7.27.2020

OSWALDO ESTRADA: UN TRAGUITO DE BENADRYL

Cuento perteneciente a Las locas ilusiones: y otros relatos de migración

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Duérmete, mi vida. Te prometo que aquí voy a estar cuando abras los ojos. Sé buena, Elena. No digas nada. Y no vayas a llorar. Quédate quietecita. Un momento nada más.

            A Mami le gusta contar que yo era tan obediente que me quedé dormida apenas me lo pidió para cruzar la frontera en el asiento trasero de un viejo Dodge. Haciéndome pasar por la tercera hija de una familia mexicana con papeles. Agarrando mi mantita y chupándome el dedo.

            Yo no me acuerdo de nada. Pero he oído la historia tantas veces que me imagino ahí. Con un vestido rosa y mis colitas con lazos del mismo color. Muerta de miedo, pero confiando en ella plenamente. Hacía calor. Los vendedores ambulantes caminaban entre los carros que esperaban en línea, vendiendo sombreros, piñatas, juegos de lotería. Collares y alcohol barato. Guitarritas. ¿Yo tendría dos, dos y medio? Mami siempre cambia esta parte. Lo que nunca le cuenta a nadie es que me dio Benadryl. Ese jarabe te puede matar si tienes menos de cinco años. Pero a fuerzas tuvo que hacerlo. Se durmió como un angelito, les cuenta a sus amigos de confianza, sin mencionar que me hubiera podido morir.

            ¿Cuánto se tardó en caminar hasta el otro lado? ¿Cuántos fueron sus pasos? La imagino asustada, con su visa de turista en la mano, rezando para que no me despertara gritando por ella, mientras la familia Vega pasaba por los controles de inspección en San Ysidro y San Clemente. Esperando en la fila junto a otros que entraban al país con sus pasaportes azules y tarjetas de residencia. He escuchado que la gente espera una hora o dos en un día de mucho movimiento. Ella dice que no se tardó tanto. O estaba demasiado ocupada rezándole a San Judas Tadeo. Mami. Toda flaquita y armada de valor. Bien puesta para la ocasión con un vestido rojo, de verano, comprado en El Palacio de Hierro. Una inversión, me recuerda. Y un pequeño veliz con la única ropa bonita que pudo sacar de la casa, cuando mis abuelos fueron a rescatarnos.

            Ella jura que estuvo ahí cuando me desperté. Le pagó a la familia mexicana mil quinientos dólares y guardó el resto para comprar nuestros pasajes a Carolina del Norte. En el Greyhound.

            Sé lo que está pensando. ¿Por qué alguien cruzaría todo el país para venir hasta aquí? En un camión. Se lo he preguntado a mami muchas veces. Yo me hubiera quedado, no sé, en California, donde la gente se mira como nosotros. O en Nevada… en Nuevo México, siquiera. En Texas, por el amor de Dios… Pero no. Mami tuvo que venirse hasta aquí. Todo porque su hermano conocía a alguien en Carrboro que podía darle trabajo y un lugar para vivir. Eso es lo que ella dice. Yo creo que en realidad quería alejarse de la frontera, sabiendo que su visa expiraría en unos cuantos meses. O que mi padre podría encontrarnos si nos quedábamos cerca de México.

            Y aquí estoy. Dieciséis años después. Matriculada en su clase para estudiantes de primer año. He sido buena todo este tiempo. Saqué excelentes calificaciones en la secundaria. Hice algo de servicio comunitario. Le di de comer a los vagabundos el Día de Acción de Gracias. Hice todo lo que hay que hacer para que me admitieran. Usted quiere que escribamos una autobiografía cultural, contando de dónde somos, describiendo el camino que nos ha traído hasta la universidad. Y yo sólo quisiera cerrar los ojos y dormirme en el asiento trasero de ese viejo Dodge.

            Mami dice que tenemos suerte de estar aquí. Que lo haría otra vez. Por mí. Y por ella. Que limpiaría casas ocho, diez horas al día. Aunque esos químicos hayan destruido sus pulmones.

            Sé que tenemos suerte. Hemos estado juntas en las buenas y en las malas. No me encerraron en una jaula para luego deportarme. Pero mi corazón se paraliza cuando veo a la policía en la esquina de la Jones Ferry Road, frente a La Guadalupana. Nunca me quejo si me tratan mal cuando pregunto dónde está el baño. Ni cuando me dicen que no tengo una reservación, aunque la tenga. O si alguien me mira feo por hablar mi lengua. No digas nada, me dice mami, una y otra vez. Retírate y punto.

            Estoy acostumbrada a estar callada, y ahora usted quiere que participemos. Que compartamos nuestras ideas, nuestros sentimientos. Que discutamos. Pero nomás no puedo.

            A los americanos les encanta protestar. Sobre la matrícula, las clases. Sobre los derechos de los animales y algunos monumentos. No me importa que me arresten, dicen. Muy orgullosos. Sin miedo. Pero nosotros no podemos. Tenemos que pasar desapercibidos. No llames la atención, me previene mami. Los güeros, en cambio, animan a sus hijos para que sean políticos, cirujanos, científicos o el próximo presidente de los Estados Unidos.

            Soy Elena López, profesor. Pero podría ser Mariela Hernández. Orfelinda García. Jenny Méndez. Me siento atrás, lejos de la puerta, y casi nunca hablo. No puedo ver películas con escenas de violencia doméstica. Me recuerdan que mi vida sería diferente si mami y yo no hubiéramos tenido que huir de eso. Ella quiere que estudie para maestra o enfermera. Pero yo quisiera ser abogada para ayudar a otros en mi lugar. A otros que jamás podrían dormir sin tomarse primero un traguito de Benadryl.


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Oswaldo Estrada (1976) de origen peruano, es narrador, ensayista y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill. Es autor de varios libros de crítica literaria y cultural. Sus cuentos han aparecido en antologías y revistas de Estados Unidos, América Latina y Europa. Suyos son El secreto de los trenes (UAM, 2018), basado en “El guardagujas” de Juan José Arreola, y el libro de cuentos Luces de emergencia (Valparaíso, 2019). Es editor y co-autor de Incurables. Relatos de dolencias y males (Ars Communis, 2020). Su libro Las locas ilusiones y otros relatos de migración (Axiara, 2020) ganó el Primer Premio de Testimonio de la Feria Internacional del Libro Latino y Latinoamericano en Tufts 2020.



 

 

 

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