Nueva York no fue la ciudad de mi infancia,
no fue aquí que adquirí las primeras certidumbres,
no está aquí el rincón de mi primera caída…
Por eso siempre permaneceré al margen,
una extraña entre las piedras
aun cuando regrese a la ciudad de mi infancia
cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos,
demasiado habanera para ser neoyorquina,
demasiado neoyorquina para ser – aún volver a ser–
cualquier otra cosa.
L. Casal
Ya se sabe, cada signo de extraterritorialidad
cultural genera su propio malditismo, construcción peyorativa por antonomasia.
Nuestra sociología e historiografía literaria suelen infiltrar el ámbito
natural de las Ciencias Sociales con formulaciones maniqueas y añejas fobias.
Al transitar por ese declive interdisciplinario se transita igualmente por el
dilema, al parecer insalvable, de los autores que aunque de manera indiscutible
refrendarían el cuerpo letrado de la isla, la tradición o incluso el ethos, se encuentran omitidos por evidentes razones extraestéticas o en el
mejor de los casos minimizados, empujados a una zona referencial casi nula (por
lo general el estereotípico dossier con sus límites inherentes a la dualidad
Topos/Ideología, o a los discursos de legitimación moldeados por el mainstream insular a su imagen y semejanza, lo que
hace de dicha problemática un asunto aparte con matices de réspice o acaso un
Otro culturológico). Como no soy experto en el manejo de coordenada exílicas
que casi siempre desembocan en el atisbo desgarrador del sujeto de la
enunciación (llámese Lydia Cabrera, Gustavo Pérez-Firmat, Lorenzo García Vega,
Eugenio Florit, Reynaldo Arenas, Cristina García, Eliseo Alberto, José Lorenzo
Fuentes, Rita Martín, Juan Carlos Recio Martínez, Félix Luis Viera, Sindo
Pacheco, Carlos Alé…) me veo forzado a preguntar: ¿cómo se inserta Lourdes Gil
en lo que, según sus propias palabras, constituye «nuestro destino diaspórico»
Para empezar, yo no diría que
la extraterritorialidad conlleva en sí misma un signo funesto, un malditismo,
como dices. Pienso en Marguerite Yourcenar o James Joyce. En Hemingway, Paul
Bowles, Cortázar, Edith Wharton, Eliot. Con excepción de Hemingway, ninguno de
ellos regresa a vivir en su país, y mueren lejos, tras largos años de una
existencia autoexílica. Yourcenar, incluso, se acoge a la ciudadanía
norteamericana, lo que no impide su ingreso a la Academia Francesa ,
ni el éxito de su obra en su país. Los norteamericanos emplean un término que
inviste de cierta elegancia a la extraterritorialidad de estos escritores, un
término libre de connotaciones políticas o económicas: les llaman expatriates, expatriados. Individuos que, por vocación artística o excentricidad
eligen una ciudad o, incluso, una isla, como Paul Gauguin o Robert Graves. Pero
siempre por voluntad propia. Y es esa la única forma de entender la exclusión
que hemos sufrido los escritores de la diáspora cubana: que estamos lejos (o
afuera) por inevitabilidad y no por voluntad. Casi todos hubiéramos preferido
vivir en Cuba. Morir allí.
Quisiera comentar sobre el «acaso» de una otredad cultorológica
que mencionas, porque me recordó el análisis que hace Primo Levi en «Los
hundidos y los salvados» sobre los virajes semánticos con que se
descontextualizan las palabras para ideologizar un idioma. Con la
excepción de los escritores llamados cubanoamericanos, quienes por el uso del
inglés en su obra sí podrían constituir esa Otredad (como Pérez-Firmat o
Cristina García, por ejemplo), esos planteamientos me desconciertan. ¿Lydia
Cabrera un Otro de la cubanía? Decirlo es casi sacrílego. El insinuar una
otredad en Arenas, en Cabrera Infante o en Baquero me parece una temeridad. Es
como entrar a un mundo de inversiones, donde las cosas están al revés. Algo así como A través del Espejo, donde no importaba si Alicia tomaba el camino
a su derecha o a su izquierda, porque siempre regresaba al mismo sitio. Cuando
Lewis Carroll subvierte el mundo de lo existente, lo que nos está diciendo es
que Alicia no logra avanzar porque en la subversión hay una inmovilidad. Una
inmovilidad que se ha instalado en el discurso de la cultura nacional y a la
que sólo una respuesta contrahegemónica, en el sentido gramsciano, podría
devolverle el movimiento.
