7.30.2010

JOSÉ LORENZO FUENTES: LAS VIDAS DE ARELYS

Un fragmento de la novela recién publicada por José Lorenzo Fuentes Las vidas de Arelys. Una indagación bajo hipnosis que descubre en sus vidas anteriores a Carmen Sylva, una prominente escritora rumana que se codeaba con los más famosos autores de su época: Balzac, Dostoievski, Víctor Hugo, Gogol y Melville. Pero, por qué Carmen Sylva se convirtió en la gran desconocida? ¿Una sordida y despiadada conspiración en contra de ella? ¿Por qué?

De Félix Luis Viera, lea una reseña sobre esta novela: La Arelys de José Lorenzo Fuentes

UNO
La olvidada Carmen Sylva

En 1929, la editorial Books for Libraries Press, de Nueva York, publicó bajo el título de Worlds Great Adventure Stories, una antología en la que se agrupaban textos de los más renombrados creadores literarios del siglo XIX: Honorato de Balzac, Alejandro Dumas, Antón Chejov, Herman Melville, Víctor Hugo, Rudyard Kipling, Mark Twain, Leon Tolstoi, Edgar Allan Poe, Máximo Gorki, Gustavo Flaubert, Charles Dickens, Iván Turgenieff y Emilio Zola. Entre los nombres de tan eximios escritores figuraba el de Carmen Sylva. ¿Quién era Carmen Sylva? ¿Quién era la autora del relato Kiss of Death, que estaba incluido con tan sobradas razones en la antología? A todos los que saben leer español, a todos los escritores de nuestra lengua, a todos los profesores universitarios, editores, críticos, bibliotecarios, a cualquiera de ellos que usted le formule esa pregunta responderá de inmediato que lo ignora. En efecto, Carmen Sylva, que escribió la mayor parte de sus obras en francés y en alemán, nunca ha sido traducida como merece al español. Sospeché desde el primer instante que lo mismo podía estar ocurriendo en otros idiomas. No me equivoqué. A Carmen Sylva la han olvidado. Una especie de conspiración del silencio se ha cernido sobre su nombre. Injustamente. Porque si hasta 1929, cuando la antología apareció, era digna de ser mencionada entre los más grandes escritores de su época, no hay motivo para que, ahora, se la desestime. ¿Por qué ha ocurrido? ¿Acaso porque Carmen Sylva era el seudónimo bajo el que se amparó la escritura de Isabel de Wied, reina de Rumania? ¿Acaso porque se piensa que no es menester de una reina escribir poemas y cuentos? O todavía peor: porque alguien lanzó al ruedo el venenoso infundio de que Carmen Sylva adquirió en su momento tal prestigio literario a causa de ser la consorte de Carlos I, rey de Rumania. Desde las esferas del poder es frecuente crearse doctorados honoríficos y reconocimientos inmerecidos. Pero ése no es el caso de Carmen Sylva, escritora raigal, cuyo nombre no estaba destinado a ser rehuido tan fácilmente.
La primera oportunidad en que escuché pronunciar el nombre de Carmen Sylva fue durante el desarrollo de una regresión a vidas pasadas. Al escuchar ese nombre tuve la vaga impresión sobresaltada de que podía ser el de un personaje de alguna de mis futuras novelas, algo así como le pudo ocurrir a Gustavo Flaubert cuando oyó mencionar a escondidas por primera vez el nombre de Emma Bovary. Pero en seguida desestimé esa posibilidad. ¿Pretendía nada menos que escribir una novela a partir de regresiones