5.29.2011

JOSÉ LORENZO FUENTES: TAREAS DE SALVAMENTO

Cuento publicado íntegro y por primera vez en la Red.



No niego que cuando entré al hotel me molestó el olor a cebollas, a manteca rancia y a trapos húmedos, todos esos olores confundidos en un solo olor intransferible, que únicamente tendría en el mundo el hotel de Gonzala, y acaso también el rostro de la dueña detrás de la carpeta y desde luego las paredes sucias y descascaradas, y la escalera (esto lo supe después, cuando ya había alquilado la pieza) que conducía hasta el segundo piso, con sus peldaños soltando pedazos. Pero uno se cansa de hacer cosas en la vida sin encontrarles explicación. O la explicación está en el deseo de llevarle la contraria a la gente. O simplemente no tienen explicación.
--Solamente hay agua de siete a ocho de la mañana, las tuberías son un puro salidero, hay ratones--dijo Gonzala como si fuera la dueña del hotel de enfrente. Abría los brazos aparatosamente mientras hablaba y después, con los puños apretados, se los incrustaba en las amplias caderas.
Por un momento hasta me figuré que estaba molesta de no encontrarse con mi arrepentimiento.
--Acepto--dije y comencé a caminar delante de ella, que me indicaba dónde debía poner los pies porque en la escalera (eso era lo que al subir me iba diciendo) había que sortear .. unos cuantos riesgos, nadie se aventuraba a pisar firme en los escalones séptimo y noveno, y el undécimo estaba por ver. "Hay ratones, sobre todo hay ratones", ascendía su voz hasta alcanzar mi rabadilla como un puntapié y con su voz el deseo de verme dar un respingo, solicitar la devolución del dinero y perdérmele de vista para siempre. Tenía que ser resultado de mi imaginación, pensaba yo al ganar cada peldaño, porque nadie está peleado con su negocio, pero lo cierto era que eso venía diciendo a mis espaldas. Entonces volví la cabeza, cuidando de afirmar mis manos en la baranda, y miré hacia abajo con el deseo de descubrir porque el rostro de Gonzala se me hacía antipático. Detrás venía ella, sonriente, coloradota; a medida que ascendía su pecho se agitaba, parecía a punto de cortársele la respiración. Me dio lástima haber pensado mal de esta buena cara de tía, nodriza o madre dulcemente regañona, buena cara para despertarlo a uno todas las mañanas con una taza de café con leche.
--Esta es la llave--murmuró Gonzala ya en la puerta con un encogimiento de hombros que decía allá usted. Como el gesto no le pareció suficiente volvió a advertirme por enésima vez lo de los ratones. Yo le di la espalda y me dispuse a forzar la cerradura; con el rabillo del ojo la vi descender la escalera totalmente desalentada. Empujé la puerta con tanta violencia (las bisagras estaban herrumbrosas y hasta había un buen número de cachivaches apilados detrás) que se me pusieron calientes las mejillas, pero al fin arrastrado por mi esfuerzo me encontré bruscamente en el centro de la pieza. No estaba del todo desagradable, si uno se da a comparar, y hasta tenía una ventana pequeña con un postigo abierto y un pedazo de sol que me lamía los pies.
Me eché en la cama, anudé los dedos de ambas manos detrás de la nuca y, como otras veces en que el puro capricho gobierna mis acciones, me puse a pensar. El primer ratón cruzó la pieza tan velozmente que daba la impresión de una fotografía desenfocada. Entonces abandoné mis anteriores pensamientos y me di a recordar mis primeras andanzas como fotógrafo, era una cámara de cajón la que tenía (más tarde pude darme el lujo de una Speed Graphic) y si en la foto las manos estaban nítidas en cambio el rostro estaba detrás de un humo y viceversa, con lo cual adquirí cierta fama de mal fotógrafo que nunca logré deshacer del todo como si después de saber uno sigue siendo el que no sabe. Pero bien, el segundo ratón ya entró en confianza. Se acercó a las patas de mi cama y ni se asustó cuando me incorporé y le grité imbécil, no porque creyera que lo iba a ofender sino por la necesidad del ruido. Igual hubiera sido gritarle hermoso, lo importante era el ruido. Pero el animalito siguió mirándome con sus ojillos desagradables, hizo chuí chuí y apareció el resto. El resto, si mis matemáticas andan bien, eran unos cuarenta y cinco ratones. Todos eran grises, tenían los rabos largos, bigotes bien cuidados y ojillos desagradables.
