Un
fragmento de la novela
La
otra Asunción de la Virgen,
la
última novela de Rafael Carralero,
un texto que estuvo escribiendo durante 23
años.
B
|
enjamín encontró un lugar en el circo que abandonaba la plaza en aquel momento. El dueño lo aceptó sin reparos, porque el muchacho se ofreció sin condición alguna. No lo dudó cuando supo que se trataba del hijo de Onésimo Pimentel, porque se sentía en deuda con aquél, que le había facilitado, sin costo, el terreno donde estuvieron emplazados durante veintisiete días.
—Es un gusto, muchacho—le dijo. El único inconveniente es que por el momento solo tengo la plaza de ayudante de pista.
Benjamín no ignoró que le estaba ofreciendo un trabajo de tarugo, lo que significaría cargar, recoger y limpiar constantemente, mas no objetó. Se limitó a decir.
—Con el tiempo aprenderé un oficio dentro del circo, si usted me lo permite.
El hombre aceptó con júbilo y un poco de pena al mismo tiempo, porque solo de escuchar a Benjamín, tuvo la certeza de que su cultura era superior a cualquiera de los integrantes de su compañía.
En aquel instante, Benjamín no pudo medir la dimensión del paso que acababa de dar, ni sospechó lo que el circo llegaría a significar hasta el último día de su existencia. Por lo pronto, encontró un ambiente propicio para que salieran unos versos que tenía como atascados en el fondo de su conciencia. Supo siempre que solo la poesía le daría sosiego. Concebía imágenes que lo inquietaban, pero los versos no acababan de salir. Probablemente por el ataque constante del padre.
—Agustina, ¿de dónde saca esas palabritas esta cotorra con complejo de tomeguín? —Solía gritar Onésimo cuando lo escuchaba hablar.
Un año después de su partida, Benjamín volaba por el aire, bajo la carpa del «Alas del Olimpo».
—Creo que te podrías hacer trapecista—le dijo un día el patrón, porque creyó ver en él las condiciones necesarias.
Y Benjamín le escribió a su madre:
Le escribo desde Cabaiguán, madre, aunque bien pudiera decirle que desde el camino a la gloria, porque bajo esta carpa no solo me he librado de la mirada insolente de mi padre; he encontrado también respuestas a interrogantes que siempre he traído en mi cabeza. Pronto oirá hablar del más grande trapecista que haya dado esta pista; pero no quiero que confunda el término de cirquero con el de artista, que es lo que realmente soy.
No había pasado mucho tiempo cuando el «Alas del Olimpo» anunciaba al nuevo trapecista, a quien llamaron «El Ángel del Trapecio». Desde entonces, le prodigaron un tratamiento especial porque no escapó a los ojos del patrón que Benjamín se había convertido en la principal atracción del espectáculo. Tampoco escaparon a su percepción, las múltiples invitaciones que le fueron llegando desde otros circos de mayor categoría. Y se preocupó, aunque el joven trapecista no se vio interesado en cambiar de lugar.
Mientras surcaba el aire, las ideas de Benjamín vagaban libremente y su espíritu inquieto empezó a encontrar respuestas a las interrogantes de siempre. Descubrió que Dios y la eternidad estaban en sí mismo, y que una y otra cosa respondían a la necesidad de perpetuarse que todo hombre lleva consigo.
Siempre quiso saber quién y cómo era Dios, y esa curiosidad fue creciendo con los años. Agustina Peralejo lo había llevado a la iglesia para que encontrara respuesta a su imaginación y a las constantes interrogantes que iban apareciendo, pero no ocurrió. La iglesia no le ofreció otra cosa que el gozo visual, una satisfacción estética, no divina.
Los curas no le inspiraron veneración ni confianza; no logró verlos como representantes de Dios. Si la presencia del Creador estaba alguna vez en el recinto religioso, pensaba Benjamín, era por el grado de devoción de los feligreses, nunca por la presencia del cura, que jamás lograrían ser intermediarios entre Dios y el hombre.
