10.30.2010

TERESA DOVALPAGE: EL DIFUNTO FIDEL

La médium escribiente
(Fragmento de la novela El difunto Fidel,
obra ganadora del V Concurso de Novela Corta
de Rincón de la Victoria, 2009)
Leer reseña crítica de Félix Luis Viera

Las botánicas miamenses venden fe y esperanza. Y hasta caridad, si es lo que el cliente necesita y tiene con qué pagarla. El aire de estas tiendas huele a incienso, a agua de Florida, a rosas y a veces a tabaco y a ron. Cuando ponen música, casi siempre es un toque de tambor o un bolero meloso.
Las olas de Yemayá es una de las botánicas más reputadas de toda la ciudad. Queda en pleno corazón de la Calle Ocho y su dueña responde al sonoro y rimbombante nombre de Encarnación Raynier de los Rosales. La susodicha es médium escribiente, oyente y vidente, según reza su tarjeta de visita, muy bien impresa en cartulina mate. Debajo del logo (una bola de cristal rodeada de estrellas) está el lema, el slogan publicitario que no puede faltarle a ningún negocio que se respete: “el cliente pone la fe; los santos ponen la solución”.
Encarnación ha decorado el establecimiento a fin de lograr un efecto de Disneylandia espiritual. Un cuadro de La Mano Poderosa cuelga de la pared junto a un grabado a todo color del Ojo de Dios. En los anaqueles negrean azabaches y platean crucifijos made in China junto a estatuas de yeso que representan bien o mal a las vírgenes de la Caridad, de Regla, de Fátima, de Guadalupe, del Carmen y hasta de Medjugorje. Hay perfumes astrales, herraduras de cobre, piedras de cuarzo y de imán, espejos de Feng Shui, Budas plásticos, gatos chinos de la suerte y calderos de Santería. En un librero coexisten Biblias, volúmenes de astrología y de tarot, novenas y estampas de cuanto santo aparece en el Santoral, además de algunos apócrifos como un tal San Carajulián. También se ofertan gitanas y negritas a muy buen precio ––muñequitas de plástico, mal pensados.
Y todo lo preside la imagen de un querubín de dos metros de alto, con cachetes rosados, ojos cerúleos y alas grises. Si Fra Angélico lo ve, excomulga al pintor. Pero Encarnación lo tiene por una obra de arte y no lo vende ni aunque le ofrezcan diez mil dólares. (Es un decir, nadie le ha ofrecido ni diez mil quilos todavía.) A la izquierda del querubín mueve sus manecillas plásticas un reloj lumínico con una ilustración de Harry Potter y la piedra filosofal en medio de la esfera. Pero nada de toques de tambor aquí, pues la dueña se desvive por la música mexicana. Hoy se ha levantado con ganas de oír a Vicente Fernández, que entona a todo pecho El rey:
Yo sé bien que estoy afuera
pero el día que yo me muera
sé que tendrás que llorar.
Una joven que lleva gafas enormes, a lo Madonna, empuja la puerta y se detiene en el umbral. La acompaña una mujer mayor, un poco apolismada por los años, que con una simple frase:
— Alabao, qué calor... ––revela su cubanidad.
Las dos se quedan mirando al Ojo de Dios como si éste guardara en su pupila azul (¡perdóname, Gustavo Adolfo!) la solución a la crisis actual. Encarnación las saluda con la mejor y más seráfica de sus sonrisas.
— Luz y progreso, hermanas, pasen adelante.
Una vez frente a la médium, las recién llegadas la observan con curiosidad. Bastante hay que observar en ella, desde el cabello largo hasta la cintura y teñido de rojo, pasando por el seno ubérrimo y a medias descubierto, hasta los pies calzados con babuchas doradas. Parece un árbol de Navidad fuera de temporada. Encarnación cumplió sesenta años el mes pasado y está un poco pasada de peso (la cercanía al Café Versailles es perjudicial para la figura) pero su vocación de diva carnavalesca puede más que los dictados de la moda y del almanaque.
— Aché para ustedes ––continúa, a fin de infundir confianza a las clientas en perspectiva.
— Mire, yo... ––tartamudea la vieja—. Esto… nosotras...
— ¿Buscan algo en particular? Aquí tengo: hierba de mejorana para abrir el mañana; pétalos de campana que todo sana.
Y rompezaragüey con semillitas de mamey.
— Déjese de rimas idiotas, haga el favor ––la interrumpe la chica camuflada de actriz hollywoodense—. Mi padre ha muerto, ¿sabe?
— Mis más sinceras condolencias ––Encarnación pone cara de circunstancias—. ¿Y qué edad tenía el difunteado?
— Iba a cumplir cincuenta en agosto. Pero, ¿qué tiene eso que ver? ¿Por qué me lo pregunta?
— Ay, hija, por curiosidad, no te molestes. ¿Y qué quieres, darle una misa espiritual?
— Nada de misas. Lo que me hace falta es saber cómo se siente en el más allá. Si...
— Si nosotras tuvimos culpa de que se difunteara ––interviene la otra, que de repente empieza a soltar mocos y lágrimas a chorro.
Justo en ese momento el coro de Vicente Fernández repite aquello de llorar y llorar. Encarnación se apresura a apagar el equipo de música.
— Déjeme que le cuente, señora ––prosigue la mujer—, déjeme que le diga...
— Cállate, mami ––la corta la más joven—. No te pongas a dar información sin venir al caso ni al pelo.
Encarnación, indignada (o haciéndose la indignada) se encara con ella:
— Yo no necesito que nadie me dé información porque tengo unos espíritus súper claros, que saben hasta donde el jején puso el huevo. Así que no ofendas por gusto que tú no me conoces.