De esto hace algunos días. A ver, yo creo que desde el jueves, tendría que levantarme y registrar en la gaveta de la vieja cómoda desportillada y leer la fecha en el recibo que me extendió Gonzala. Pero ahora prefiero seguir con los dedos anudados detrás de mi cabeza. Si me pidieran que jurara por mi madre, realmente no diría que el hotel es tan malo y hasta da gusto saltar en un solo pie los escalones tercero, quinto y séptimo (ahora los cuento de arriba abajo) en la misma forma que hacía de muchacho sobre los números que pintábamos con yeso en cualquier calle asfaltada. Primero se saltaba tratando de que el pie no cayera sobre los números pares y después a la inversa. Era un juego agradable que con el tiempo hubiera olvidado de no tropezar con el hotel de Gonzala, donde la única molestia es la presencia constante de los ratones. Cada día se asustan menos cuando salto de la cama al piso, aunque lo haga con los zapatos puestos, y me pregunten a grandes voces los inquilinos de abajo que qué pasó. Los ratones regresan apresuradamente a sus cuevas, es cierto, pero siguen con sus caritas asomadas, temblándoles los pelos del bigote, haciendo chuí chuí sin cesar, como si también me preguntaran.
--Ya usted lo ve. Se lo dije a tiempo--decía Gonzala cada vez que escuchaba mis comentarios. Ella estaba cansada de luchar con los animalitos. Había utilizado contra ellos todos los recursos imaginables. Las trampas se quedaban sin queso y no caía uno solo. Inútil también el veneno que había
echado en los agujeros. El del 43 ofreció un remedio que consideraba eficaz: taponar con cera las cuevas. A la semana había más ratones y agujeros que antes. "Un verdadero calvario", decía Gonzala para resumir la situación.
Pero en fin, si voy a ser sincero, no son los ratones sino las pesadillas lo que más me preocupan. Después de todo los animalitos andan por el piso de tabloncillos del hotel, trasteando en busca de alimento o lo que sea, y yo estoy encima de la cama pensando, sin que la presencia de ninguno de ellos pueda alterar la rutinaria ordenación de mi mundo. Las pesadillas, en cambio, están bañando mis madrugadas de sudores fríos y preocupaciones y temores.
Hoy, al cabo de la tercera, me he despertado más nervioso que de costumbre. Ocurre que todas las noches, quizás apenas pego los párpados o ya al filo de la madrugada (no he podido precisar bien) desciendo hasta una pesadilla donde Gonzala es siempre la compañera de mis aventuras.
Comienza invariablemente la cosa cuando Gonzala toca a la puerta de mi pieza, entra sin necesidad de que yo la abra, se sienta en el borde de la cama y se dedica a conversar conmigo. Al principio yo la escucho con la cabeza bien hundida en la almohada, en la postura más cómoda que pueda encontrar, luego nos ponemos de acuerdo y vamos juntos a visitar otros lugares. En la primera pesadilla Gonzala me llevó por un estrecho desfiladero, con humo que ascendía desde las profundidades y escoltaba nuestro andar (no hay duda que esa escena la he visto en varias películas), y con un cielo donde la luna, las estrellas y el sol perdían su eficacia de lejanos mundos con vida para convertirse en ridículos adornos de hojalata que colgaban sobre nuestras cabezas. Por cierto que a menudo yo estiraba un brazo y con las yemas de los dedos apreciaba la textura de alguna estrella colgada más baja que el resto.
Gonzala, en cambio, no parecía conferirle especial importancia al extraño decorado, caminaba como si muchas otras veces hubiera tenido que transitar por el lugar. Miraba a un lado y al otro y saludaba gentes que yo no veía, con un gesto mecánico y entonces volvía a preguntarme lo de siempre.
--¿Verdad que aún no ha visto a nadie, Raimundo?
--No. A nadie--respondía yo con extrañeza.
--No me lo oculte. En cuanto vea a alguien me lo dice.
Al fin alcancé a ver, en un recodo del desfiladero, a un grupo de hombres. Estaban todos vestidos de negro y conversaban animadamente de espaldas a nosotros. Se los indiqué con alegría, apuntando con el dedo, el brazo extendido a la altura de sus ojos.
--Bien, regresemos al hotel--dijo Gonzala.