a vidas pasadas? Sí, por qué no: detrás del translúcido rostro de Carmen Sylva acaso se escondía una apasionante historia de amor que reclamaba, después de incontables años, ser sacada a la luz. Y además, nadie me objetaría el procedimiento utilizado para desempolvar el personaje. La mayoría de los lectores lo creería posible porque últimamente entre el gran público consumidor de libros de metafísica y autoayuda se ha hecho cada vez más frecuente aceptar la noción de que los eventos de nuestras vidas, refundidos en el subconsciente (“reprimidos”, como los llamaba Freud), pueden ser expuestos y analizados gracias a la práctica de la meditación o a la ayuda de un hipnoterapeuta que nos sirva de guía para internarnos en ese viaje de introspección que nos permite regresar a acontecimientos de nuestra vida actual o de otras numerosas vidas anteriores, de las que hasta ese momento no teníamos la menor noticia.
Carmen Sylva. Carmen Sylva.
Era un nombre que lo repetía a cualquier hora, en cualquier momento, después de largos insomnios, de prolongados soliloquios. Carmen Sylva. A ti te gustaría, Carmen Sylva, saber quién me incitó a seguir tras la huella de tu nombre y de tu historia. Ya debes suponerlo: se llama Arelys.
Cuando Arelys me dijo que la lectura de mi libro Meditación le había despertado el interés de conocer sus vidas pasadas, la sorpresa se apoderó de mi ánimo. Nunca me hubiera imaginado que aquella mujer, joven y bella, que se desempeñaba exitosamente en su profesión y disfrutaba de una sólida situación económica, estuviera motivada por alguna de las carencias que conducían a los demás hasta la consulta de un terapeuta. Pensé de momento que lo hacía sólo por la presumible curiosidad de saber quién había sido ella en otras vidas: casi un entretenimiento para alguien que no necesitaba encontrar en una regresión la solución a algún conflicto que le angustiara la existencia. Sin embargo, una voz interior me inclinaba a desechar tales ideas. Regresé, por tanto, a los mismos pensamientos que acudieron a mi mente la noche en que la conocí. Arelys se cruzaba en mi vida por una razón muy especial, que todavía yo no era capaz de definir. Teniendo en cuenta la diferencia de edades, no podía sospecharse que nuestro encuentro se tradujera en una relación amorosa que, evidentemente, no debía estar en su mente ni en la mía. Pero sí abrigaba el presentimiento de que ella era portadora de un enigmático mensaje sobre el curso futuro de mi existencia. No tenía la menor duda: algo muy importante iba a acontecerme desde el instante en que la vi por primera vez. Por supuesto, también reflexionaba que yo podía estar fantaseando, creándome expectativas que no tenían asideros en la realidad. Al cabo de evaluar detenidamente todas las posibilidades, me dije que lo mejor, lo más lógico, era esperar a que el tiempo pusiera las cosas en su justo sitio.
Con esas ideas en la cabeza, conseguí animar a Arelys para que iniciara un viaje más allá del tiempo y el espacio, que, si no errábamos el camino, debía concluir con el conocimiento de sus vidas anteriores.
Pensé que si mi libro Meditación la había motivado tanto, debía empezar por enseñarla a meditar.

