Foto: Lida Rodríguez |
Nos habíamos visto frente a frente por primera
vez en La Habana, posiblemente a finales de 1959, cobijados por
el fervor de la utopía revolucionaria, cuando él —que entonces era feliz e indocumentado—[2], trabajaba
en la agencia de noticias Prensa Latina y yo me desempeñaba como jefe del
Departamento de Prensa del Instituto Nacional de Reforma Agraria. De entonces
acá han llovido muchos acontecimientos, pero ahora que amainan los aguaceros y
ambos estamos asediados por el espectro de una muerte cercana, es decir: si en
lo que nos queda a los dos en el planeta no alcanzamos la inmortalidad de
nuestros cuerpos físicos —y todo es posible ¿por qué no?— me apresuro a
recordar nuestro último encuentro en La Habana.
Tras la notoriedad internacional que le llegó con la publicación de Cien años de soledad y ya a punto de alcanzar el Nobel, por supuesto sin perder la condición de «hombre pobre con plata» que él se adjudicaba, García Márquez no podía ser el mismo de siempre. De modo que esta vez, cuando arregló
las maletas para una nueva visita a la Isla no ignoraba que al descender del
avión en el aeropuerto José Martí de La Habana dejaría de ser huésped habitual
del Riviera, un hotel – tal vez el más famoso del mapamundi habanero— que yo tenía
casi al alcance de la mano, es decir: apenas a dos cuadras de mi residencia provisional
de Línea y A, en El Vedado. Imagino que
mirando desde la ventanilla del avión la larga costa cubana, casi siempre
verde, que a rachas el mar azuleaba, con simétricas parcelas de frutales, Gabo alcanzó
a vislumbrar —y en ocasiones me lo dejó entrever— que la nostalgia de la
habitación del Riviera nunca lo abandonaría, no solo porque allí disfrutó
momentos de intensa felicidad junto a Mercedes, su mujer, sino porque también
en esa habitación tuvo la oportunidad de
entablar interminables conversaciones, entre tazas de café, con los amigos
cubanos que más había llegado a querer.
Recuerdo vagamente que durante aquellos tiempos, si
pretendía visitarlo, me veía obligado a abordar un ómnibus, al que trepaba —no
existe un vocablo más preciso— con los codos por delante, a guisa de escudos,
casi atropellado, sobado, manoseado, por la voracidad de una nutrida oleada de
personas que viajaban en busca de las zonas playeras de Marianao, pues García
Márquez residía entonces en una de las Casas de Protocolo, la número 6, que
Fidel le había asignado/regalado, «con la única condición —me explicó Gabo— de que
yo me ocupara de amueblarla».
Esa última oportunidad en que nos miramos directo a
los ojos, sin percatarnos de que escenificábamos una despedida, yo visité a
García Márquez en compañía de mi hija, la pintora Gloria Lorenzo, que le había
prometido un óleo o una acuarela con la efigie de Santa Bárbara, deidad
venerada por igual entre los cristianos y los devotos del panteón lucumí, una
pintura que, recalcaba Gabo, él deseaba atesorar. En una visita anterior, Gabo
le contó a Gloria que él había intentado adquirir a cualquier precio un cuadro de Santa Bárbara, de René
Portocarrero, que colgaba en la pared en la residencia del eximio pintor. La
escena pertenece a un momento del pasado que Gabo, dice, no consigue olvidar. Portocarrero,
el gran maestro de la pintura cubana, se le encimó, lo miró a los ojos con
fijeza, sin pestañear, y al final casi tartamudeó: «Lo siento, pero para sacar
ese cuadro de mi casa hay que pasar sobre mi cadáver».
—Por eso—dijo Gabo—, cada vez que me encuentro con un pintor, me acuerdo
de la pintura de Portocarrero. ¿Tú me podrías hacer una Santa Bárbara? ¿Te
animas?
