Cuento publicado íntegro y por primera vez en la Red.
Como esa alegría de mi pareja se ha ido resquebrajando ya no le estoy encontrando tanto sentido a mi esclavitud. Por eso me doy a recordar con frecuencia mis primeros momentos en esta casa, cuando ellos llegaban de la calle sonrientes, se detenían frente a mí y se ponían a conversar.
--¿Recuerdas, querida? Ese fue el primer día que estuvimos juntos.--Claro que lo recuerdo. Por cierto, no hay un lugar más hermoso en la tierra. ¡Qué palmeras, qué arena, qué azul tan intenso!
O me doy a recordar, todavía mejor, todo el tiempo anterior a mi esclavitud.
Mi desgracia me llegó, precisamente, de tanto amar la libertad. Yo era un niño rubio y pecoso que una tarde se cansó de ser rubio y pecoso y dejó de ir a la escuela para no oír esa descripción en boca de los demás muchachos.
--Eres blanco como una rana--me decían.
--Pareces un dulce de ajonjolí--me decían otros aludiendo al enorme número de pecas que mostraba mi rostro.
Entonces mi madre me cogió por la oreja y, arrastrándome, me llevó hasta la escuela sin atender al reguero de lágrimas que yo iba dejando por el camino.
--A usted se lo encomiendo, don Servando--le dijo mi madre al maestro--. Oblíguelo, déjelo en penitencia, haga usted lo que mejor le parezca. El caso es que estudie como los demás niños del barrio.
--Pierda cuidado, señora--dijo don Servando a tiempo que se aferraba él también a mi oreja y me la retorcía hasta convertirla en un tirabuzón.
Me senté en mi pupitre con una docilidad que nadie podía imaginar. Sacaba la lengua y me la pasaba por los labios para recoger las lágrimas y entretanto seguía pensando cómo se iba a realizar mi fuga. A las seis sonó el timbre y todos salimos al patio para saludar la bandera. Luego ingresamos en una larga fila que se dispersaba exactamente cuando los pies de los muchachos tocaban la calle. Entonces, lo que hasta ese momento había sido compostura y silencio, se convertía en corre-corre y gritos a todo pulmón. Cuando pasé junto a don Servando, que vigilaba siempre con mirada severa nuestra salida, me di cuenta que yo estaba destinado a escuchar un nuevo sermón.
--Psch ... Es a usted, Lorenzo.
Antes de escuchar mi apellido alcé la vista hasta el maestro.
--Diga usted, don Servando.
--Acuérdese, quiero verlo aquí mañana temprano. Que no vuelva a ocurrir lo de hoy.
--Sí, señor -dije y eché a andar torpemente, cabizbajo, de nuevo mis mejillas mojadas por las lágrimas.
--Hoy la ranita está muy tranquila--escuché decir a mi lado. Se me pareció a la voz de Agustín o a la de Enrique. Pero ya no me interesaba saber quién lo decía. Al llegar a la calle Real, en lugar de doblar a la izquierda para seguir hacia mi casa, doblé a la derecha. La calle, en esa dirección, conducía a un pequeño puente de madera y más allá del puente empezaba el campo. Diez minutos después estaba sobre el puente. Me acodé en la baranda, miré a un lado y al otro, y dejé caer libros, lápices y libretas al río. La rápida corriente del río los hizo desaparecer en seguida de mi vista y tuve que volverme hacia la baranda opuesta del puente para ver todavía algunas libretas abiertas en dos, navegando sobre las aguas. Una de ellas se enredó a unos bejucos de la orilla y yo pensé que quizá sería la de matemáticas, asignatura que me era especialmente desagradable.
Sin esperar a que esta última libreta se hundiera en el agua empecé a caminar. Ya anochecía y las pequeñas casas campesinas que bordeaban el sendero por el que yo iba, envueltas en el crepúsculo, parecían figuras recortadas con tijeras en un papel negro y pegadas en un cartón rojizo. Con las primeras sombras fui llenándome de miedo, y al cabo de un rato sentí en el estómago la presencia del hambre. Tuve el instintivo deseo de entrar a una de esas casas y solicitar comida y cama, pero en seguida me dije que la gratitud conlleva siempre un poco la pérdida de la libertad y que era preferible seguir adelante, confiando en que el azar proveyera.
Dejé a mis espaldas las casitas que filtraban por mil grietas sus lucecitas de aceite y de queroseno. Avancé por entre árboles cada vez más copudos, el oído atento a los cantos de las lechuzas, al aleteo de yaguazas y codornices, a la veloz caída de los mangos en sazón, que abandonaban las ramas más altas para pintar inútilmente la tierra de amarillo. Extenuado, me dejé caer al pie de un árbol cuyas abultadas raíces me sirvieron de almohada.