-Meditar es más fácil de lo que la gente suele imaginar - le decía constantemente a Arelys mientras le explicaba los primeros pasos a seguir. Acaso lo único que entrañaba alguna dificultad era aprender a conservar la postura ideal que debe asumirse durante la práctica de la meditación: entrecruzar las piernas como vemos con frecuencia en las ilustraciones de algún libro de Yoga, mantener la espalda erguida, las manos unidas en el regazo y la lengua vuelta hacia el paladar. El resto es bien sencillo: dejarse ir, fluir hacia uno mismo mientras nos alejamos de los pensamientos derivados de los conflictos y angustias de nuestro diario vivir.

Pero para cerrarse al exterior, para impedir que nada nos perturbe mientras meditamos, es imprescindible adueñarse de las técnicas de relajación. Más pronto de lo que yo esperaba, Arelys aprendió a iniciar ese viaje hacia sí misma mediante el uso de distintos mantras. El mantra, ya se sabe, es una palabra sánscrita que significa plegaria. La repetición de un mantra posibilita alejarse de las solicitudes exteriores que impone el ritmo cada vez más acelerado del mundo moderno.
Meditar equivale también a provocarse un estado de auto hipnosis. Arelys, por tanto, no tenía necesidad de acudir a un hipnólogo para trabar contacto con sus vidas pasadas. Muy pronto, meditando, fue descubriendo quién había sido ella en otras vidas. Al principio, el descubrimiento de esos eventos anteriores no me provocó el menor interés. Esas primeras existencias que afloraron eran de mujeres preteridas o maltratadas, que incluso habían tenido que acudir a la violencia para defenderse de los hombres que convivían con ella. Cualquier terapeuta hubiera visto en esas vidas pretéritas el origen de algunos traumas que pudieran agobiar su vida presente. Por varios motivos yo no aceptaba semejante posibilidad, entre ellos porque esas vidas pasadas no tenían el menor influjo en sus actuales normas de conducta ni afectaban su desenvolvimiento en la sociedad.
No me faltaba razón. A partir de la segunda semana, los acontecimientos que Arelys empezó a relatar eran más congruentes con su personalidad, o con las señales reveladoras de vidas significativas que yo vislumbraba en su pasado.
Durante una de las siguientes regresiones, Arelys tuvo acceso a dos vidas pasadas, totalmente distintas. En una de ellas -la más sorprendente de las dos- se produjo un cambio de género, y en lugar de mujer, Arelys manifestó, bajo auto hipnosis, que era un muchacho alto y fornido, un joven de unos diecisiete años que vivió en Italia alrededor del año 1540. Hasta aquel momento el joven, que dijo llamarse Guido Ferreri, había aceptado la noción casi generalizada de que todos poseemos un alma inmortal, que puede reencarnar en cuerpos sucesivos. Pero desde que conoció a un alquimista famoso (cuyo nombre nunca pudo precisar) su vida cambió. El alquimista le trasmitió la idea de que, efectivamente, en ese sentido todos somos inmortales, pero que también era posible alcanzar la inmortalidad de nuestro propio cuerpo físico. Sólo había que dar con la fórmula apropiada. El alquimista decía que tras su aparente muerte, él iba a regresar a la vida transformado en un hombre joven y bello. “Algún día, sentenciaba, alcanzaré la eterna juventud”. Desde entonces el adolescente, que se convirtió en la sombra del alquimista, estaba al tanto de todas sus palabras y en ocasiones hasta creía leerle el pensamiento. Aunque el alquimista era más bien feo, el joven pensó que entre los dos estaba naciendo un sentimiento de amor. Guido Ferreri tenía muy bien definidas sus preferencias sexuales, pero en la adolescencia a menudo es indispensable confundir la admiración con el amor. La muerte del alquimista, a los cuarenta y ocho años de edad, lo sumió en profunda depresión, y perdió la esperanza de que él, y el alquimista, los dos, pudieran algún día recuperar el cuerpo donde habitaba su alma inmortal. Sin embargo, siguiendo sus preceptos, Guido Ferreri dedicó el resto de su vida a curar a los demás utilizando los mismos procedimientos del alquimista, es decir las mismas pócimas, emplastos y conjuros mediante los cuales el alquimista les restauraba la salud a enfermos con dolencias tan agresivas como el cáncer, la rabia y la sífilis, para las cuales la ciencia médica de la época no tenía respuestas de sanación.
En otra de las vidas de esa misma regresión, Arelys dijo ser una gitana que, según ella misma se describió, le encendía la imaginación a los hombres con su larga trenza y una rosa prendida en su cabellera a la altura de la oreja derecha; también dijo que casi siempre andaba descalza, y llevaba un holgado vestido amarillo salpicado de óvalos rojos, muy ceñido a la cintura. Confesó que las únicas veces que asistió a la escuela no lo hizo con el propósito de aprender sino porque se había enamorado de un profesor que casi le doblaba la edad. Contra la voluntad de su familia, todos los días corría a escondidas hasta la casa del profesor movida por el incendio de una pasión incontrolable, y durante horas y horas hacían el amor. La gitana admitió que nunca antes se sintió tan feliz en la vida como cuando se hundía entre los brazos del profesor.
A la semana siguiente conseguí que mediante una meditación Arelys accediera de nuevo a un estado de auto hipnosis que le permitiera establecer contacto con una vida anterior. Tras una prolongada pausa, con los ojos cerrados y una voz quebrada por la emoción la escuché decir:

“Veo árboles…Es un paisaje campestre…Hay un sendero que se desliza entre arbustos cada vez más pequeños…El sendero conduce a un palacio…Yo vivo en ese palacio y soy escritora… He escrito muchos libros”.