Ahora, desafiando las frías ráfagas de principios de
diciembre, Gloria viste un largo abrigo hasta las rodillas que le ha permitido
ocultar la cartulina plegada en la que
está estampada una figura de Santa Bárbara,
a su modo, que no recuerda a la de Portocarrero, pero que además, gracias a la
liviandad del pincel, es al mismo tiempo la efigie de un transculturado Changó. Gabo se ha dado cuenta que mi hija ha
cumplido la promesa y, vencido por la impaciencia, alarga su brazo hasta la
cartulina plegada que, pese a la tímida turbación de Gloria, de todos modos se
insinúa como si culebreara bajo las ondulaciones del abrigo.
—En cuanto llegue a México—dijo García Márquez con una sonrisa—lo
colgaré en una pared privilegiada de mi casa. Lo prometo.
En la Casa de Protocolo número 6, él dedicaba la
mañana a su escritura y a partir del mediodía recibía a sus amigos, a los que
le concedía solo una hora de charla. Era lo estipulado. De modo que Gloria y
habíamos estado acaparando su atención solo una hora: de dos a tres de la
tarde. Durante las anteriores visitas, a veces yo coincidía con algún personaje del mundo oficial, que
sin poder olvidar mi condición de ex-preso político, iniciaba de inmediato
maniobras de distracción que le permitía rehuir la incómoda obligación de
estrechar mi mano o de verse obligado a un saludo de cortesía que, en otro
instante coyuntural, sin Gabo actuando de testigo, nunca me hubiera dispensado.
Pero ahora el escenario resultaba aún más embarazoso. El turno de tres a cuatro
de la tarde le correspondía a un general de muchas estrellas en el uniforme,
que había combatido en la Sierra Maestra junto a Fidel. El general, de cuyo
nombre no quiero acordarme, permanecía de pie frente a mí, petrificado, acaso
sin saber si debía avanzar o retroceder. García Márquez se sintió en la
imperiosa obligación de tomar la iniciativa:
—Lorenzo no tiene carro, de modo que si tú no lo llevas a su casa de
regreso, tendría que hacerlo yo y nuestra entrevista quedaría cancelada.
—No faltaba más—bramó el general— con mucho gusto mi chófer se encargará
de hacerlo.
Apenas terminé de escribir esta crónica solicité la
opinión de mi hija Gloria. Es frecuente que alguno de mis textos yo lo confíe a
su escrutinio antes de darlo a la publicación. Gloria estuvo un largo rato, que
para mí duró siglos, leyendo y releyendo no solo mi texto sino también los
relatos de los reporteros que habían cubierto los festejos mexicanos en la
Colonia El Pedregal.
—Cuando la prensa escrita y los noticieros de la televisión lo dicen,
tiene que ser verdad—dijo Gloria con resignación—. Hasta ahora, en cada cumpleaños,
hemos venido agasajándote sin haber sacado bien las cuentas. Es cierto: García
Márquez y tú cumplen este año 87 y no 86.
Así que el equivocado, el del traspié aritmético era
yo. ¿O tal vez yo no era culpable de nada, de ningún acto de soberbia, de
ningún desbordamiento del ego, de ningún ardid de viejo verde, pues si me
afanaba en busca de la triste verdad debía reconocer que desde mucho tiempo
atrás estaba siendo víctima de una treta
del subconsciente, que acaso me obligaba a auto-engañarme, aferrado a la idea
de ser, en cada nuevo cumpleaños, doce meses menos viejo. Era la posibilidad
más aceptable. Ustedes no saben bien lo que representa un año a nuestra edad.
Aunque no he hablado con él por teléfono, para confirmarlo, no se me sale de la
cabeza la idea de que a estas horas García Márquez debe estar pensando lo
mismo.
[1] José Lorenzo Fuentes. Entrevista a Gabriel García Márquez bajo el título de Yo tengo un concepto obrero de la inspiración, publicada por primera vez en Periódico de Mediodía, Ecuador, l982.
[2] Gabriel García Márquez. Cuando yo era feliz e indocumentado. Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1982.
1 comment:
¡Me encantan las memorias!! Gracias por publicar todas estas crónicas interesantes y un saludo al señor Lorenzo.
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