3.30.2014

NÉSTOR DÍAZ DE VILLEGAS: LAS FOSAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA

Somos refugiados por razones políticas, nunca económicas, 
independientemente de si venimos de Colombia, Bolivia o Uruguay. 
Hay una Ley de Ajuste Latinoamericana no decretada, 
una ley de cuotas que evita el colapso de nuestras naciones fallidas. 




I
magino que si no existieran los Estados Unidos, mi única salida sería Australia, o el suicidio. América Latina me produce horror. Leo las noticias que llegan de allá abajo y siento vergüenza, rabia y un gran desasosiego. De noche tengo pesadillas: me veo en la Venezuela chavista, en la Argentina de los Kirchner, en la Bolivia de Evo Morales.
Jamás me identifiqué con el colorido, el encanto o la mística, y mucho menos con la “magia” de esa bruja de la escoba. Soy un espíritu libre que abjuró de la patria en la cárcel, y de toda una cultura en el exilio. He vivido en la América de Jefferson y Madison, de Warhol y John Travolta la mayor parte de mi vida.
Nací en la Cuba socialista, pero pertenezco a Miami, a un viejo apartamento de Coral Gables, a un trozo de arena en South Beach; estoy en casa en Los Ángeles, ciudadano de la República de California. Mi español cayó en desgracia, tuve que inventarme otro idioma. Me gusta tratar en inglés macarrónico con coreanos, armenios y filipinos. Me siento cada vez más perdido entre hispanohablantes, esos que todavía rezan a Maradona y creen en Ché Guevara.
No estoy solo; soy parte de uno de los más grandes desplazamientos de pueblos en la historia del mundo: decenas de millones de seres humanos que, como yo, decidieron abandonar Latinoamérica y largarse al Norte. Somos los desamparados, los apabullados, los desafectos, los desengañados de América Latina. Somos los apátridas, los indeseables, los trashumantes, los balseros, los “latinos”, los parias de sociedades basura que no ofrecen otra alternativa que el exilio.
Somos refugiados por razones políticas, nunca económicas, independientemente de si venimos de Colombia, Bolivia o Uruguay. Hay una Ley de Ajuste Latinoamericana no decretada, una ley de cuotas que evita el colapso de nuestras naciones fallidas. Huimos del mismo cataclismo: el derrumbe de la América hispana, la debacle final del Imperio español, la explosión en cámara lenta de la catedral barroca. El castrismo es la forma definitiva del desastre hispanoamericano.

La Reconquista
En Latinoamérica, las instituciones democráticas han sido reacondicionadas, como un carro viejo en un taller ilegal, para servir los intereses de la Izquierda fascistoide y antidemocrática. El sufragio es ahora la excusa del reeleccionismo, y equivale a un putsch. Las alianzas políticas entre canallas del mismo pelambre han creado una especie de Partido único, un Politburó de gorilas.
No quedan gobiernos libres que saquen la cara por la resistencia, ni organismos regionales que pongan en su sitio a los tiranos. Hasta México y Brasil, esos gigantes pusilánimes, se rebajan a ser meros lacayos, y ceden al chantaje de Cuba. No hay grandes héroes, ni estadistas originales, ni hombres providenciales en la insufrible América Latina, solo oportunistas, cobardes y una masa engañada e indecisa de casi 600 millones, descontando honrosas y esporádicas excepciones.
Entretanto, los intelectuales callan, enmarañados en sus viejas teorías, ajenos al peligro presente e impávidos ante la vulgaridad del futuro. Los trovadores, las vedettes, los novelistas y los académicos saben que una opinión errónea podría costarles la carrera. Hay una censura tácitamente admitida, una inquisición y una hipocresía que son el nuevo catequismo de Latinoamérica. Por eso los bibliotecarios argentinos se declaran enemigos de la cultura y los homosexuales puertorriqueños ensalzan un régimen homofóbico que creó los campos de trabajo para maricas.
Cuba ocupa territorios y se los anexa con el beneplácito de los parlamentos democráticamente elegidos. La mancomunidad castrista es otro Anschluss, como el de los Sudetes o Crimea. En los territorios anexados cualquier forma de disidencia u oposición es erradicada. Las tropas de choque cubanas infiltran los ejércitos, el senado, las aulas, los palacios de gobierno: estarán allí para poner una bala en el cerebro del presidente títere, si llegara el momento. Cuba campea por su respeto, invade, saquea y viola. Es una hazaña comparable a las proezas de Cortés y de Pizarro que un puñado de gallegos haya reconquistado el Imperio aborigen en tan corto tiempo.

