Un fragmento de la novela recién publicada por Jorge Carrigan: Bailar con la más fea. Una historia sobre el miedo, la duda y el síndrome de la sospecha.
Abrirás la puerta. Nadie. Te asomarás al pasillo para mirar en ambas direcciones. Nadie. “Tanto mejor. Le ronca tener que hablar con alguien a esta hora”. Después de cerrar la puerta te acercarás a la ventana instintivamente y apartarás la cortina para mirar hacia la calle: el hombre de la camisa gris estará allí, en su lugar, fumando plácidamente. Serán las seis y nueve minutos de la mañana, Benjamín, cuando enciendas la radio. En honor a la verdad no nos podremos quejar. Los habitantes de este país tendremos el privilegio de vivir en la tierra más hermosa que ojos humanos vieran; etcétera, etcétera, etcétera. Apagarás la radio un momento antes de que suenen tres toques en la puerta una vez más y no puedas evitar otro sobresalto. Irás a abrir a toda velocidad, pero nada encontrarás. Saldrás, mirarás a un lado y a otro... nadie... te asomarás a la escalera... nadie... volverás al interior... “¿quién será el estúpido?... ¿quién será el comemierda?... ¿quién será el maricón?...” imposible pensar que a esa hora pudiera ser uno de los niños jodedores del edificio. Siendo niño tú mismo tocaste a la puerta de algún vecino para luego esconderte a disfrutar de la reacción del pobre imbécil cuando salía y no veía a nadie. Pero un chamaco nunca lo haría a esa hora, casi de madrugada, un domingo.
Apartarás la cortina, para mirar a la calle de nuevo, y el hombre de la camisa gris que fuma constantemente habrá desaparecido. ¿Cómo es posible que ya no esté allí? Será preocupante, incluso. ¿Sería él quien tocó a la puerta en dos ocasiones?... claro que no... no habrá razón para asustarse; si la primera vez miraste inmediatamente... sí, es cierto que habrás mirado, pero no inmediatamente... ¿cuánto tiempo necesitaría una persona normal para llegar desde tu puerta hasta la calle y pararse allí como si nada? Probablemente entre uno y dos minutos... eso es caminando a un paso normal, pero si corriera podría hacerlo en un poco menos, tal vez en la mitad del tiempo... además, parecerá obvio que es él mismo porque en esa ocasión no le habrá dado tiempo a llegar y colocarse en su puesto. ¿Qué hacer? Si bajaras podrías comprobar si es posible o no hacerlo en menos de un minuto. Tal vez podrías ir hasta la esquina para cerciorarte de que el hombre no está escondido al doblar... o registrarlo todo. Sí, porque también podría ser que esa vez se haya escondido allí mismo, en el edificio y que es por eso que no estará en la esquina. Sentirás algo raro, Benjamín, algo muy raro, que en el fondo se parecerá al miedo. Encenderás de nuevo la radio. La voz del locutor te hará sentir esa otra sensación que se asemeja tanto a la seguridad de estar acompañado; de que alguien podría venir en tu auxilio si lo necesitaras y muy poquito a poco el Benjamín temeroso se irá convirtiendo en un primer boceto de Benjamín Fernández, el seguro, el fuerte, el valiente... Tomarás una silla, la llevarás hasta justo detrás de la puerta y allí te sentarás a esperar. Deberás estar preparado para la próxima.
La radio te repetirá que no puedes quejarte. Este es el mejor país del mundo. Por ahí andarán tantos sociólogos, politólogos, economistas; hablando maravillas de nuestros logros en todas las esferas de la vida... transcurrirá más de media hora antes de que sientas unos pasos cerca de la entrada del edificio. Pegarás la oreja a la puerta para captar cada detalle. Qué maravilla. Desde esa posición podrás sentir cada uno de los movimientos de la persona que se moverá afuera: Atravesará el pasillo... comenzará a subir la escalera... llegará al primer descanso... subirá otro tramo... se acercará... se acercará... unos nudillos débiles golpearán la puerta. Te pondrás de pie, levantarás la silla con una mano mientras con la otra abres de un tirón.