Arelys dejó de hablar pero yo no apagué la grabadora. Una ansiedad inexplicable se apoderó de mi persona. Durante años, utilizando los mismos procedimientos, había logrado inducir un estado de auto hipnosis en decenas y decenas de personas que así consiguieron arribar al conocimiento de sus numerosas vidas anteriores. Y siempre, ajeno a todo prejuicio, lo había hecho con la frialdad del investigador. Sentía un rechazo visceral a toda forma de fanatismo: esa fue siempre la razón por la cual me distanciaba tanto de las ideas que dominaban a mi amigo Frank, quien parecía vivir todos los minutos de sus afanes cotidianos fuera de la realidad, como instalado en otra dimensión del tiempo y el espacio. De modo que me llamó poderosamente la atención el desasosiego que de pronto se apoderó de mí cuando escuché la voz de Arelys diciendo que en una vida anterior ella había sido una escritora que vivía en un palacio. ¿Cómo explicarlo? ¿No había escuchado tal vez cientos de veces a personas que, con los ojos cerrados, comenzaban a relatar historias de otras vidas, y nunca, nunca, cuando el relato se interrumpía, me sentí apremiado por la necesidad de seguir oyendo? ¿Por qué, ahora? Buscándole una explicación, me dije que posiblemente mi desusado interés por seguir escuchándola lo provocaba el hecho de que mi invisible interlocutor fuera una escritora, como yo lo soy: el oficio y la vocación quizás establecían misteriosos lazos de afinidad entre los dos. Pero además la experiencia me decía que en ninguna otra ocasión futura yo iba a conseguir que Arelys, respondiendo a mis deseos, por imperio de mi voluntad, volviera a establecer contacto con su lejana encarnación de escritora. No existe ninguna fórmula, ningún conjuro para lograrlo. Todos los terapeutas saben que el paciente retorna a una de sus tantas vidas pretéritas no cuando lo desea sino cuando sucede. ¿Volvería a hablar la escritora del palacio?
Durante el curso de las siguientes dos semanas Arelys se ausentó de la ciudad. Según me dijo debía viajar a un polvoriento pueblito de Puerto Rico con el propósito de encontrarse con algunos miembros de su familia, a los que no había vuelto a ver en los últimos cinco años. Yo aproveché para irme a la playa todos los días. El tiempo lo exigía: mucha luz, un cielo sin nubes, también mucho calor aposentando sudor en las axilas. Pensé que era la mejor de todas las opciones: hacerme de un traje de baño. Nadar un buen rato, dejar que el sol estampara su huella en mi piel, y después, después de algunos escorzos gimnásticos, echarme panza arriba en la arena, a la sombra de los cocoteros. Cuando Arelys regresó caí en la cuenta de que últimamente yo había olvidado sin esfuerzo el tema de las regresiones, y que las historias que podía relatarme la escritora del palacio, que al principio se posesionaron de mis insomnios, ahora me tenían sin cuidado. Sin embargo, recordé que había tenido un sueño recurrente que tal vez estaba relacionado con la escritora de marras, pero ciertamente no me percaté de esa posible asociación hasta el momento en que tuve de nuevo a Arelys frente a frente. En el sueño, una mujer estaba sentada junto a una ventana escribiendo con una pluma de ganso. Cada vez que alguien se le acercaba estrujaba los papeles destinados a su escritura y, sin ser vista, los arrojaba en el cesto de la basura. Presumí lo menos creíble: que su mayor deseo era que todos ignoraran lo que estaba escribiendo, acaso una novela, acaso cartas de amor. Pero entonces, ¿por qué escribía?
Estuve a punto de referirle el sueño a Arelys, pero me contuve. Mejor era esperar a que la escritora del palacio, si aparecía de nuevo en alguna regresión, relatara su historia sin interferencias, una historia que supuestamente debía coincidir con mi sueño, en la que acaso había una mujer escribiendo al amparo de una luz que le proporcionaba la ventana.
Volvimos a las regresiones. Con los ojos cerrados, Arelys trabó contacto con otra de sus vidas anteriores. Ahora era una cortesana en el París de Luís XVI, y se jactaba de ser en toda Francia la mujer que practicaba con mayor desenfado las posturas eróticas anunciadas en el Kama Sutra.

Cuando abrió los ojos y escuchó la grabación, Arelys se sintió molesta.