¿Revolución o exilio?
No ha habido mejor momento para sentir vergüenza de ser latinoamericano. Sin embargo, los que llegan aquí olvidan enseguida por qué eligieron vivir en Connecticut y no en Tijuana. Prefieren creer –y hacernos creer– que la sociedad que los acoge es la culpable de los males de “Nuestra América”.
La verdad es que somos entes anexados, no en la dirección del intervencionismo castrista, sino en el sentido contrario: injertados en el cuerpo social de una nación poderosa y libre. Conseguimos, a título personal y de forma individualista, lo que pretende la mayoría de nuestros congéneres. A los que quedaron detrás les recomendamos la revolución y el caos, mientras nosotros gozamos de las bondades del orden, la integración y la paz. La impracticabilidad de un estado de derecho en América Latina nos obligó a buscar refugio allende las fronteras, no solo geográficas, sino morales y cívicas.
Sería el colmo de la hipocresía creer que el emigrante latinoamericano viene al Norte en busca de “mejores condiciones de vida”, y reducir esas condiciones a un fajo de dólares y un plato de lentejas. Sería ridículo pensar que el país donde el latinoamericano experimenta la más profunda evolución social, es su peor enemigo. Desde el siglo XIX, los perseguidos cubanos encontraron, no solo un santuario, sino una segunda patria en Nueva York. Esa ciudad fue el laboratorio de la cubanidad: ahí están el Padre Varela y José Martí para recordárnoslo.
La revolución martiana no prosperó, abortó antes de zarpar, pero los castristas favorecieron exclusivamente la parte fallida del ideario decimonónico, el aspecto fatal del revolucionarismo, la variante trasnochada del independentismo. Al mismo tiempo, el castrismo condenó el único aspecto del programa martiano que permanecería vigente, el modus vivendi que llegó a tener repercusión continental, el derrotero que tomarían millones de seguidores: el recurso del éxodo.
El Martí exiliado, y no el revolucionario, es el paradigma de las multitudes que se lanzan al Norte en busca de la misma experiencia postnacional. El desarraigo es el elemento positivo, en estado latente, del weltanschauung martiano: su “salida por España”, su paso por Latinoamérica y su aplatanamiento newyorkino.
A pesar de haber sido un romántico y un modernista, la instrospección le fue ajena: se vio como un cubano cuando ya era otro “americano”. La bandera que defendió había sido creada en Manhattan antes que él naciera, y llevaba en el triángulo la estrella de Texas. Así llegó Martí a Caracas, “sin sacudirse el polvo del camino”, olvidando continuar viaje hacia Valencia; un olvido imperdonable si tenemos en cuenta la actual situación venezolana. Porque hoy Narciso López, y no Simón Bolívar, debería ser el gran Libertador de América.

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NÉSTOR DÍAZ DE VILLEGAS.  
Crítico, poeta, performer. Editor del ezine Cubista (2004-2006) y creador del Cabaret Neuralgia en Miami. 

Blog personal: N D D V

3.13.2014

ENTREVISTA CON WILLIAM NAVARRETE PARA HABLAR DE SU LIBRO "FUGAS"






ENRIQUE HERNÁNDEZ MIYARES: LA MÁS FERMOSA

Que siga el caballero su camino
agravios desfaciendo con su lanza:
todo noble tesón al cabo alcanza
fijar las justas leyes del destino.
Cálate el roto yelmo de Mambrino
y en tu rocín glorioso altivo
   /avanza,
desoye al refranero Sancho Panza
y en tu brazo confía y en tu sino.
No temas la esquivez de la 
   /Fortuna:
si el Caballero de la Blanca Luna
medir sus armas con las tuyas osa,
y te derriba por contraria suerte,
de Dulcinea, en ansias de tu
   /muerte,
¡di que siempre serás la más 
   /fermosa!



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ENRIQUE HERNÁNDEZ MIYARES
(Santiago de Cuba-1859
La Habana, 1914). 
Periodista y poeta.
Dirigió la revista literaria 
La Habana Elegante. 
Obra poética: Obras completas 
de Enrique Hernández Miyares (1915).