La chica asimila el regaño y se ablanda enseguida, como todas las boconas cuando les hablan fuerte.
— Disculpe, señora, disculpe. Es que estoy muy nerviosa. Yo nunca me he metido en estos asuntos y...
— Lo que queremos averiguar ––dice la vieja—, es cómo ocurrió en realidad la muerte de mi marido.
Aquello le pinta feo a Encarnación y decide quitárselas de encima.
— Un momento. Si se trata de un crimen mejor acudan a la policía, que para eso está ahí. Aunque yo soy legal, y mis espíritus también, mi licencia de trabajo dice que esto es for entertainment only. Por pura diversión y sin compromisos. Y con la justicia no quiero problemas, ni de broma. Adiós y váyanse por la sombrita.
— ¡Ay, no me diga eso! ––exclama la vieja—. ¡Usted tiene que ayudarnos! No nos deje embarcadas, por el amor de Dios.
— Aquí no se trata de ningún crimen ––explica la muchacha, más calmada—. El forense determinó que había sido un accidente, así que por el lado de las autoridades no tiene nada que temer. Pero mi padre estaba un poco deprimido últimamente. Y mami piensa que… que se lanzó a propósito contra un camión de vegetales para salvar a la familia de la ruina.
— Esa sospecha me tiene el alma destrozada ––murmura la vieja.
Encarnación se compadece. Ella es así, sentimental.
— Bueno, tal vez les pueda echar una mano. En casos como el suyo, yo uso mis dotes de médium escribiente.
— ¿Qué quiere decir eso?
— Que los espíritus me dictan sus vivencias desde el más allá y yo transcribo…
La joven pone mala cara otra vez.
— Óigame, ¿cómo que sus vivencias, si están muertos?
— Es un decir, muchacha, no seas tan… literal. Quiero decir, que me cuentan cómo fueron sus experiencias antes de morir, y hasta les mandan mensajes a sus familias si se les ha quedado algo en el tintero. Yo copio todo ce por be, lo paso a mi computadora y se lo doy ya impreso a los clientes.
— ¿Y cuánto cobra usted por su trabajo?
— El precio lo discutimos más tarde.
— ¡Lo que sea, hija, lo que sea! —solloza la vieja—. Con tal de no seguir con este reconcomio por dentro, yo le pago lo que me pida.
— ¿Cómo se llamaba el difunteado? —pregunta Encarnación.
— Fidel —contesta la joven.
— Philip —dice su madre.
Encarnación resopla.
— Se me ponen de acuerdo porque así no nos vamos a entender.
— Fidel, Fidel.
— ¿El apellido?
— Carballo —responden ambas a la vez.
— ¿Y cuándo se desencarnó?
— La semana pasada.
— Está bien, todavía tendrá los recuerdos frescos. Porque mientras más tiempo pasan por allá, más difícil es obtener detalles de importancia. Para decesos tan recientes la tarifa es sólo veinte dólares el folio. En una sesión regular, un espíritu me dicta de diez a doce folios, de modo que el precio total depende de cuán larga o enmarañada sea la historia que el difunteado tenga que contar.
— ¿Y qué cosa es un folio, si me hace el favor? —pregunta la vieja.
— Una página, señora.
— Perfecto —dice la más joven, que es la que lleva la batuta. La otra, ovejunamente, asiente con la cabeza también.
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Teresa Dovalpage. (La Habana, Cuba, 1966). Licenciada  en lengua y literatura inglesa, Universidad de La Habana, 1990. Se trasladó junto a su primer marido a California en 1996, en donde publicó su primera novela, A girl like Che Guevara, una historia sobre los años 80 cubanos. Tras un nuevo traslado a Nuevo México, inició el doctorado en literatura hispana en la Universidad de Nuevo México. Allí vio la luz una nueva novela, esta vez en español, Posesas de La Habana (2004), un retrato (en sus propias palabras, “distorsionado”) de su propia familia en Cuba. Dicha novela recoge mucho del folclore centro-habenero y transcurre durante el año 2000. Tras una incursión en el mundo del teatro con La hija de la Llorona, publicó su segunda novela en español, Muerte de un murciano en La Habana (2006), obra finalista del premio Herralde.

6 comments:

Anonymous said...

Y despues del primero, ¿cuántos maridos más ha tenido la compañera? Es un dato importante.

grafoscopio said...

En realidad no es un dato más importante que su literatura...

Teresa Dovalpage said...

¡Gracias, Rita, por invitarme a Grafoscopio!Esa imagen de la Virgen de la Caridad me gustó mucho..
Oye, anónimo curioso, por lo que purda ser de interés el dato, después del primero me volví a casar asi que dos...and counting, jajajá...

Marta Farreras said...

Teresa Dovalpage es una gran escritora , una escritora cubana con unos libros lindisimos en su haber leerlos os lo recomiendo

Yan said...

Tere es fabulosa. Yo también les recomiendo toooooooooodos sus libros. Su literatura es como ella: auténtica y dulce como mermelada de guayaba.
Gracias, Rita, por dejarme saber de este rinconcito virtual. Me dio gram placer releer este fragmento. ¡Qué ricura de diálogo, qué divertido!

Unknown said...

El difunto Fidel es un libro para desmollejarse de la risa.
Es un humor criollo refrescante y reflexivo.
Me siento muy feliz de que Eriginal Books va a publicar a El dfunto como ebook con venta en Amazon.