12.22.2010

Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco: Mística de José Lorenzo Fuentes

Estábamos conversando con Marta Calvo. Ella rememoraba su luna de miel con “Guillermito” (Cabrera Infante para la mayoría) en el hotel frente al parque Vidal de Santa Clara, cuando nos contó que después de comer en el restaurante del lugar, exactamente un día antes de partir hacia Trinidad, su esposo había salido a visitar a José Lorenzo Fuentes. Por eso, en uno de los primeros correos que le escribiríamos más tarde a aquel señor, le comentamos que su nombre nos había llegado como un eco, y de nuestro empeño por perseguir los ecos hasta el sitio del cual proceden. 
Convencidos del privilegio que implica leer a un escritor y sostener un diálogo a pesar de las distancias geográficas, repasamos Después de la gaviota, “El lindero”, su texto “Horacio Quiroga” publicado en Lunes de Revolución. Y sin saber muy bien cómo, ya intercambiábamos correspondencia con el autor de “El coime y el ocho” que Cabrera Infante presentara en la sección Cuentistas cubanos de la revista Carteles: “José Lorenzo es de los que desde dentro de Cuba lucha por hacerse oír. Como Raúl González de Cascorro en Camagüey o Alcides Iznaga en Cienfuegos, José Lorenzo Fuentes debe pelear contra el dragón apático de la provincia, de tierra  adentro, “del campo”, como se le llama en Cuba todo lo que no sea La Habana , groseramente”.
Emilio Ballagas, quien fue determinante para varias generaciones de poetas en Cuba, era profesor de la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara cuando leyó la historia que José Lorenzo puso en sus manos. Tres palabras fueron aliento suficiente para quien dudaba tomar el angustioso camino de la creación. Después tuvo la suerte de colaborar en las revistas Bohemia y Carteles, estimulado en ambos casos por quienes a su vez trascenderían como grandes de las letras: Lino Novás Calvo y Guillermo Cabrera Infante.
Tras recorrer caminos tan disímiles como el espiritismo, la teosofía, los textos de Helena Petrovna Blavastski y San Agustín, el hinduismo y la doctrina de Buda en busca de una explicación para la muerte, José Lorenzo Fuentes no cede a la incomodidad cuando su obra recibe una crítica negativa e insiste en apreciar el éxito o fracaso de un libro por el sonido de las palabras.
La condena que el autor hace pender sobre sus primeros cuentos bajo el influjo de Quiroga, no impide que todavía pueda encontrarse entre los estantes de una librería habanera, el volumen Maguaraya arriba, publicado en 1963 por la editorial de la Universidad Central de Las Villas que dirigía Samuel Feijóo. Son esos los recursos que simulan burlar el tiempo y traspasar las fronteras reales e imaginarias para permitir la aproximación a quien reconoce que optar por el destino de escritor fue una decisión providencial.

¿Cuándo y cómo supo José Lorenzo Fuentes que podía abrirse camino en el espinoso mundo de la literatura?
J.L.F.: Casi consigo recordar que una tarde inesperada me senté a escribir mi primer cuento. Después de leerlo y releerlo, decidí vencer las exigencias de la timidez (entonces tenía quince o dieciséis años, no más) y someterlo a la consideración de Emilio Ballagas, quien vivía en La Habana pero viajaba cada semana a Santa Clara, mi pueblo natal, donde se desempeñaba como profesor de la Escuela Normal para Maestros. Diestro como pocos en desentrañar los mensajes secretos de la poesía, en aquellos momentos Ballagas se dejaba conquistar por una lucha librada con muy buena fortuna contra sus  demonios interiores, puesto que sus ojos, de un color indefinido, tenían el brillo acogedor de las personas que han conseguido el dominio de todos sus ímpetus, y sus gestos pausados eran los de un monje extraído de una abadía medieval. Ballagas prometió leerlo con detenimiento y al día siguiente me devolvió el original con tres palabras destinadas a fortalecer mi autoestima: “Excelente. Siga escribiendo”. El cuento, que era un verdadero bodrio, tuvo su merecido destino en el cesto de la basura. Fue lo mejor que hice para no tener que arrepentirme más tarde de haberlo publicado. Pero la indulgencia de Ballagas me ayudó a seguir adelante, convencido de que mi destino era llegar a convertirme en escritor.
Realmente fue una decisión providencial. Poco después logré confirmar que yo no era capaz de ganarme la vida en ninguna otra ocupación. En 1952 mi cuento “El lindero” obtuvo el Premio Internacional Hernández Catá, el más prestigioso certamen literario del país, cuyo jurado lo integraban Fernando Ortiz, Juan Marinello, Jorge Mañach y Raimundo Lazo. A partir de ese momento se me abrieron las puertas en los medios de comunicación habaneros. Lino Novás Calvo, que entonces se desempeñaba como jefe de información de Bohemia, me invitó a colaborar en las páginas de la revista, y más tarde Guillermo Cabrera Infante me acompañó hasta el despacho de Antonio Ortega,  el director de Carteles, donde empecé a trabajar como redactor de la sección de crónica roja. De manera que periodismo y literatura han sido desde muy temprano las dos actividades centrales de mi vida.