3.11.2014

JOSÉ LORENZO FUENTES: GARCÍA MÁRQUEZ Y YO, OTRO CUMPLEAÑOS (CRÓNICA)

Foto: Lida Rodríguez
Durante las numerosas ocasiones en que pude conversar en La Habana con Gabriel García Márquez, siempre se dio por hecho que él y yo habíamos nacido el mismo día, mes y año. Confieso que  no consigo recordar a cuál de los dos se le ocurrió mencionar por primera vez la providencial coincidencia, pero desde ese momento, sin el menor reparo, aceptamos como un hecho irrebatible que ambos conseguimos abandonar el claustro materno, horas más u horas menos, el 31 de marzo de 1928. Pero ahora, el sólido edificio de esa versión se vino abajo, pulverizado por la cobertura de prensa que a nivel internacional rastreaba, como un perro agradecido, cada instante que mereciera ser reseñado —y cuál no lo sería— en la vida de quien había logrado, gracias al esplendor de su escritura, calzarse el Premio Nobel de Literatura. En efecto, en todos los medios, recién acaba de aparecer una foto de García Márquez, quien después de un largo tiempo sin dejarse ver por el público, reapareció fuera de su residencia mexicana en la Colonia El Pedregal, una zona exclusiva en la que habitan numerosos intelectuales y artistas. En la foto, Gabo aparece —traje negro, camisa azul y una flor amarilla en la solapa— con el brazo en alto saludando a un grupo de amigos, periodistas y admiradores, quienes acudieron a agasajarlo el pasado 6 de marzo, con motivo del 87 aniversario de su nacimiento. «Así que ahora Gabo es Piscis», fue lo primero que alcancé a pensar. Piscis y no Aries, como él me dijo, justo en el momento en que concluía una entrevista que me concedió en 1982 [1], en el Hotel Riviera, un par de meses antes de alcanzar el Nobel: «Yo tengo más suerte que tú porque me cambié para Tauro. Aries es el signo de la soledad». ¿En aquel momento estaba bromeando Gabo? Sin duda, pues en ningún texto de alquimia se dice que alguien puede realizar el prodigio de transmutar su signo zodiacal en otro. Para exacerbar aún más las imprecisiones, los medios de prensa que reseñaban el acontecimiento subrayaron que el agasajo lo motivaba el 87 cumpleaños del eximio escritor, un traspié aritmético de periódicos y noticieros de televisión, pensé enseguida, pues si Gabo, en efecto, había nacido en marzo de 1928 ahora solo cumplía, como yo, ochenta y seis años de edad.
Nos habíamos visto frente a frente por primera vez  en La Habana,  posiblemente a finales de 1959, cobijados por el fervor de la utopía revolucionaria, cuando él —que entonces era feliz e indocumentado[2], trabajaba en la agencia de noticias Prensa Latina y yo me desempeñaba como jefe del Departamento de Prensa del Instituto Nacional de Reforma Agraria. De entonces acá han llovido muchos acontecimientos, pero ahora que amainan los aguaceros y ambos estamos asediados por el espectro de una muerte cercana, es decir: si en lo que nos queda a los dos en el planeta no alcanzamos la inmortalidad de nuestros cuerpos físicos —y todo es posible ¿por qué no?— me apresuro a recordar nuestro último encuentro en La Habana.
Tras la notoriedad internacional que le llegó con la publicación de Cien años de soledad y ya a punto de alcanzar el Nobel, por supuesto sin perder la condición de «hombre pobre con plata» que él se adjudicaba, García Márquez no podía ser el mismo de siempre. De modo que esta vez, cuando arregló las maletas para una nueva visita a la Isla no ignoraba que al descender del avión en el aeropuerto José Martí de La Habana dejaría de ser huésped habitual del Riviera, un hotel – tal vez el más famoso del mapamundi habanero— que yo tenía casi al alcance de la mano, es decir: apenas a dos cuadras de mi residencia provisional de Línea y A, en El Vedado. Imagino  que mirando desde la ventanilla del avión la larga costa cubana, casi siempre verde, que a rachas el mar azuleaba, con simétricas parcelas de frutales, Gabo alcanzó a vislumbrar —y en ocasiones me lo dejó entrever— que la nostalgia de la habitación del Riviera nunca lo abandonaría, no solo porque allí disfrutó momentos de intensa felicidad junto a Mercedes, su mujer, sino porque también en esa habitación  tuvo la oportunidad de entablar interminables conversaciones, entre tazas de café, con los amigos cubanos que más había llegado a querer.
Recuerdo vagamente que durante aquellos tiempos, si pretendía visitarlo, me veía obligado a abordar un ómnibus, al que trepaba —no existe un vocablo más preciso— con los codos por delante, a guisa de escudos, casi atropellado, sobado, manoseado, por la voracidad de una nutrida oleada de personas que viajaban en busca de las zonas playeras de Marianao, pues García Márquez residía entonces en una de las Casas de Protocolo, la número 6, que Fidel le había asignado/regalado, «con la única condición —me explicó Gabo— de que yo me ocupara de amueblarla».
