En Cuba, un negro orgulloso de serlo, Luis Manuel Otero Alcántara, decide inmolarse, pues eso, y no otra cosa, es una huelga de hambre: inmolación. Algunas, pocas, voces intelectuales, se alzan para defenderlo. La progresía cubana, que también la hay, asume un silencio bochornoso. Algunos, cuando se les pregunta por qué su silencio, responden que no están de acuerdo con la visión del arte que Otero Alcántara representa. Otros, regresan con el cacareo insulso de que diciendo malas palabras y creando disturbios populares no debe hacerse oposición. E incluso algunos cuestionan la veracidad de la huelga de hambre, por aquello de “cada vez que un cubano opositor quiere hacerse notar, se mete en el teatro de una huelga de hambre” (esta ha sido una respuesta por interno de un conocido escritor en la isla).
Lo curioso es que esos mismos que ahora se niegan a levantar sus voces para denunciar las causas por las que Luis Manuel Otero Alcántara asume esta huelga, estuvieron defendiendo a gritos en las redes sociales y en sus plataformas académicas el asesinato de George Floyd en Estados Unidos; se sumaron jubilosos y ruidosos a todas las acciones de Black Lives Matter y, de paso, lanzaron sobre la administración de Donald Trump toda la culpa de una acusación de racismo sistémico que, siendo honestos, pesa desde hace décadas sobre todas las administraciones norteamericanas.
Aunque estemos de acuerdo en que se trató de un asesinato, no escuché a ninguno decir que se trataba de un delincuente; tampoco condenaron los disturbios que, siguiendo los dictados de rebeldía de las marxistas confesas que dirigían el Black Lives Matter, conmocionaron y destruyeron cientos de negocios particulares de blancos y negros en ciudades norteamericanas, y mucho menos se manifestaron contrarios al discurso marginal, soez y agresivo con el que los ciudadanos negros (aunque con razones obvias y suficientes para estar indignados) proyectaban esa indignación contra el gobierno. Nos dijeron desde sus “trincheras humanistas” que nada de eso era importante a la hora de defender un derecho mayor: el de luchar contra la injusticia social, contra el racismo.
A esos, muchos de los cuales son intelectuales cubanos que, curiosamente, tienen en sus agendas profesionales el tema de la emancipación de las comunidades negras, les pregunto: ¿por qué ese doble rasero a analizar la realidad? ¿Hasta dónde tenemos que aguantarles sus desvergüenzas convenientemente selectivas? Al menos yo quiero hacerles saber que --ya que vamos a coincidir seguramente, en muchos escenarios culturales, académicos e intelectuales en este mundo que habitamos--, les estaré recordando, cara a cara, como suelo hacerlo siempre, que OTRA VEZ hacen silencio cuando se trata de defender para un opositor cubano que se enfrenta a la dictadura los mismos derechos que tan rabiosamente defienden para otros, en otras partes del mundo.
Y este mensaje va por igual para esos otros escritores, periodistas e intelectuales europeos y latinoamericanos que me conocen y suelen callar ante cualquiera de las barrabasadas contra las libertades, si las cometen eso que ellos llaman "gobierno cubano", aunque ponen el grito en los cielos si esos mismos horrores son cometidos por los gobiernos democráticos de sus países (sobre todo cuando son encabezados por partidos de derecha). Estoy harto de tanta doble moral y tanta desvergüenza. La defensa debe ser honesta e imparcial, no una burda trinchera ideológica.
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AMIR VALLE. (Cuba, 1967). Escritor, crítico literario y periodista. Es considerado una de las voces esenciales de la actual narrativa cubana y latinoamericana de su generación. Reside en Berlín, desde donde dirige OTROLUNES--Revista Hispanoamericana de Cultura que fundó en 2007 junto al también escritor cubano Ladislao Aguado.
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