9.17.2012

JOSE LORENZO FUENTES: EL CEMENTERIO DE LAS BOTELLAS (FRAGMENTO)


Fragmento de El cementerio de las botellas
Lanzamiento del libro: 
Lugar: en Cuba Ocho,  Miami, Fl
Fecha: viernes 21  de septiembre del 2012 
Hora: 7: 30PM.
Presentación a cargo de   Ileana Fuentes,  
Angel Velázquez Callejas y Sindo Pacheco.


4



C
uando Mijares llegó esa mañana a la escuela de arte San Alejandro, donde ahora se desempeñaba como profesor, lo estremeció la sorpresa de ver sobre una mesa a una mujer desnuda, que no era ninguna de las mujeres rutinarias que posaban para sus alumnos. Una negra, murmuró al primer vistazo, tan bella como Oona. ¿O sería Oona? ¿Tal vez Carlos Enrico la había llevado a la escuela para que sirviera de modelo? No, no era Oona, lo confirmó muy pronto mirándola de abajo a arriba, aunque era tan seductora como la otra: las mismas piernas, los mismos muslos, el mismo vientre, las mismas tetas, sobre todo las mismas tetas, se dijo. Con una sonrisa colgada de sus labios pensó que la suerte lo favorecía, que ya no necesitaba llevar a cabo la tercera variante de la Operación Buitre Veloz. En consecuencia, ya no tenía que asesinar a Carlos Enrico por la sencilla razón de que iba a tener al alcance de su vista, a todas horas, a aquella mujer de ébano que era la réplica de Oona. Se llamaba Tamara Mejía y era colombiana. Después de un azaroso viaje a pie, subiendo lomas y vadeando ríos, Tamara atravesó el mar, como cualquier polizón, en un carguero holandés con banderitas azules en el penol de la arboladura, y arribó a La Habana un viernes 17, señal de que debía encomendarse a San Lázaro todos los días. Apenas llegó puso todo su empeño en conseguir algún empleo que le permitiera pagar la comida y el alquiler de un apartamento, así fuera pequeño y sórdido, no le importaba, se conformaba con un lugar donde pudiera descansar toda la noche y despertar al día siguiente con la ilusión de encontrar dónde ocuparse y ganar un poco de dinero, tal vez como costurera, poniéndole botones a las camisas en una factoría, o trapeando el piso en una mansión de Miramar, con escaleras de mármol y blasón de piedra en la fachada. Pero como no lo encontró, tras muchas indecisiones, empezó a dispensar sus favores en un burdel donde también oficiaba la Santiaguera, una mujer de arrogante belleza que decía haberse llamado en otra vida Nadya Heymans. Desde el primer instante en que la vio, Tamara tuvo la sospecha de que aquella mujer que destilaba refinamiento por todos  los  poros, que sin duda había llevado una vida de comodidades y riqueza, no se sintió obligada a refugiarse en el burdel solo por la necesidad de subsistir, para escapar a la miseria como casi todas las demás, sino por una razón más poderosa: acaso porque huía de la furia de un hombre que pretendía darle muerte. Para satisfacer la curiosidad, Tamara aprovechaba cualquier momento para hacerle preguntas que buscaban respuestas al silencio, porque Nadya nunca accedió a contar los pormenores de su pasado, aunque sin negarse, dando la impresión de que no los recordaba. Muy pronto Tamara y Nadya se hicieron grandes amigas, y con frecuencia en las horas muertas de la tarde se revisaban en detalle mirándose de frente y de espalda, y por supuesto de perfil, hasta comprobar, comparándolas, que con excepción del color, las figuraciones de sus cuerpos eran idénticas, pues sus muslos eran igualmente macizos y sus senos igualmente sólidos.

Mijares se enamoró en seguida de Tamara: él siempre se enamoraba muy pronto. Además presumía de ser capaz de encontrarse en cualquier lugar con una mujer vestida y saber a la primera mirada cómo era desnuda. Con Tamara no necesitó desplegar sus habilidades. Ya la había visto tal cual era, y sabía que si unía su vida a la de ella, el resultado sería una relación perdurable, porque no iba a encontrarle en el cuerpo ningún motivo para arrepentirse.