Esa última oportunidad en que nos miramos directo a los ojos, sin percatarnos de que escenificábamos una despedida, yo visité a García Márquez en compañía de mi hija, la pintora Gloria Lorenzo, que le había prometido un óleo o una acuarela con la efigie de Santa Bárbara, deidad venerada por igual entre los cristianos y los devotos del panteón lucumí, una pintura que, recalcaba Gabo, él deseaba atesorar. En una visita anterior, Gabo le contó a Gloria que él había intentado adquirir a cualquier precio  un cuadro de Santa Bárbara, de René Portocarrero, que colgaba en la pared en la residencia del eximio pintor. La escena pertenece a un momento del pasado que Gabo, dice, no consigue olvidar. Portocarrero, el gran maestro de la pintura cubana, se le encimó, lo miró a los ojos con fijeza, sin pestañear, y al final casi tartamudeó: «Lo siento, pero para sacar ese cuadro de mi casa hay que pasar sobre mi cadáver». 
—Por esodijo Gabo—, cada vez que me encuentro con un pintor, me acuerdo de la pintura de Portocarrero. ¿Tú me podrías hacer una Santa Bárbara? ¿Te animas?
Ahora, desafiando las frías ráfagas de principios de diciembre, Gloria viste un largo abrigo hasta las rodillas que le ha permitido ocultar la cartulina plegada  en la que está estampada una figura de  Santa Bárbara, a su modo, que no recuerda a la de Portocarrero, pero que además, gracias a la liviandad del pincel, es al mismo tiempo la efigie de un transculturado Changó.  Gabo se ha dado cuenta que mi hija ha cumplido la promesa y, vencido por la impaciencia, alarga su brazo hasta la cartulina plegada que, pese a la tímida turbación de Gloria, de todos modos se insinúa como si culebreara bajo las ondulaciones del abrigo.
—En cuanto llegue a México—dijo García Márquez con una sonrisa—lo colgaré en una pared privilegiada de mi casa. Lo prometo.
En la Casa de Protocolo número 6, él dedicaba la mañana a su escritura y a partir del mediodía recibía a sus amigos, a los que le concedía solo una hora de charla. Era lo estipulado. De modo que Gloria y habíamos estado acaparando su atención solo una hora: de dos a tres de la tarde. Durante las anteriores visitas, a veces yo coincidía  con algún personaje del mundo oficial, que sin poder olvidar mi condición de ex-preso político, iniciaba de inmediato maniobras de distracción que le permitía rehuir la incómoda obligación de estrechar mi mano o de verse obligado a un saludo de cortesía que, en otro instante coyuntural, sin Gabo actuando de testigo, nunca me hubiera dispensado. Pero ahora el escenario resultaba aún más embarazoso. El turno de tres a cuatro de la tarde le correspondía a un general de muchas estrellas en el uniforme, que había combatido en la Sierra Maestra junto a Fidel. El general, de cuyo nombre no quiero acordarme, permanecía de pie frente a mí, petrificado, acaso sin saber si debía avanzar o retroceder. García Márquez se sintió en la imperiosa obligación de tomar la iniciativa:
—Lorenzo no tiene carro, de modo que si tú no lo llevas a su casa de regreso, tendría que hacerlo yo y nuestra entrevista quedaría cancelada.
—No faltaba más—bramó el general— con mucho gusto mi chófer se encargará de hacerlo.
Apenas terminé de escribir esta crónica solicité la opinión de mi hija Gloria. Es frecuente que alguno de mis textos yo lo confíe a su escrutinio antes de darlo a la publicación. Gloria estuvo un largo rato, que para mí duró siglos, leyendo y releyendo no solo mi texto sino también los relatos de los reporteros que habían cubierto los festejos mexicanos en la Colonia El Pedregal.
—Cuando la prensa escrita y los noticieros de la televisión lo dicen, tiene que ser verdad—dijo Gloria con resignación—. Hasta ahora, en cada cumpleaños, hemos venido agasajándote sin haber sacado bien las cuentas. Es cierto: García Márquez y tú cumplen este año 87 y no 86.
Así que el equivocado, el del traspié aritmético era yo. ¿O tal vez yo no era culpable de nada, de ningún acto de soberbia, de ningún desbordamiento del ego, de ningún ardid de viejo verde, pues si me afanaba en busca de la triste verdad debía reconocer que desde mucho tiempo atrás estaba siendo  víctima de una treta del subconsciente, que acaso me obligaba a auto-engañarme, aferrado a la idea de ser, en cada nuevo cumpleaños, doce meses menos viejo. Era la posibilidad más aceptable. Ustedes no saben bien lo que representa un año a nuestra edad. Aunque no he hablado con él por teléfono, para confirmarlo, no se me sale de la cabeza la idea de que a estas horas García Márquez debe estar pensando lo mismo.




