un fragmento de Fuera de la manada (novela inédita de Chely Lima)
Ya va casi para dos años que duermo en lo de Lucas, un argentino de veintitantos que subalquila cuarto y medio en su piso de Sumner y 8va.
Sobrevivimos en un callejón húmedo,
polvoriento y ventoso, cuya esquina es punto de reunión de un grupo fijo de
homeless que acarrean consigo sus pertenencias en carritos de supermercado
o mochilas, y algunos de los cuales tienen calzado y chaquetas mejores que los
míos.
Al apartamento del Lucas se llega por
una escalera que culmina en la gran verja oxidada. Delante de la verja dejan el correo de todo
el edificio, así que para poder entrar hay que saltarse montañas de revistas y
folletos, periodiquitos mierderos y sobres sellados en los que aparecen menos
nombres gringos que asiáticos o hispanos.
Sobre todo asiáticos.
Tenemos un clan de coreanos a la
derecha, un par de chinos depresivos a la izquierda, y unos pocos vietnamitas
desperdigados en los pisos superiores, con capas superpuestas de Menéndez,
Herreras y Peraltas ―según Lucas, hubo una vez incluso un tibetano que
posteriormente se casó con una nicaragüense y se mudó para la Misión, el barrio
latino, donde abrieron una tienda de lencería femenina.
En el apartamento del fondo viven unas
universitarias estadounidenses que los sábados y domingos reciben novios ―con
cerveza y cogidas monumentales― y el resto de la semana se comportan de forma bastante
modosita. Y como para equilibrar la
cosa, el desvencijado edificio que abre sus fauces frente a nuestra verja da
albergue a los miembros de una multitudinaria familia afroamericana, todos
ellos obesos y ruidosos, que salen al callejón a fumar a cualquier hora,
hablando entre sí con esas voces ricas, espesas, de la gente negra.
La habitación principal de nuestro
apartamento es la cocina, que también hace las veces de sala, comedor y
etcétera; una habitación enorme, con paredes altas que ningún bombillo por
potente que sea logra develar del todo.
En una de sus esquinas se alza la estufa, junto a un tabique empapelado
que oculta lo que Lucas, de fantasioso, llama el dormitorio pequeño, y
no es sino un rectángulo donde mal cabe un sofá con dos almohadas que huelen a
queso parmesano. La segunda esquina
contiene el butacón de los remiendos, por la tercera se sube un par de peldaños
hasta la habitación que ocupamos Teodoro y yo, y en la cuarta queda la mesa de
comer y usar la computadora. Pero lo
verdaderamente espectacular del conjunto es la bañadera que se escarrancha como
una reina en el mismísimo centro.
Parafraseando la conocida canción de
la vaca lechera, este esperpento de metal pintado y repintado de blanco, con
desconchados y patas de felino, no es una bañadera cualquiera; se trata del
único recipiente de tamaño respetable ubicado en un lugar donde uno puede
bañarse sin coger pulmonía en una casa que se somete a los brisotes del
callejón con ventanas de vidrieras mal selladas.
La cuestión es que aquí nadie puede
poner a remojar el culo en agua caliente sin tener que someterlo a las miradas
del resto de los inquilinos, que vivimos y morimos en la cocina, repartidos
entre la mesa, el butacón y la delantera del fogón ―museable
y mastodóntico― que tiene seis hornillas de las que funcionan sólo dos…
oOo
Supe
del apartamento de Sumner Street como a los cinco meses de vivir en la bahía de
San Francisco.
En aquella época el Luquita estaba más solo y desnutrido
que nunca, porque sus últimos huéspedes se habían largado un par de semanas
antes, y él no sabía cocinar. Yo
tampoco.
Pero un mes más tarde, mientras
devolvía unos libros a la biblioteca pública, me encontré con Teodoro, antiguo
conocido mío de La Habana, que andaba buscando arriendo y no sólo sabía
cocinar, sino que lo hacía para ganarse la vida en el bar de unos
irlandeses. Después de él vino Henry
West Jr. ―cuando estamos para joder lo llamamos ‘Enriquito Oeste’ y
él se pone histérico, no sabemos bien por qué― y con su
persona quedó completa la tripulación.
Lucas ocupa el cuarto grande y lo tiene
hasta el tope de libros esotéricos, discos, videos y carteles de cine que se
caen a pedazos. Duerme, lee, mira tele y
se pajea en una cama enorme y con dosel, que ya estaba en el apartamento cuando
lo alquiló. Tiene los ojos del tamaño de
los de una calavera y se le marcan los huesos por cualquier parte. Se viste de mamarracho, como todos los de su
generación, y lleva el pelo recortado de una forma que parece que se lo
masticaran las cucarachas. Pero es
sorprendentemente ―anómalamente― maduro para su edad y condición.