-¿No podemos hacer otra regresión en la que mi persona salga mejor parada? –me preguntó.
-Por supuesto –le respondí-, pero no te puedo garantizar nada. No es tan fácil dar con una monja, y mucho menos con la Madre Teresa de Calcuta. El péndulo no siempre se desplaza del azafrán al lirio, quiero decir: de la cortesana a la santa.
-Lo sé, pero no perdemos nada con intentarlo –dijo haciendo un mohín.
-Es verdad –dije y le prometí que, desde luego, lo íbamos a procurar.

Cuando veinticuatro horas después intentamos otra regresión, Arelys estaba convencida de que la esquiva escritora del palacio al fin dejaría oír su voz. Sin embargo, contra mis deseos y previsiones, no fue ésa sino otra de las tantas encarnaciones de Arelys la que decidió hacer acto de presencia. El relato lo ofrecía ahora una mujer de oficio cocinera, Bernarda González, de unos treinta años de edad según decía, quien llevaba más de quince, es decir: desde su adolescencia, trabajando en una mansión señorial, con blasón tallado en piedra, balcones que daban a la calle y escalera de mármol por la que se llegaba hasta los cuartos de dormir en la segunda planta.
Bernarda había llegado a la mansión con una niña en los brazos, de sólo cinco meses de nacida, resultado de una relación ocasional con un hombre que, apenas la supo embarazada, desapareció de su vida sin dejar siquiera una huella de su nuevo paradero. Muy pronto Bernarda se percató de que el dueño de la mansión, un hombre que había hecho fortuna en oscuros negocios de barcos y contrabandos, se fijaba en ella con creciente interés. Y ocurrió lo lógico: Bernarda, fascinada por la personalidad del dueño de la mansión, accedió a convertirse en su amante a escondidas. “Los años pasaban casi sin yo darme cuenta”, comentaba Bernarda en la regresión, hasta aquel día en que Isabel, su hija, ya una quinceañera de fastuosa belleza, le confesó, con lágrimas en los ojos, que desde hacía más de un mes había dejado de menstruar. Apremiada por Bernarda, Isabel no pudo ocultarlo: había perdido la virginidad entre los brazos del dueño de la mansión. Como enloquecida, según dijo, impulsada por una mezcla de sentimientos, entre los que mencionó la vergüenza, el despecho y la impotencia, Bernarda se suicidó.
De nuevo dejé de ver a Arelys durante el curso de casi tres semanas. Era cierto que me llamaba por teléfono con puntualidad todos los días, en horas de la mañana, pero no como otras tantas veces para anunciarme que acudiría a mi casa esa misma tarde o a más tardar al día siguiente a fin de continuar las sesiones de regresión a vidas pasadas. Me llamaba para confirmarme, entre un comentario y otro, que a diferencia de la semana anterior, en la que disfrutó de largas horas sin ningún apremio de actividades, ahora estaba agobiada por compromisos de todo tipo. “Ya puedes imaginarlo –me dijo sin las inflexiones de su voz eufórica de siempre-, son obligaciones que me impiden pensar en otra cosa que no esté relacionada con los números: con los números de lo que debo comprar y pagar”.