[1] José Lorenzo Fuentes. Entrevista a Gabriel García Márquez bajo el título de Yo tengo un  concepto obrero de la inspiración, publicada por primera vez en Periódico de Mediodía, Ecuador, l982.  
[2] Gabriel García Márquez. Cuando yo era feliz e indocumentado. Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1982.

3.07.2014

RAFAEL CARRALERO: LA OTRA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN



Un fragmento de la novela 
La otra Asunción de la Virgen,
la última novela de Rafael Carralero, 
un texto que estuvo escribiendo durante 23 años.



B
enjamín encontró un lugar en el circo que abandonaba la plaza en aquel momento. El dueño lo aceptó sin reparos, porque el muchacho se ofreció sin condición alguna. No lo dudó cuando supo que se trataba del hijo de Onésimo Pimentel, porque se sentía en deuda con aquél, que le había facilitado, sin costo, el terreno donde estuvieron emplazados durante veintisiete días.
—Es un gusto, muchacho—le dijo. El único inconveniente es que por el momento solo tengo la plaza de ayudante de pista.
Benjamín no ignoró que le estaba ofreciendo un trabajo de tarugo, lo que significaría cargar, recoger y limpiar constantemente, mas no objetó. Se limitó a decir.
—Con el tiempo aprenderé un oficio dentro del circo, si usted me lo permite.
El hombre aceptó con júbilo y un poco de pena al mismo tiempo, porque solo de escuchar a Benjamín, tuvo la certeza de que su cultura era superior a cualquiera de los integrantes de su compañía.  
En aquel instante, Benjamín no pudo medir la dimensión del paso que acababa de dar, ni sospechó lo que el circo llegaría a significar hasta el último día de su existencia. Por lo pronto, encontró un ambiente propicio para que salieran unos versos que tenía como atascados en el fondo de su conciencia. Supo siempre que solo la poesía le daría sosiego. Concebía imágenes que lo inquietaban, pero los versos no acababan de salir. Probablemente por el ataque constante del padre.
—Agustina, ¿de dónde saca esas palabritas esta cotorra con complejo de tomeguín? —Solía gritar Onésimo cuando lo escuchaba hablar.
Un año después de su partida, Benjamín volaba por el aire, bajo la carpa del «Alas del Olimpo».
—Creo que te podrías hacer trapecista—le dijo un día el patrón, porque creyó ver en él las condiciones necesarias.
Y Benjamín le escribió a su madre:  
Le escribo desde Cabaiguán, madre, aunque bien pudiera decirle que desde el camino a la gloria, porque bajo esta carpa no solo me he librado de la mirada insolente de mi padre; he encontrado también respuestas a interrogantes que siempre he traído en mi cabeza. Pronto oirá hablar del más grande trapecista que haya dado esta pista; pero no quiero que confunda el término de cirquero con el de artista, que es lo que realmente soy.
No había pasado mucho tiempo cuando el «Alas del Olimpo» anunciaba al nuevo trapecista, a quien llamaron «El Ángel del Trapecio». Desde entonces, le prodigaron un tratamiento especial porque no escapó a los ojos del patrón que Benjamín se había convertido en la principal atracción del espectáculo. Tampoco escaparon a su percepción, las múltiples invitaciones que le fueron llegando desde otros circos de mayor categoría. Y se preocupó, aunque el joven trapecista no se vio interesado en cambiar de lugar.
