8.13.2013

CHELY LIMA: FUERA DE LA MANADA

 un fragmento de Fuera de la manada (novela inédita de Chely Lima)


Ya va casi para dos años que duermo en lo de Lucas, un argentino de veintitantos que subalquila cuarto y medio en su piso de Sumner y 8va.
          Sobrevivimos en un callejón húmedo, polvoriento y ventoso, cuya esquina es punto de reunión de un grupo fijo de homeless que acarrean consigo sus pertenencias en carritos de supermercado o mochilas, y algunos de los cuales tienen calzado y chaquetas mejores que los míos.
          Al apartamento del Lucas se llega por una escalera que culmina en la gran verja oxidada.  Delante de la verja dejan el correo de todo el edificio, así que para poder entrar hay que saltarse montañas de revistas y folletos, periodiquitos mierderos y sobres sellados en los que aparecen menos nombres gringos que asiáticos o hispanos.  Sobre todo asiáticos.
          Tenemos un clan de coreanos a la derecha, un par de chinos depresivos a la izquierda, y unos pocos vietnamitas desperdigados en los pisos superiores, con capas superpuestas de Menéndez, Herreras y Peraltas según Lucas, hubo una vez incluso un tibetano que posteriormente se casó con una nicaragüense y se mudó para la Misión, el barrio latino, donde abrieron una tienda de lencería femenina.
          En el apartamento del fondo viven unas universitarias estadounidenses que los sábados y domingos reciben novios con cerveza y cogidas monumentales y el resto de la semana se comportan de forma bastante modosita.  Y como para equilibrar la cosa, el desvencijado edificio que abre sus fauces frente a nuestra verja da albergue a los miembros de una multitudinaria familia afroamericana, todos ellos obesos y ruidosos, que salen al callejón a fumar a cualquier hora, hablando entre sí con esas voces ricas, espesas, de la gente negra.
          La habitación principal de nuestro apartamento es la cocina, que también hace las veces de sala, comedor y etcétera; una habitación enorme, con paredes altas que ningún bombillo por potente que sea logra develar del todo.  En una de sus esquinas se alza la estufa, junto a un tabique empapelado que oculta lo que Lucas, de fantasioso, llama el dormitorio pequeño, y no es sino un rectángulo donde mal cabe un sofá con dos almohadas que huelen a queso parmesano.  La segunda esquina contiene el butacón de los remiendos, por la tercera se sube un par de peldaños hasta la habitación que ocupamos Teodoro y yo, y en la cuarta queda la mesa de comer y usar la computadora.  Pero lo verdaderamente espectacular del conjunto es la bañadera que se escarrancha como una reina en el mismísimo centro.
          Parafraseando la conocida canción de la vaca lechera, este esperpento de metal pintado y repintado de blanco, con desconchados y patas de felino, no es una bañadera cualquiera; se trata del único recipiente de tamaño respetable ubicado en un lugar donde uno puede bañarse sin coger pulmonía en una casa que se somete a los brisotes del callejón con ventanas de vidrieras mal selladas.
          La cuestión es que aquí nadie puede poner a remojar el culo en agua caliente sin tener que someterlo a las miradas del resto de los inquilinos, que vivimos y morimos en la cocina, repartidos entre la mesa, el butacón y la delantera del fogón museable y mastodóntico que tiene seis hornillas de las que funcionan sólo dos…

