Las aguas del Almendares, putrefactas como las de la Bahía, esperan, ambas esperan. La búsqueda no ha terminado: pero ya no creo en encontrar a nadie, como nadie o la Nada que es Dios tampoco sabe o conoce de este martilleo dentro del cráneo, el cráneo entre las manos: hileras de calaveras desfilando ante la vista. Sentimiento de ajenidad y corroboración de un constante no saber de dónde venimos. A dónde vamos, tampoco; pero los huesos transformados en polvo y barro, materia desechable, puede consolar a algunos en la sentencia de “Somos Materia” o la religiosa expresión: “No somos Nada”. Pocos se engañan al decir que el nacimiento queda aún más en las márgenes de lo desconocido. De él sólo conocemos la placenta y ciertas humedades. Claro que sé que no es ésto lo que deseas oír o escuchar, sinónimos confluyentes, no coincidentes, como que están y no son, algo más o menos. No es lo que tus oídos anhelan, sobre todo, si el grabador-gramófono, record player, nombre mutante por las futuridades--aparato superelectrónico que moriré sin ver--porque el día en que Aureliano conoció el hielo supo que la tierra era redonda como una naranja. Pero no soy Aureliano, taimado e inocente. Raza mía, judía por lo extraña y acaso siempre extranjera. Sé de antemano que la tierra es redonda y que me está negada. Esa es la razón de una Isla que gira, ligera o grave, anudada a una palma sobre los cuatro puntos cardinales. Pero te digo que el grabador retorna con Hojas muertas. La voz de Nat King Cole vuelve, regresa quedando en la memoria, perdiéndose en el silencio, mientras camino por las arenas, con los pies húmedos de mar que recuerda: “Vamos, muchacha, arrojémonos a la corriente, cortemos nuestros brazos, sin ojos y mudos a la mar entremos”. Porque tal intento fue creído como cree el hombre en la existencia de Dios para su salvación. Si Dios existe lo hermoso sobrevendrá a la Tierra y en coro los hermanos cantarán. Yo era demasiado joven en esa época para casi todo. El grabador aumenta el volumen. Estoy dentro de las olas y te alzo, arrojándote a la orilla. Estás a salvo, como Dios. Sólo que no tengo fuerzas para llegar al muelle. Sólo que el mar es el principio de todo y también, el fin.
SALVAMENTO. TAREA II.
El error era uno, lo supo más tarde, cuando apenas le quedaban fuerzas, o le restaban. Las rejas de la habitación confirmaban un concepto entrañable. La celda de antaño. Fracturación incipiente del cráneo de la mujer que tras los barrotes, con la mente en blanco, indaga. Los ojos puestos fijos en la noche y hacia arriba. Las estrellas se encuentran en el número seis, apartamento olvidado. Allí el amante. Cuarto de refugio. Entre ambos, tarea de salvamento. Las estrellas no miran hacia abajo. La mujer asciende las escalerillas de incendio y al llegar al refugio seis, toca débilmente la puerta. Pero en el seis no hay refugio. Ni en el ocho. Ni. Busca en todos los pisos el refugio y se dirige, desde ya, a otra dirección, buscando a otro. La mujer pregunta a otra por los inquilinos del edificio. Pero ésos, según la otra, se han marchado, por las inundaciones del agua que amenazaban la azotea. Entonces la segunda absorbe la pipa tosiendo de innumerables maneras, hasta que finaliza en un gruñido incontenible.
La primera de esta historia y de la otra historia y la del más acá y el más allá que no nos interesa--digo, sí que nos interesa. La primera abandona el lugar, anda lenta cuando anda y si no, no anda: teme a las alturas, vértigo de su antigua costumbre al saber que, en el pasado, fue aquél animal.