Como las mujeres aparentemente fáciles suelen ser las más difíciles, el flaco Mijares calculó que para conseguir el amor de Tamara debía emplear una estrategia más cautelosa que la asumida por él en otros trances similares, y no fue directamente al objetivo que se había trazado. Antes de pronunciar una sola palabra que delatara sus propósitos la acompañó más de una vez para que ella no tuviera que realizar sola algunos trámites de inmigración y extranjería que le provocaban oscuros presagios creyendo que podía ser deportada, la invitó al cine sin atreverse a tocarle una mano en la penumbra, la llevó a un cabaret donde esa noche cantaba Benny Moré y bailó con ella sin aprovechar la proximidad de los cuerpos para darle siquiera un beso en la frente, y en muchas ocasiones, antes de llegar a la escuela de arte donde ella estaba posando, le compraba flores con la idea fija de que nada enternece más el corazón de las mujeres que llevarle una orquídea de regalo, o una rosa. También pensando en el proverbio de los chinos: las manos que entregan flores siempre quedan perfumadas. En efecto, con el perfume de las rosas todavía adherido a las palmas de sus manos, Tamara hizo un esfuerzo para ahuyentarle a Mijares la timidez, y asumiendo ella todo el arrojo que él hubiera necesitado le preguntó: ¿qué estás esperando, acaso a que yo te diga que sí, como las colegialas cuando las enamoran?

Esa misma noche, con la audacia que antes le faltó, la esperó a la salida de la academia San Alejandro, de pie, aguardando por ella durante horas, sin un ramo de flores en la mano pero ya convencido de que ninguna posibilidad en su contra le iba a impedir llevarla a la cama, a una de las tantas jornadas de amor que protagonizaron durante meses no solo en las posadas ocasionales o en el lúgubre apartamento que ella tenía rentado, sino en cualquier lugar, como enloquecidos, a la intemperie en el traspatio de una mansión abandonada, debajo de una escalera, en un callejón, en una bocacalle, dondequiera que las urgencias de sus deseos se los reclamara.

Pero cuando él menos lo esperaba, Tamara lo inundó de sorpresa con una confesión inconsecuente que Mijares siempre consideró tardía. Para continuar sus relaciones amorosas, ella debía cumplir antes un trámite indispensable: cancelar su compromiso con otro hombre. Se llamaba Jacinto Morales y había compartido con ella el mismo apartamento durante las últimas semanas hasta que Tamara, sin fuerzas para decírselo, decidió apartarlo de su vida, no solo porque nunca lo amó sino porque le provocaba asco y al mismo tiempo miedo: Jacinto se emborrachaba hasta caer al suelo, y entonces se ponía de pie, y con espumarajos en la boca acudía a ella para solicitarle un rato de amor.

Ayúdame a hacérselo saberle rogó.

Lo encontraron a la puerta del apartamento, mientras él esperaba a que Tamara regresara. Mijares nunca pudo evaluar a ciencia cierta por qué inconcebibles motivos ella había consentido en hacer el amor con Jacinto, la persona más desagradable y desarrapada y sin duda la más abyecta que él había tenido alguna vez delante de sus ojos. Cuando Tamara, acompañada de Mijares, se armó del ímpetu necesario para darle el frente y anunciarle que en ese instante daba por terminadas las relaciones, a la inversa de lo previsto Jacinto se carcajeó ruidosamente durante largo tiempo, hasta que volteó su mirada hacia Mijares, que también lo miraba con ojos desorbitados, y calculando que el hombre que acompañaba a Tamara era sin duda el culpable de la repentina decisión, solo atinó a decirle entre hipidos de aguardiente:

Te la cambio por una botella de ron.

Mijares no respondió a la cínica propuesta de Jacinto con el cinismo de comprarle una botella de ron para apaciguarle el resentimiento, sino que con una determinación que a él mismo lo llenaba de admiración, alzando la voz contra su costumbre, lo amenazó con entrarle a patadas si lo veía de nuevo rondando el apartamento. Tamara le confesó más tarde, tendida boca arriba en el lecho, después de hacer un amor desaforado, que la resuelta actitud de Mijares, enfrentando a Jacinto con tanto derroche de valentía, ella la recibió en su corazón agradecido con el mismo estremecimiento sísmico de un orgasmo espontáneo.