Volvimos sobre nuestros pasos.
--¿Quiénes eran?
--Los egoístas.
--No entiendo.
--Es muy sencillo, mi querido Raimundo--explicó ahora Gonzala casi sonriente, con una exaltación que la convertía de repente en mi amiga--. Aquí todos ven a sus iguales, de esa forma sabemos hasta dónde han llegado los pecados de cada cual. Usted pasó junto a los criminales y no pudo verlos, tampoco a los ladrones ni a los lujuriosos. En cambio, a los egoístas los vio en seguida. ¡Alégrese, mi querido amigo! El egoísmo, después de todo, lo cultivan hasta los que van por el otro desfiladero, camino del cielo.
A veces el bien se practica por puro egoísmo, para asegurar en vida o en muerte una situación de privilegio. ¡Ay, si yo no conociera los hombres! Eso fue más o menos lo que ocurrió en la primera pesadilla.
Llegados a cierto lugar en que el paisaje era lo menos importante (acaso, inexplicablemente, no había paisaje) Gonzala colocó una de sus manos sobre mi frente y el simple contacto atrajo una porción de recuerdos que yo había desechado por completo. Eran recuerdos lejanos y recientes que se apretujaban frente a mí como si una multitud pretendiera--hombres, mujeres y niños a la vez ganar otra habitación a través de una puerta estrecha. De pronto se desbarató el nudo de brazos y piernas, y uno a uno aquellos recuerdos--que eran personas a la vez que recuerdos--se enfrentaron conmigo. El primero en hacerlo fue Virgilito mi compañero de aulas en la escuela primaria, siempre con sus libros y libretas bajo la axila del brazo el preferido de los maestros, el que contestaba siempre sin equivocarse las preguntas correspondientes a todas las asignaturas. ¿Por qué yo hurté la goma de borrar de María Elena y la coloqué cuidadosamente, sin ser visto por nadie, entre las hojas de una de las libretas de Virgilito? Era una hermosa goma de borrar, a colores, con la figura de Popeye el Marino, que ya había perdido la pipa y mostraba en ese lugar la porosa superficie de toda goma dañada, pero que por esa circunstancia no dejaba de ser Popeye, de comer espinaca y de amar a Rosario. ¿Por qué esperé, el corazón saltándome de gozo, que la maestra revisara las pertenencias de cada alumno, uno por uno, y al fin encontrara a Popeye en la libreta de Virgilito? ¿Por qué fui tan feliz esa tarde, si no me allegué ningún elogio, si sólo se los arrebaté a mi condiscípulo?
Otros amigos, mayores y menores, se enfrentaron conmigo sucesivamente, al conjuro de la mano de Gonzala, pero ningún encuentro fue tan para quitarme el rostro como el que me tenía reservado la llegada de Regina. Qué silencio en esta casa de portal frente a la playa, es mío hasta el rumor de las sábanas cuando Regina tiende la cama a la hora de la siesta, hasta los sentimientos se escuchan sin necesidad de que atraviesen el largo túnel del corazón a la boca. Ella vuelve a preguntarme y si la otra
Regina aparece qué sucederá. Pienso que es sólo una idea, que tal Regina no existe, que es una sola la Regina que se acuesta a mi lado, que me hace cosquillas en el vientre con su dedo, que me despereza todas las mañanas echándome su aliento en la nuca y en las orejas. Pero es más agradable contestarle que me enamoraré también de la otra si tanto se le parece.
Fue una idea de Regina esta casa de Guanabo, la última del pueblo, con su portal sostenido por horcones de júcaro y sus dos cocoteros delante. Tampoco yo hubiera querido pasar estos días cercado por los familiares, escuchando las enhorabuenas de los conocidos, los amigos deseándonos un largo y feliz matrimonio. También pensé que lo mejor era la playa, el mar sonando como nuestros deseos, agitándose y calmándose como nosotros mismos.
Durante los seis meses de noviazgo ella no se atrevió a hablarme de la otra Regina. Tampoco durante los primeros días en la playa. Cogidos de la mano llegábamos todas las mañanas hasta el muro de rocas contra el que bramaban las olas, después de haber atravesado la arena voluptuosamente, hundiendo las plantas de los pies y escurriendo argentados chorros entre los dedos, y nos poníamos a conversar mientras volaban desordenadamente pensamientos y cabelleras. Nada revelaba algo más allá de su ternura y su alegría, de los dientes fuertes y parejos que fabricaban sus sonrisas, de los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
Pero una tarde los labios se le pusieron blancos como si los apoyara en un cristal, una vena mostró su abultamiento desde la raíz del pelo hasta el encuentro de las cejas, y sus ojos no fueron capaces de encontrarse con los míos en esa directa comunicación de siempre.
