historia literaria del país. La tradición cubana acoge a la Condesa porque escribió sobre Cuba, pero olvida a Heredia porque trató otros temas. El hecho de que llevara el mismo nombre de nuestro gran poeta subrayaba aún más su otredad.
¿Qué pasará con la obra escrita en inglés? La medida en que se abra un espacio para estas voces en el discurso hegemónico de la cultura nacional dependerá de otras consideraciones. No podemos aislar a Cuba de un debate mayor en el mundo de la globalización, donde numerosos grupos desplazados cuestionan la relación lengua/identidad, ya sea en sectores post-colonialistas (como los argelinos en Francia) o postsoviéticos (como los armenios en E.E.U.U). Por otra parte, en el Cono Sur se viene dando el fenómeno de la reinserción de las literaturas postdictatoriales --casi toda obra de exilio-- en el marco del proyecto de recuperación de la memoria histórica.

En su poemario El cerco de las transfiguraciones (La Torre de Papel, 1996) el sujeto lírico, mucho más consciente de lo interrogativo que de lo enunciativo para plantearlo a la manera de Helena Beristain, recurre, a modo quizás de leitmotiv, a tres grandes mitos de la literatura femenina: María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo (la Condesa de Merlín), Marina Tsvetayeva y Virginia Woolf. ¿Pudiera percibirse en ello una intención de contestar las normativas de los llamados sistemas de poder falocentristas, o quizás alguna suerte de contradiscurso en la era de la aldea global?

No, no. Nada de contradiscurso. Siempre he buscado respuestas a través de figuras femeninas. Me identifico con ellas, dialogo en una especie de inter-textulaidad que las acerca al lector, que me permite rescatarlas del olvido. Tengo poemas a Benazir Bhutto, Juana de Ibarbourou, Juana la Loca, Semíramis. Pero he dialogado de igual modo con el discurso masculino, escritores o artistas como Virgilio Piñera, Lezama, Max Beckman, Nijinski. Hasta parejas icónicas como  Abelardo y Eloísa (véase: Les Amours d'Héloïse et d'Abeilard, pintura del artista Jean Vignaud, 1819, y Cartas de Abelardo y Eloísa-Historia Calamitatum, Olañeta, Palma de Mallorca, 1982), o Isak Dinesen y Denys Finch Hatton. Son vidas que te hablan, que hurgan dentro de ti y desencadenan imágenes, ideas, sensaciones. Después del Sputnik, los poetas no vemos las estrellas o el cielo del mismo modo. Nuestras fuentes de inspiración las hallamos en la interioridad, en la cotidianidad, en el entorno y en las riquezas de la cultura.

Acontecimientos como el Primer Congreso de Educación y Cultura, la creación de las unidades militares de ayuda a la producción (UMAP) o el «pavonato» (remanente del estalinismo que en su versión tropical, y en la ominosa figura de Luis Pavón Tamayo, condujeron a una situación de anquilosamiento casi total la praxis artístico-literaria de esos años) llegaron a teñir de «grisura»(opinión que con carácter retroactivo emite A. Fornet) la política cultural del Estado cubano. Sin embargo, el caso Padilla, dado el rechazo que suscitó en la comunidad intelectual foránea, fue, me atrevería a decir, el más notorio de nuestros episodios de dogmatismo. Transcurrido el tiempo, cómo valora el suceso.

Fue algo vergonzoso en la historia del país, pero yo no estuve allí, mis versiones son de trasmano, así que no aportaría nada nuevo. Sí estuve junto a un Heberto más grave, más sazonado que, libre de acosos y presiones en sus últimos años, tuvo la oportunidad de reflexionar sobre ese episodio de su vida. Escribía sus memorias de exilio y dejó varias horas de grabaciones.

En los diccionarios de la literatura cubana, al menos en los que conozco, las inclusiones no merecidas pesan tanto como las exclusiones. ¿Le interesaría que su nombre llegase a vulnerar la torpeza exegética de dichos muestrarios, o uniría su voz a la de Dulce María Loynaz para sentenciar que no necesita de esas vanidades?

