6.23.2011

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ: JOSÉ LORENZO FUENTES: LA LECCIÓN DEL BAMBÚ

La reedición por Iduna editorial, en Miami, de uno de los más bellos libros de cuentos de la literatura cubana, Después de la gaviota, publicado por primera vez hace 40 años, es motivo suficiente para someter a este interrogatorio al narrador José Lorenzo Fuentes (Santa Clara, 1928), autor de no pocas obras admirables. ¿Qué te motivó a convertirte en narrador?
Creo que es una pregunta que ningún escritor sería capaz de responder satisfactoriamente. Cuando le hice esa misma pregunta a un escritor amigo, el español Alfonso Grosso, ya él había obtenido en 1970 el Premio de la Crítica y el Premio Alfaguara, en 1972, y más de veinte de sus novelas habían sido traducidas a todos los idiomas. Recuerdo que durante un buen rato permaneció pensativo, y al fin me dijo: “Mis complejos, mis problemas infantiles, mis frustraciones de niño. Eso es lo que me ha convertido en escritor. Un ser normal no es un escritor, es un ser normal. Nosotros no somos totalmente normales. Tenemos complejos infantiles, frustraciones, problemas familiares que nos han creado un mundo, y, luego, cuando hemos llegado a ser adultos, de alguna manera hemos justificado esa situación”. Con más o menos algunas variantes, cualquier escritor diría lo mismo: su vocación hunde sus raíces húmedas en la niñez.

¿Qué narradores, cubanos y extranjeros, tienes por tus maestros?
Si la literatura latinoamericana empezó a escribirse a partir de los modelos europeos, en un tiempo más cercano, los modelos empezaron a ser los propios escritores latinoamericanos: Jorge Luis Borges, Onetti o García Márquez. Yo nací el mismo mes y año que García Márquez, empezamos a publicar más o menos en la misma fecha, y se me ha adjudicado, en alguna de mis obras, su influencia, lo que ha motivado a algunos críticos y escritores a establecer precisiones. Amir Valle escribió: “García Márquez prioriza la visión de la Historia como mito sobre el individuo, en tanto José Lorenzo Fuentes pone su visión sobre el individuo como elemento mitificable de la Historia”. Y Julio Palomino, después de destacar que tanto García Márquez como yo acudimos al empleo necesario del tropo poético para nombrar una nueva realidad que el lenguaje no consigue abarcar, escribe: “Pero aquí se plantea una clara diversificación en los discursos de García Márquez y Lorenzo Fuentes. Uno emplearía el artilugio poético para narrar la cotidianidad; el otro, la historia”. Además, ha sido un error de la crítica señalar que los pueblos imaginarios que aparecen en algunos de mis libros –Maguaraya o Mabujina– nacieron después de hacer su aparición Macondo, la versión garciamarquiana de un pueblo que no puede encontrarse en el mapa, como el Comala de Rulfo, por ejemplo. García Márquez es un escritor a quien mucho admiro y respeto, que además es mi amigo de años, pero debo decir la verdad: el primer pueblo imaginario que yo concebí, Maguaraya, que, por supuesto, no puede ser localizado en el mapa cubano, vio la luz por primera vez en la revista INRA (abril de l960, año I, número 4), es decir, siete años antes de que Macondo apareciera en Cien años de soledad. Además, Maguaraya le da también título a un libro de cuentos que me publicó en 1963, cuatro años antes, la editorial de la Universidad de Las Villas, entonces dirigida por Samuel Feijóo. El siguiente pueblo, Mabujina, apareció en mi libro El vendedor de días, bajo el sello de la editorial Letras Cubanas, en 1967, el mismo año en que se comenzó a saber de Macondo. Aparecieron, pues, al mismo tiempo, en dos ámbitos literarios distintos, el colombiano y el cubano, sin que ninguno conociera de la existencia del otro.