En el cuarto de las camas gemelas
convivimos Teodoro y yo, y en tanto mis pocas pertenencias se refugian,
oprimidas y casi diría que aterradas, en una maleta, medio armario y la gaveta
de mi mesa de noche, las de Teo se esparcen, jubilosas, en una invasión en
forma de piezas de ropa interior, zapatos y chancletas, un equipo de música,
postales y cuadros de gusto dudoso, muñecas con vestidos folclóricos de los
cuatro puntos cardinales, colgantes y abanicos de papel. Por suerte coincidimos en materia de música,
porque si no habría tenido que matarlo.
El único objeto mío que ocupa un sitio
de honor en el dormitorio es algo que vengo arrastrando desde los siete años y
que emprendió conmigo la peregrinación de país en país, una especie de vademécum
que hace décadas no reviso, pero sigue siendo mi amuleto de la buena suerte; se
trata de mi libro-adicción de la infancia y la adolescencia, que salió de la
isla envuelto ―tal y como sigue en el presente― en
varias capas de plástico y otras tantas de seda artificial que lo aíslan de la
humedad y los cambios de temperatura; mi paño de lágrimas, mi libro sagrado,
que perdió las tapas duras que lo cobijaban y parece que hubiera arrostrado el
diluvio, pero no por ello deja de ser mi más amado: La expedición de la Kon-Tiki, escrito por el inefable Thor
Heyerdahl. Y yace a la vera de la
lámpara de nuestra mesa de noche, convertido en algo semejante a la momia de un
libro, intocable para cualquiera que no sea yo, cobijando las crónicas y las fotos
borrosas de esa partida de noruegos locos ―acompañados
por un sueco que estaba tan loco como ellos― que en
1947 se lanzaron al Pacífico con una voluntad digna de balseros cubanos, en un
barcuchito que da escalofríos de solo mirarlo, bajo la efigie de una hipotética
divinidad suramericana que habría ido a recalar en Oceanía por obra y gracia de
los vientos y las corrientes marítimas…
A Henry West, por llegar último al
apartamento, le tocó el sofá de la cocina, y usa el tabique de armario, lo que
significa que cuelga en él su ropa sucia, porque la que está limpia ―es un
decir― la lleva encima, pero su ubicación tiene la ventaja de
que es la más cálida de todo el apartamento, y cuando se le antoja cerveza ahí
está el refrigerador al alcance de la mano.
No quiero que a nadie le dé por pensar
que nuestro pequeño grupo de chiflados, compuesto por un sudaca vago, dos
cubiches que están en la mierda y un gringo que nació en ella, vive en el
infierno. Nones. Lo nuestro no es mal karma ni maldición
gitana, como podría parecer a primera vista.
En realidad, nuestra confluencia provisional en este habitáculo
destartalado es algo así como una especie de beca que nos dieron los
dioses. Durará lo que tenga que durar, y
probablemente cuando acabe ninguno de nosotros lo lamentará. Pero mientras dure, los cuatro tendremos bien
abiertos los cinco sentidos para no perdernos ni un ápice de la gloria de estar
alojados en el número 11-C de Sumner Street.
Y toda esa gloria está un poco relacionada con la cocina y su bañadera.
oOo
Nuestra
cocina de Sumner está siempre mal iluminada, creo que lo dije antes.
Por solo poner un ejemplo, si quieres
ver el teclado de la computadora ―que está ubicada en una esquina de la mesa de comer― tienes
que tener las pupilas dilatadas. Da lo
mismo que el suelo esté limpio o sucio, puede que haya telarañas en el
cielorraso, quién sabe y a quién le importa.
Y si se te cae algo, uno de esos pequeños objetos que ruedan o que
saltan para ir a emboscarse entre las patas de los muebles, vas a pasarte la mitad
de la vida buscándolo. Pero esta
atmósfera de claroscuros es la que mejor conviene a los rituales que tienen
lugar en la bañadera, y a la secreta unción de quien puede presenciarlos.
Empieza a oscurecer o es noche cerrada
cuando nos bañamos. No podría ser de
otro modo, porque los chinos de al lado consumen toda el agua caliente entre
seis de la mañana y cinco de la tarde.
Así que es a partir de las cinco que empieza la vida entre las cuatro
paredes de la porción de templo mal llamada cocina.
Ahora mismo Teo está preparando un
potaje de lentejas; corta cebolla sobre la tabla mientras se enjuga los ojos y
la nariz con la punta de la camiseta.
Lucas se eterniza en la tarea de volver a encender la estufa, arruga
páginas de periódico, estornuda y dice ‘puta madre, puta madre, puta madre’,
como si se tratara de una letanía. Henry
chatea por Internet con una de sus tres novias, usando el índice para teclear,
medio acodado sobre la mesa, la cabeza rubia apoyada en la mano libre.