Cómo me gustan los viernes, decía Mijares, me gustan porque preceden a los sábados y a los domingos, que son los días de mi mayor asueto, aunque todos mis días son de asueto, incluyendo los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y por supuesto los viernes que son mis días más felices, porque ¿ya lo dije? preceden a los sábados y a los domingos, que son los días de verdadero asueto para la mayor parte de las demás personas. Es cierto, lo dijo bien: para el resto de las personas, porque Mijares nunca supo hacer otra cosa en la vida más que pintar, y eso para él no era un trabajo sino un placer, es decir un momento de asueto. Aunque también le gustaban los viernes por una razón más auténtica: porque un día viernes conoció a Tamara. Un día viernes la vio por primera vez en la academia de arte San Alejandro, posando desnuda.

Pero también fue un viernes cuando Mijares recordó, como fulminado por una descarga eléctrica, que había olvidado contra todo riesgo lo más importante. Sintió que en un instante de lucidez le explotaba en las manos el recuerdo ofuscador de que estaba casado, de que su matrimonio con Luzmila de la Torre y Alcántara estaba a punto de naufragar si Luzmila se enteraba de que él andaba con otra mujer, y lo que era peor: con una negra, y todavía peor: con una negra que posaba desnuda para que los alumnos de San Alejandro la pintaran como vino al mundo.

No solo Mijares lo sospechó aquel viernes a las tres de la tarde.

Luzmila ya lo sabía.

Y ella, Luzmila de la Torre y Alcántara, que de momento, solo momentáneamente gracias a Dios, había perdido sí, transitoriamente el lustre de su prosapia, de un linaje muy bien conservado a lo largo de siglos, ahora convertida en una verdadera fiera, enfurecida y soltando maldiciones, tenía sin embargo la suficiente claridad mental para concebir un plan perfecto a fin de que Mijares no volviera a ver a Tamara nunca más. Nunca más, se decía una y otra vez mientras taconeaba desde la sala hasta el comedor, aquel comedor donde en una mesa reposaba el cadáver del almuerzo que, a causa de la furia y el disgusto, ni ella ni Mijares lo iban a consumir.

Sin dejar de seguir refugiada en la furia y el enojo, Luzmila de la Torre repasó en cuestión de minutos todos los pormenores de su vida. Tenía trece años, no más, cuando vio por primera vez a Teófilo Vega, un chico que entonces andaría en los dieciséis, el más silencioso y a la vez, para su noción, el más bello de todos sus condiscípulos. Como él nunca le dirigió, por timidez, una sola mirada, Luzmila tuvo que esperar un largo tiempo para que, ya en las aulas secundarias, Teófilo se armara de la determinación necesaria para confesarle su amor. Durante los años interminables de su adolescencia, Luzmila persistió en la idea de que Teófilo, como un probable personaje de novela, llegaría a ser el hombre señalado por el destino para hacerla feliz. Pero se equivocó. Su matrimonio con Teófilo había sido un fracaso total, aunque a fin de evitar el desastre, para que ella desistiera antes de que fuera demasiado tarde, mucho se lo pronosticó su padre, el senador Hildebrando de la Torre, un hombre que tenía la astucia a flor de piel, de ojos azules y grandes bigotes de azafrán, a quien nadie lograba engañar por más que disimulara sus defectos o sus torvas intenciones. Ni siquiera lo pudo engañar el pretendiente de su hija, aquel Teófilo Vega que llegó hasta él con los gestos pausados de un monje medieval y un brillo de candor en la retina para solicitar que le diera su aprobación al propósito que Luzmila  y  él acariciaban  desde que se conocieron en las aulas de la secundaria: contraer matrimonio. Mucho  menos  consiguió  engañarlo  cuando  le pidió no solo la aprobación sino recibir su bendición, pues Luzmila y él aspiraban a fundar una familia que despertara la admiración de todos, y tener hijos, varios hijos, cinco o seis, que crecieran y se educaran al amparo de Dios Nuestro Señor. Qué tipo tan descarado, pensó el senador Hildebrando de la Torre que ya había hecho sus averiguaciones y sabía sin la menor duda quién era Teófilo Vega y de qué medios pretendía valerse para mejorar de situación económica, para salir de la pocilga en la que vivía, para instalarse en su casa y dormir con Luzmila en una de las habitaciones de la mansión que fue también la mansión donde sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos, a costa de esfuerzos y sacrificios, lograron hacerse del respeto unánime de las familias más adineradas del país.