Animal en imágenes: la memoria se desintegra. La primera, no la primera mujer del mundo, no Eva. Pero sí la primera de esta historia, va al abrevadero nombrado por la costa. Fija, nuevamente, sus ojos en el vacío, ante la inmensidad y comienza a escuchar el parloteo que desea confundir con la música, pero que es parloteo incesante de voces que le llegan de cerca y de lejos, porque ella misma no recuerda ahora a qué distancia se encontraban sus semejantes--de ella, claro. A semejanza de sí misma la mujer naufraga en su estómago que siente hambre y extiende la mano. Una mano que recoge otro sediento y tira y pisotea. La mujer, sin manos, sabe que esta noche puede ser su gran día, por eso avanza, entre la niebla y entre ella, canta alegre, como si su garganta estuviese fresca. Uno más. Otro más. Otro trago para ésa que sabe que no sabe nada, cantinero. Un hombre sacude la mesa y la levanta. La presiona, con sus firmes músculos, y la agita. La mujer despierta con el hombre dentro de sí y a punto de exclamar el grito: él descansa de potencia y sale de ella sin decirle una palabra. La mujer estaba ebria. Toda la tarde buscando al amante y ahora ése, dice. Pero se olvida, al fijar los ojos contra el techo del bar y lanza, de pronto, una botella. Alguna señal. Le cobran por daños ocasionados. Extrae del monedero su mísero dinero y paga. No pregunta quién paga a quién: pueden aumentarle la tarifa.
La segunda mujer la mira al pasar y la evade. Pregunta demasiado, dice entre dientes y toma el ascensor, para llegar al número seis donde está el amante. La primera mujer la reconoce, pero se vuelve también y dirige sus pasos, dentro de sus pasos, a un sitio dentro de su cerebro. La foto de la mañana no salió. Debe llevar el negativo. En blanco y negro somos y se ríe del hallazgo. Cuando entra en la habitación en la que habíamos asegurado comenzó todo esto, cuando entra a ese establo miserable, entorna los ojos y, secretamente, aspira el olor proveniente de la cocina de un hospital, a estas horas de la noche. La nariz crece como en los cuentos de un conocido autor de este paisaje y como en esos cuentos, la mujer no existe. Sólo su imagen-fantasma, vagarosa, es una invitación al pordiosero y al vendedor de periódicos que, en toda la tarde, la han estado esperando como al mejor postor.
SALVAMENTO. TAREA CERO.
Pero no, digo, dijo, no. Es mejor que venga el Obispo, porque todo sería lo de siempre y ya es increíble esta suerte de entendimiento. Ya no. Sólo las hojas muertas de la canción que escuchaba su padre, que oye ahora y que tal vez murmure su nieto, si es que al fin y al cabo logra procrear. Perdida aquella criatura nacida de un amor que tuvo. ¿Lo tuvo? ¿Adónde y con quién concebir de nuevo? El Obispo no ha llegado, fue de visita al Papa y el Obispo, ahora Arzobispo, busca al Papa para algo urgente. Motivo: un hombre demente que ostenta la corona, cómo diríamos, ah, bien, mejor no decir nada, pero rectificamos: sustenta, o más parecido, detenta. Pero si el Obispo que repasa los cristales de la iglesia, no ha llegado, tampoco ella. Y ella subió la loma en la mañana ya que no podía hacer otra cosa que tragarse las lágrimas, detrás de las gafas y, arrinconada entre las matas de la entrada del edificio, reírse, como se ríe cuando le suceden estas cosas. Un remolino en su cerebro que no le deja pensar en nada, en nada más, ni oír y como siempre, de nuevo se le rompe violenta la sonrisa. Comienza la marcha en sentido contrario, allí donde le dejó, pero no encuentra a nadie. Nada hay en ese lugar y se sienta en el banco donde se detiene a respirar y, al levantarse, inicia una marcha en giros concéntricos que dan, inevitablemente, a una enorme casa amarilla donde se registran las direciones y, supónese, se encuentra lo buscado. Entra despacio y la oscuridad señala una escalera. Uno, dos pisos. Pero no, no asciende. Se retira. A una cuadra o dos está la parada del ómnibus que la llevará a la casa. Casa de la que bota el mugre y las aguas sucias por el tragante. El Obispo no ha llegado y la cruz pende de la habitación. Su mente en blanco, pero su cerebro, intacto. Compra, por fin, las flores para llevárselas, pero no. Las pone de adorno y escribe duro contra los papeles. Todas las llaves estaban abiertas cuando llegó el Obispo.
Narraciones pertenecientes a Sin perro y sin Penélope © Rita Martin
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