La persona será una mujer a la cual no recordarás haber visto antes. “Buenos días”, dirá ella. “Buenos días”, responderás, y te darás cuenta de lo ridículo que deberás parecer allí, con la silla en una mano y el picaporte en otra, como la reproducción grotesca de un domador de fieras. Relajarás los músculos, dejarás caer la silla y la moverás un par de veces en un esfuerzo por fingir que la estabas poniendo allí cuando la mujer tocó a la puerta, aún cuando fuera absurdo que la estuvieras colocando en ese sitio. “Buenos días”, insistirá la mujer. “Buenos días”, redundarás. “¿Tú eres Benjamín Fernández Yañez?”, preguntará ella con voz suave y una entonación un poco extraña. “Yo mismo soy”, responderás, y ambos quedarán estáticos, frente a frente; y pasarán unos larguísimos treinta segundos antes de que cualquiera de los dos pregunte alguna otra cosa.
“¿Se te ofrece algo conmigo?” Estarás ansioso cuando preguntes eso. Se habrá hecho evidente que la mujer no piensa decir nada más. Tal parecerá que llegar allí y pararse frente a ti hubiera sido su único objetivo y que, una vez conseguido, no tendrá otra cosa que hacer.
“¿Puedo pasar?” La mujer seleccionará cada una de sus palabras con muchísimo cuidado; como si la pregunta tuviera alguna particular significación.
“Sí, pasa”. Estarás tan molesto... pero te resignarás a tratar con aquella persona que además de venir de manera inoportuna, a una hora increíble, no te estará dejando otra alternativa que atenderla.
“Gracias”. Será muy formal la mujer, y su extraña entonación agregará un elemento más a lo molesta que es ya la situación misma para ti, Benjamín.
“¿Se puede saber a qué se debe el honor de esta visita?” Tendrás ganas de definirlo pronto, pero no evitarás que tu frase lleve una evidente carga de ironía. Por supuesto que no estarás dispuesto a perder más tiempo con aquella aparición; pero no habrás querido ahorrarte el sarcasmo.
“Sí, sí, claro. El motivo de mi visita es que...” Ella dudará mucho, pero además, hará que su duda sea obvia, como si darle a aquello un toque de misterio fuera a hacerla más interesante ante tus ojos.
“¿Qué?” Tratarás de cortarle el paso. Será posible que sea una vecina nueva o algo por el estilo; alguien que venga a pedirte un poco de azúcar, pero a esa hora...
“Oye, ¿no te parece que nos conocemos?” La mujer evidentemente estará regodeándose en no se sabe qué idea con la cual pensará despertar tu curiosidad, sin embargo, lo único que conseguirá será molestarte un poco más.
“No”. Tu respuesta tratará de ser tan rotunda que impida cualquier otra especulación.
“¿Estás seguro de lo que estás diciendo?” La muy estúpida actuará con la naturalidad que cabría esperar si fueran las nueve de la noche de un día cualquiera y la estuvieras tratando con la mayor amabilidad del mundo; cuando de lo único que tienes deseos es de que...
“Si para lo único que has venido hasta aquí es para preguntarme esa mierda te puedes estar yendo ahora mismo por donde viniste”.
“Lo que vine a decirte es más importante que eso, Benjamín”. Continuará ella en su terca naturalidad, pero, dejará que en sus palabras se infiltre cierta sensualidad muy muy muy velada.
“Ojalá que lo sea, porque si no...” Dirás y, hablando de infiltraciones, dejarás que tu frase inconclusa sea infiltrada por cierta amenaza, tan ambigua como cualquier otra, pero tan elegante como pueda pronunciarse una amenaza. Sin embargo, seguirás teniendo miedo de algo que no sabrás muy bien qué podría ser. Y será ese miedo el que te hará posponer el momento de mandar al carajo definitivamente a aquel ser.
“¿Sabes de qué vengo a hablarte?” La mujer usará un tono de “eso mismo que estás pensando”. En ese preciso instante tu no pensarás en otra cosa que no sea que te gustaría verla desaparecer, pero así, por las buenas.
“¿Tienes algún interés especial en mi?” Le dirás con el tono del Benjamín seguro que habrás usado en este disparate de conversación, sin embargo, por primera y única vez, pasará por tu cabeza de manera rotunda la idea de que podría haber alguna relación entre esta mujer y el hombre de la camisa gris que fuma constantemente; entonces la pregunta sonará tímida porque eso que sientes que se parece al miedo, comenzará a tener la forma de “eso que estás pensando”.