Con el paso de los años Teófilo Vega llegó a ser un pintor muy bien cotizado, adquirió fama y fortuna, que eran las claves de su rápido éxito inesperado, pero en aquel momento el senador Hildebrando de la Torre no andaba descarriado: Teófilo Vega hubiera hecho lo indecible para asegurarse un sitio bajo el sol donde no lo agobiaran la miseria y el desdén de los demás. Era notorio que no amaba a Luzmila, pues nunca, ni en la alcoba ni en ningún otro lugar, la besó con un estremecimiento de placer, era evidente que no  le  gustaron  su  rostro y sus piernas, tampoco sus senos, y mucho menos aquellos ademanes ficticios, derivados de una alcurnia que tampoco él daba como verdadera. Así que cuando Luzmila decidió cancelar el matrimonio, Teófilo, que ya estaba en camino de alcanzar el triunfo, no solo no expresó disgusto, cólera, sorpresa o consternación, sino que aceptó el veredicto con un suspiro de alivio.

Pero el segundo matrimonio nadie me lo va echar a perdermurmuró Luzmila con el entrecejo fruncido y las manos yertas, mientras hincada frente al altar de una iglesia que ella mucho frecuentaba, le pedía ayuda a una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de todos los cubanos, a la que ella dispensaba especial devoción.

Como Tamara Mejía había confirmado que Mijares quería seguir haciendo el amor con ella a escondidas, y no solo a escondidas sino cada vez con menos puntualidad para no poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio con Luzmila, también ella, la preterida, concibió un plan que tenía sus riesgos pero podía salvarla de las lágrimas y del presumible desamor de Mijares, pues él estaba acostumbrado a llevarla a la cama cuando menos tres o cuatro veces a la semana, y si ella lo castigaba ahora negándose a recibir sus caricias era posible que Mijares, obligado a escoger entre las dos, se decidiera por Tamara, que era una tempestad en el lecho, que lo colmaba de placer, pero también era presumible, por qué no ella demasiado bien conocía a los hombres, que Mijares optara por regresar con docilidad al redil de su esposa. Era cierto que Mijares nunca tuvo reparos en confesar que Luzmila era más fría que un témpano de hielo, un verdadero desastre en la cama, pero también era la mujer aceptada en público como la consorte incondicional del renombrado pintor. ¿Qué hacer?, se preguntó Tamara varias veces. Después de consultarlo con la almohada, se entusiasmó con la idea de que su estrategia no estaba destinada a fracasar. Aunque a menudo pensaba que estaba actuando mal, porque también siempre pensó que era de mala suerte jugar con el corazón de los hombres, Tamara no solo se negó durante toda una semana a hacer el amor con Mijares sino que su plan de operaciones lo extendió hasta la academia de arte San Alejandro: ella, que se dejaba escrutar sin reservas por los alumnos, en cambio cuando Mijares se le acercaba, escondía sus partes más íntimas con una toalla que últimamente llevaba al alcance de la mano.

Luzmila estaba señalada por el destino para ganar la batalla. Ella lo sabía.

Cuando la historia del país dio un giro rotundo e inesperado, cuando triunfó una revolución que le trastornó la vida al senador Hildebrando de la Torre, quiero decir: cuando Fidel y sus hombres bajaron de las montañas y se posesionaron de la gobernación del país, el senador, alarmado, olfateando la proximidad insalvable de un peligro, y más que alarmado lleno de terror, pensó que debía hacer las maletas y viajar rumbo a Miami cuanto antes, antes de que cualquier contingencia, una enfermedad o el capricho de las nuevas autoridades se lo impidieran. En un momento en que consideraba que todas las estrellas del cielo estaban a su favor, el senador Hildebrando de la Torre, que siempre alardeó de tener nervios de acero, tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que se le derramaran las lágrimas cuando al fin se llenó del valor necesario para pedirle a Luzmila que lo acompañara. Pero ella se negó pensando con razón que Mijares nunca iba a estar dispuesto a abandonar el país dejando atrás a su madre. Con una bufanda al cuello y un abrigo colgado de su brazo, previendo que en Miami pudiera estarlo esperando un invierno a punto de congelación, el senador salió hacia el extranjero con la única compañía de Zaida, con dos maletas, la de él y la de la hija que Luzmila tuvo como resultado de sus amores con su primer esposo. Pero antes de cumplimentar todos los demás trámites del viaje,  el  senador Hildebrando  de  la  Torre  tuvo que doblegarse hasta casi la humillación cuando se vio en la necesidad de rogarle a aquel pelele, a aquel aprendiz de pintor por tanto tiempo despreciado, que no le entorpeciera sus planes con una negativa que tuviera su origen más en la mezquindad del resentimiento que en el amor a su hija. Sin embargo, para su sorpresa, no tuvo que rogar demasiado. Teófilo Vega concedió a regañadientes pero sin demora el permiso para que la niña saliera al exterior, según dijo, solo para complacer uno de los tantos caprichos de Luzmila, porque él se iba a quedar en Cuba pasara lo que pasara. “Más bien porque le agradan las ideas de Castro”, pensó Mijares, que también, solo al principio, reflexionó que a partir de ese momento las cosas en Cuba al fin iban a tomar el camino correcto.