--¿Qué te pasa?--pregunté.
--Nada.
--Si te sientes mal, dímelo.
--No, te juro que no. Si acaso un ligero dolor aquí, en la sien derecha--dijo y su uña, deseosa de señalar, rasgó su piel dejando una estela primero blanca y después encarnada.
Íbamos a regresar cuando empezó su llanto, y mi mano se dedicó a untarle la espalda y los hombros de una caricia que anhelaba ser protectora.
--Dime la verdad, Regina. ¿Qué te sucede?
Entonces se aferró a mi brazo y hundió su cabeza entre mi barbilla y el pecho, sin apoyarla, sólo con el deseo de no mirarme mientras hablaba. Desde muy niña veía a Regina, conversaba con ella, jugaban en el portal de su casona del Cerro, rezaban y se acostaban juntas como dos hermanas mellizas; despertaban a la vez y repetían su diaria aventura imposible. Al principio los padres rieron, complacidos de lo que consideraban un incidente de gran fuerza imaginativa entre todas las travesuras imaginarias de la niña; después se opusieron a que ella volviera a hablar de la otra Regina que nadie más veía, a la que nadie tendía los brazos para arrullarla y que, sin embargo, respiraba y caminaba y estornudaba como ella, como la Regina solitaria que para los demás ella seguía siendo. Dejó de hablar de la otra y el placer fue mayor, la comunicación más estrecha. Todo lo que hacían quedaba en el mundo reducido e ilimitado de las dos. Así crecieron usando las mismas medias blancas, los mismos zapatos de charol, las mismas batas de lino, los mismos lacitos de guinga apresando el mechón cuidadosamente peinado, que les hacía lentas cosquillas en la nuca cuando cada pelo del mechón había crecido demasiado.
Llegado a este punto Regina no quiso seguir adelante, como si los demás detalles le parecieran innecesarios; sólo quiso agregar que cuando me conoció y nos hicimos novios ella temió que yo pudiera enamorarme de la otra Regina que tanto se le parecía. Por eso la convenció para que se fuera a otra ciudad por un tiempo.
--Si lo deseas no volveré más--le dijo la otra Regina.
--Eso no. No hables así.
--Bueno, será por un tiempo como tú dices.
--Ahora necesito pensar a solas, por mi propia cuenta.
Será la primera vez en la vida que lo haga.
--Yo tampoco sé cómo podré pensar sin ti.
--¿Ves? Es preferible hacerlo por el bien de las dos. Ya no somos niñas. Debemos aprender a no necesitar la una de la otra.
Pero ahora Regina estaba convencida de que la otra Regina iba a regresar, sus emociones no podían engañarla, la voz de la otra Regina entre las propias voces de su mente no le dejaban lugar a dudas de su proximidad. "En cualquier momento, me decía, la otra Regina aparecerá, alzará los brazos para separar las pencas de los dos cocoteros como si fueran cortinas y llegará hasta el portal, cuidando de que sus tacones no hagan ruido en los mosaicos, deseosa de darme la sorpresa de su presencia". Yo la miré y sonreí.
--Abandona esas ideas. Tú lo has dicho: no eres una niña.
Regina echó la cabeza hacia atrás, frunció el entrecejo y volvió a entregarme su recta mirada, otra vez sin temor, casi desafiante, una mirada que me decía hasta dónde yo acababa de herirla.
--Bien, si ella viene nada sucederá--me apresuré a decir.
La arruga entre las cejas desapareció, no supe distinguir si Regina estaba ahora a punto de llorar de nuevo o de reír.
--¿Te enamorarás de ella?
--Sí, si tanto se te parece, sí--respondí--. Pero no puede ser igual a ti. No puede haber otra mujer igual.
Ya la otra Regina estaba entre nosotros; Regina me lo decía y yo tenía que aceptarlo, aceptar que había hablado sin ver el movimiento de unos labios, que se sentaba en un balance al que nadie le quitaba su quietud, aceptar la cercanía de esa otra mujer que podía mirarme si intentaba llegar desnudo hasta la sala como era mi costumbre.