Al final de tu pregunta mencionas «nuestro destino diaspórico».
Quisiera aclararte que no empleo el concepto de «destino» como un determinismo
o una irreversibilidad. Quizás debí haber dicho tradición en vez de
destino. Pensaba en nuestra escritura fundacional –Varela, Heredia, Villaverde,
Gómez de Avellaneda, Martí—, casi en su totalidad escrita fuera de Cuba. Hay
que recordar ese génesis nuestro, porque nos coloca en las manos la respuesta a
la extraterritorialidad cubana.
¿En una nación como Estados Unidos, donde el
discurso topográfico se halla fuertemente signado por componentes de dominación
metropolitana y otros símbolos a fines (estoy pensando en el Orange Bowl, la pintoresca Little Havana,
Central Park, el megapuente de
Brooklyn, el Empaire State, e incluso en la nieve) es el espacio de la
escritura alimento para la preservación de la autoctonía y la resistencia
cultural?
Toda esa mitología
norteamericana constituye un gran espectáculo, como señaló Baudrillard en su
libro América, pero es un espectáculo
que logras desmontar si vives mucho tiempo dentro de él, como le ocurrió a
Martí hace más de un siglo. Como colectividad, la diáspora mantiene los símbolos
patrios a un nivel icónico y visceral. Conservar la autoctonía es más bien un
compromiso personal, un voto que debes renovar cada día, porque la presión del
ambiente y los medios de comunicación son omnívoros. La escritura constituye
una forma de nutrir tu identidad, pero también lo son tus lecturas, la lengua
misma. Creo que fue San Agustín quien dijo: «Mi amor es mi peso; por él voy a
dondequiera que vaya». Vas hacia lo que amas, porque te arrastra. Y esto bien
podría ser lo cubano clásico, la
Cuba de siempre. Cabrera Infante escribió unas líneas muy
bellas: «Todos llevamos a Cuba dentro como una música inaudita, como una visión
insólita». Viniendo de alguien tan poco sentimental como Guillermo, me parece
bastante afortunada.
Alguna vez Reynaldo Arenas afirmó que los
desarraigados (entiéndase exiliados) no poseían más patria que el idioma.
Frente a esta tesis se alza hoy el fenómeno del bilingüismo o biculturalismo:
autores que, refractarios al concurso de las etnias, optan por la transmutación
lexical o el cambio del idioma de origen por el del país que se erige en
receptor. ¿A su juicio este fenómeno pudiera interpretarse como postura
dicotómica, renuncia al concepto clásico de la identidad, interacción
centro/periferia o simplemente leyes de supervivencia y mercado?
En estos 50 años hay toda una
generación nacida fuera de Cuba –quizás dos--, y es natural que escriban en el
idioma en que han sido educados. Ana Menéndez o Carmen Peláez, por ejemplo. Pero
creo que tu pregunta alude más bien a los que nacen en Cuba, pero optan por
escribir en inglés, como Pablo Medina, Cristina García, Gustavo Pérez-Firmat,
Achy Obejas, Ricardo Pau-Llosa, Carlos Eire. Yo he hablado de este tema con
algunos de ellos y las razones suelen ser pragmáticas. No es sólo el mercado,
sino también la valoración de su obra dentro de su profesión. Personalmente,
creo que hay algo más en juego en la elección del inglés por parte de ellos.
Una lengua es la expresión de una sensibilidad particular, una visión del
mundo, un entorno social, familiar y hasta político. Luego está el lector de tu
obra. Eres tú como escritor quien decide a qué público quieres hablarle, vivas
donde vivas. Kafka escribía en alemán en el corazón de Praga; está claro cuál
era el lector que le interesaba. Y ahí tienes a Nabokov, que escribió
brillantemente en inglés durante los 15 años que vivió en Estados Unidos a
causa de la Segunda
Guerra Mundial. Fue el éxito comercial de Lolita lo que le permitió regresar a
Europa, donde siempre quiso estar. Puede decirse que utilizó el inglés para
comprar su credencial de libertad, y eso no disminuye un ápice su identidad
rusa.
En Cuba tenemos precedentes en el siglo diecinueve, como la Condesa de Merlín y
José-María de Heredia, que escribían en francés, siendo cubanos. Es la temática
de cada uno la que determina su inserción en la historia literaria del país. La
tradición cubana acoge a la
Condesa porque escribió sobre Cuba, pero olvida a Heredia
porque trató otros temas. El hecho de que llevara el mismo nombre de nuestro
gran poeta subrayaba aún más su otredad.