Para algunos críticos a partir de 1959 usted potencia en sus cuentos una vertiente imaginativa y una modernización de los recursos expresivos. ¿Coincide o discrepa con ellos?
J.L.F.: A partir del estallido revolucionario de 1959 caí en la cuenta de que la nueva realidad obligaba al escritor cubano a asumir el proyecto de remodelación de un lenguaje literario que de pronto se había hecho inoperante. Intuí que la literatura que hasta entonces todos cultivábamos (digamos Dora Alonso, Onelio Jorge Cardoso o Raúl González de Cascorro) estaba condenada a su transformación, pues el presupuesto que la animaba, el compromiso social, la denuncia de los males que aquejaban a hombres y mujeres en las zonas rurales, había sido sustituido por un nuevo discurso y una nueva problemática nacional. Pensaba que a partir de ese momento nuestra misión consistía en abordar la narrativa con una conciencia de más profundidad y mayor variedad temática, es decir menos constreñida  como hasta entonces por los agobiantes mecanismos del diario vivir, que ya resultaban insuficientes para explicar la nueva realidad. Coincidía entonces plenamente con la opinión de Alejo Carpentier cuando destacaba que el método naturalista-nativista-tipicista-vernacular, propio de la novela latinoamericana durante tantos años de tanteos previsibles, nos legó una novelística regional y pintoresca que muy pocas veces había llegado a lo hondo, a lo trascendental, obviamente incapacitada para alcanzar la apetecible universalidad. Así que encaminado por esas reflexiones, era lógico que a partir de 1959 potenciara mi trabajo literario “con una vertiente imaginativa y una modernización de los recursos expresivos”, que se hizo evidente en obras que respondían a las exigencias del realismo mágico, entre ellas mi novela La piedra de María Ramos, o de la literatura fantástica, como es el caso del libro  de cuentos Después de la gaviota.

El volumen Después de la gaviota, ¿fue un alto en el camino de José Lorenzo Fuentes?
J.L.F.: Después de la gaviota más bien representó un brusco giro en mi trabajo literario. Hasta entonces había seguido dócilmente las normas del más puro realismo. Había escrito mis primeros cuentos bajo la tutela de Chéjov y Maupassant, y seguido los consejos que Horacio Quiroga legó en su Decálogo del perfecto cuentista. Sin embargo, un día afortunado cayeron en mis manos los libros de Felisberto Hernández, quien llenaba las cuartillas en blanco escribiendo con engañosa facilidad algunos de los cuentos fantásticos que más se aprecian aún en el continente. Yo había ganado en 1952 el Premio Internacional Hernández Catá con “El  lindero”, cuento rabiosamente realista, pero a partir de Felisberto Hernández mi vida literaria cambió. Nadie encendía las lámparas, una colección de sus mejores cuentos, me afiebró la imaginación hasta el delirio. Tal vez fue por eso que vio la luz en 1968, mi libro Después de la gaviota, volumen de cuentos que en opinión de Jorge Edwards “se impone por su fantasía auténtica y manejo del lenguaje” y que ha sido reeditado por la editorial Iduna , de Estados Unidos, cuarenta años después de haber obtenido mención de honor en el concurso Casa de las Américas, en La  Habana.