¿Te consideras un escritor del boom?
Mi obra empezó a conocerse durante los mismos años en que comenzó a mencionarse en nuestras letras la palabra boom, un fenómeno asociado a las grandes tiradas, a la gran publicidad en torno a un número cada vez más creciente de libros latinoamericanos y, por supuesto, a la aparición, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, de un numeroso público consumidor de productos literarios.
En el curso de una entrevista que le hice en La Habana y publiqué años más tarde en la revista Plural, de México, Julio Cortázar me dijo que el nacimiento del boom coincidió con el momento en que los escritores latinoamericanos abandonaron el miedo: miedo a quedarse cortos, miedo a no reflejar la realidad americana, miedo a que se adivinara el miedo. Una especie de gran terror agazapado, decía Cortázar, determinó durante mucho tiempo la doble equivocación de nuestras novelas: la modestia del subdesarrollo cultural que acepta sus límites, o la desmesura de matón de feria que dispara al aire todas las cargas. Pero cuando ese miedo cesó y los escritores latinoamericanos se dieron cuenta de que no eran mejores ni peores que aquellos que escribían en otras latitudes, llegó el boom para despejarles el camino. Así fue como, en la década de los 50, coincidiendo con el boom, también según Cortázar, “entramos en la edad adulta de nuestras letras”. El boom demostró, además, que la obra literaria trascendía las fronteras de su piel, que existían varios elementos para definir su complejidad en el mundo moderno; es decir, que no existía un solo elemento: el autor, el autor convencido de que sus obras podían perdurar más allá de las condiciones y las circunstancias que las creaban. El boom demostró entre nosotros que no existía ese único elemento sino tres elementos insoslayables: la persona que escribía, la obra ya impresa y el público consumidor. Pero algunos escritores apenas lograron, por razones que ahora no vamos a analizar (tal vez, ese sea mi caso), el completo disfrute de los beneficios que el boom dispensaba en el mercado editorial.

¿Qué te propones cuando escribes un cuento y qué cuando escribes una novela?
Las fronteras entre un género y otro, entre la novela y el cuento, son casi insalvables. Grandes cuentistas, Horacio Quiroga entre ellos, no consiguieron escribir una buena novela, y, también, grandes novelistas no alcanzaron un buen éxito en el cultivo del cuento. Faulkner dijo, seguramente en broma porque escribió cuentos excelentes, que su primer propósito fue escribir poesía y como los resultados no fueron satisfactorios pensó en escribir cuentos, y como tampoco se sintió a gusto en ese género, decidió escribir novelas.
Pero no es eso lo que realmente me preocupa cuando me siento a escribir un cuento o una novela. Lo único que domina entonces mi mente es reencontrarme con mi propia voz. Pienso que todo depende del tono. Por eso, cuando abro un libro y me doy cuenta de que en las primeras páginas las palabras no suenan, intuyo que el autor no alcanzará su propósito. En el arte taoísta, el primer precepto literario es aprender a dominar el sonido. Tal vez, esa enseñanza la recibieron del bambú, que emite un silbido peculiar cuando el viento pasa a su alrededor. Oyendo el bambú se han escrito poemas inmortales. Todos los textos de la saga literaria taoísta se escribieron en el instante mágico en que el viento acariciaba los macizos de bambúes. Chikamatsu, el Shakespeare japonés, le concedía tal importancia al sonido, que estableció como principio inviolable de la representación dramática la necesidad de hablarle al público para conseguir mediante la voz, es decir, mediante el sonido, lazos de comunicación entre los espectadores y el autor. Es inolvidable el cuento taoísta Doma del arpa, en el cual un mago convierte un árbol de kiri en un arpa, para escucharle sus más íntimas melodías.

De tus libros, ¿cuál prefieres?
Antes de responderte, quiero comentar que conocí la obra de Horacio Quiroga muchos años después de que él alcanzara la fama publicando sus cuentos de horror, bajo el influjo de Edgar Allan Poe. “Yo me hubiera dejado cortar la mano derecha”, decía Quiroga, “con tal de escribir un cuento como los de Poe”. El tonel de amontillado era un cuento de Poe que no lo dejaba dormir. Pero el Quiroga que entonces yo prefería era el otro, el de los cuentos de la selva, que escribió en Misiones, en contacto directo con serpientes, tortugas y yacarés, cuentos para el disfrute de los niños y también del niño que todo adulto lleva dentro. Por esa época, Onelio Jorge Cardoso me prestó dos libros de Quiroga. “Para que aprendas de su técnica”, me dijo. Uno era La gallina degollada, cuentos también de subido horror, como los de Poe, pero en los cuales ya empezaba Quiroga a dar señales de maestría, ofreciendo abundantes lecciones de criollismo, de apego y amor al color local, algo que Onelio aceptó de inmediato en su cuentística y que lo alentó para escribir, entre otros, Los carboneros, cuento excelente que todavía puede leerse sin reparos. En esa línea anduve un largo trecho, escribiendo cuentos —de ser posible, condenaría a algunos de ellos a la desaparición—. Pero un día afortunado tropecé con los cuentos de Felisberto Hernández, quien tocaba las teclas del piano con tanta soltura como las de la máquina de escribir, y que, además, llenaba las cuartillas en blanco escribiendo con engañosa facilidad algunos de los cuentos fantásticos que más se aprecian aún en el continente.
Yo había ganado en 1952 el premio internacional Hernández Catá con El lindero, cuento rabiosamente realista, pero a partir de Felisberto Hernández mi vida literaria cambió. Nadie encendía las lámparas, una colección de sus mejores cuentos, me sacudió al extremo de afiebrarme la imaginación hasta el delirio. Tal vez fue por eso que vio la luz, en 1968, mi libro Después de la gaviota, volumen de cuentos que en opinión de Jorge Edwards “se impone por su fantasía auténtica y manejo del lenguaje”. Después de la gaviota ha sido reeditado 40 años después de haber obtenido mención de honor en el concurso Casa de las Américas, en La Habana, y al releerlo a tantos años de distancia confirmé que lo seguía amando por diversas razones, entre ellas porque hasta los que no me quieren aceptan que es un buen libro.