Mientras surcaba el aire, las ideas de Benjamín vagaban libremente y su espíritu inquieto empezó a encontrar respuestas a las interrogantes de siempre. Descubrió que Dios y la eternidad estaban en sí mismo, y que una y otra cosa respondían a la necesidad de perpetuarse que todo hombre lleva consigo.
Siempre quiso saber quién y cómo era Dios, y esa curiosidad fue creciendo con los años. Agustina Peralejo lo había llevado a la iglesia para que encontrara respuesta a su imaginación y a las constantes interrogantes que iban apareciendo, pero no ocurrió. La iglesia no le ofreció otra cosa que el gozo visual, una satisfacción estética, no divina.
Los curas no le inspiraron veneración ni confianza; no logró verlos como representantes de Dios. Si la presencia del Creador estaba alguna vez en el recinto religioso, pensaba Benjamín, era por el grado de devoción de los feligreses, nunca por la presencia del cura, que jamás lograrían ser intermediarios entre Dios y el hombre.
Cuando rezaba junto a la hermana y la madre, quería representarse la imagen divina y le ocurría lo mismo que cuando, tirado sobre la yerba del jardín, buscaba a Dios como imagen visual para pedirle que lo ayudara a salir de la soledad y la incertidumbre. En tales circunstancias no logró ver otra cosa que un pegote de nubes, que el viento iba barriendo a su paso. Se quedaba sólo con la palabra DIOS, cada vez más abstracta y distante. Se quedaba finalmente con la idea de un poder divino invisible, inevitable y tan necesario como inasible.
Sujeto al trapecio y atrapado por el insólito placer de la velocidad y la altura, se sintió ángel o energía en busca del infinito. Creyó descubrir que Dios estaba en esa búsqueda de perpetuidad. Se preguntó si estaría condenado a vivir una efímera fracción del tiempo; su tiempo concreto, el que mediaba entre el nacimiento y la muerte. Percibió, sin embargo, que había otra dimensión temporal, que para unos estaba más allá de la finitud de ese tiempo concreto y para otros en la implacable brevedad de la existencia. Acaso los hombres se diferenciaban por esa capacidad de trascender o esfumarse en el recuerdo, que era como tener dentro un Dios creador o pusilánime, según fuera el caso.
La noche del descubrimiento Benjamín bajó del trapecio para irse a caminar el pueblo, anduvo de norte a sur y de este a oeste por las calles desiertas, tratando de hallar las imágenes adecuadas para expresar en versos la naturaleza de su hallazgo. Necesitaba darle coherencia poética a sus ideas y dejar para la posteridad constancia de que él, Benjamín Pimentel, había encontrado el camino de la eternidad. Cuando regresó al carromato no se fue a dormir; bajo la luz de una vela escribió de un tirón:

Adiviné en el aire su forma de piel rota,
su invasión de ternura, su eterno cataclismo,
sus guitarras oscuras deshechas gota a gota,
donde la luz no es luz, sino restos de un sismo.
Que vuelve a repetirse, que ni acaba ni brota
y que resulta extraño, pero siempre es el mismo
viejo ciclo en que todo se prolonga y se agota
para surgir de nuevo del centro del abismo.
Se anuncia en el quejido que la tierra reparte,
en el olor del viento donde se esconde el mar,
en el galope ronco del caballo que parte,
en las astas del toro que muere en su bramar,
en tu doble agonía de partir y quedarte,
sin que exista un espacio donde puedas estar.