¿Qué pasará con la obra escrita en inglés? La medida en que se
abra un espacio para estas voces en el discurso hegemónico de la cultura
nacional dependerá de otras consideraciones. No podemos aislar a Cuba de un
debate mayor en el mundo de la globalización, donde numerosos grupos
desplazados cuestionan la relación lengua/identidad, ya sea en sectores post-colonialistas
(como los argelinos en Francia) o postsoviéticos (como los armenios en E.E.U.U).
Por otra parte, en el Cono Sur se viene dando el fenómeno de la reinserción de
las literaturas postdictatoriales --casi toda obra de exilio-- en el marco del
proyecto de recuperación de la memoria histórica.
En su poemario El cerco de las
transfiguraciones (La Torre de Papel, 1996) el
sujeto lírico, mucho más consciente de lo interrogativo que de lo enunciativo
para plantearlo a la manera de Helena Beristain, recurre, a modo quizás de
leitmotiv, a tres grandes mitos de la literatura femenina: María de las
Mercedes Santa Cruz y Montalvo (la
Condesa de Merlín), Marina Tsvetayeva y Virginia Woolf.
¿Pudiera percibirse en ello una intención de contestar las normativas de los
llamados sistemas de poder falocentristas, o quizás alguna suerte de
contradiscurso en la era de la aldea global?
No, no. Nada de contradiscurso.
Siempre he buscado respuestas a través de figuras femeninas. Me identifico con
ellas, dialogo en una especie de inter-textulaidad que las acerca al lector,
que me permite rescatarlas del olvido. Tengo poemas a Benazir Bhutto, Juana de
Ibarbourou, Juana la Loca ,
Semíramis. Pero he dialogado de igual modo con el discurso masculino,
escritores o artistas como Virgilio Piñera, Lezama, Max Beckman, Nijinski.
Hasta parejas icónicas como Abelardo y Eloísa (véase: Les Amours d'Héloïse et d'Abeilard, pintura
del artista Jean Vignaud, 1819, y Cartas de Abelardo y Eloísa-Historia
Calamitatum, Olañeta, Palma de Mallorca, 1982), o Isak Dinesen y Denys
Finch Hatton. Son vidas que te hablan, que hurgan dentro de ti y desencadenan
imágenes, ideas, sensaciones. Después del Sputnik,
los poetas no vemos las estrellas o el cielo del mismo modo. Nuestras fuentes
de inspiración las hallamos en la interioridad, en la cotidianidad, en el
entorno y en las riquezas de la cultura.
Acontecimientos como el Primer Congreso de Educación
y Cultura, la creación de las unidades militares de ayuda a la producción
(UMAP) o el «pavonato» (remanente del estalinismo que en su versión tropical, y
en la ominosa figura de Luis Pavón Tamayo, condujeron a una situación de
anquilosamiento casi total la praxis artístico-literaria de esos años) llegaron
a teñir de «grisura»(opinión que con carácter retroactivo emite A. Fornet) la política
cultural del Estado cubano. Sin embargo, el caso Padilla, dado el rechazo que
suscitó en la comunidad intelectual foránea, fue, me atrevería a decir, el más
notorio de nuestros episodios de dogmatismo. Transcurrido el tiempo, cómo
valora el suceso.
Fue algo vergonzoso en la
historia del país, pero yo no estuve allí, mis versiones son de trasmano, así
que no aportaría nada nuevo. Sí estuve junto a un Heberto más grave, más
sazonado que, libre de acosos y presiones en sus últimos años, tuvo la oportunidad
de reflexionar sobre ese episodio de su vida. Escribía sus memorias de exilio y
dejó varias horas de grabaciones.
En los diccionarios de la literatura cubana, al menos
en los que conozco, las inclusiones no merecidas pesan tanto como las
exclusiones. ¿Le interesaría que su nombre llegase a vulnerar la torpeza
exegética de dichos muestrarios, o uniría su voz a la de Dulce María Loynaz
para sentenciar que no necesita de esas vanidades?
Es propio de antologías y
diccionarios el sobrevalorar u omitir nombres. Nada nuevo. A veces por
filiaciones políticas, a veces por falta de rigor crítico, y hasta por
amiguismos o envidias. No me preocupa, pero tampoco lo considero una vanidad.
