Publicado en Revista Opinatio (23 Aug. 2002)
San Juan de la Cruz es el poeta místico español por excelencia. Su poema “Cántico espiritual” lo convierte junto a Fray Luis de León y Santa Terersa de Jesús en uno de los traductores más intensos de la búsqueda de Dios y la comunión del alma con éste. El acercamiento que hace de lo divino es mucho más metafísico que el de Fray Luis, y más representacional que el de Santa Teresa. Su poesía, publicada en 1620 “does not really belong to the central tradition of Renaissance poetry in Spain, but rather brings to its climax a special tradition of Carmelite religious verse” (Rivers 19).
Pero si el renacimiento significa entre otros asuntos una redefinición de los temas y del discurso mismo ante la presencia de nuevos intereses y de un nuevo mundo que pugna por ser expresado, el monje carmelita San Juan de la Cruz también trae para éste un nuevo discurso místico representacional en el que se encuentran presentes a un tiempo los versos de Salomón y las églogas de Garcilaso, quienes influyen en el carácter sensual de la poesía de éste, lo cual igualmente puede entenderse como parte de los nuevos intereses renacentistas, amén de considerar que todo encuentro místico es a la vez un cribar físico que permite vislumbrar otros elementos sensuales, pero inherentes a la realidad religiosa.
Más allá de la tradición que recoge, San Juan de la Cruz ha traído para la poesía una forma poética inaugural repleta de futuridades ya que si bien antes que él nadie había hablado en español con Dios de manera comunicativa tan sensualizada, después de él no existe poesía en lengua española mística y/o religiosa, y a veces de amor profano, que no cuente con el “Cántico espiritual” como referente obligado. Considerar el sistema poético transfigurativo desde los textos de San Juan, caso específico “Cántico espiritual”, con alguna que otra incursión cuando sea pertinente a “La noche oscura” y a las “Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación”; permite hacer de este discurso lecturas tan cercanas y lejanas a un tiempo como poesía, misticismo y sensualidad. Para indagar el sistema poético aquí presente hemos preferido ir de la mano del poeta y ensayista Cintio Vitier, siguiendo dos de los ensayos principales de su Poética: “La palabra poética” (1953) y “Sobre el lenguaje figurado” (1954). Para lo segundo, lo sensual, un examen de la representación misma del poema insistente en nociones tales como espera, deseo y realización de ese deseo vinculados estrechamente con el punto anterior.
Desde el primer momento “Cántico espiritual” ofrece una representación a la manera de un breve y poético acto teatral. El hablante-amante conversa con el amado ausente, causa de su herida, ruega hallarle y pregunta por él a los pastores, lo cual remite a un plano concreto, casi bucólico, que se hace mucho más evidente cuando las criaturas responden: “Mil gracias derramando,/pasó por estos sotos con presura,/ y yéndolos mirando,/ con sola figura/ vestidos los dejó de hermosura (Miranda 169). La hermosura aquí se derrama descorporeizada, sobreabundante y pletórica de gracias, lo cual refiere elementos de lo divino o las finezas de Dios dadas a través de su ausencia y de su propia creación.
Largo es el camino de las finezas de Cristo y entre ellas la idea de que el Señor murió para dejar su presencia en el vino y en la hostia; lo que posibilita el goce del Señor, su presencia eterna. El que Dios haya muerto revela que lo ha hecho por los humanos lo cual simboliza su sacrificio por estos y su eterno sufrimiento, posibilitando la vida de aquellos. El que se halle ausente, del mismo modo, posibilita el dolor por su pérdida, y se convierte en una de las grandes finezas pues el humano se acerca a Dios a través del sufrimiento. Si leemos con detenimiento a San Juan de la Cruz se podría encontrar otra fineza en la figura de Dios ausente y hermoso, derramando gracia y hermosura para el humano que se acerca a él como en un festejo. Al mismo tiempo, no se olvide la lectura mística que a través de esta imagen entiende la multitud de criaturas a las que llama gracia, por las muchas que el Señor dotó.