“¿Puedo sentarme?” Preguntará y señalará la silla sobre cuyo respaldo apoyarás la mano aún.
“Sí, como no”. Te sentirás amable, tan amable como hacía tiempo no lo eras, y un poco ridículo también. La amabilidad te saldrá forzada, por supuesto. La ridiculez será genuina.
“¿Confías totalmente en tu memoria?” Ella se habrá sentado ya y usará otra vez ese tonito de mierda del principio y que tan raro sonó a tus oídos. A pesar de que preferirás hacerte el bobo, Benjamín, sabrás muy bien que estás teniendo problemas de memoria. No se tratará de olvido absoluto, gracias a Dios. Será, en todo caso, una cuestión de lagunas momentáneas, que habrán comenzado siendo dispersas, pero que irán convirtiéndose, día a día, en más frecuentes. Habrás comenzado por olvidar, por ejemplo, los nombres de tus vecinos, los de tus antiguos amigos y hasta el de tu madre, que en paz descanse. Pero no sólo se te irán escapando los nombres, sino también los rostros. Pero eso qué le importará a ella...
“Por supuesto que puedo confiar en mi memoria”. Estarás tan cabrón porque la mujer se haya referido a algo como lo de la memoria; y sobre todo que lo haya dicho así tan fresca como una lechuga. Pero además, ¿de dónde habrá sacado ella que podrá ser posible siquiera que tengas problemas de memoria? La insinuación resultará dolorosa por ser cierta. Será tan difícil escuchar la alusión a tu memoria porque ya a esas alturas habrás olvidado, por momentos, cosas tan elementales como cuánto es ocho por nueve o quién fue el hijo de puta almirante que descubrió América. Todos los libros que hayas leído; todo lo que aprendiste en la universidad; irá y vendrá en tu mente, de manera que en muchas ocasiones pronunciar el nombre de un gran novelista o la notación de un teorema matemático, te provocará una sonrisa hueca, porque sabrás, sin dudas, que novelista y teorema existieron, pero no significarán ya nada para ti. Eso será cuando tengas las lagunas de memoria; sin embargo, cuando amanezcas con la mente clara...
“Si yo fuera tú no estaría tan segura”. Cargará sus palabras de un aire enigmático que no sólo será bastante falso, sino también tan estúpido... ¿Por qué ella lo sabe? Puede que sea casualidad... pero, ¿por qué una casualidad en medio de tantas irregularidades que habrás notado últimamente?... ¿por qué...? Ay, qué bueno sería sacarla de aquí con una buena patada en el culo.
“¿Quieres decirme quién carajo eres tú?” Estarás más que convencido de que, si no la presionas, ella se pasará todo el tiempo hablando sandeces y, cuando se vaya, no podrás sacar nada en limpio. Claro que lo mejor sería que se fuera en ese mismo instante. Es más, si ella se fuera en ese momento estarías dispuesto a sacrificar la curiosidad de saber quién es y a qué habrá venido y la dejarías ir sin hacerle una sola pregunta, pero, por favor, que se vaya.... que se vaya... que se vaya...
“Puede que haya sido tu novia”. Que ella habrá sido tu novia. Ja ja ja... qué disparatado... qué ilógico... qué estúpido... ¿Cómo va a ser posible eso? Si hubieran sido novios por lo menos la recordarías, ¿no es cierto? Sí, sí, lo de los problemas de memoria será cierto, pero no... es imposible. Sin embargo, ella hablará con tanta seguridad que si fueran otras las circunstancias; si aunque fuera la recordaras un poquito no dudarías de que lo que estará diciendo es cierto. Pero no, si ella se habrá aparecido en tu casa a las seis de la mañana... ¿cómo pensar entonces que no es una loca?
“Qué disparate”. Esbozarás una sonrisita que te saldrá amarga y la mirarás con desprecio, pero con desprecio evidente, para que note, si es que puede, que es eso lo que ella te inspira.
“Puede que hasta nos hayamos casado”. Será obvio que la humillación a la que te propusiste someterla con tus palabras anteriores y, sobre todo, con tu actitud despectiva, no consiguieron herir a la mujer que seguirá más fresca que una tarde de enero.