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Supe del apartamento de Sumner Street como a los cinco meses de vivir en la bahía de San Francisco.
En aquella época el Luquita estaba más solo y desnutrido que nunca, porque sus últimos huéspedes se habían largado un par de semanas antes, y él no sabía cocinar.  Yo tampoco.
          Pero un mes más tarde, mientras devolvía unos libros a la biblioteca pública, me encontré con Teodoro, antiguo conocido mío de La Habana, que andaba buscando arriendo y no sólo sabía cocinar, sino que lo hacía para ganarse la vida en el bar de unos irlandeses.  Después de él vino Henry West Jr. cuando estamos para joder lo llamamos ‘Enriquito Oeste’ y él se pone histérico, no sabemos bien por qué y con su persona quedó completa la tripulación.
          Lucas ocupa el cuarto grande y lo tiene hasta el tope de libros esotéricos, discos, videos y carteles de cine que se caen a pedazos.  Duerme, lee, mira tele y se pajea en una cama enorme y con dosel, que ya estaba en el apartamento cuando lo alquiló.  Tiene los ojos del tamaño de los de una calavera y se le marcan los huesos por cualquier parte.  Se viste de mamarracho, como todos los de su generación, y lleva el pelo recortado de una forma que parece que se lo masticaran las cucarachas.  Pero es sorprendentemente anómalamente maduro para su edad y condición.
          En el cuarto de las camas gemelas convivimos Teodoro y yo, y en tanto mis pocas pertenencias se refugian, oprimidas y casi diría que aterradas, en una maleta, medio armario y la gaveta de mi mesa de noche, las de Teo se esparcen, jubilosas, en una invasión en forma de piezas de ropa interior, zapatos y chancletas, un equipo de música, postales y cuadros de gusto dudoso, muñecas con vestidos folclóricos de los cuatro puntos cardinales, colgantes y abanicos de papel.  Por suerte coincidimos en materia de música, porque si no habría tenido que matarlo.
          El único objeto mío que ocupa un sitio de honor en el dormitorio es algo que vengo arrastrando desde los siete años y que emprendió conmigo la peregrinación de país en país, una especie de vademécum que hace décadas no reviso, pero sigue siendo mi amuleto de la buena suerte; se trata de mi libro-adicción de la infancia y la adolescencia, que salió de la isla envuelto tal y como sigue en el presente en varias capas de plástico y otras tantas de seda artificial que lo aíslan de la humedad y los cambios de temperatura; mi paño de lágrimas, mi libro sagrado, que perdió las tapas duras que lo cobijaban y parece que hubiera arrostrado el diluvio, pero no por ello deja de ser mi más amado: La expedición de la Kon-Tiki, escrito por el inefable Thor Heyerdahl.  Y yace a la vera de la lámpara de nuestra mesa de noche, convertido en algo semejante a la momia de un libro, intocable para cualquiera que no sea yo, cobijando las crónicas y las fotos borrosas de esa partida de noruegos locos acompañados por un sueco que estaba tan loco como ellos que en 1947 se lanzaron al Pacífico con una voluntad digna de balseros cubanos, en un barcuchito que da escalofríos de solo mirarlo, bajo la efigie de una hipotética divinidad suramericana que habría ido a recalar en Oceanía por obra y gracia de los vientos y las corrientes marítimas…
          A Henry West, por llegar último al apartamento, le tocó el sofá de la cocina, y usa el tabique de armario, lo que significa que cuelga en él su ropa sucia, porque la que está limpia es un decir la lleva encima, pero su ubicación tiene la ventaja de que es la más cálida de todo el apartamento, y cuando se le antoja cerveza ahí está el refrigerador al alcance de la mano.
          No quiero que a nadie le dé por pensar que nuestro pequeño grupo de chiflados, compuesto por un sudaca vago, dos cubiches que están en la mierda y un gringo que nació en ella, vive en el infierno.  Nones.  Lo nuestro no es mal karma ni maldición gitana, como podría parecer a primera vista.  En realidad, nuestra confluencia provisional en este habitáculo destartalado es algo así como una especie de beca que nos dieron los dioses.  Durará lo que tenga que durar, y probablemente cuando acabe ninguno de nosotros lo lamentará.  Pero mientras dure, los cuatro tendremos bien abiertos los cinco sentidos para no perdernos ni un ápice de la gloria de estar alojados en el número 11-C de Sumner Street.  Y toda esa gloria está un poco relacionada con la cocina y su bañadera.