Y yo intento abrir, sin conseguirlo,
una lata de chorizos que Teo me acaba de encomendar, mientras masculla ‘Haz
algo, carajo, que aquí todo el mundo se piensa que uno es su esclavo. Vamos a ver qué coño se hacen el día en que
me canse y los mande a la mierda, y se tengan que alimentar de hamburguesas. ¡Mira al otro subnormal pegado a la
computadora!’. Pero no se mete con
Lucas porque Lucas es el capo de la casa.
El cuchillo baila tap
tap sobre la tabla. Yo estoy a punto
de cercenarme un dedo con la bendita lata.
Henry usa el índice para teclear a mil por segundo.
Por fin Lucas cierra la puerta de la
estufa, donde el fuego empieza a engullirse las maderas y se va desplegando sin
apuros, rojiamarillo en la penumbra. El
Lucas estornuda una vez más, se sopla la nariz en un pañuelo que no puede más
de mugre, y va en busca de su toalla.
Y ahora cachen bien, por favor, este
salón umbrío en el que nos envuelve la humareda del agua puesta a hervir en la
olla, que sube en volutas translúcidas y se mezcla con la que desprende el agua
que llena la bañadera. Hay espirales
blancas trepando por los muros. El
líquido de la bañadera se mece y chisporrotea.
Un líquido espumoso que hoy huele a lavanda.
De pronto el Luquita aparece en el
umbral, descalzo y sin camisa, con la toalla sobre el hombro. Cabizbajo, con la concentración y la
contención de un matador que se adentrara en la arena, ingresa en el centro de
la cocina. Sabe que los otros hemos
dejado casi de respirar para mirarlo, así que sus ademanes no son
casuales. Sabe que ahora lo que cuenta
es la parquedad de movimientos, la desenvoltura con que pone a un lado la
toalla, se quita el pantalón del pijama y alza una pierna para meterla en la
espuma. En ese instante, los demás somos
todo ojos. No perdonamos ni un ápice de
su cuerpo. Miramos la barriga
ligeramente combada, las caderas esqueléticas y la verga bien proporcionada del
flaco. Miramos el vello oscuro de la
axila derecha, la barbilla que se inclina, la parte interior de un muslo del
que se apropia la sombra. La bañadera lo
recibe con un discreto oleaje.
Entonces algo se quiebra, algo
invisible. El humo se escabulle hacia el
techo como un grupo de serpientes sutiles que se desanudaran. Henry voltea a ver la pantalla de
regreso. Yo digo ‘Esta lata de
porquería debe ser blindada’. Y Teo
me la arrebata para abrirla él mismo, mientras las lentejas se hinchan en el
caldo que borbotea a su izquierda.
El momento ha terminado, pero vendrán
tres más, porque yo me bañaré después de comer, Teo lo hará cuando acabe de
fregar los platos de la cena, y Henry antes de echarse a dormir abrazado a las
almohadas que huelen a queso.
oOo
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No se pierdan Homérica: Chely Lima e Ignacio T. Granados (realizador del video) hablan de los héroes de la Ilíada y la Odisea: Un poco sobre Aquiles el Pelida y Odiseo a la cubana (Ver en youtube o en el bitácora de la escritora)
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No se pierdan Homérica: Chely Lima e Ignacio T. Granados (realizador del video) hablan de los héroes de la Ilíada y la Odisea: Un poco sobre Aquiles el Pelida y Odiseo a la cubana (Ver en youtube o en el bitácora de la escritora)
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Foto: Leonor Álvarez-Maza |
CHELY
LIMA. Narradora, dramaturga y poeta, periodista, editora, guionista de cine,
libretista de radio y TV. Es autora de
23 libros -novelas, cuentos, poesía y literatura para niños- editados en Cuba,
Estados Unidos, México, Ecuador, Venezuela y Colombia --entre ellos las novelas Isladespués del diluvio (Ediciones Malecón, 2010), Confesiones nocturnas y Triángulosmágicos (Planeta, 1994). Desde principios de 1992, en que abandonó su isla
natal, ha vivido en Ecuador, Argentina y Estados Unidos, donde permanece hasta
la fecha. Pique en el siguiente enlace para visitar el blog de la escritoraChely Lima, o síguela en Twitter: @LimaChely. Para mayor información puede remitirse a Google o a Wikipedia bajo Chely Lima.
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2 comments:
¡Excelente este fragmento! Me encantaría leer la novela completa. Lo que no entiendo es por qué caraj... está inédita. Porfis, Chely, mándala a un concurso, haz algo con ella. Tiene tremendo enganche.
Cariños desde Taos,
la Te
¡Me encanta, Chely!... ¡me encanta!
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