La maldita circunstancia del agua
por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del
café.
Si no pensara que el agua me rodea
como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna
suelta.
Mientras los muchachos se
despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto
por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera
resbala en el agua
en el preciso momento en que se
lava uno de sus pezones
me acostumbro al hedor del puerto
me acostumbro a la misma mujer que
invariablemente masturba,
noche tras noche, al soldado de
guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi
idea fija,
en otro tiempo yo vivía
adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
[...]
Todo un pueblo puede morir de luz
como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de
hamacas invisibles,
y echados, los hombres semejan
hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría
pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar
un seno;
en esta hora del cáncer un
extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué
proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de
enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de
las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de
la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de
un fastidio elegante
y de la mortal deglución de las
glorias pasadas.
¿Dónde encontrar en este cielo sin
nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a
abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría
con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los
hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes
ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico,
no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no
tienes un rostro.
[...]
No queremos potencias celestiales
sino potencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos
ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en
la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al
golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo
todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace
dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano,
un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en
la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando
los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en
enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por
todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar
picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su
bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando
frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el
peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de
un pueblo.
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VIRGILIO PIÑERA
(Matanzas, Cuba, 1912-La Habana, 1979)
(Matanzas, Cuba, 1912-La Habana, 1979)
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