“No, eso sí que es imposible”. Tu carcajada será sincera, aunque, en medio de tu risa, pensarás también que pocas cosas pueden ser tan insultantes como una risotada incontrolable, entonces te esforzarás en continuarla incluso cuando te sientas en condiciones de pararla.
“Puede que tengamos una hija”. Ella habrá esperado con muchísima paciencia a que tu carcajada se apague para hablar. En ese instante, aunque ella apenas se percate, comenzarás a preocuparte. Por supuesto que la posibilidad de que tengan una hija... pero no... ni pensarlo... ¿cómo te vas a poner a creerle una sola palabra a esa loca?... “Eso es más increíble todavía. ¿Por qué no me dices de una vez para qué has venido aquí a esta hora y te dejas de payasadas?” Con esa pregunta cáustica sentirás, Benjamín, por primera vez en mucho tiempo, algo ligeramente parecido a la satisfacción y te extrañarás tanto frente a tu propio placer que dejarás incluso de sonreír de golpe.
“Si vine hoy ha sido, más bien, por casualidad”. Aunque lo que esté diciendo sea una insensatez, una locura, una necedad; la mujer parecerá totalmente sincera. ¿Cómo va a ser posible eso de que sea casual? ¿Cómo va a ser posible cualquier razón que pueda dar ella? ¿Y de la hija, qué? ¿No va a hablar más de la hija que dice que tuvieron?
“¿Has venido por casualidad y has tocado tres veces a la puerta para luego esconderte?” Escupirás las palabras una a una como el juez que tiene en sus manos todas las evidencias y sabe que si el acusado se empeña en negarlas se convertirá en descarado además de culpable. Sabrás, o intuirás, que no existe mejor recurso, para que el otro diga lo que oculta, que decir todo lo que uno sabe. No obstante, tampoco tú preguntarás de nuevo por la hija de la que ella hablara antes. ¿Tendrás miedo de hablar de eso? No, pero es que...
“Está bien. Perdóname. Es cierto que toqué a la puerta y no tuve valor de presentarme delante de ti; por eso fui a esconderme; pero juro por mi honor que fue una debilidad pasajera”. Por muy sincera que parezca a la hora de hablar, por supuesto que no estarás obligado a confiar en ella, mucho menos en su honor. ¿Qué honor puede tener esta mujer? No lo sabes.
“¿Y, para qué viniste?” Recuperarás la paciencia y hablarás muy despacio. Será demasiado el misterio que se estará moviendo detrás de esta visita para ponerte a arriesgar con malos humores lo que podría convertirse en algo muy grave en un par de días. Bueno, tampoco habrá que ponerse tan dramático. Esta mujer será una loca y punto final. Pero si todavía ni siquiera sabrás a ciencia cierta quién carajo es el hombre de la camisa gris...
“¿Para qué vine? Ya te lo dije. Después de todo lo que pasó entre nosotros era lógico que volviera algún día para verte, ¿no?” Oh, no. Esta mujer probablemente no sabrá que tu paciencia se ha ido haciendo, con el paso de los años, cada vez más frágil; y que no se podrá estar jugando con ella. No sabrá que tienes muy malas pulgas; que te importará un pito que ella piense lo que le parezca...
“Está bien. Ya me viste. Lo único que quiero ahora es que te vayas”. Descartarás de nuevo la posibilidad de que la aparición de esta dama tenga que ver con el hombre de la camisa gris que fuma constantemente o con cualquier otro asunto. Pero si no tiene alguna relación con otras cosas, entonces ¿qué hará ella aquí?... ¿se tratará de verdad de una desquiciada, de una loca y nada más?... pero, en todo caso, ¿por qué te habrá escogido precisamente a ti?...
“Yo no pensaba venir”. La mujer empezará a entrar en crisis cuando diga estas palabras. Se notará por su voz un poco alterada y sus gestos que se volverán relativamente más torpes y nerviosos. Haciendo honor a la más estricta verdad, no se podría decir que los gestos de ella fueran elegantes y delicados en algún momento, pero también resultará evidente que algo en tus últimas palabras le habrá hecho daño. Qué bueno será sentir que estás ganando terreno.