A medianoche desperté sobresaltado tras un raro sueño en el que un perro me pasaba el hocico por todo el cuerpo. Pensé que mi sueño no podía ser más que el resultado de una de esas frecuentes asociaciones durante las cuales la imaginación es un calco exacto de la realidad y que, lógicamente, un perro debió haberme estado lamiendo mientras yo dormía. Sin embargo, ningún movimiento se apreciaba en la oscuridad a mi alrededor. Con los ojos agrandados, que debían emitir fosforescentes señales en la noche, volví a pensar en mi difícil situación, solo, hambriento y perdido en medio de la campiña.
--Hasta un perro lleva mejor vida que yo--dije y me puse a desear la vida de un perro. Preferiría andar en cuatro patas, quise agregar pero sólo me salieron entrecortados ladridos. Traté de incorporarme y de echar a correr, ganoso de escapar a mis propios sonidos de perro. Ahora corría, en efecto, pero apoyando en la tierra los pies y las manos, con mi hocico rozando la hierba menuda y fina, empapada por el rocío de la madrugada. Cuando vine a ver, siempre corriendo, me encontré delante de una de las casas. La puerta estaba abierta y no me sentí capaz de detenerme y volver sobre mis pasos. Entré y me derrumbé debajo de una mesa, el rabo enroscado en una de mis patas traseras y la lengua afuera, acezante. La familia ya estaba despierta. Mientras la mujer colaba café en la cocina, el hombre, sentado en un taburete, se entretenía dándole vueltas entre las manos a un sombrero alón y conversando con un niño que no pasaba de los nueve años.
Durante un tiempo que no pude precisar--tan desconcertado me encontraba--nadie se fijó en mí. Pero cuando la mujer llegó de la cocina, el hombre se inclinó para tomar el café y nuestros ojos se encontraron.
--Eh. ¿Qué hace ese perro ahí?--preguntó.
La mujer y el niño también me miraron.
--Nunca lo he visto-dijo la mujer--.No es de ningún vecino que yo conozca.
--Mira qué lengua. Tiene rabia -dijo el niño.
El hombre se puso de pie y caminó alrededor de la mesa, observándome con cuidado.
--No, no está rabioso. Está cansado. Dale un poco de agua, Toño, anda.
El niño hizo sonar el tinajero y después de algunos gestos nerviosos me acercó un plato de peltre rebosante de agua. Comencé a amarlo como no había amado a nadie en la vida. Era un niño hermoso, rubio y blanco como yo lo había sido y llevaba un gracioso sombrero de guano echado hacia atrás, en la misma punta de la cabeza, como si un clavo en la nuca mantuviera ese difícil equilibrio.
--El perro es para mí--dijo el niño. Entró en la habitación contigua y regresó con una soga. Rodeó mi pescuezo con ella. Luego tiró de la soga con el propósito de que yo me pusiera de pie y lo siguiera, pero en ese momento no me era posible el menor movimiento. Traté de explicarle con la mirada que yo hubiera deseado complacerlo y que seguramente después de un buen descanso lo haría. Pero el muchacho estaba ganado por la impaciencia. Seguía tirando de la soga hasta hacerme daño. Como yo no me incorporaba tomó en sus manos un palo y me lo encajó repetidas veces en las costillas. Yo lancé un gruñido y mostré mis dientes en una simple actitud defensiva.
--Está rabioso de verdad--dijo el hombre. Le arrancó el palo de las manos al niño y comenzó a golpearme con furia. Saqué fuerzas de donde no imaginaba. De un salto abandoné la casa pero el hombre seguía detrás de mí, propinándome nuevos golpes. Al cabo lo perdí de vista. Seguí caminando todavía lleno de temor, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas. Cuando escuchaba algún ruido cercano lanzaba un quejido, esquivaba el cuerpo y avanzaba con mayor premura, mirando a un lado y al otro sin cesar.
Así fue cómo me puse a pensar que yo debía ser un animal más fuerte y más grande y más digno de respeto, como el toro por ejemplo, y en seguida con mis pezuñas estaba golpeando, enfurecido, contra la tierra donde la hierba crecía casi hasta la altura de mi pecho. Me daba cuenta que sólo una semana atrás mi libertad había sido absoluta, que caminaba todo el potrero a mi antojo y que me paraba en dos patas y echaba sobre las vacas el peso de mi enorme cuerpo estremecido, pero que ahora me veía obligado a andar en círculo alrededor de una estaca a la que estaba amarrado por una gruesa soga.
No comprendí por qué ocurría aquello hasta que dos hombres -mis dueños- se me acercaron. Entonces los oí conversar. El gobierno, según comentaban, aconsejaba a los pequeños agricultores la cría del ganado de carne en lugar del ganado lechero. Y yo--lo supe en ese momento--era un espléndido ejemplar Brown Swiss.