Es propio de antologías y diccionarios el sobrevalorar u omitir nombres. Nada nuevo. A veces por filiaciones políticas, a veces por falta de rigor crítico, y hasta por amiguismos o envidias. No me preocupa, pero tampoco lo considero una vanidad. Todo escritor merece reconocimiento y es justo que lo desee.

¿Cómo es New Jersey lejos de los vendedores que pregonan sus mercancías muchas veces subrepticias; lejos de las religiones sincréticas, los barrios marginales, las mesas de dominó y la cerveza pendenciera de los domingos. En fin, lejos de lo que Fernando Ortiz llamó «el ajiaco cultural»?

Vivo a caballo entre Nueva York y New Jersey. Estudié en Nueva York y trabajo en la ciudad desde hace muchos años. Es exuberante en su cosmopolitismo, te cruzas con gentes de todos los rincones del mundo, con sus colores y sus comidas. New Jersey llegó a tener una población cubana muy numerosa y nunca han faltado las mesas de dominó, ni los tamales o las tiendas de santería. Ha cambiado mucho en los últimos años, y ahora hay inmigrantes de otros países latinoamericanos, al igual que indios, coreanos y musulmanes.
Pero yo siempre viví a cierta distancia del folclor, incluso, de niña en La Habana. Para mí, la única manera de tolerar el exilio es existiendo en otro paisaje que no te recuerde a Cuba constantemente, porque un paisaje bello y ajeno puede mitigar la sensación de pérdida. Cierto que Heredia vio palmas en el Niágara, pero te aseguro que nunca he visto el malecón en la nieve.

Innumerables puntos de vista filosóficos, antropológicos, poéticos o sociológicos han intentado desentrañar, a lo largo del tiempo, la naturaleza de las comunidades diaspóricas. Recogidos en letra impresa están los criterios de José María Heredia, Lourdes Casal, Diamela Eltit, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Milán Kundera o Lezama Lima que lo padeció hacia adentro. Todos contundentes y personalísimos, dignos de figurar en una antología del desarraigo, pero más allá de tantos circunloquios y regodeo intelectual me asalta una duda: ¿Qué se siente en verdad al ser un exiliado?

Es como preguntar qué se siente siendo cubano, o cómo se siente el estar enamorado. La respuesta va a ser siempre subjetiva. Si partimos de las palabras de Cabrera Infante que antes citaba, que llevamos a Cuba dentro como una música inaudita, habría que decir que es una música que no todo exiliado escucha con la misma frecuencia o con la misma emoción. Para algunos es un dolor acuciante y para otros, el lejano brillar de una estrella. No es una vida que hubiera elegido. Sales a la calle como si fueras una actriz a un escenario, vas a actuar, a declamar, improvisar. Pero quizás la vida sea eso en cualquier parte, ponerte tu máscara a diario.
También tiene sus compensaciones. He podido viajar y moverme a mis gusto. Vivo en un lugar que me ha calado hondo y me hace feliz. Pero sobre todo, he tenido la experiencia de aquello de Ciro Alegría de que el mundo es ancho y ajeno. Cuba me habría resultado entrañable, pero estrecha.
Hay que darse cuenta que han transcurrido muchos años, y la experiencia de un destierro no es la misma los primeros años que después de más de cuatro décadas. Se transforman los afectos, tú misma cambias. Pero lo más importante es que el mundo mismo ha cambiado. El avasallamiento ideológico de la Guerra Fría caducó y vivimos en un mundo lleno de nuevas posibilidades, nuevas esperanzas, y también nuevos peligros y nuevos pánicos. Estamos en otra era.

¿Al igual que el poeta Guido Cavalcanti, continúa opinando que no hay otra posibilidad de regreso que no sea la que ofrece la memoria, el restablecimiento de los nexos entre pasado y presente mediante la escritura, ese oficio tan ríspido?


