Celebrando a Virgilio Piñera en su centenario
(4 de agosto, 1912-8 de octubre 1979),
de ahora hasta agosto 2012.
EN EL INSOMNIO
El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tila y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente. (1956)
EL INFIERNO
Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman -¡las llamas de la imaginación!-. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia noz ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre? (1956)
COSAS DE COJOS
Los cojos, a pesar de su cojera, van y vienen por las calles. Hay cojos de una muleta y cojos de dos muletas, pero unos y otros apenas obtienen que el público repare distraídamente en su cojera. Podrían despertar mayor interés si se decidieran a marchar en bandadas exigiendo que se les devuelva la pierna perdida. Pero no, está visto que un cojo evita la compañía de otro cojo; no así los ciegos, que acostumbran acompañarse y meten ruido con sus bastones...
Sin embargo, a despecho de esta soledad y recato inherentes a la cojera, no hace mucho dos cojos estuvieron a dos dedos de encontrarse.
Uno de estos cojos (cojo de la pierna derecha) como tenía que comprar un zapato para su pierna buena, decidió apostarse -por supuesto, con la mayor discreción- frente a una zapatería en espera de otro cojo que tuviera necesidad de un zapato para su pierna derecha.
Su razonamiento era excelente: ¿por qué iría a comprar dos zapatos si con uno le bastaba? Supongamos que esos zapatos costaran doscientos pesos: ¿por qué perder totalmente la mitad de esa suma? No hay duda de que los ojos tienen una lógica implacable.
Ahora bien, como la vida no es tan sencilla como parece, ocurre que ese cojo, que él aguardaba anhelosamente, había tenido su misma ocurrencia, pero, en cambio, no había escogido la misma zapatería.
Es proverbial la tenacidad de los cojos. Pasaban los años, el feliz encuentro nunca se producía, pero no por ello cejaban en su empeño. La multitud, que sólo tiene imaginación para escenas de sangre y de horror, imaginó que estos cojos eran nada menos que espías internacionales, pero como ellos sólo miraban melancólicamente los zapatos, no creyó necesario denunciarlos a la policía.
Sin embargo, no todo es rigor y drama en esta vida. Un buen día, dos cojas (no por avaricia, sino por malparada economía) tuvieron la misma idea que nuestros dos cojos, y quiso el azar que vinieran a postarse frente a las zapaterías donde estaban apostados desde hace años los cojos de nuestra historia.
Estos, al principio, las miraron con manifiesta indiferencia. Si un zapato de mujer no casa con uno de hombre, ¿qué papel pintaban allí esas cojas? Porque lo cierto es que la presencia de una coja junto a un cojo tiene justificación en cualquier parte, menos en una zapatería.
Pero la atracción de los sexos es poderosa. Un día, los cojos y las cojas acabaron por mirarse amorosamente, y apoyándose en sus muletas se estrecharon para escuchar el latido de sus corazones.
Minutos después amabas parejas entraban en sus respectivas zapaterías, pues, ¿se ha visto alguna vez que un cojo y una coja marchen al altar con el zapato roto? 1956
LA MONTAÑA
La montaña tiene mil metros de altura. He decidido comérmela poco a poco. Es una montaña como todas las montañas: vegetación, piedras, tierra, animales y hasta seres humanos que suben y bajan por sus laderas. Todas las mañanas me echo boca abajo sobre ella y empiezo a masticar lo primero que me sale al paso. Así me estoy varias horas. Vuelvo a casa con el cuerpo molido y con las mandíbulas deshechas. Después de un breve descanso me siento en el portal a mirarla en la azulada lejanía. Si yo dijera estas cosas al vecino de seguro que reiría a carcajadas o me tomaría por loco. Pero yo, que sé lo que me traigo entre manos (1), veo muy bien que ella pierde redondez y altura. Entonces hablaran de los trastornos geológicos. He ahí mi tragedia: ninguno querrá admitir que he sido yo el devorador de la montaña de mil metros de altura. (1957)
NATACIÓN
He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.
No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas. (1957)
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