Un año más tarde, con toda la sangre fría de que podía disponer, Luzmila esperó a que Mijares regresara de sus clases en San Alejandro para poner en marcha la primera versión de sus planes. Desde hacía tiempo estaba devorada por la idea impaciente de reunirse con su hija, de tenerla cerca otra vez, pero nunca encontró un motivo válido para disuadir a Mijares, que hasta entonces estaba dominado por el temor de viajar en avión y atravesar el mar, de saltar el charco como él decía, solo para encontrarse del otro lado del mundo con los colores de un país desconocido, con colores diferentes a los que él utilizaba en sus tareas de pintor. ¿Será el cielo igual en todas partes?, se preguntaba Mijares. ¿Serán iguales las aguas del mar en las costas de Miami que las que salpican en el Malecón habanero a los transeúntes desprevenidos, tendrán el mismo color?

Pero esa tarde Mijares no pudo hacerse las mismas preguntas atolondradas porque, apenas abrió la puerta de su casa, se enfrentó a una situación que quizás no hubiera esperado al menos en aquel momento sorpresivo y tampoco nunca lograría olvidar a lo largo de su vida. Mijares había entrado más distraído que de costumbre, pensando en acercarse al caballete antes de sentarse en el comedor a cenar algo, pensando en no demorar la elaboración del cuadro que ya había pintado desde mucho antes en las honduras de su mente, cuando se vio abocado a la espantosa realidad. No necesitó ser muy perspicaz para darse cuenta enseguida que la precaria estabilidad de su ámbito familiar al fin había estallado en pedazos, tal como había ocurrido numerosas veces en sus pesadillas. Lo esperaba pero no tan pronto, no precisamente aquel día en que tuvo que confesarle a Tamara, casi a punto de echarse a llorar, que él carecía del coraje que precisaba para darle la espalda a Luzmila, para romper con todo, en primer lugar con la armonía inestable de su familia, que podía ser una mierda de estabilidad pero de todos modos era lo único cierto que había conseguido durante años haciendo de tripas corazón, según confesaba mientras Tamara se secaba las lágrimas con un pañolón azul.

Se enfrentó al desagradable espectáculo como si formara parte de su última pesadilla. Su madre, mi pobre madre, estaba sentada en el sofá con la cabeza entre las manos, sollozando con un ruido que le crispó los nervios a Mijares. Qué ruido tan difícil de escuchar, un ruido como de río que se desbarrancara porque ella dejaba caer lágrimas espesas sobre su falda mientras sus manos iban ahora hasta las rodillas y descendían a lo largo de sus piernas para sobárselas, santo Dios para sobárselas, para frotárselas, porque acaso le dolían tanto como el corazón. Por su parte Luzmila ocupaba el centro de la tragedia, se había instalado en el centro de la sala donde taconeaba con rabia de un extremo al otro, desde la puerta que daba acceso a la calle hasta la puerta que daba al comedor. Entonces, mirándolo directo a los ojos, se lo dijo: tu mamá y yo no podemos seguir viviendo bajo el mismo techo.

Para apaciguar la rabia de Luzmila y preservar la frágil armonía inestable del hogar ¿ya lo dije antes? Mijares, a pedido de Luzmila, accedió a rentarle un apartamento a la pobre madre llorosa. Un apartamento no, que costaba demasiado, y ahora no estamos, Mijares, para tantos gastos, mejor llevarla a vivir a un hotel que tenga la reglamentación de una casa de huéspedes. Cuando al fin llegaron a la habitación del hotel que rentaron, Mijares estuvo ponderándola durante horas. Es una habitación, mamá, ventilada y cómoda, con un ventanal en el séptimo piso desde donde te será posible ver el sol cuando se alza en el horizonte con su chisporroteo de colores, con su abundancia de azules y amarillos, y desde donde también podrás ver cómo las olas del mar saltan por encima de los arrecifes, te vas a sentir a tu gusto, ya lo verás.