“Cántico espiritual” es, sin embargo de naturaleza dual. A las finezas de Cristo que se suceden por un lado, la figura del Señor derramándose remite también a pensar en la esencia seminal del acto de procreación que para darse necesita de la cópula. Las criaturas, sin embargo, como se indica en el poema son como los “bosques y espesuras, plantadas por la mano del amado!” (Miranda 169) y estos, a su vez, “los elementos, agua, aire, tierra y fuego, que están poblados de ‘espesas’ criaturas, por el gran número, y mucha diferencia que hay de ellas. Cada suerte de animales vive en su elemento plantada en el como en un bosque. Y así lo mandó Dios (Génesis.I).” (Domínguez Berrueta 105). Planteamiento que ubica el terreno divino y convierte a los pastores bucólicos con los que se habla en representantes de esa idea en la tierra, es decir, en los seres encargados por el amado del pastoreo de las almas.
La poesía en San Juan es encuentro místico, pero del otro lado puede ser comprendida como realización poética, para lo cual debemos asumir diversas categorías interrelacionadas tales como memoria y olvido, participación, saber poético y comunicación, voz, escritura, silencio y transfiguración. La memoria, es desplazada de la visión del amado al recuerdo de éste en las criaturas creadas. Alimenta la espera y el deseo por las “hermosuras” de un cuerpo visto en su transparencia y desde su transparencia penetrador. Para las experiencias poética y mística la memoria tiene función primaria y nutricia y, por extensión, eminentemente artística al actuar sobre ambos en el quehacer poemático del uno y al ser, en ambos, elemento unitivo del individuo en otros éxtasis.
El éxtasis es fuente de inspiración donde pugna el impulso que mueve al poeta y al místico -¿o son uno los dos?- con la forma en que ha de expresarse. Todo ello condiciona un goce estético en que los sentidos han de sentirse agotados a la vez que liberados, en una catarsis de lo inefable y/o en un orgasmo del cuerpo físico que deben hallar genuina forma de representación estética y/o liberadora.
De esta manera, el Saber poético se presenta en sí mismo inagotable, característica fundamental de la obra de arte que encierra varios e ilimitados niveles de lecturas e interpretaciones. Saber que dentro de una concepción mística encierra no sólo la historia en su devenir sino la trascendencia íntima del alma humana que exige ser objetivizada. Concreción y trascender son resultados de un esfuerzo en que lo singular y lo universal cobran su absoluta soberanía, ya que es imprescindible ofrecer lo singular en su propia multiplicidad y la sobreabundancia o la hermosura que se derrama debe ser convertida en símbolo de unidad constituyente.
Las categorías, no obstante, se mezclan en relación con el todo. Memoria y éxtasis coadyuvan al resultado de una Síntesis intuitiva, o sea, las vivencias mismas de poeta y místico se convierten en experiencias poéticas y divinas en un sucederse impetuoso de la idea, de modo que ambas encuentran un alivio doloroso en el mismo proceso de experimentarlas. Proceso que exige de ambos una Participación.
La Participación no es más que la acción misma del objeto en el sujeto. Es el primero el que acciona en el creador que es observado, dentro de una concepción ideal, como un ente pasivo en actitud de espera, ruego; concluyendo que la creación sólo se manifiesta en el sujeto como participación de Dios o de la poesía -¿o son una las dos? Poesía y divinidad penetran en el creador como espíritu o fuerza que ordena en sus súbditos.
Esta perspectiva ha de entenderse a través del carácter de reflejo activo del sujeto; en tanto, éste como ser total y como objeto de la creación, es modelado por su capacidad estética en su papel de sujeto, lo que le permite arribar a la idea de la creación como autocreación. La actividad en este caso crea un sujeto para el objeto y un objeto para el sujeto; y dentro de esta concepción la creación, también experiencia mística, se opera a través de una participación que no admite iniciativas desde un punto de vista unilateral y subjetivo (Vitier 25).
“El alma pasiva, sin embargo, es la que está abierta y dispuesta a recibir las iniciativas que le lleguen de Dios, aunque ello implique poner el alma en toda la enajenación y soledad posible. La pasividad es sinónimo de receptividad, ahuecar el alma para que vacíe Dios en ella su sabiduría” (Barrena 124). Ni para el místico ni para el poeta religioso la pasividad significa un estado de reposo. Todo lo contrario, a ella le es inherente la “interna actividad” del espíritu imantado por la pulsación de los deseos, mientras la espera y el deseo por Dios y/o por la poesía se erigen en fuerza mayor para ambos. La fuerza que los hace caminar hacia el instante creativo (poeta) y/o unitivo (místico).