-Es una lástima tener que venderlo--dijo uno de ellos.
-No, hombre. ¿Para qué? Nadie va a querer pagar ahora lo que vale. Y además en la finca necesitamos un buey.
Yo había deseado Ser un toro, no un buey, y por lo mismo me negaba a seguir el destino que se me ofrecía. Para escapar a la crueldad que me esperaba, deseé convertirme en un zunzún, el pájaro más pequeño del que yo tenía noticias. Sin embargo, no pude conseguirlo pese a los esfuerzos que hacía, y me vi obligado a sentir el desgarramiento entre mis patas traseras. y a aceptar mi triste condición de buey. Una tarde, cuando ya los dolores habían desaparecido, mientras rozaba con mis belfos la fresca hierba del potrero, me convertí en zunzún.
Fueron necesarias muchas experiencias como ésa para comprender que podía cambiar de perro a toro o de zunzún a gato, no cuando avizoraba un nuevo peligro sino justamente cuando ya concluía el sufrimiento que me reservaba cada encarnación escogida. No era lo más deseable, ciertamente, pero entre todos los males resultaba el menor. Siempre hostigado por alguien o por algo fui sucesivamente conejo, caballo, grillo, araña y mariposa hasta que un mediodía, volando sobre la playa en forma de gaviota, me dije que estaba aburrido de todas las formas animadas y que quizá la mejor manera de ser libre era convertirme en paisaje.
La cabeza de un hombre está hecha de cosas que se mueven y de cosas que permanecen en su sitio: la mía, al menos, la formaban un trozo de mar que cambiaba constantemente de colores y de olas, y las piedras porosas y puntiagudas que le servían de barrera a ese mar. Unos arbustos -palmeras y uvas caletas- se afirmaban en la aridez de la roca y crecían milagrosamente para poner al viento las hojas y las pencas de mi cabellera. Mi cuerpo era una enorme franja de arena, blanca y fina, y mis piernas, la hierba que crecía en los canteros próximos a la calle. Un largo muro de piedras blancas me cruzaba el vientre como un cinturón.
A veces mi situación era para sentirse alegre. Me complacía saber que, sin salirme del lugar que me estaba destinado, podía entrar en comunicación directa con mucha gente, sobre todo en el verano. Meneaba un dedo y llenaba de arena el balde de un niño; estornudaba y volaban los sombreros de paja de las mujeres; y si lloraba, porque a menudo todavía soñaba con el niño que había sido, mojaba con mis lágrimas las parejas de enamorados que caminaban por la arena y después se aventuraban hasta las piedras de mi perfil en busca de mayor soledad. Pero a las parejas de enamorados no les molestaban las salpicaduras de mis lágrimas.
En el invierno yo no era realmente un paisaje feliz. No venía casi nadie a visitarme, salvo algunos arquitectos, acompañados de señoras gordas, que hablaban de techos y paredes, de portales y habitaciones, que amenazaban con construir viviendas sobre mi brazo izquierdo, pero que nunca pasaban de los proyectos. El último invierno que allí estuve solamente me visitó una pareja de enamorados. Ella era trigueña y tenía el pelo largo, y yo todo el tiempo me lo pasé soplando y soplando para ver su hermosa cabellera levantarse como el ala de un pájaro y después caer sobre su nuca. El hombre era delgado y pálido y la miraba con unos ojos brillantes como si tuviera fiebre. Ella contestó una pregunta que, seguramente, él venía haciendo desde mucho tiempo atrás y la contestó del modo que más agradable resultaba al corazón del hombre porque de pronto él le tomó las manos y se las besó y luego la besó en la boca y finalmente, sin poder contener su nerviosismo, corrió hasta el automóvil que estaba detenido en la calle cercana y se apareció con una cámara fotográfica entre las manos.
--Sonríe, anda--dijo.
Pierre Auguste Renoir: Mujer en el jardín (1868) |
--Me iré a vivir con mi madre--dijo la mujer.
--Claro, como que esta casa es un infierno.
--La casa no, tú--agregó la mujer.
El hombre apretó los puños y miró hacia todos lados, buscando algo en que pudiera descargar su furia. Entonces corrió hacia mí, me tomó entre sus manos y me lanzó contra el suelo.
--No quiero ver más este retrato--dijo.
Como el cristal estaba roto le fue muy fácil sacarme del marco. Me miró por un momento inexpresivamente y empezó a hacerme pedazos. Tanta era su furia que el mayor de mis pedazos no era nunca mayor que las uñas de las manos que me estropeaban. En el suelo pensé que había llegado el momento de ser libre. Intenté convertirme otra vez en niño. Pero como yo había sido alimentado por el amor de ellos dos y ya ese amor no existía, no pude reunir mis partes.
No comments:
Post a Comment