Somos refugiados por razones políticas, nunca económicas,
independientemente de si venimos de Colombia, Bolivia o Uruguay.
Hay una Ley de Ajuste Latinoamericana no decretada,
una ley de cuotas que evita el colapso de nuestras naciones fallidas.
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magino
que si no existieran los Estados Unidos, mi única salida sería Australia, o el
suicidio. América Latina me produce horror. Leo las noticias que llegan de
allá abajo y siento vergüenza, rabia y un gran desasosiego. De noche tengo
pesadillas: me veo en la Venezuela chavista, en la Argentina de los Kirchner,
en la Bolivia de Evo Morales.
Jamás
me identifiqué con el colorido, el encanto o la mística, y mucho menos con la
“magia” de esa bruja de la escoba. Soy un espíritu libre que abjuró de la
patria en la cárcel, y de toda una cultura en el exilio. He vivido en la
América de Jefferson y Madison, de Warhol y John Travolta la mayor parte de mi
vida.
Nací
en la Cuba socialista, pero pertenezco a Miami, a un viejo apartamento de Coral
Gables, a un trozo de arena en South Beach; estoy en casa en Los Ángeles,
ciudadano de la República de California. Mi español cayó en desgracia,
tuve que inventarme otro idioma. Me gusta tratar en inglés macarrónico con
coreanos, armenios y filipinos. Me siento cada vez más perdido entre
hispanohablantes, esos que todavía rezan a Maradona y creen en Ché Guevara.
No
estoy solo; soy parte de uno de los más grandes desplazamientos de pueblos en
la historia del mundo: decenas de millones de seres humanos que, como yo,
decidieron abandonar Latinoamérica y largarse al Norte. Somos los
desamparados, los apabullados, los desafectos, los desengañados de América
Latina. Somos los apátridas, los indeseables, los trashumantes, los balseros,
los “latinos”, los parias de sociedades basura que no ofrecen otra alternativa
que el exilio.
Somos
refugiados por razones políticas, nunca económicas, independientemente de si
venimos de Colombia, Bolivia o Uruguay. Hay una Ley de Ajuste
Latinoamericana no decretada, una ley de cuotas que evita el colapso de
nuestras naciones fallidas. Huimos del mismo cataclismo: el derrumbe de la
América hispana, la debacle final del Imperio español, la explosión en cámara
lenta de la catedral barroca. El castrismo es la forma definitiva del desastre
hispanoamericano.
La Reconquista
En
Latinoamérica, las instituciones democráticas han sido reacondicionadas, como
un carro viejo en un taller ilegal, para servir los intereses de la Izquierda
fascistoide y antidemocrática. El sufragio es ahora la excusa del
reeleccionismo, y equivale a un putsch. Las alianzas políticas entre
canallas del mismo pelambre han creado una especie de Partido único, un
Politburó de gorilas.
No
quedan gobiernos libres que saquen la cara por la resistencia, ni organismos
regionales que pongan en su sitio a los tiranos. Hasta México y Brasil,
esos gigantes pusilánimes, se rebajan a ser meros lacayos, y ceden al chantaje
de Cuba. No hay grandes héroes, ni estadistas originales, ni hombres
providenciales en la insufrible América Latina, solo oportunistas, cobardes y
una masa engañada e indecisa de casi 600 millones, descontando honrosas y
esporádicas excepciones.
Entretanto,
los intelectuales callan, enmarañados en sus viejas teorías, ajenos al peligro
presente e impávidos ante la vulgaridad del futuro. Los trovadores, las
vedettes, los novelistas y los académicos saben que una opinión errónea podría
costarles la carrera. Hay una censura tácitamente admitida, una inquisición y
una hipocresía que son el nuevo catequismo de Latinoamérica. Por eso los
bibliotecarios argentinos se declaran enemigos de la cultura y los homosexuales
puertorriqueños ensalzan un régimen homofóbico que creó los campos de trabajo
para maricas.
Cuba
ocupa territorios y se los anexa con el beneplácito de los parlamentos
democráticamente elegidos. La mancomunidad castrista es otro Anschluss, como el
de los Sudetes o Crimea. En los territorios anexados cualquier forma de
disidencia u oposición es erradicada. Las tropas de choque cubanas infiltran
los ejércitos, el senado, las aulas, los palacios de gobierno: estarán allí
para poner una bala en el cerebro del presidente títere, si llegara el momento.
Cuba campea por su respeto, invade, saquea y viola. Es una hazaña comparable a
las proezas de Cortés y de Pizarro que un puñado de gallegos haya reconquistado
el Imperio aborigen en tan corto tiempo.
¿Revolución o exilio?
No
ha habido mejor momento para sentir vergüenza de ser latinoamericano. Sin
embargo, los que llegan aquí olvidan enseguida por qué eligieron vivir en
Connecticut y no en Tijuana. Prefieren creer –y hacernos creer– que la sociedad
que los acoge es la culpable de los males de “Nuestra América”.
La
verdad es que somos entes anexados, no en la dirección del intervencionismo
castrista, sino en el sentido contrario: injertados en el cuerpo social de una
nación poderosa y libre. Conseguimos, a título personal y de forma
individualista, lo que pretende la mayoría de nuestros congéneres. A los que
quedaron detrás les recomendamos la revolución y el caos, mientras nosotros
gozamos de las bondades del orden, la integración y la paz. La
impracticabilidad de un estado de derecho en América Latina nos obligó a buscar
refugio allende las fronteras, no solo geográficas, sino morales y cívicas.
Sería
el colmo de la hipocresía creer que el emigrante latinoamericano viene al Norte
en busca de “mejores condiciones de vida”, y reducir esas condiciones a un fajo
de dólares y un plato de lentejas. Sería ridículo pensar que el país donde
el latinoamericano experimenta la más profunda evolución social, es su peor
enemigo. Desde el siglo XIX, los perseguidos cubanos encontraron, no solo un
santuario, sino una segunda patria en Nueva York. Esa ciudad fue el laboratorio
de la cubanidad: ahí están el Padre Varela y José Martí para recordárnoslo.
La
revolución martiana no prosperó, abortó antes de zarpar, pero los castristas
favorecieron exclusivamente la parte fallida del ideario decimonónico, el
aspecto fatal del revolucionarismo, la variante trasnochada del
independentismo. Al mismo tiempo, el castrismo condenó el único aspecto
del programa martiano que permanecería vigente, el modus vivendi que
llegó a tener repercusión continental, el derrotero que tomarían millones de
seguidores: el recurso del éxodo.
El
Martí exiliado, y no el revolucionario, es el paradigma de las multitudes que
se lanzan al Norte en busca de la misma experiencia postnacional. El
desarraigo es el elemento positivo, en estado latente,
del weltanschauung martiano: su “salida por España”, su paso por
Latinoamérica y su aplatanamiento newyorkino.
A
pesar de haber sido un romántico y un modernista, la instrospección le fue
ajena: se vio como un cubano cuando ya era otro “americano”. La bandera
que defendió había sido creada en Manhattan antes que él naciera, y llevaba en
el triángulo la estrella de Texas. Así llegó Martí a Caracas, “sin sacudirse el
polvo del camino”, olvidando continuar viaje hacia Valencia; un olvido
imperdonable si tenemos en cuenta la actual situación venezolana. Porque hoy
Narciso López, y no Simón Bolívar, debería ser el gran Libertador de América.
Crítico, poeta, performer. Editor del ezine Cubista
(2004-2006) y creador del Cabaret Neuralgia en Miami.
Blog personal: N D D V
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