Mi epígrafe a El cerco de las transfiguraciones (el cerco es el espacio exílico, claro), donde cito los versos de Cavalcanti, tiene varias lecturas. El libro termina con una especie de homenaje a la Condesa de Merlin, quien tampoco regresa a Cuba. Pero la Condesa, al igual que Cavalcanti, no regresa porque la muerte se lo impide. Incluso, Cavalcanti iba en camino de regreso a Florencia cuando murió, tras escribir esos versos. Así que el sentido de «no espero regresar jamás» proviene de la intuición de una imposibilidad. Yo leo a Cavalcanti a través de las traducciones de Ezra Pound, que luego me llevan al poema de T.S. Eliot «Miércoles de ceniza», que es una reescritura y una reinterpretación del de Cavalcanti. Las dimensiones del poema de Eliot son múltiples, pero hay versos de resonancias magnéticas:  «Because I cannot drink there … this is the l
and which ye shall divide by lot. And neither division nor unity matter...  We have our inheritance …Redeem the Time …» Y el solemne lamento de «O my
people». Aún desde la polisemia son alusiones a la tierra dividida, el pueblo dividido, la herencia de la tierra, la redención del tiempo. Hasta ese simple «porque no puedo beber allí», evoca la prohibición, la exclusión. Como Proust, como Lezama, creo que hay un acto de recuperación por medio de la palabra. El lenguaje puede ser una forma de aplacar las carencias humanas. Mira el maravilloso texto de Antonio José Ponte, Las comidas profundas, donde hace germinar al hambre. Pero para mí no hay contradicción entre lo irrecuperable de Eliot y Cavalcanti y la posibilidad infinita de la palabra en Lezama y en Proust.
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JOSÉ MANUEL POVEDA: RETIRO



Me encanta mi barriada vasta y fría,
sus calles grises de andurrial mezquino,
y el fraterno aposento donde vino
tu calma a confundirse con la mía.
Yo haría largo este vivir oscuro,
duradera esta dulce paz segura,
muy en ti, que eres toda la natura,
muy en mí, que soy todo ensueño puro.
Vivir en comunión de carne y alma
y del vino sensual beber en calma
la copa que nosotros conocemos,
tan lejos de los hombres, que si alguno
pregunta quiénes somos, de consuno
responderán los hombres: no sabemos.
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JOSÉ MANUEL POVEDA. (Santiago de Cuba, 1888-Manzanillo, 1926). Nacido en Santiago de Cuba se gradúa de abogado y llega a ejercer de juez en Manzanillo. Después de su muerte, su esposa quemó todas las obras inéditas de Poveda, incluyendo algunas traducciones y una novela. Obra publicada: Versos precursores (1917) y póstumamente, Obra poética (1988).

2.27.2014

REGINO E. BOTI: ANSIAS SINIESTRAS

Fidel Miró: Paisaje


Yo quiero abrir las alas como un alción ligero
y tramontar mis lares buscando otro país,
en donde el sol se abra cual nardo lastimero
sobre el felpón heráldico de un cielo siempre gris.
Yo quiero ver matices, yo quiero ver colores
borrosos y siniestros, en niebla fantasmal;
lucir el punzó verde tras los blancos alcores
don prenda la nevada su manto funeral.
Yo quiero seguir raudo, seguir hacia delante,
hasta que halle el silencio, la Duda y el Dolor;
llegar junto a la choza vetusta y tambaleante
en que el hogar no tenga ni un tronco ni un fulgor.
Yo quiero verme luego cae una mar dormida,
sin velas que la surquen en pos del Ideal.
En una región vaga, sin frondas y sin vida,
en que la bruma sea una aurora boreal.
Yo quiero una Natura monocroma y cansada,
trasunto de un bosquejo de un paisaje holandés.
¡Cuán dulce es estar cerca del reino de la Nada!
Allí la Gran Quimera solo añoranza es!
Yo quiero abrir las alas como un alción ligero
y abandonar mis lares por una tierra gris…
para llorar la ausencia, con himno lastimero,
del sol y las praderas de mi natal país.