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Nuestra cocina de Sumner está siempre mal iluminada, creo que lo dije antes.
          Por solo poner un ejemplo, si quieres ver el teclado de la computadora que está ubicada en una esquina de la mesa de comer tienes que tener las pupilas dilatadas.  Da lo mismo que el suelo esté limpio o sucio, puede que haya telarañas en el cielorraso, quién sabe y a quién le importa.  Y si se te cae algo, uno de esos pequeños objetos que ruedan o que saltan para ir a emboscarse entre las patas de los muebles, vas a pasarte la mitad de la vida buscándolo.  Pero esta atmósfera de claroscuros es la que mejor conviene a los rituales que tienen lugar en la bañadera, y a la secreta unción de quien puede presenciarlos.
          Empieza a oscurecer o es noche cerrada cuando nos bañamos.  No podría ser de otro modo, porque los chinos de al lado consumen toda el agua caliente entre seis de la mañana y cinco de la tarde.  Así que es a partir de las cinco que empieza la vida entre las cuatro paredes de la porción de templo mal llamada cocina.
          Ahora mismo Teo está preparando un potaje de lentejas; corta cebolla sobre la tabla mientras se enjuga los ojos y la nariz con la punta de la camiseta.  Lucas se eterniza en la tarea de volver a encender la estufa, arruga páginas de periódico, estornuda y dice ‘puta madre, puta madre, puta madre’, como si se tratara de una letanía.  Henry chatea por Internet con una de sus tres novias, usando el índice para teclear, medio acodado sobre la mesa, la cabeza rubia apoyada en la mano libre.
          Y yo intento abrir, sin conseguirlo, una lata de chorizos que Teo me acaba de encomendar, mientras masculla ‘Haz algo, carajo, que aquí todo el mundo se piensa que uno es su esclavo.  Vamos a ver qué coño se hacen el día en que me canse y los mande a la mierda, y se tengan que alimentar de hamburguesas¡Mira al otro subnormal pegado a la computadora!’.  Pero no se mete con Lucas porque Lucas es el capo de la casa.
El cuchillo baila tap tap sobre la tabla.  Yo estoy a punto de cercenarme un dedo con la bendita lata.  Henry usa el índice para teclear a mil por segundo.
          Por fin Lucas cierra la puerta de la estufa, donde el fuego empieza a engullirse las maderas y se va desplegando sin apuros, rojiamarillo en la penumbra.  El Lucas estornuda una vez más, se sopla la nariz en un pañuelo que no puede más de mugre, y va en busca de su toalla.
          Y ahora cachen bien, por favor, este salón umbrío en el que nos envuelve la humareda del agua puesta a hervir en la olla, que sube en volutas translúcidas y se mezcla con la que desprende el agua que llena la bañadera.  Hay espirales blancas trepando por los muros.  El líquido de la bañadera se mece y chisporrotea.  Un líquido espumoso que hoy huele a lavanda.
          De pronto el Luquita aparece en el umbral, descalzo y sin camisa, con la toalla sobre el hombro.  Cabizbajo, con la concentración y la contención de un matador que se adentrara en la arena, ingresa en el centro de la cocina.  Sabe que los otros hemos dejado casi de respirar para mirarlo, así que sus ademanes no son casuales.  Sabe que ahora lo que cuenta es la parquedad de movimientos, la desenvoltura con que pone a un lado la toalla, se quita el pantalón del pijama y alza una pierna para meterla en la espuma.  En ese instante, los demás somos todo ojos.  No perdonamos ni un ápice de su cuerpo.  Miramos la barriga ligeramente combada, las caderas esqueléticas y la verga bien proporcionada del flaco.  Miramos el vello oscuro de la axila derecha, la barbilla que se inclina, la parte interior de un muslo del que se apropia la sombra.  La bañadera lo recibe con un discreto oleaje.
          Entonces algo se quiebra, algo invisible.  El humo se escabulle hacia el techo como un grupo de serpientes sutiles que se desanudaran.  Henry voltea a ver la pantalla de regreso.  Yo digo ‘Esta lata de porquería debe ser blindada’.  Y Teo me la arrebata para abrirla él mismo, mientras las lentejas se hinchan en el caldo que borbotea a su izquierda.
          El momento ha terminado, pero vendrán tres más, porque yo me bañaré después de comer, Teo lo hará cuando acabe de fregar los platos de la cena, y Henry antes de echarse a dormir abrazado a las almohadas que huelen a queso.

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No se pierdan Homérica: Chely Lima e Ignacio T. Granados (realizador del video) hablan de los héroes de la Ilíada y la Odisea: Un poco sobre Aquiles el Pelida y Odiseo a la cubana (Ver en youtube o en el bitácora de la escritora)
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Foto: Leonor Álvarez-Maza
CHELY LIMA. Narradora, dramaturga y poeta, periodista, editora, guionista de cine, libretista de radio y TV.  Es autora de 23 libros -novelas, cuentos, poesía y literatura para niños- editados en Cuba, Estados Unidos, México, Ecuador, Venezuela y Colombia --entre ellos las novelas Isladespués del diluvio (Ediciones Malecón, 2010), Confesiones nocturnas y Triángulosmágicos (Planeta, 1994). Desde principios de 1992, en que abandonó su isla natal, ha vivido en Ecuador, Argentina y Estados Unidos, donde permanece hasta la fecha. Pique en el siguiente enlace para visitar el blog de la escritoraChely Lima, o síguela en Twitter: @LimaChely. Para mayor información puede remitirse a Google o a Wikipedia bajo Chely Lima.

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2 comments:

dovalpage said...

¡Excelente este fragmento! Me encantaría leer la novela completa. Lo que no entiendo es por qué caraj... está inédita. Porfis, Chely, mándala a un concurso, haz algo con ella. Tiene tremendo enganche.
Cariños desde Taos,
la Te

Anonymous said...

¡Me encanta, Chely!... ¡me encanta!