Mi relación con Arelys durante aquellas tres semanas, ya lo he dicho, se reducía a las llamadas telefónicas que invariablemente me hacía en horas de la mañana. Pero yo me procuraba con ella otras conexiones adicionales. De vez en cuando accionaba la grabadora no sólo para escuchar su voz, tan agradable a mis oídos, sino tratando de desentrañar el verdadero motivo por el cual ella demostraba tan viva curiosidad en conocer el desarrollo de sus vidas pasadas. ¿Qué secreta angustia la aquejaba? ¿Por qué no me lo había confiado sin ambages? Reflexioné que no era desconfianza. Acaso ella, más que en busca del consejo de un amigo, pues ya nuestra amistad databa de casi dos años, intentaba en esa época encontrar la respuesta a sus presumibles inquietudes en el conocimiento de sus vidas pretéritas. “Tienes razón, Arelys”, pensé. Lo que hoy somos depende de lo que hicimos o dejamos de hacer en el pasado más remoto. “El karma, el inevitable karma”, musité mientras empezaba a oír el zumbido de la grabadora.
En la grabación no fue mi voz la que escuché al principio, sino la tuya, Arelys, refiriendo los pormenores de los quince años que duró tu matrimonio. Ignoro la razón por la cual no mencionas el nombre de quien fue tu esposo. Sólo me dices que como resultado de ese matrimonio tienes dos niñas preciosas, que son la mayor alegría de tu vida. Sin embargo, la relación conyugal con el hombre que sembró en ti esas dos niñas, no tuvo su origen en el amor. Ya lo he escuchado antes muchas veces pero ahora, movido por un creciente interés, consigo que la grabación regrese a su punto inicial y oigo de nuevo tu voz refiriendo la misma historia que ya me sé de memoria. “No me casé enamorada, no te puedo decir que estaba enamorada. Poco después de conocerlo, él me confesó que había estado preso, por un problema de pandillas, de un presumible robo de autos, y que no tenía en regla sus papeles de residencia en los Estados Unidos. Sentí una gran lástima por él y decidí ayudarlo. Fuimos a ver una abogada, que nos pidió cinco mil pesos. Yo tenía entonces veinte años y él veintitrés. Éramos unos niños, cinco mil pesos para nosotros era una fortuna. ¿Ustedes son novios?, me preguntó de pronto la abogada. Le contesté que no. ¿Y por qué no se casan? Hacen una bonita pareja, insistió la abogada. Yo había nacido en Puerto Rico, era ciudadana norteamericana, así que si nos casábamos todo podía resolverse fácilmente a su favor. Cuando salimos de la oficina, le dije que estaba dispuesta a casarme con él para ayudarlo. No estaba enamorada pero me dejé amar y tuvimos dos niñas”.
Hasta entonces Arelys no me había referido si después de su matrimonio habían existido otros hombres en su vida, ni yo intenté preguntárselo, pero la relación con el padre de sus hijas para ella, decía, no representó un fracaso sino una pésima elección. “Escogí mal”, enfatizó. De modo que como desde el principio yo la veía como una especie de diosa, calculé que ningún hombre, ningún ser mortal, podía dañarle la psique, y que su tropiezo con el padre de sus niñas tampoco era motivo para que ella acudiera a un terapeuta, en busca de una explicación en sus vidas pasadas.
Después de un extenso recorrido por la ciudad, aquel día regresé a casa con el pálpito imposible de que algo importante pudiera haber ocurrido durante mi ausencia. Sin embargo, mi prevención no resultó. Todo estaba en perfecto orden, tal como lo había dejado. Pero al acercarme al contestador comprobé que tenía un mensaje de Arelys diciéndome que al siguiente día, 9 de abril, ella me iba a visitar sobre las diez de la mañana para hacer una nueva regresión. Cumplió. Exactamente a las diez de la mañana llegó a mi casa, tan enigmática y bella como siempre.