--Por favor, Regina. Está bueno ya--dije sin ocultar mi creciente molestia, decidido de repente a no prolongar la mentira, exasperado porque ella acababa de preguntarme si había perdido la vergüenza y obligado a ponerme los pantalones apresuradamente porque la otra Regina podía verme así.
Se dejó caer en un sillón, las manos como una máscara sobre su rostro.
--¿Crees que estoy loca?--preguntó sin quitarse aquella máscara móvil, de dedos largos, finos, en los que parecía refugiarse todo su nerviosismo.
No supe qué responderle. Lleno de confusión, queriendo calmarla, nada mejor se me ocurrió que sentarme en el mismo sofá en el que ella me había dicho que estaba la otra Regina y reconocer, al fin, que yo también sabía de su presencia en nuestra casa.
--Es tan hermosa como tú--dije y al conjuro de esas palabras Regina alzó su rostro, lentamente, con tracciones casi imperceptibles respondiendo a la sonoridad de cada una de mis sílabas, como un muñeco mecánico lo puede levantar a impulsos precisos de un resorte, incapaz de imitar el gesto limpio y majestuoso de los músculos y la piel de una persona. Se me quedó mirando, la boca entreabierta jadeante, transfigurada, mientras yo alzaba el brazo; modelaba n el aire la figura de la otra Regina: su perfil, sus senos, sus caderas, sus pantorrillas; mi mano acariciando el aire, a la otra Regina, aire que cobraba aliento y carne estremecida bajo mi mano. Pensé que mi mano no había sido torpe y que, aun con los ojos cerrados--tanto había acariciado a Regina--podían mis movimientos responder a los entrantes y salientes de su figura sin la menor equivocación.
Incomprensiblemente la vi guardar silencio. También permaneció sin hablar la primera vez que le dije que la otra Regina no estaba en la sala sino allí, en nuestro cuarto, de pie junto a la cómoda, mirándonos hacer el amor. Por un momento se deshizo de mi abrazo, me quitó la boca y miró asustada; después regresó al cálido encuentro de nuestros cuerpos, confiada en que yo no hacía más que mentir. Otro día yo estaba boca arriba, y ella a mi lado, en la búsqueda preparatoria de las sensaciones, cuando le dije de nuevo que la otra Regina no estaba en la cocina, metida entre el ruido de los calderos como ella afirmaba, sino frente a nosotros, observándonos.
--¿Dónde?--me preguntó.
-Sentada en el piso.
--¿Qué hace?
--Se lima las uñas y nos mira.
--No es cierto. Está en la cocina. Dime que no la estás viendo -se tapó, pudorosamente, los senos con la sábana.
--No puedo decirte una mentira, Regina. Mírala.
Ahora meneaba la cabeza para negar mis palabras. Miraba, los ojos agrandados, hacia el sitio que yo le señalaba, y volvía a mover la cabeza, negando. Entonces, de súbito, comprendí que los celos de Regina me habían hecho feliz, que los estaba buscando a costa de su sosiego. Me acodé en la cama y le di la espalda a Regina, toda la atención puesta en ese espacio de la cama, a mi lado, que nadie ocupaba.
--¿Qué haces?--escuché la pregunta, su pregunta como acariciándome, despertándome placeres inesperados.
--Qué hermosa eres--dije.
--¿Quién? -su voz era más angustiosa que nunca antes.
--Tú, Regina.
Después no supe si acariciando a la otra Regina delante de Regina yo buscaba tan sólo sus celos. Sus dedos, encajados en mi brazo derecho hasta hacerme daño, se soltaron. Volví el rostro y la vi con la cabeza hundida en la almohada, los ojos cerrados, sudorosas las sienes, delgada lacrespiración, flojos los brazos. Impresionado me tendí a su lado, gozando la extraña frialdad de su piel, necesitado más
que nunca de una siesta reparadora. Cuando abrí los ojos las primeras sombras del anochecer llenaban las persianas, pero una bombilla, encendida en el centro de la habitación, impedían que avanzaran hasta mi cama. Llamé a Regina. No me contestó. Me vestí atolondradamente, sin dejar de llamarla a grandes voces, y la busqué por la casa inútilmente. Salí a la playa. Divisar un grupo de personas sobre el muro de piedras al que tantas veces fuimos Regina y yo, fue suficiente para darme la noticia que ahora, ese hombre que me detiene en medio de la playa, que hace incomprensibles señales con los brazos, que habla sin mirarme a los ojos, pretende resumir con palabras torpes:
--Le gritamos que no ... desde lejos la habíamos visto .. allí las rocas están casi a flor de agua .. . bueno, usted lo sabe ...