Cuando rezaba junto a la hermana y la madre, quería representarse la imagen divina y le ocurría lo mismo que cuando, tirado sobre la yerba del jardín, buscaba a Dios como imagen visual para pedirle que lo ayudara a salir de la soledad y la incertidumbre. En tales circunstancias no logró ver otra cosa que un pegote de nubes, que el viento iba barriendo a su paso. Se quedaba sólo con la palabra DIOS, cada vez más abstracta y distante. Se quedaba finalmente con la idea de un poder divino invisible, inevitable y tan necesario como inasible.
Sujeto al trapecio y atrapado por el insólito placer de la velocidad y la altura, se sintió ángel o energía en busca del infinito. Creyó descubrir que Dios estaba en esa búsqueda de perpetuidad. Se preguntó si estaría condenado a vivir una efímera fracción del tiempo; su tiempo concreto, el que mediaba entre el nacimiento y la muerte. Percibió, sin embargo, que había otra dimensión temporal, que para unos estaba más allá de la finitud de ese tiempo concreto y para otros en la implacable brevedad de la existencia. Acaso los hombres se diferenciaban por esa capacidad de trascender o esfumarse en el recuerdo, que era como tener dentro un Dios creador o pusilánime, según fuera el caso.
La noche del descubrimiento Benjamín bajó del trapecio para irse a caminar el pueblo, anduvo de norte a sur y de este a oeste por las calles desiertas, tratando de hallar las imágenes adecuadas para expresar en versos la naturaleza de su hallazgo. Necesitaba darle coherencia poética a sus ideas y dejar para la posteridad constancia de que él, Benjamín Pimentel, había encontrado el camino de la eternidad. Cuando regresó al carromato no se fue a dormir; bajo la luz de una vela escribió de un tirón:
Adiviné en el aire su forma de piel rota,
su invasión de ternura, su eterno cataclismo,
sus guitarras oscuras deshechas gota a gota,
donde la luz no es luz, sino restos de un sismo.
Que vuelve a repetirse, que ni acaba ni brota
y que resulta extraño, pero siempre es el mismo
viejo ciclo en que todo se prolonga y se agota
para surgir de nuevo del centro del abismo.
Se anuncia en el quejido que la tierra reparte,
en el olor del viento donde se esconde el mar,
en el galope ronco del caballo que parte,
en las astas del toro que muere en su bramar,
en tu doble agonía de partir y quedarte,
sin que exista un espacio donde puedas estar.
Leyó una y otra vez el soneto y no encontró palabra que mereciera cambiarse. Solo el título se le hizo difícil, porque no quería plagiar involuntariamente a algún poeta místico o romántico. Al cabo de los días encontró la palabra que le pareció capaz de apresar el sentimiento con que fue concebido. Lo tituló «Tempestad». Entonces lo metió en un sobre y se lo envió a la madre.
De niña, en Andalucía, Agustina Peralejo había leído a los grandes poetas españoles y todavía podía repetir de memoria versos antológicos de los poetas del Siglo de Oro. Cuando Benjamín era chiquito ella se los decía hasta que se quedaba dormido con una expresión de placidez en el rostro que la enternecía. Ahora, leyendo el soneto que le enviara el hijo, la andaluza pasaba del asombro al entusiasmo. Le parecían versos perfectos, trascendentes, dignos de cualquier antología. La euforia le hizo olvidar, una vez más, la insensibilidad del marido y le leyó el soneto. Onésimo Pimentel abandonó un instante los apuntes que hacía sobre una libreta de recordatorios y alzó su cabeza para mirar a la mujer con ojos chispeantes.
De niña, en Andalucía, Agustina Peralejo había leído a los grandes poetas españoles y todavía podía repetir de memoria versos antológicos de los poetas del Siglo de Oro. Cuando Benjamín era chiquito ella se los decía hasta que se quedaba dormido con una expresión de placidez en el rostro que la enternecía. Ahora, leyendo el soneto que le enviara el hijo, la andaluza pasaba del asombro al entusiasmo. Le parecían versos perfectos, trascendentes, dignos de cualquier antología. La euforia le hizo olvidar, una vez más, la insensibilidad del marido y le leyó el soneto. Onésimo Pimentel abandonó un instante los apuntes que hacía sobre una libreta de recordatorios y alzó su cabeza para mirar a la mujer con ojos chispeantes.