Pero al cabo de un mes Mijares se dio cuenta. No podía vivir lejos de su madre. Toda la vida se la había pasado al amparo de su falda, oyéndole sus consejos, dejándose estampar apretados besos maternales en las mejillas. Si le faltaba su madre era como si le faltara el oxígeno. Y como Luzmila era la culpable de esa separación que le empobrecía las ganas de vivir, para molestarla empezó fingiendo que se sentía mal de salud, me duele el estómago, Luzmila, siento náuseas, hasta que al cabo de una semana de estar simulando sudores fríos, palpitaciones y mareos cayó en la cuenta de que no mentía, que eran ciertos todos los síntomas de una repentina enfermedad. Entonces reunió todas sus fuerzas para decírselo a Luzmila:

Todas las noches, Luzmila, siento punzadas interminables a la altura del corazón, y pienso que puede ser un aviso de infarto porque apenas me alcanza el aire para respirar.

Luzmila estaba tendida a su lado, boca arriba en la cama, leyendo una revista, y no le concedió la menor importancia a las palabras. Siguió con la revista en la mano, sin perder el dominio de su indiferencia pues estaba convencida de que Mijares no estaba aquejado de ninguna dolencia, al menos no había contraído ninguna enfermedad grave, y como siempre acudía a uno de los tantos recursos de desamparo que desde su niñez empleaba para llamar la atención.

No tengo apetito y tampoco tengo ganas de pintaragregó.

Como tocada en una llaga, Luzmila se incorporó en el lecho y se volteó para mirar a Mijares directo a los ojos cuando lo oyó decir, santo Dios, que no tenía ganas de pintar. Desde que su padre, el senador Hildebrando de la Torre, había decidido vivir en el extranjero, la economía familiar dependía únicamente de los cuadros que Mijares lograba vender. Y si no pintaba, ¿con qué dinero iban a costear los gastos de la casa? Demasiado bien lo conocía para que Luzmila no supiera desde el primer momento a la situación que se enfrentaba. Mijares era dócil como un niño pero a la vez terco y bruto, decía Luzmila como un burro. Cuando se encerraba en una idea no era capaz de dar marcha atrás a menos que se saliera con las suyas. “Un chantaje”, murmuró. No ignoraba que la única salida que le quedaba era componer el rostro con una sonrisa, aparentando alegría, cuando recibiera a la suegra en la casa.

Llegaron a un acuerdo. La madre podía regresar a casa cuanto antes, hoy mismo, esta misma tarde, y Mijares podía así restañar las heridas, restaurar la armonía familiar, recuperar lo perdido, pero a cambio, ya él se lo imaginaba, debía comprometerse bajo juramento a abandonar el país, a viajar a Miami, donde en poco tiempo acumularía riquezas, donde sus cuadros serían altamente cotizados, ¿no estaban Wifredo Lam en París y Cundo Bermúdez en Miami haciendo fortuna con sus cuadros, no se habían convertido en millonarios de la noche a la mañana? Pues a él, a Mijares, le iba a ocurrir lo mismo.

Luzmila continuó repitiendo como en una letanía que debía confiar en las bondades del futuro que le aguardaba en Miami. Lo único que él necesitaba para conseguir dinero y fama era llevar un pincel en la maleta, pues ya en Cuba había alcanzado el suficiente renombre para entrar en su nuevo destino con pasos de triunfador. Pero Mijares, desoyéndola, se tendió en el lecho con el corazón desgarrado, previendo que no iba a pegar los ojos en toda la noche porque en ningún otro país, calculaba, él llegaría a ser tan feliz como lo fue en Cuba. En ningún otro país, volvió a decirse, ningún paisaje conseguiría sustituir las montañas, los ríos, los valles y las casas de tejas rojas de los paisajes cubanos, las tendederas de la ropa de las gentes pobres de los solares habaneros que él pintaba, las mariposas de alas translúcidas, las mariposas amarillas que daban impresionantes saltos desde la imaginación hasta sus cuadros. ¿Sería posible que en Miami lograra encontrar mariposas iguales, mariposas para atraparlas con una mano codiciosa y estamparlas luego en sus cuadros?

