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de dos excelentes colecciones de cuentos para adultos, Antonio Orlando
Rodríguez se mantiene fiel, no obstante, a la narrativa para niños y jóvenes,
campo en el que se dio a conocer en 1975 y gracias al cual goza de un sólido
prestigio en Latinoamérica. Su selección recayó precisamente en una obra de ese
género, aunque, como él mismo comenta, se trata de un texto poco ortodoxo y
atrevido, que muchos, lamentablemente, no se atreverán a recomendar a los
lectores a quienes está dirigido.
Una estupenda novela juvenil
Cuando
me hablaron de escribir unas líneas sobre una obra de la literatura cubana,
estuve tentado de escoger Cuentos fríos,
de Virgilio Piñera, o Poemas sin nombre,
de Dulce María Loynaz, por mencionar apenas un par de mis preferidas. Sin embargo,
súbita e inesperadamente, me decidí por una novela que, publicada en México, en
1994, se ha convertido en uno de mis libros favoritos: Triángulos mágicos, de Chely Lima
Quiero empezar contando cómo tuve mi primer contacto con
esta obra.
En
1993 viajé a Quito, invitado a participar en un seminario internacional sobre
literatura infantil y juvenil; allí encontré, como parte de los organizadores
del evento, a Alberto Serret y Chely Lima. Alguien tuvo la poco académica —pero
muy refrescante— idea de que en la sesión de clausura, después de la exposición
de varias ponencias, un grupo de autores leyera al auditorio algunos de sus
textos de ficción. Y me vi sentado en una larga mesa, de frente al público,
junto a varios escritores entre los que se encontraba Chely. Cuando le
correspondió su turno de lectura, ella anunció que iba a dar a conocer el
primer capítulo de una «novela para jóvenes» cuyo título no mencionó. Y de inmediato,
con cara de «yo no fui» y una vocecita que hacía creer que su dueña era incapaz
de matar no ya a una mosca, sino ni siquiera a una guasasa, comenzó a leer las
páginas iniciales de Triángulos mágicos.
Precisamente aquellas en las que la heroína, una jovencita de la Cuba de fines
de los años 1980, narra los motivos que la impulsaron a alejarse de su hogar y
a desflorarse a sí misma utilizando un simbólico mortero de triturar ajos.
No
tengo que describir las caras del respetable público, presidido por una ex
alcaldesa. Se fueron demudando de manera progresiva, hasta terminar exhibiendo
una serie de sonrisas dibujadas a la fuerza sobre máscaras de algo bastante
parecido al horror. Para mis adentros, yo estaba muerto de la risa.
Y,
sin embargo, cuando pude leer Triángulos
mágicos ya publicada por la editorial Planeta en México —con una de las
ilustraciones de cubierta más espeluznantemente feas que hayan sido impresas
jamás—, comprendí que la lectura por parte de Chely de un capítulo de esa obra
en un seminario de literatura infantil y juvenil, no había sido del todo un
capricho o un acto de deliberada transgresión. En efecto, Triángulos mágicos, novela
de iniciación, con personajes y situaciones inspiradas en el clásico de
aventuras Los tres mosqueteros, no
deja de ser, de cierto modo, una estupenda novela juvenil. Por su sentido del
humor, por su irreverencia, por su voluntad de burlarse de los estereotipos
sexuales, por su capacidad de hacernos devorar los renglones de una página para
poder darle la vuelta y enterarnos de lo que pasará en su revés, por su
atrevido happy end. Lamentablemente,
muy pocos padres y educadores se atreverán a recomendar a los adolescentes y
jóvenes a su cargo esta historia, que habla de una joven terca y andrógina
(Margarita-Margo) que se enamora de un gay (Pablo)
y termina viviendo un apasionado romance con éste y con su apuesto amante
(Arturo). Para complicar las cosas, ese «triángulo mágico» tiene un cuarto
vértice: el bebé que uno de los chicos procreó en su única experiencia sexual
con una mujer (producto de una borrachera), y de cuya crianza la singular
trinidad se hace cargo.
Triángulos mágicos
me recuerda The Catcher in the Rye, porque
ambas novelas se pueden leer a cualquier edad, pero nunca se disfrutarán tanto
como cuando se tienen 16 o 17 años. A cada rato tomo el libro (al que he puesto
un forro, para no tener que volver a ver su horrible carátula) y lo abro al
azar, para releer algún pasaje, con la certeza de que seré recompensado con una
sonrisa o, en el mejor de los casos, una sonora carcajada, pues algunos pasajes
y diálogos son francamente cómicos («Más de tres podría ser un desastre,
aunque, quién sabe... Menos, sería insuficiente»).
Se
trata de una obra tierna y, al mismo tiempo, sarcástica, con ideas interesantes
sobre la condición femenina y los «límites» de las identidades sexuales, con
personajes que poseen el don de la perdurabilidad. Escrita con un estilo
transparente y casi involuntariamente perfecto. Pero, sobre todo, ¡es un libro
muy divertido! Pido disculpas a los numerosos autores y críticos para quienes
la capacidad de divertir carece de importancia cuando se habla de literatura
(pero, al fin y al cabo, quien está escribiendo esta nota soy yo).
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