Leyó una y otra vez el soneto y no encontró palabra que mereciera cambiarse. Solo el título se le hizo difícil, porque no quería plagiar involuntariamente a algún poeta místico o romántico. Al cabo de los días encontró la palabra que le pareció capaz de apresar el sentimiento con que fue concebido. Lo tituló «Tempestad». Entonces lo metió en un sobre y se lo envió a la madre.
       De niña, en Andalucía, Agustina Peralejo había leído a los grandes poetas españoles y todavía podía repetir de memoria versos antológicos de los poetas del Siglo de Oro. Cuando Benjamín era chiquito ella se los decía hasta que se quedaba dormido con una expresión de placidez en el rostro que la enternecía. Ahora, leyendo el soneto que le enviara el hijo, la andaluza pasaba del asombro al entusiasmo. Le parecían versos perfectos, trascendentes, dignos de cualquier antología. La euforia le hizo olvidar, una vez más, la insensibilidad del marido y le leyó el soneto. Onésimo Pimentel abandonó un instante los apuntes que hacía sobre una libreta de recordatorios y alzó su cabeza para mirar a la mujer con ojos chispeantes.
—Deja ese entusiasmo, Agustina, que ningún valor han de tener esos versos; un payaso lo único que sabe es hacer payasadas.
Lo dijo y volvió sobre los apuntes. Agustina Peralejo lo miró un momento en silencio y luego dio la espalda rezongando:
—No eres asno, porque caminas en dos patas.
 En aquel preciso instante Benjamín pensaba en la madre. En lo alto del trapecio recordó la carta y el soneto que le había enviado y deploró no haberle advertido que deja el texto fuera del alcance del padre. Se sintió irritado por el descuido y trató de poner toda su atención en las evoluciones del trapecio, pero la imagen de Onésimo Pimentel fue obstáculo. En una extraña conjunción de recuerdos y percepciones creyó verlo desde lo alto de la carpa, moviéndose en medio de la pista. Lo vio riendo burlonamente, con su poema en la mano. Le pareció entonces que la tierra era lugar ajeno e indeseable. Tuvo la certeza de que quería volar en busca de la libertad. Quiso encontrarse con él mismo y con el Dios que lo habitaba. Escuchó los aplausos delirantes desbordando la carpa y sintió que su cuerpo andaba al margen de la gravedad. Sus manos rozaban el trapecio, mientras, el cuerpo giraba, insólito, como lo veían desde allá abajo. El público se puso de pie.  
—¡Dios mío! es un ángel—gritó una mujer en las gradas, unió las manos a la altura del pecho y con los ojos inclinados pareció pedirle misericordia. Benjamín se sintió venerado y convertido en cisne tomó alturas. Los de abajo vieron un ave subiendo para luego bajar en picada y tomar nuevamente altura. El trapecio le pareció estorbo para un vuelo que no tenía escala ni fin. Desde lunetas y gradas gritaban con frenesí, pero Benjamín ya no los escuchaba. Supo que era falsa la existencia fugaz de las aves. Falso, susurró en las alturas; viven la libertad, que es eterna. Sintió pena, mucha pena por los que estaban allá abajo y no podían disfrutar un tiempo que tampoco tenía fin.
Movido por aquellas ideas el «Ángel del Trapecio» voló, conquistó la libertad y la infinitud del tiempo. Los dedos apenas hacían contacto con el trapecio.
—Insólito, gritaron a coro desde abajo.
        Benjamín arqueó el cuerpo y sus brazos se movieron en busca del cielo. La carpa se estremeció, gimieron el redoblante, el clarinete y la trompeta; vibraron los postes, parpadearon las luces, roncó el tambor, aleteó la pandereta y el saxofón lloró. «El Ángel del trapecio» descendió con el abrupto silencio de la orquesta.


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RAFAEL CARRALERO (Santiago de Cuba, Cuba, 1953). Profesor universitario y Presidente de la Asociación de Intercambio Cultural José María Heredia. Cuenta con una extensa obra periodística y de crítica publicada en varios países y en una docena de medios. Actualmente reside en México. Ha publicado los libros: Con el ojo en la mira (cuentos); El comienzo tuvo un nombre (cuentos); Tiro nocturno (cuentos); El loco de caamouco (cuentos); Casa de espejos (novela); El vuelo del Albatros (novela); Tiempo y amor sobre el golfo (novela); Leyenda de tierras extrañas (cuentos); Episodio inconcluso (novela) y Heredia: Del verso nació la acción (ensayo). Tiene en proceso de edición las novelas: Náufragos de la esperanza rota y Las peripecias de Menelao y su princesa andaluza.