La noción de que el olvido regresa a la memoria pudiera parecer confusa a primera vista. Nada más errado. El olvido es semejante a las aguas del río de la Despreocupación de Platón: la memoria se pierde al beber en estas aguas; sin embargo, en esta pérdida se retorna a la unidad concéntrica de la misma, pues se hace pacto silencioso y Olvido y Memoria devienen la zona virgen desde la cual emana la poesía, y las experiencias místicas y del deseo. ¿Acaso no resuenan con fuerza los siguientes versos de “Noche oscura”: “Quedéme y olvidéme,/ el rostro recliné sobre el amado,/ cesó todo, y déjeme,/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado.” (Miranda 182), en el que en el acto en el cual el alma se olvida de sí misma, a la par que se siente abandonada, entra en un mundo levitativo, signado nuevamente por la espera del amado reconocido por la sobreabundancia de las hermosuras que derrama. Punto ciego donde el poeta encuentra el instante creativo que no puede nombrar, el místico la corroboración de una ciencia trascendente invisible pero presentida y el amante la esencia dolorosa y placentera de la partición, el goce y la germinación.
Místico y poeta coinciden, no obstante, en plasmar sus experiencias a través de la palabra lo que nos habla de la importancia que otorgan al valor de lo escrito por su carácter duradero en el tiempo, lo que posibilita la transmisión del adentro o voz silenciosa del poeta. La voz, según esta concepción, no se define y sólo puede tener comparación con una mudez, en que los gestos no alcanzan el querer decir que habita el fondo del ser. Sobre ello avisa San Juan en sus “Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación” (Miranda 187-188):
Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado,
que se quedó sin sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu, dotado
de un entender no entendiendo,
toda sciencia trascendiendo
Voz y escritura dan lugar a un silencio, y el silencio se remueve en esta propia voz indefinible y en esta escritura que pugna por comunicarse. Es un silencio a lo humano comunicable y también incognoscible, por lo que “La palabra, además, no es una cifra dichosa, una combinación afortunada, sino un silencio que golpea los orígenes como eterno acto naciente de la voz y el nombre (Vitier 67). De modo que la escritura, que es también diálogo, exige una participación cuando se presenta lo comunicable.
La comunicación se iguala a la Participación cuando místico y poeta vuelven a emparentarse. El uno trata de aprehender su experiencia divina mientras el otro se abre para recibir el don divino de la poesía, lo cual también puede comprenderse como un azar concurrente pues ambos llegan al punto máximo de lo deseado. Abiertos así ambos a una experiencia casi idéntica quedan convertidos en los sujetos mediadores de la comunicación cuyas funciones no difieren en lo esencial pues a ambos toca la misión de testificar, de hacer partícipes a los Otros (receptores que no alcanzan estas experiencias) tal privilegiada posición. El negarse a ello no estará acorde con los designios de Dios sobre ambos videntes. A través de la Participación, artista y místico comunican, salvan y revelan a su modo las vislumbres fugaces de la vida en un dinámico proceder estético. Así, se interroga el origen mismo de la poesía pues, de acuerdo con dicha concepción, ésta brota desde la propia nada personal en el acto creativo, es traducción de esta nada y de la voz del silencio a la lengua escrita.
La poesía dentro del corpus estético de San Juan de la Cruz es encarnación del cuerpo de lo divino y, por extensión, de la sobreabundancia derramada, germinativa y seminal del amado, y se produce por medio del descendimiento de lo incognoscible místico a un lugar de encuentros concretos que el hombre cree conocer. De modo que ésta necesita de un acto puro, independiente, a la vez que requiere con lucidez otros centros en los que gravite con fuerza más. Ella se origina y desciende, participando en el sujeto creador y comunicando la palabra a la entrega, a la vez que hace partícipes a poeta y místico de un tiempo donde se unen pasado, presente y futuro, al cual se ha dado en nombrar el tiempo de la reminiscencia. Este es el tiempo de la memoria que se universaliza y se ofrece en la escritura poética para perdurar, y es la acción de restituir su origen a lo humano: “Debajos del manzano,/allí conmigo fuiste desposada,/allí te di la mano,/y fuiste reparada/donde tu madre fuera violada” (Miranda 175).
