«Pueden creerme si les digo
que dos cosas cambiaron mi camino: la gimnasia artística y un novio que yo
tenía.
Fui la menor de mis hermanos, lo que constituía una pesada
carga, y la única hembra entre los hijos, carga más pesada aún. Mi madre es de personalidad dominante; pasó
veinte años tratando de meterme en la cabeza sus propias ideas, a fuerza de
discursos, proverbios y amenazas. Habría
resultado un político brillante en cualquier época y cualquier circunstancia,
porque acuñaba slogans con una facilidad asombrosa. La tercera parte de sus slogans aludían a la
virginidad imprescindible para llevar al matrimonio. En cuanto a mi padre, jamás me hizo caso
porque vivía sumergido hasta las cejas en su trabajo. Y mis dos hermanos se casaron cuando yo tenía
como nueve años, formaron familia aparte, y yo les importaba un comino.
Siempre he sido angelical, como que soy angelical por
naturaleza. Pocas veces discuto, me
limito a adaptarme. Nadie, ni yo misma,
podría haber supuesto que dentro de mí había algo así como una bomba atómica
lista a estallar.
Por la época en que me estaba preparando para entrar a la
universidad —y, de una vez por todas, ubíquense: estoy hablando de los años ochenta
del siglo veinte—, asistía cuatro veces por semana a unas clases de gimnasia
artística. Es decir, que cada martes,
cada miércoles, cada jueves y cada viernes, mi sentido del ridículo sufría unos
embates violentos.
La
gimnasia artística no me gustaba para nada, no tenía ni la sombra de una
vocación que me permitiera deslizarme como una garza grácil, imitando a mis
esforzadas compañeras. Nuestra
instructora sufría, y sufría yo también.
Las otras desgraciadas se divertían de lo lindo. Pero mi madre estaba encantada: a ella sí que
le gustaba la gimnasia artística. Y le
gustaba mi novio. No porque estuviera
bueno, que lo estaba, sino porque en unos meses iba a terminar la carrera de
médico.
Para mi mamá, que ha sido hija, nieta, sobrina y hermana de
afamados siquiatras, gineco-obstetras, otorrinolaringólogos, pediatras,
neurólogos y microbiólogos, la posibilidad de propiciar la entrada al clan
familiar de un nuevo y prometedor pichón de facultativo, era todo un
honor. Por otra parte estaba el hecho de
que ella misma había cazado a un simple dentista, de modo que, por así decirlo,
no había saldado su deuda con la tradición.
Mi novio también pensaba que yo debía llegar virgen al
matrimonio. No me lo decía con esas
palabras, claro, pero en esencia el contenido de lo que sí me decía era
idéntico al de los más esforzados slogans de mi madre.
Sigo preguntándome si alguna vez estuve enamorada de él, o
si todo fue un espejismo. Es verdad que
tenía unas nalgas bien criollas, es decir, poderosas, y que me agradaba mirarle
al pecho cuando se le entreabría la camisa, y que se le formaba junto a la
ingle un bulto promisorio. Pero lo raro
es que, cuando me masturbaba, no lo hacía pensando en él sino en un flaco, feo
como él solo, del que me había enamorado secretamente en unas vacaciones
lejanas.
Pues mi karma quiso que cierto día se me ocurriera visitar
a mi novio a deshora. El asunto de la
gimnasia artística estaba empezando a desquiciarme y le quería consultar qué
hacía: si la dejaba o no la dejaba. Y lo
encontré en pleno ataque de pasión. Lo
que significa que mi novio había perdido la cabeza hasta tal punto que dejó mal
cerrada la puerta de la casa de sus padres, de par en par la de su dormitorio,
y estaba enganchado como un perro con otra futura doctora en medicina. Me supongo que ella sí que no sería
virgen. La pasión era tan violenta, que
ninguno de los dos se logró enterar de que yo había estado allí, con los ojos
desorbitados, calibrando aquel desbarajuste.
En el camino de regreso a mi casa, la bomba atómica hizo bum en mi interior. Decidí suicidarme.
En casa no había un alma.
Con una frialdad que después se me ha figurado patológica,
abrí los armarios y fui sacando uno por uno mis vestidos caros, mis falditas
con volantes, mis blusas bordadas, las fajas, los sostenes, los ligeros géneros
del resto de mi ropa interior, los zapatos de lazo y tacón. Agregué el contenido de mi joyero de fantasía
y las fotos de los quince años, cuando me maquillaron por primera vez y me
vistieron de largo. Vacié sobre aquel
montón la gaveta donde guardaba mis cosméticos.
Traje alcohol, empapé todo y prendí un fósforo.
Suicidio es suicidio.
Así que me saqué las prendas de ropa que llevaba puestas y también las
coloqué en la pira. Coloqué además los mechones —“rizos color de miel” según mi madre— que me daban por entonces
a la cintura, y que fui cortando con una mohosa navaja de mi padre. Luego me encerré en el baño. Apoyé el pie derecho en el borde de la bañera
y con mano firme introduje en mi cuerpo el cabo de la mano de mortero con que
trituraban ajos en casa. El dolor me
atravesó hasta la médula, y el cabo salió ensangrentado. Pero ya no era virgen.
Tuve que ir a desplomarme en la cama.
Cuando
se me pasó el mareo, redacté una nota destinada a mi madre que decía más o
menos así: «Si te gusta la gimnasia
artística, te vas a practicarla. Y si te gusta mi novio, te puedes casar con él». En el momento de firmar, dudé. Hasta ahí mi nombre de pila había sido
Margarita. ¡Margarita!, ¿se
imaginan? Pero ya esa pobre flor estaba
muerta. Acabé decidiendo que los recién
nacidos tenemos tiempo de sobra para escoger nombres, y dejé la nota sin firma
sobre la mesa de noche, y una mancha de sangre en la sobrecama.
Me envolví en un impermeable, me adueñé de unas zapatillas
deportivas desahuciadas con las que mi madre hacía la limpieza, y agarré mi
mochila. Puse dentro mi alcancía para la
boda, los dos tomos de Los tres mosqueteros, y una media botella de ron
que mi padre escondía detrás de una torre de periódicos viejos. Era un equipaje digno de un náufrago.
Cuando dejé el que había sido hasta entonces mi hogar,
largué un suspiro de alivio, como si me hubiera sacado de los hombros el doble
de carga que Atlas.
Deambulé por la ciudad durante horas, y acabé recalando en
el cinturón de rocas que circunda el muro del malecón, para descansar un poco,
matarme el hambre con unos cuantos ronazos y meditar acerca de mi futuro. Claro que existía el peligro de que me
emborrachara y acabara ahogándome miserablemente en las contaminadas aguas de
la bahía, pero a un recién nacido no se le puede pedir que tenga ciertas
cautelas».
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