Durante la tercera pesadilla, Gonzala estuvo más comunicativa conmigo que de ordinario. Hablaba y sonreía constantemente, guiñaba los ojos para subrayar la intención de alguna frase y bromeaba asegurándome que el recorrido de hoy no me traería tantos sinsabores como el anterior.
Antonio Cabello: Marina
--¿A dónde vamos?--pregunté.
--Al encuentro.
--¿Al encuentro de qué?
--Simplemente al encuentro. Todos necesitamos encontrar, ¿no es cierto?
Quise saber si en esta oportunidad el paisaje tendría importancia como la primera vez que salimos juntos o si, por el contrario, el encuentro no necesitaba paisaje.
--El paisaje lo proporcionan los recuerdos.
--No entiendo.
--Por eso el encuentro puede ser donde mejor nos agrade. Aquí, por ejemplo.
Pensé que además de conversadora, Gonzala estaba también más enigmática que de costumbre. Quise buscar en su rostro la explicación del hecho y por primera vez observé que en su frente, justo en el nacimiento de la cabellera entrecana, brotaban dos cuernos pequeños y pulimentados.
--¿Y eso? -pregunté señalando los raros aditamentos.
--Qué ingenuo es usted, mi querido Raimundo. Pero bien, ya que no se ha dado cuenta de su situación me veo en la necesidad de explicársela. Mi hotel es la antesala del infierno, digamos un lugar al que concurren exactamente las personas que Satanás no reclama con insistencia. Usted, por ejemplo, no está entre los reclamados, pero como hizo todo lo posible por alquilar una habitación, pese a mis advertencias en contrario, debe ser porque tiene sus razones desconocidas o secretas, o como quiera llamarlas usted, para ser sometido a una investigación ... La tercera fase de esa investigación es la que llamamos el encuentro. En seguida Gonzala agregó que mirara a mi alrededor. Efectivamente tampoco había paisaje y los ojos se perdían en una ilimitada sucesión de luces y colores a través de los cuales no emergía ninguna forma.
--¿No ve nada?--preguntó Gonzala.
--No.
--Entonces el encuentro será con usted mismo. Entre las luces lejanas, como un bote encajado entre las
olas, divisé una cama. Era apenas un punto en la lejanía cuando la vi por primera vez; después se mecía entre las ondas de luz y avanzaba poco a poco pero sin ninguna señal de que pudiera detener su tránsito.. Estaba ya la cama a unos metros de nosotros cuando observé mi rostro entre las sábanas. Alrededor de la cama estaban también ahora médicos y familiares en inútiles tareas de salvamento:
antibióticos, plegarias y promesas me eran suministrados al mismo tiempo, en una idiota indecisión entre la ciencia y la fe. Sólo Gonzala y yo--lo supe de repente--estábamos convencidos de que yo iba a morir.
--Basta--dije y desperté.
Unidas a las molestias de los ratones aquellas pesadillas ya eran demasiado. Después de haber aceptado la habitación y de encontrarla a menudo hasta agradable, ahora se me hacía intolerable. Caminé hasta la cómoda, abrí la gaveta y releí el recibo que me extendió Gonzala. Pensé que quizá podía exigir la devolución de una parte del alquiler pero concluí pensando que no tendría ánimos para discutir mucho rato con la dueña y que, a fin de cuentas, lo más aconsejable era abandonar cuanto antes aquel lugar. Eché mis cosas en la maleta de cuero carmelita, me afeité y me vestí cuidando de que mi presencia, como debe ser en toda despedida, fuera la mejor. Cuando terminé, me agaché para tomar la maleta pero el desaliento me detuvo. Di unos cuantos pasos por la habitación y finalmente me tiré en la cama.Uno trata de engañarse constantemente, con una complacencia que es como una lástima de sí mismo. De ahí que yo me vistiera con tanto esmero, en la esperanza de abandonar el hotel de Gonzala. Eso es todo lo que puedo decir como explicación de mi actitud. Porque yo sabía que ninguna de las tres veces estaba soñando.
© José Lorenzo Fuentes

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