Poeta y místico se desposan bajo el árbol donde el Hijo de Dios se desposó con la naturaleza y por consiguiente con cada alma (Domínguez Berrueta 127). Con esta unión tratarán de curar la violación primera del cuerpo herido del amante que incesantemente busca sanación de su herida divina en el no menos divino amado. El que lo amado hiera humaniza su presencia mientras su capacidad de sanación enfatiza su poder divino, dando paso a una relación presente en toda mística: la presencia del dolor y el placer, donde resulta casi imposible discernir dónde empieza uno y termina el otro o viceversa. ¿No es acaso en la “Noche oscura” donde una figura se convierte en la otra cuando sucede lo inefable (Miranda 182):
El aire de la almena,
cuando sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
En este análisis donde consideramos la poesía desde la poesía misma, o sea, a través de su propia intimidad; es decir, del acto donde místico, poeta y amante participan en el universo del silencio, a partir de ello, repetimos, resulta lógico hablar de un contenido nuevo de la metáfora anunciado desde San Juan de la Cruz. Para ello, preferimos esclarecer tal concepto con las palabras de Vitier para quien esta figura literaria se presenta sin mediaciones y como agente descubridor de un mundo que hay que nombrar: “La metáfora es el hecho expresivo espontáneo por definición, y a esta luz no comprendemos que se le sitúe dentro del simbolismo reflexivo” (Vitier 67); por tanto, si no median reflexión y comparación, y la metáfora encierra y encarna verdades al nombrar y abrir caminos, se opera así un cambio, deja de existir el lenguaje figurado, dando paso a una realidad transfigurada, o sea, una síntesis que en el espíritu funciona y que encarna en su descendimiento. Veamos la necesidad de una realidad y un discurso sin mediaciones y deseante del conocimiento en los siguientes versos: “Acaba de entregarte ya de vero;/ no quieras enviarme/ de hoy más mensajero,/ que no saben decirme lo que que quiero” (Miranda 169). De lo que se concluye que para la mística de estas páginas la verdad se manifiesta sólo a través de este proceso mediador y transfigurativo, contrario a la simulación aristotélica, pues la palabra, según este criterio místico encarna el cuerpo del ser y de la visión, haciendo realidad el encuentro físico con lo divino.
La metáfora es, no sólo según nuestro teórico, sino para el místico y el poeta religioso, movimiento del espíritu, que cobra inmediatez al nombrar y que tiene en sí una medida de penetración en lo extraño que desentraña. Se completa así un sistema de categorías en un mundo de transfiguración que es siempre latente de trascendencia del alma humana que palpita y del espíritu que en su génesis crea y muestra verdades en vínculo amoroso con la poesía. Así, las testificaciones poéticas y místicas dadas, cuyos lenguajes utilizan traslaciones de sentido, sobrevienen de un rapto de la inspiración, tal y como son imaginadas. La concientización del procedimiento es posterior, ya que no se da, como aquella, de manera inconsciente, subjetivamente, en sorprendente vislumbre.
Este ángulo que permite comprender transfiguración versus metáfora ha de ser visto como una teoría del lenguaje sujeta a la esencia religiosa de la poesía. La realidad de San Juan en su acercamiento a lo divino exige una urgencia comunicante que se ofrece traslaticiamente en el espíritu; en síntesis, haciendo que la realidad misma surja transfigurada. Transfiguración entonces no es mutación sino una definición perteneciente a un contacto con la trascendencia; todo sale del poeta y del místico y el sentido que en este ser dual cobra la vida es igual traspasado a su mente. La realidad es transfigurada.
Transfiguración y no metáfora puesto que a lo cristianizado le es inherente un sentido de igualdad y no de metamorfosis. Este debe ser entendido como un movimiento perteneciente al orden del espíritu, inmediato a la realidad que penetra, de manera que como la metáfora, presenta por igual su agencia descubridora.