-¿Qué has hecho durante todo este tiempo? –me preguntó.
-Escribir. Lo mismo de todos los días –le contesté.

Se acomodó en el sofá y al cabo de un tiempo prolongado escuché su voz:

Fuera, la nieve está cayendo en los alrededores del palacio. Los escalones que voy subiendo son de piedra…Dentro, todo es de mármol…Muebles… Muchas habitaciones…Puertas cerradas…Es el palacio donde vivo. Me llamo Isabel. Estoy casada con el rey, pero mis relaciones con él no son de amor. Son de lealtad. Nos une un propósito común: servir al pueblo. Siempre he estado a su lado. También escribo libros y he sido mencionada entre los grandes escritores de mi época. Todos mis libros los escribí bajo el seudónimo de Carmen Sylva.

Cuando Arelys abrió los ojos, le pregunté:

-¿Has oído mencionar alguna vez el nombre de Carmen Sylva?

-No. Que yo recuerde nunca lo he escuchado.

Yo tampoco había oído mencionar nunca el nombre de Carmen Sylva, y a partir de ese momento empecé a hacer las más variadas conjeturas acerca de la escritora desconocida. Todos mis amigos escritores, a los que llamé por teléfono para consultarlos, me dijeron más o menos lo mismo: aquel nombre no les resultaba familiar. Al fin acudí a Internet y accedí a las primeras huellas. Carmen Sylva era el seudónimo que en sus trabajos literarios usaba Isabel de Wied, quien nació en el castillo de Monrepos, Alemania, en 1843, y contrajo matrimonio, en 1869, con el príncipe Carol de Hobenzollern, elevado más tarde al trono de Rumania, con el nombre de Carlos I. Tuvieron un solo hijo, una niña, María, que murió a los tres años de edad.
Aquellas pocas referencias no fueron más que el inicio de una larga y paciente búsqueda. Al fin, una madrugada, después de un breve sueño reparador, abrí los ojos y me percaté de que esa noche, como tantas otras noches en las que todos mis pensamientos los sorbía la imagen de Carmen Sylva, había estado leyendo, por primera vez, uno de sus libros, acaso el único de sus libros que ha sido traducido al español, un volumen de sus cuentos publicado en 1906 por Montaner y Simón, editores de Barcelona.
Poco después cayeron en mis manos otros de sus libros, traducidos al inglés. Pero nunca le referí a Arelys el curso de mis descubrimientos acerca de la obra y personalidad de Carmen Sylva, No quería que la información que yo acumulaba pudiera interferir en las presumibles futuras regresiones durante las cuales se escuchara de nuevo la voz de la escritora del palacio.
Desde entonces acudo con cierta asiduidad a las grabaciones de cada una de las regresiones a vidas pasadas en las que Isabel de Wied se dejó escuchar. Y oigo de nuevo su voz mencionando un aspecto de su vida al que no le concedí mucha importancia al principio pero que, ahora, a la luz de la lectura de sus libros, y de un modo muy especial de sus memorias, cobra un singular significado:

…mi niñez estuvo teñida por la tristeza que me provocaron la enfermedad de mi querido padre y la muerte de mi pequeño hermano…

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José Lorenzo Fuentes (Las Villas, Cuba, 1928). Narrador, periodista y profesor de Historia del Arte (Escuela de Periodismo “Severo García Perez” de Las Villas). En 1952 obtuvo el Premio Internacional de Cuento Hernández Catá por “El lindero”. Con su novela Viento de enero recibió el Premio Nacional de Novela Cirilo Villaverde de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (1967), y su libro de cuentos Después de la gaviota fue mención en el concurso Casa de las Américas (1968). En 1983 fue distinguido con el premio literario Plural de la revista mexicana homónima, con El cielo del general. En 1985 fue víctima de la publicación por parte de Ricardo Bofill de su novela Los ojos del papel bajo el título El tiempo es el diablo.
Participó en la batalla de Santa Clara con el Ché y fue periodista personal de Fidel Castro durante 1959 al 1961. A su cargo tuvo labores como la subdirección de la revista Instituto Nacional de Reforma Agraria (1960-63), secretario de redacción del periódico El Mundo (1964-68) y responsable de la sección Arte y Literatura de la revista Bohemia (1968-69). A partir de 1969 sufrió un gran período de ostracismo y posteriormente en 1975 se incorporó a la emisora COCO como redactor. En 1991 fue firmante de la Declaración de los intelectuales cubanos que buscaba promover y asegurar un amplio debate nacional.  Ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la parasicología, misticismo, magia y medicina alternativa. Su libro Meditación ha sido publicado en español y en ingles en los Estados Unidos, y más tarde en Rusia, República Checa, Brasil, Portugal, Grecia y la India.
Reside en estos momentos en Estados Unidos donde continúa trabajando.

3 comments:

gloria Lorenzo said...

Gracias por este bello trabajo sobre la novela de mi padre en tu blog.
Te felicito porque Grafoscopio es todo un éxito. A mi personalmente me encanta.
Felicitaciones y un abrazo de

Gloria Lorenzo

Unknown said...

Gracias por el bello trabajo sobre, el libro de mi padre,
Felicidades por la labor que estas haciendo, saludos y un abrazo.

Gloria Lorenzo

grafoscopio said...

Gracias a ti, Gloria, por tu comentario. Jose Lorenzo ha sido una gran amistad y enseñanza de magisterio desde mis tempranos 18 años. Y ahora, soy fan de ambos, de su literatura y de tu pintura. Un gran abrazo y de nuevo, gracias por el impulso de tu palabra, amiga.