Cuando empezó a ser de dominio público la decisión que Mijares y Luzmila adoptaron de viajar a Miami, porque uno de los dos había cometido la indiscreción de comentarlo con algún vecino, la noticia creó el consiguiente pánico, primero entre los inmediatos funcionarios de cultura y enseguida entre los más señalados dirigentes del gobierno. Nada menos que uno de los más renombrados pintores había adoptado el propósito de realizar una salida definitiva del país. Había que impedirlo. Y para impedir lo que se consideraba una deserción, una falta de fe en el curso de la naciente revolución, desde las altas esferas del poder le llovieron ofertas tentadoras: le iban a organizar en Bellas Artes una exposición de sus pinturas, tendría todo el apoyo del gobierno para continuar su exitoso desempeño como pintor, y Luzmila podría viajar a Miami cuantas veces quisiera, dos o tres veces al año, para encontrarse con Zaida, su hija. Pero cuando Mijares le trasladó la oferta a Luzmila la encontró con el corazón cerrado a cualquier otra alternativa que no fuera la ya adoptada por él bajo juramento, es decir: viajar a Miami.

Qué horrorpensó Mijares.

A la fuerza, obligado por un destino adverso, iba a hacer lo que nunca hubiera deseado: empezar a vivir fuera de su patria. Pero de inmediato pensó con desesperación hacer todo lo contrario para evitar el naufragio de sus mejores sueños. Sí, le quedaba otra opción. En un instante de iluminación ideó regresar a Tamara, pedirle perdón, y hacer desaforadamente el amor con ella para que se percatara de que él continuaba amándola como siempre. Estaba dispuesto a reconocer que había sido un cobarde, no podía negarlo, pero rectificaba a tiempo no solo porque fuera de Cuba le iba a ser imposible vivir en paz con su conciencia, sino también, créemelo, porque ella era la única mujer con la que había sido feliz en el lecho.

Fue una resolución memorable, que le hubiera inundado de inmenso gozo hasta los últimos latidos de su corazón, pero a la que renunció de inmediato vencido otra vez por el desánimo.

Era obvio: Mijares quería permanecer en su suelo natal, como Teófilo Vega, pasara lo que pasara. Pero no lo hizo. En su memoria persistía el temor de que Luzmila durante una de sus rabietas tomara la decisión de negarse a convivir con su suegra, y la echara de nuevo a la calle. Esa certeza le paralizó los impulsos cada vez que pensó en engatusarla para que variara de opinión y optara por quedarse en Cuba. Por supuesto, era una opción que de antemano él sabía con absoluta precisión que Luzmila nunca la iba a adoptar. Sin embargo, no perdió la confianza de que algún acontecimiento imprevisible intercediera a favor de sus deseos. Se levantaba de puntillas a medianoche, cuidándose de que Luzmila no se diera cuenta, para sintonizar a escondidas la radio internacional. Escuchaba las radioemisoras de Miami con la voz del locutor apagada hasta el límite de que a él le costaba escucharla, pero con la esperanza de que alguna noticia espeluznante tal vez la muerte de una joven destripada por un asesino en serie hiciera desistir a Luzmila de sus propósitos.

Porque ése puede ser el lamentable final de tu hija, también a manos de un criminal, ella, la pobre Zaida, que es toda una promesa, ¿no interpreta ya con gran talento a Chaikovski en el piano?

Eso es lo que le hubiera dicho a Luzmila de haber escuchado alguna noticia que produjera pavor. Pero no encontró la oportunidad de decírselo, ni el motivo para asustarla. Contra lo previsto, en Miami todo estaba en calma. Mijares no había oído la noticia de un asesinato a sangre fría, de un asalto a mano armada, de un trasiego de drogas. Todo conspiraba contra sus sueños más vehementes. Así que no le quedaba otra opción que rendirse a la evidencia y viajar con su madre y con Luzmila rumbo a Miami.

El día de su salida llamó por teléfono a Willy Humara para despedirse de él. Fue la única persona a la que le confió la noticia. Willy decidió acompañarlo hasta el último momento. Lo ayudó a subir las maletas al auto que debía conducirlo al aeropuerto. Cuando ya estaba dentro del auto, Mijares hizo descender el cristal de la ventanilla y sacó la mano para apresar, acaso por última vez, la de Willy Humara. Fue un fuerte apretón de manos que ninguno de los dos iba a olvidar nunca. Mijares lo miró a los ojos con un destello de perplejidad, y antes de deshacerse en sollozos aprovechó para trasladarle el peor de los augurios:

La nostalgia me va a matar. Ya lo verás.



1 comment:

Anonymous said...

excelente prosa
mi querida rita
un beso en poesia
saint ivan