Si seguimos algunas de las palabras de Vitier podemos entender cómo la poesía es sustancia que se adueña del instante poético –para Vitier- y, por extensión, del encuentro divino –para San Juan-, en sus actos de creación y éxtasis, o viceversa: “ …/ la poesía no es figura sino sustancia; no es ilusión sino realidad; no es lenguaje indirecto sino directo; no es eludir, sino afirmar; no es amaneramiemto, sino figura” (Vitier 67).
Entendida la poesía como sustancia, realidad, afirmación y figura, cargada toda ella de un valor cognoscitivo y trascendente cuya base es la transfiguración entendamos los siguientes versos a través de los que San Juan convierte lo Uno deseado en lo Otro deseante y viceversa, en una especie de ecuación equitativa: “¡Oh noche que guiaste!,/ ¡oh noche amable más que el alborada!,/ ¡oh noche que juntaste/amado con amada,/ amada en el amado transformada!” (Miranda 182). Ecuación atractivísima por demás, pues la ausencia de descripciones precisas amplían dicha lectura a la fusión de alma y cuerpo que realizan los amantes, enlazados mediante el encuentro sexual a ser una sola entidad en la que resulta de igual importancia la cópula del alma. Mucho más interesante pues implica la unión corporal en el plano místico entendido solamente, según la tradición, en el nivel del encuentro de las almas elevadas, excluyentes de las representaciones del mundo de los instintos, es decir, del cuerpo. En San Juan cuerpo y alma son una sola entidad pues el Señor es figura traspasada por la mente y en su encuentro, ambos, Dios místico y poeta, tienden a hacerse Uno por medio de la transfiguración.
En el neoplatonismo, la primera emanación del Uno es el Intelecto. La emanación semeja un parto continuo, contracciones que dan lugar a…; siempre hacia fuera lo que expulsa, el sujeto gracias al Uno y Creador, está dotado de inefable gracia, ya que el orden universal le depara un sino de bienestar, pues ha de retornar a Dios, el hombre es esencialmente alma, por lo que, estando poseído por el intelecto, emana pensamiento y produce una realidad hacia el exterior: su real ser es aquel desprovisto de elementos sensibles (materia), capaz de virtudes que tienen su nido en el alma. El hombre es alma y el artista, también el místico, es en consecuencia siempre menor que su arte, que la transmisión en palabras de su encuentro, en tanto que se convierte en ser particular único, quien al entrar en estrecha intimidad con el emanatismo prótico, causa lo Uno, genera, porque, según Vitier en “La emanación”: “Todos los seres llegados a la perfección generan y, por lo tanto, el ser que es siempre perfecto genera siempre: genera un ser eterno y que es menor que él” (Vitier 36). ¿No sirve la siguiente imprecación como ejemplo tácito de la afirmación anterior: “No quieras despreciarme,/que si color moreno en mí hallaste,/ya bien puedes mirarme,/después que me miraste,/ que gracia y hermosura en mí dejaste” (Miranda 177).
Esta dirección sobrevalora lo individual y parte de un sustrato último, Dios. Dios como límite y fundamento de todas las concepciones del universo a que toda experiencia conduce cuando se penetra sensorialmente en el mundo y se concluye que el principio de éste es el Yo. El resultado, necesariamente, es que Dios es ante todo inteligencia, el único que se piensa a sí mismo; y la sensoriedad humana es el punto mediador. Todo ante Dios es sentido, por ello, el místico quedará “olvidado”, “herido”, “clamando”, “suspendido” dentro de esta experiencia suprema.
La idea exaltada aquí es que todo esfuerzo conduce a la vida del espíritu, y así magnetizado por la fidelidad y obediencia donde poeta y místico sostienen una relación donde estos son siempre menores que arte y Dios pues ellos y lo por ellos creado dependen de la Emanación del Intelecto y ésta a su vez del Uno, Dios, Alma Universal.