“Claro que tú no querías venir, pero un día, por casualidad, te despiertas de madrugada, llegas a mi casa y tocas a la puerta a las seis de la mañana”. Hablarás de un tirón y eso será un error tremendo. Parecerá increíble porque deberías haber sabido que en nada te podría ayudar hacerle un reproche como ese a aquella mujer; sin embargo, en esa ocasión no habrás podido resistirte a subirle el tono a la ironía aunque te cueste extender la discusión hasta no se sabe cuándo. Antes de hacerle el reproche tu inteligencia habrá sabido que ponerte irónico lo iba a complicar todo en lugar de arreglarlo, pero será delicioso...
“Lo que pasa es que anoche no dormí”. La mujer estará tan segura de que ese es un buen argumento que lo dirá casi con lágrimas en los ojos; lo que no sabrá es que a ti eso te va a importar un rábano y que si algo estarás empezando a disfrutar será la posibilidad de ser implacable, golpeante, lacerante...
“¿Y a mí qué me importa?” Estará estrictamente definido que no te importará si ella durmió o si se morirá de insomnio algún día; porque tú, Benjamín, ni siquiera le regalarás la opción de quedarte callado y perdonarla, sino que te habrás empeñado en seleccionar, de todas, la frase más hiriente que encuentres para decirla en el más hiriente de los tonos y la disfrutarás infinitamente.
“Sé que a ti no te importa que me desvele, pero lo que vine a decirte puede ser muy importante para ti también”. A esta mujer no le molestará en absoluto hacer el ridículo. Eso lo habrás notado desde el principio, pero se habrá hecho más obvio aún en la frase que acaba de pronunciar. ¿Cómo se le ocurre seguir hablando?
“Suéltalo entonces”. Te sentirás un triunfador. Hará tanto tiempo que no experimentabas una sensación de superioridad tal como la que estarás sintiendo ante aquella dama, que el placer de ese momento tendrá visos, incluso, de la más legítima felicidad.
“Lo siento, pero no puedo decirlo así como así. Tendrás que darme más tiempo”. La mujer se dará cuenta de inmediato de que una frase como esa estará entre las cosas que no debe decir. Y será claro el instante en el cual se percate, porque enseguida se pondrá de pie, como para defenderse mejor de la furia que le anunciarás de inmediato.
“Vete ahora mismo”. Gritarás esta frase que no dejará dudas de tu deseo. Irás hasta la puerta y la abrirás de par en par, como para apoyar con una acción concreta, inequívoca, tu deseo.
“Quería decirte que tendríamos que vernos con cierta frecuencia, conversar...” Ella estará en una posición de escape, pero no se moverá del lugar. Sin ninguna duda deberá saber que está en peligro de que le hagas daño físico, si dice algo más, a juzgar por sus gestos evidentemente defensivos que se opondrán a la desfachatez de las palabras. ¿Tendrá alguna esperanza de que su diálogo contigo podría continuar?
“Vete”. Percibirás, apenas hayas terminado de gritar esta palabra, de cuánto bienestar te produce, no sólo mostrarle tu superioridad, sino también ser enérgico, violento. Tendrás ganas de seguir. Tendrás ganas de aplastarla y de sentir cómo ella se deja aplastar. Estarás sintiendo algo nuevo; una sensación inédita, pero tan placentera...
“¿Me estás botando de tu casa?” Dará la impresión de que ha notado todo el bien que te hace humillarla y parecerá estar colaborando en el juego, permitiéndote que la maltrates...
“Si tienes alguna duda puedo empujarte por la escalera”. Y te sentirás tan a gusto disfrutando de tu vieja y conocida ironía, esta vez mezclada a partes iguales con esa violencia nueva.
Para la compra de Bailar con la más fea pique en el siguiente enlace de atompress
Para la compra de Bailar con la más fea pique en el siguiente enlace de atompress
2 comments:
El punto de vista utilizado en este fragmento es muy arriesgado, sin embargo, el autor lo logra a la perfección, diría yo. LA intensidad se mantiene. No sé si la novela está escrita desde el mismo punto de vista, lo cual sería más arriesgado aún. De cualquier manera es un reto para un novelista, y eso vale mucho, retarse a sí mismo.
Hay momentos, que marco en rojo para mí, que resultan de verdadera sabiduría del arte narrativo.
Gracias.
Discordo con F.l. Viera: claro que es arriesgado. La segunda persona tiende a cansar y la lectura, que comienza bien, tiende a confundir. Muy arriesgado el autor, debe tener cuidado.
Post a Comment