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REGINO E. BOTI. (Guantánamo, Cuba, 1878-1958). Poeta, ensayista y profesor. Entre su obra publicada se encuentran: Rumbo a Jauco (1910); Prosas emotivas (1910); Guillermón. Notas biográficas del General Guillermo Moncada (1911); Arabescos mentales (1913, 1959); El mar y la montaña (1921); La torre del silencio (1926); Sincronismos a manera de prólogo para el lector cubano de Crepúsculos fantásticos (1926); La torre del silencio (1926); La nueva poesía en Cuba (1927); "Tres temas sobre la nueva poesía" (Revista de Avance, 1928); Kodak-Ensueño (1929) y Kindergarten (1930).

2.13.2014

JOSÉ LUIS SANTOS: LA ENFERMEDAD DEL OTRO



(…) libre del cruel relámpago de fuego
de la historia, de la farsa de bombines
y de boinas, del naufragio (el mío
el tuyo el del país…)
aquel río fatídico e iracundo
desbordado del Averno…
El cerco de las transfiguraciones. Lourdes Gil
         

A
ntes de otorgar voto de confianza al buen pulso narrativo de La enfermedad del beso, Editorial Capiro,  me parece oportuno el repaso de acontecimientos, épocas y zonas culturales no exploradas más allá del interdicto y los prejuicios, tanto los literarios como los que se generan en las afueras del pleno sentido artístico del texto. No es necesario que Rafael Rojas lo diga: la literatura como fenómeno lingüístico-emocional precisa de una hermenéutica histórica de la que, dicho sea de paso, aún carecemos.
Hablar de desempeño intelectual en la isla, aún del que por género y nivel jerárquico corresponde a los hombres, implica, entre otras cosas, el reconocimiento de prácticas normativas, de posturas excluyentes, de toma de decisiones supeditada a una lógica grupal, y por supuesto de la inevitable figura cenital o adalid de los derroteros estéticos. Qué decir entonces de lo que por género, secularidad o subordinación mítica corresponde a la mujer en el mismo desempeño. Recordemos tan solo que la tesis del pecado original es, en occidente, leitmotiv y sostén cultural. Sor Juana encerrada en un convento y creando modelos de aislamiento referencial, no es únicamente una imagen folclórica. Como tampoco lo es Safo y sus tímidos asomos de homoerotismo, donde el talante y la preceptiva masculina habían establecido, a modo de pauta y orden, la cultura hétero.
Sabido es que la mujer insular como creadora de mundos ficcionales, e incluso de sujetos líricos medianamente aceptados, nunca ha formado parte de la estética dominante. Literatura femenina es lo mismo que decir: arte que no se inscribe en regiones apacibles o veneradas. El canon de masculinidad inventó la tradición, y con ello hipotecó el concepto de otredad. De este modo se adueñaba, formalmente, de la relación emisor/destinatario en el sentido que la concepción comunicológica más simple establece. No se le puede pedir más a un mal con raíces decimonónicas. En el mismo surgimiento de la nacionalidad, se halla el afán reduccionista y la férrea visión patriarcal. A la mujer le tocaría ejercer como el Otro o lo Otro.
Acaso el seminario de San Carlos y las tertulias delmontinas, nuestros primeros centros de poder cultural no hispanos, y paradigmas de una ilustración eminentemente católica, no dotaron al naciente cuerpo cultural de la isla de una «intransigencia no acostumbrada a que las mujeres reclamen su sitial ni siquiera en el lenguaje»(1). Aún en nuestra evolución literaria (eso para no referirme a la histórica) pesan, más de lo aconsejable (o lo admisible), las hormonas masculinas.
Triste, o sospechoso, resulta el hecho de que Antonio Bachiller y Morales ubique el primer atisbo de narrativa articulada por insulares, en los insípidos Cuentos orientales, publicados por José María Heredia en Taplán, México, año 1830. Imitación vulgar del romanticismo desaforado que se aprecia en Víctor Hugo. Triste, o sospechoso, que ningún cenáculo se atreviera a reconocer que Gómez de Avellaneda se adelantó ocho años a nuestro paradigma romántico con el cuaderno de cuentos Gigante de Cien Cabezas, desafortunado en lo que a letra de imprenta se refiere. Y otros quince a Anselmo Suárez y Romero, Cirilo Villaverde o Ramón de Palma, a quienes aún hoy se les tribuye la paternidad de la prosa novelesca cubana.
Triste, o sospechoso, que al hacer mención a las sugestiones propias del llamado «Modernismo», escindido e inorgánico en la Cuba finisecular, se sobredimensionen las figuras de Martí y del Casal, y en menor medida a Manuel de la Cruz, y prácticamente nada, o nada, se diga con respecto a Juana Borrero. Y más triste o sospechoso aún que a la hora de definir el postmodernismo cubano, se piense en Boti y en Poveda, y que la posibilidad de incluir a Mercedes Matamoros en la lista cenital se diluya de antemano.
La república nacida en 1902, no fue tampoco una etapa promisoria. Demasiados y ambiciosos proyectos culturales: la creación del Grupo Minorista, la junta de intelectuales por la renovación cívica, la Revista de Avance, el ABC, Orígenes, Ciclón, Espuela de Plata. Escasa participación de féminas en estas lides, y poca o ninguna resonancia. El panorama editorial lo dominaban los Carpentier, los Loveiras, los Mañach, los Luis Felipe Rodríguez, los Jesús Castellanos y todo un largo etcétera en el que no se registra el menor indicio de literatura hecha por mujeres.(2)