¿Has encontrado en la prédica de la meditación un complemento de la literatura o una alternativa?
Ya lo he dicho antes en algún otro lugar: el primer contacto que tuve, todavía en la adolescencia, con el tema del misticismo y de esa disciplina que más tarde iba a adquirir el nombre de Parasicología, me lo facilitaron dos libros que marcaron mi vida: la novela de Romain Rolland en la que se relata la vida del swami Vivekananda, y la novela de Hermann Hesse sobre Siddhartha Gautama. A partir de ese momento, decidí leer todos los libros que pudiera procurarme en torno a la vida de los místicos, desde san Agustín hasta sor Juana Inés de la Cruz, y de todos los autores que pudieran aportarme nociones ciertas sobre la filosofía oriental. Devoré todos los libros que conseguí encontrar, desde los textos de Patanjali hasta los de Yogananda, cada vez más convencido de que en la teoría hindú del yoga y en la práctica de la meditación encontraba al fin las vías, si no para alcanzar, como Buda, la iluminación, algo que en esos momentos calculaba muy pretencioso, al menos para conseguir beneficios inmediatos, tales como mejorar mi salud corporal, vencer el estrés que a todos nos amenaza en el vértigo de la vida moderna, y, tal vez, por qué no, aumentar la capacidad de aprendizaje y la capacidad creadora. Muy pronto me di cuenta de que no había tomado un camino errado: muchos de mis amigos meditadores exhibían un excelente estado de salud, irradiaban una contagiosa alegría y se desempeñaban exitosamente en sus ocupaciones.
Fue entonces cuando concebí la idea de escribir un libro sobre el tema de la meditación. Sin embargo, algo me impedía aconsejar a los demás esa vía. “Si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio correcto actúa erróneamente”, dice un proverbio chino. Pensaba que esas normas de la cultura oriental, con toda la sabiduría que atesoran, quizás no podían injertarse provechosamente en el tronco de la vida occidental. ¿Puede el hombre contemporáneo –me preguntaba–, el alto ejecutivo de una transnacional, el ingeniero agrónomo, nuestro vecino más próximo, ese hombre o esa mujer que conduce un auto a toda velocidad, que todas las noches se sienta frente al televisor, que se apasiona con el fútbol, puede, podrá algún día ese hombre o esa mujer acceder al estado de samadhi como un oriental, como un yogui, como un lama, cuyos padres y abuelos le enseñaron acaso desde la primera infancia el arte de meditar?
Pero como el destino se las ingenia para ofrecernos la solución, un día me llamó por teléfono la escritora y gran amiga Belkis Cuza Malé para comunicarme que la editorial Llewellyn, una de las más prestigiosas de Estados Unidos y del mundo en el tema del misticismo, buscaba en esos momentos a alguien que pudiera escribir un libro sobre meditación, y precisamente en español. Ya yo había escrito un extenso artículo, “El arte de meditar”, en el periódico El Nuevo Día, de Puerto Rico. ¿Por qué no escribir un libro a partir de ese artículo ya publicado?
Y escribí el libro Meditación, publicado inicialmente en español y en inglés en la editorial Llewellyn, y, recientemente, en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India.
No sé si escribir sobre el tema de la meditación es una nueva alternativa dentro de mi trabajo literario, pero lo asumo con la misma pasión y entusiasmo que cuando escribo un cuento o una novela.

Y de nuestra Isla, ¿qué?
De Cuba hay tanto que escribir y decir que a menudo pienso que no me queda tiempo para hacerlo. ¿Quieres que lo reduzca a una sola frase? No consigo –tampoco lo deseo– sacármela del corazón.

1 comment:

Teresa Dovalpage said...

Qué requetebuena entrevista. Es un diálogo entre dos maestros del arte de narrar, que saben de lo que hablan.
Me gusta esa referencia al taoísmo...y también lo de que los escritores no somos normales. Verdad que sí, el problema grande lo tiene la otra parte de la humanidad que tampoco es normal (no sé qué genio dijo que normal es alguien a quien se ha tratado por dos días nada más, o algo así) y que además no pueden escribir. Ésos sí están jodidos...
Abrazo taoseño