Todo escritor merece reconocimiento y es justo que lo desee.
¿Cómo es New Jersey lejos de los vendedores que
pregonan sus mercancías muchas veces subrepticias; lejos de las religiones
sincréticas, los barrios marginales, las mesas de dominó y la cerveza
pendenciera de los domingos. En fin, lejos de lo que Fernando Ortiz llamó «el
ajiaco cultural»?
Vivo a caballo entre Nueva York
y New Jersey. Estudié en Nueva York y trabajo en la ciudad desde hace muchos
años. Es exuberante en su cosmopolitismo, te cruzas con gentes de todos los
rincones del mundo, con sus colores y sus comidas. New Jersey llegó a tener una
población cubana muy numerosa y nunca han faltado las mesas de dominó, ni los
tamales o las tiendas de santería. Ha cambiado mucho en los últimos años, y
ahora hay inmigrantes de otros países latinoamericanos, al igual que indios,
coreanos y musulmanes.
Pero yo siempre viví a cierta distancia del folclor, incluso, de
niña en La Habana. Para
mí, la única manera de tolerar el exilio es existiendo en otro paisaje que no
te recuerde a Cuba constantemente, porque un paisaje bello y ajeno puede
mitigar la sensación de pérdida. Cierto que Heredia vio palmas en el Niágara,
pero te aseguro que nunca he visto el malecón en la nieve.
Innumerables puntos de vista filosóficos,
antropológicos, poéticos o sociológicos han intentado desentrañar, a lo largo
del tiempo, la naturaleza de las comunidades diaspóricas. Recogidos en letra
impresa están los criterios de José María Heredia, Lourdes Casal, Diamela Eltit,
Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Milán Kundera o Lezama Lima que lo padeció
hacia adentro. Todos contundentes y personalísimos, dignos de figurar en una
antología del desarraigo, pero más allá de tantos circunloquios y regodeo
intelectual me asalta una duda: ¿Qué se siente en verdad al ser un exiliado?
Es como preguntar qué se siente
siendo cubano, o cómo se siente el estar enamorado. La respuesta va a ser
siempre subjetiva. Si partimos de las palabras de Cabrera Infante que antes
citaba, que llevamos a Cuba dentro como una música inaudita, habría que decir
que es una música que no todo exiliado escucha con la misma frecuencia o con la
misma emoción. Para algunos es un dolor acuciante y para otros, el lejano
brillar de una estrella. No es una vida que hubiera elegido. Sales a la calle
como si fueras una actriz a un escenario, vas a actuar, a declamar, improvisar.
Pero quizás la vida sea eso en cualquier parte, ponerte tu máscara a diario.
También tiene sus compensaciones. He podido viajar y moverme a mis
gusto. Vivo en un lugar que me ha calado hondo y me hace feliz. Pero sobre
todo, he tenido la experiencia de aquello de Ciro Alegría de que el mundo es ancho y ajeno. Cuba me
habría resultado entrañable, pero estrecha.
Hay que darse cuenta que han transcurrido muchos años, y la
experiencia de un destierro no es la misma los primeros años que después de más
de cuatro décadas. Se transforman los afectos, tú misma cambias. Pero lo más
importante es que el mundo mismo ha cambiado. El avasallamiento ideológico de la Guerra Fría caducó y
vivimos en un mundo lleno de nuevas posibilidades, nuevas esperanzas, y también
nuevos peligros y nuevos pánicos. Estamos en otra era.
¿Al igual que el poeta Guido Cavalcanti, continúa
opinando que no hay otra posibilidad de regreso que no sea la que ofrece la
memoria, el restablecimiento de los nexos entre pasado y presente mediante la
escritura, ese oficio tan ríspido?
people». Aún desde la polisemia son alusiones a la tierra dividida, el pueblo dividido, la herencia de la tierra, la redención del tiempo. Hasta ese simple «porque no puedo beber allí», evoca la prohibición, la exclusión. Como Proust, como Lezama, creo que hay un acto de recuperación por medio de la palabra. El lenguaje puede ser una forma de aplacar las carencias humanas. Mira el maravilloso texto de Antonio José Ponte, Las comidas profundas, donde hace germinar al hambre. Pero para mí no hay contradicción entre lo irrecuperable de Eliot y Cavalcanti y la posibilidad infinita de la palabra en Lezama y en Proust.
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