De pronto estamos ya en enero de 1959, época de transiciones revolucionarias pensadas y articuladas por hombres. Los barbudos encarnan la idea antillana del símbolo sexual, algo así como la estereotipia de los sentidos de la nueva época. En los procesos escriturales de esta etapa se instala la cuentística de la violencia, un decursar bien pobre en cuanto a referentes ideotemáticos y desconocimiento de otros tipos de literatura generada por mujeres.(3) El caso Padilla pudo ser el caso María Elena Llana, o el caso Ana María Simo, o el caso Lina de Feria, pero no lo fue porque hasta para ser alcanzado por una ceremonia expiatoria la tenencia de hormonas masculinas era determinante.
Con posterioridad al quinquenio gris el discurso narrativo femenino, dejará atrás el laberinto de la Historia (4) y los dictámenes de la normativa patriarcal, para lanzarse a navegar por aguas más tranquilas. Nombres como el de Marilyn Bobes, Mirta Yáñez y Enid Vian comienzan a sobresalir con independencia casi total de la épica y el compromiso histórico. Y más cercanas en el tiempo se distinguen, por su conciencia de la intertextualidad y el manejo de la irreverencia estilística, Ena Lucía Portela y Ana Lidia Vega Serova. En el exilio dejan su huella iconoclasta Zoe Valdes, Karla Suárez y Maira Montero.
Precedido por tantos y molestos antecedentes de acritud, llega: La enfermedad del beso, libro con el que Rebeca Murga seduce y atrapa con una muy personal estética del desconcierto. Mujeres intemporales y desasidas del predominio secular de la masculinidad; escamoteadas por fuertes referentes de abandono y soledad, interactúan con absoluta soltura (y mesura) en estos nueve cuentos, donde cada personaje vive fuera de los grandes sucesos. El conflicto y la unidad de sentido, ceden su papel ponderante al Eros reprimido y los ambientes opresivos de una sensualidad paralizada, nula, y mortificante a extremos casi de agonía: «Ahora es esto: Sentarse sobre sus muslos, el punto débil de tantos años, y nada. Incorporarlos a las ligeras ondulaciones de los suyos, morder cuidadosamente las tetillas, regodear con su lengua los hombros, la nuca, el vegetante cuello, y nada, a excepción de inconscientes movimientos que van atorando su noche. Nada de nada» (Ecos de cristal en noche se supone matrimonial).
Intimismo y urgencias existenciales de adolescente, que se fragmentan en la no consumación del amatorio y los códigos de la inútil búsqueda del ideal: «Qué decepción adivinar que es sólo el primero en una cuenta incalculable, sería como dijo su madre, una necesidad biológica, algo parecido a lo que ocurre con sus amigas de la escuela. Pero no puede ser así, conmigo no. No a ella que dejó caer confiada los mejores peones de la partida» (Serenata para Rabindranath).
Desgarramiento, expresado en una suerte de monólogo interior que busca explicitar la falsedad que acecha el concepto clásico de familia: «Los reproches, la soledad de mi madre y las andanzas de mi padre. El hombre que fue a la guerra y le escribían largas cartas de amor que un día regresaron, a Dios gracia con el hombre (…). Jugar con las palabras amor, guerra y patria en el poema interminable de los trece años». (Triste parábola de la alegría).
El sexo rentado, desde la introspección del personaje que carga de significado el pasaje de la cúpula con el amante de ocasión: «Prepararse sicológicamente, esto es lo que había dicho Mariela, y ella que sí, claro que estaba preparada (…). Y ya lo tiene arriba y siente que aún no está sicológicamente preparada, pero dale, que mientras más rápido pase mejor será, y la acarician, no es tan malo como lo pinta la gente, la besan, la gente que no puede darse la vida que me doy, no me falta nada, la desnudan y va pensando en esto mientras siente. Y no siente nada» (Para eso son las amigas).
Catarsis y perspectiva del desbordamiento en una existencia signada por la ruptura y la constante aparición del caos en el maremagnun de los sucesos cotidianos: «He sido obligada a olvidar las cosas esencialmente invisible a los ojos, pero no he podido sacármelas del corazón. Soy hembra en celo, perra vieja y estéril. Cuando estos deseos de sabores prohibidos se resisten como un barco a la deriva en busca de las ilusiones de antaño, quisiera tener una manzana, pero sólo tengo el olor de una camisa. Apenas una se da cuenta de cuando está llorando como una niña cualquiera, implorando compañía en las noches desnudas como esta. Hombre repartido entre tantos otros, qué terrible puede ser la soledad. Ahora comprendo tu afán por no estar solo» (La enfermedad del beso).
La idea salingeriana del conflicto aquí no es primordial, es relevada por el mundo interno de cada personaje, con independencia del estatuto. Se observa, no el extrañamiento sino la complicidad de quien suscribe o dictamina para con
cada uno de los hablantes. Lo anodino, lo efímero y lo intrascendente es
sublimado, con gran acierto, por un narrador que algunas veces escoge el desempeño itinerante.
Estilo que se identifica por momentos, con un habla que recuerda los giros poéticos, pero que no compromete la sagacidad ni vulnera el argumento o la posible estructura dramática. Buena salud y larga vida para estos cuentos, con los que Rebeca Murga saluda a sus lectores potenciales.