Pero si las experiencias poética y mística necesitan de una escritura sin mediaciones en esta concepción del mundo, para que ambas operen es necesario también el sentido primero de fidelidad. Ambas, como en una suerte de concurrencia, comprenderán la poesía como vivencia concreta, vislumbre y transmutación simbólica que responde, en consecuencia a la inspiración cristiana. Siendo ella “espejo de la vida” impone ver por su través la realidad reflejada, la verdad de que tiene que dar fe, al tiempo que se convierte en experiencia de la vida, en una “llama de amor viva” que irradia por sí sola. Considerando que la fidelidad del momento deviene palabra, ésta se carga de un poder único y exclusivo. Todo lo existente tiende hacia la palabra que puede tornarse poesía: aspiración máxima. De este modo, la palabra adquiere significación de duración, permanencia e inmensidad
Memoria, participación, escritura, voz, metáfora, realidad y fidelidad se entrelazan en el sistema conceptual que nos sirve de base para comprender ciertos aspectos de la poesía transfigurada y cristiana de San Juan de la Cruz. Sin la memoria es imposible hallar el éxtasis. El éxtasis a su vez exige la participación que funciona en doble resultante, en la actividad de creación y en la de lo comunicable por medio de la voz y la escritura; todo ello se opera en un campo de obediencia y fidelidad, por lo que no median reflexiones ni comparaciones, sólo síntesis intuitiva, característica de una energía mística que encarna en una realidad transfigurada.
Realidad transfigurada que en San Juan se representa tras un viaje del alma necesitada de salvación en busca del Señor. Pero, ¿qué tipo de salvación es esta, dando por supuesto que es un alma pura? ¿Quién ha ocasionado su herida, el mundanal ruido o el propio Señor? Si el Señor ha causado la herida, ¿por qué ha de salvarse de esta idea? Y es que más que salvarse, lo que busca el alma herida en la visión de lo divino es una comunicación con ello. Una vez que el alma ha asistido a esta visión la realidad se ha transformado porque se conoce el Otro mundo, símbolo de lo Uno que penetra en el sujeto, modelándolo en todas sus formas: “Entrado se ha la esposa/ en el ameno huerto deseado,/ y a su sabor reposa,/ el cuello reclinado/ sobre los dulces brazos del amado” (Miranda 173).
El huerto, según una estricta interpretación mística es “una transformación en su Dios, que es el que aquí llama huerto deseado. “‘Ven y entra en mi huerto, hermana mía, Esposa, que ya he segado mi mirra, con mis especies olorosas’ (Cant. I, 1)” al tiempo que los dulces brazos del Amado son los dos Dios significando su fortaleza (Domínguez Berrueta 127). Y ambos, poeta y místico descienden la noche oscura para hallar después de ella no sólo la visión de Dios y del alma sino su concreción. Por eso ambas, poesía y mística penetran y son penetradas a un tiempo por la misma esencia: la sustancia y/o la esencia de todo origen primigenio que ambas buscan y en él, el verbo, para nuevamente expresar no sólo las cosas de la realidad sino la realidad de las cosas.
Poeta y místico son uno en la noche oscura del alma que tras la fase purgativa desea ascender, mientras, ambos, son amantes deseosos. Si sólo el amor ve y por el amor se ve, puede entenderse que la igualdad poeta-místico-amante amplía la noción de lo divino, comprendiendo a Dios no sólo vestido de hermosura; es decir, habiendo dotado cada naturaleza humana, sino de amor con el que se desposa con cada criatura viviente.
Tal igualdad donde el ser busca a través de la poesía nos lanza, de la misma manera, a una aprehensión otra de la realidad. Es decir, si el deseo de conocimiento de poeta y místico se opera en el deseo de atrapar la realidad inapresable y encarnarla en historia, estamos pues en presencia de otras verdades reales que en la historia encarnan en la poesía y de una realidad que existe en la poesía y que a su vez se encarna en la realidad histórica.
La escritura pues, para ambos amantes, místico y poeta, adquiere un signo de sagrado símbolo que ha de penetrar. La palabra, como consecuencia, es el orden perfecto y todo lo que no se convierta en ella es confuso. Y, la poesía, como la mística, es el acto del encuentro, de la creación y de la transfiguración divinos que incesantemente traduce al espíritu en su sucesión histórica. Encuentro donde cada emanación crea hacia afuera, expulsa y sobreabundantemente fecunda y germina como en el más puro acto procreativo de lo humano.
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