—Deja ese entusiasmo, Agustina, que ningún valor han de tener esos versos; un payaso lo único que sabe es hacer payasadas.
Lo dijo y volvió sobre los apuntes. Agustina Peralejo lo miró un momento en silencio y luego dio la espalda rezongando:
—No eres asno, porque caminas en dos patas.
En aquel preciso instante Benjamín pensaba en la madre. En lo alto del trapecio recordó la carta y el soneto que le había enviado y deploró no haberle advertido que deja el texto fuera del alcance del padre. Se sintió irritado por el descuido y trató de poner toda su atención en las evoluciones del trapecio, pero la imagen de Onésimo Pimentel fue obstáculo. En una extraña conjunción de recuerdos y percepciones creyó verlo desde lo alto de la carpa, moviéndose en medio de la pista. Lo vio riendo burlonamente, con su poema en la mano. Le pareció entonces que la tierra era lugar ajeno e indeseable. Tuvo la certeza de que quería volar en busca de la libertad. Quiso encontrarse con él mismo y con el Dios que lo habitaba. Escuchó los aplausos delirantes desbordando la carpa y sintió que su cuerpo andaba al margen de la gravedad. Sus manos rozaban el trapecio, mientras, el cuerpo giraba, insólito, como lo veían desde allá abajo. El público se puso de pie.
—¡Dios mío! es un ángel—gritó una mujer en las gradas, unió las manos a la altura del pecho y con los ojos inclinados pareció pedirle misericordia. Benjamín se sintió venerado y convertido en cisne tomó alturas. Los de abajo vieron un ave subiendo para luego bajar en picada y tomar nuevamente altura. El trapecio le pareció estorbo para un vuelo que no tenía escala ni fin. Desde lunetas y gradas gritaban con frenesí, pero Benjamín ya no los escuchaba. Supo que era falsa la existencia fugaz de las aves. Falso, susurró en las alturas; viven la libertad, que es eterna. Sintió pena, mucha pena por los que estaban allá abajo y no podían disfrutar un tiempo que tampoco tenía fin.
Movido por aquellas ideas el «Ángel del Trapecio» voló, conquistó la libertad y la infinitud del tiempo. Los dedos apenas hacían contacto con el trapecio.
—Insólito, gritaron a coro desde abajo.
Benjamín arqueó el cuerpo y sus brazos se movieron en busca del cielo. La carpa se estremeció, gimieron el redoblante, el clarinete y la trompeta; vibraron los postes, parpadearon las luces, roncó el tambor, aleteó la pandereta y el saxofón lloró. «El Ángel del trapecio» descendió con el abrupto silencio de la orquesta.
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RAFAEL
CARRALERO (Santiago de Cuba, Cuba, 1953). Profesor universitario y Presidente
de la Asociación de Intercambio Cultural José María Heredia. Cuenta
con una extensa obra periodística y de crítica publicada en varios países y en
una docena de medios. Actualmente reside en México. Ha publicado los libros: Con el ojo en la mira (cuentos); El comienzo tuvo un nombre (cuentos); Tiro nocturno (cuentos); El
loco de caamouco (cuentos); Casa de
espejos (novela); El vuelo del
Albatros (novela); Tiempo y amor
sobre el golfo (novela); Leyenda de
tierras extrañas (cuentos); Episodio
inconcluso (novela) y Heredia: Del
verso nació la acción (ensayo). Tiene en proceso de edición las novelas: Náufragos de la esperanza rota y Las peripecias de Menelao y su princesa
andaluza.
1 comment:
¡Buenísimo el fragmento! Ahora me quedo sin saber qué pasa con el trapecista... ¡felicidades al autor! Gracias, Rita, por publicar siempre cosas interesantes.
Cariños desde Taos...
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