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 Notas

(1) Catharina Vallejo. Mujeres como islas. Antología de narradoras cubanas, dominicanas y puertorriqueñas. La Habana: Ediciones Unión, 2002. Pp.89.
(2) Lo que Claudio Magris llama «la visión autotélica de la alta literatura o del gran estilo», en la Cuba pre-revolucionaria habrá de comportarse arbitrariamente al explicitarse, como ya he dicho, una excesiva participación masculina en el plano de las letras. Lo que retrasaría hasta lo indecible, el atisbo oportuno de la crítica dominante respecto a nuestras creadoras. Aún hoy quienes participan de la toma de decisiones culturales, se muestran suspicaces o ajenos a este fenómeno.
(3) En el ensayo: «Cuba, años sesenta. Cuentística femenina y canon literario», que publica La Gaceta de Cuba número 1 del 2000, Zaida Capote repasa el clima de tensión y ostracismo que signa toda una etapa cultural, matizada por el endurecimiento de los postulados patriarcales a raíz de que la naciente política editorial revolucionaria, le otorgara «un margen de dudosa confiabilidad política», a la narrativa femenina de esos años, mientras que Los años duros, libro con el que Jesús Díaz obtuvo el premio Casa de las Américas en el 1966, era «saludado como el gran hallazgo de la literatura de la Revolución». Para la ensayista se trata de un «fenómeno de discriminación inconsciente». Estudios realizados por Uva de Aragón y otras autoras de la diáspora echan por tierra esta tesis.
(4) Francisco López Sacha. «Literatura cubana y fin de siglo». Temas. 20-21 (enero-junio 2000): 158.
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