En un trabajo sobre Horacio Quiroga reconocía en ese escritor una preocupación constante por destacar el relato corto dentro del campo de las letras. ¿Cuál es la importancia que le concede usted al género?
J.L.F.: La segunda etapa literaria de Horacio Quiroga comienza cuando el cuentista logró emanciparse del influjo de Edgar Allan Poe y dejó de obsesionarle lo anormal a medida que iba descubriendo a los grandes cuentistas rusos. Es la época en que se establece en San Ignacio, en la región de la selva de Misiones, de donde extrae ambiente y tipos, color y angustia, todo un mundo poderoso que él describe con frase directa, desnuda, sin una palabra de más o de menos. Así nacen sus mejores libros: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), El salvaje (1920), Anaconda (1921), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y Los desterrados (1926).
La tercera y última etapa literaria de Quiroga, realmente pobre, se inicia cuando publica en 1929 su novela Pasado amor. A esa misma etapa pertenece también la colección de cuentos que da a la estampa bajo el título harto significativo de Más allá (1935). Es una etapa de desaliento, de derrota, que va abriéndole camino a la fecha del 19 de febrero de 1937 en la que voluntariamente el cuentista desaparece de la vida.
La publicación de Pasado amor le gana a Quiroga la crítica más despiadada que pueda imaginarse. Por supuesto que había motivos para el comentario adverso pues esta novela era lo peor que salió de su pluma. Pero experiencia tan desagradable al menos le sirve a Quiroga para responder con prontitud al desafío, para reafirmar sus ideales literarios, para encontrar en el cuento “sofocado”, en el “cuento corto, que es cuento de verdad”, la forma artística insuperable que posee “la triple capacidad para sentir con intensidad, atraer la atención y comunicar con energía los sentimientos”. Quiroga postulaba que el cuento es síntesis mientras la novela es análisis, y acaso justificando su fracaso como novelista expresó: “Tan preciso  es este límite de aptitudes que nadie ha podido salvarlo con gloria. Ni Tolstoi, ni Dostoievsky, ni Zola, ni Conrad, ni novelista alguno de garra ha descollado en el cuento corto. Pero tampoco Bret Harte, ni Maupasant, Chéjov ni Kipling han expresado más en la media tinta de sus novelas que en el aguafuerte de sus cuentos”.
Todo este largo exordio me sirve para contestar la pregunta de ustedes, para decir que como Quiroga le asigno una especial importancia al relato corto dentro del campo de las letras. De modo que cuando algún escritor joven se me acerca solicitándome consejos lo remito al Decálogo del perfecto cuentista, que Quiroga publicó por primera vez en la revista El hogar, de Buenos Aires, decálogo que casi íntegramente lo tengo grabado en la memoria: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas…No adjetives sin necesidad; inútiles serán cuantas colas adhieras a un  sustantivo débil…Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte…No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”.
Reinaldo Arenas desde La Gaceta de Cuba advertía en su novela Viento de enero otro intento apresurado de llevar el hecho reciente a la literatura, y al mismo tiempo reconoció una obra valiosa, con un ritmo ascendente en la narración, en la que destacaba la estructura y la construcción del protagonista Virgilio Mora. ¿Cómo recibió esta crítica? ¿Le incomodó de algún modo viniendo de alguien tan joven?
No ignoro que Reinaldo Arenas escribió y publicó en La Gaceta de Cuba un trabajo sobre mi novela Viento de Enero pero por razones inexplicables nunca llegué a leerlo. Si como ustedes señalan Reinaldo opinó que mi novela había sido un intento apresurado de llevar un hecho tan reciente a la literatura, sin duda tuvo razón. En esa novela, cuando aún no se había producido una zona sagrada, neutral, entre mi mirada y los acontecimientos, es decir, el imprescindible distanciamiento que aconsejaba Carpentier, relaté la vida de un oficial del ejército de Batista durante los primeros quince días  del poder revolucionario. Lo describí huyendo, escondiéndose, refugiándose en distintos lugares hasta que fue apresado por la policía revolucionaria.
Ya Jorge Luis Borges había advertido que el empeño de modelar la materia vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que pueda acometerse, y que el fracaso puede ser inevitable. En efecto, demasiado cercano en el tiempo estaba aquel acontecimiento cuando me dispuse a escribir Viento de enero. La novela, que alcanzó el Premio Nacional Cirilo Villaverde en 1967, despertó en su momento las más opuestas (pero tal vez complementarias) opiniones. Recuerdo que Reinaldo Arenas, conversando conmigo, elogiaba la estructura de la novela. Otros escritores de mi generación, entre ellos Lisandro Otero, opinaban que era la novela cubana mejor estructurada. Reynaldo  González, con la lógica imposible de molestarme, dijo que era la mejor estructurada pero la peor escrita. En cambio, José Lezama Lima, quien rara vez escribió sobre la obra de sus contemporáneos, expresó: “Ahora la novela se vuelve americana porque todo concurre a dos líneas cruzadas en un esclarecimiento universal. Y en esa línea está trabajada y lograda la novela Viento de Enero de José Lorenzo Fuentes”.
De regreso al punto central de la pregunta debo decir que mi ego, contra cuyo desbordamiento tanto lucho, no llega al extremo visceral (porque el disgusto se aposenta en la boca del estómago) de que una crítica negativa me produzca incomodidad. Mucho menos si provenía de Reinaldo Arenas, que era mi amigo, y a quien siempre consideré una persona de gran honestidad intelectual.

¿Qué relación existe entre el relato “El cielo del general” y el acercamiento al tópico del tirano que reeditan algunos autores en el continente americano?
J.L.F.: Seducido por los recursos expresivos del realismo mágico concebí la idea de escribir una novela que abordara el tema del dictador latinoamericano, en el que ya habían incursionado desde Valle-Inclán con Tirano Banderas, hasta Augusto Roa Bastos con Yo el Supremo y Gabriel García Márquez con El otoño del patriarca.
Aunque ya tenía acopiada, en notas y en la memoria, la suficiente información para sentarme a escribir, pensando en quienes me habían tomado la delantera, cancelé la idea de la novela y me conformé con las escasas cuartillas que necesitaba para darle vida a un cuento, que en 1983 obtuvo del Premio Literario Plural, de México.

¿En qué medida el periodismo le resultó útil en su carrera como escritor?
J.L.F.: Medio en broma y medio en serio, he dicho que hacía periodismo para ganarme la vida y literatura para darme gusto. No es totalmente cierto. El periodismo ha sido también una de mis grandes pasiones, y todavía aprovecho cualquier oportunidad, cuando los acontecimientos me son propicios, para redactar una crónica periodística o para hacerle una entrevista a algún personaje cuya vida o cuya obra despierta mi interés.
En una de las tantas oportunidades en que conversamos en La Habana Gabriel García Márquez me dijo: “El oficio del periodismo ayuda al escritor, no sólo porque mantiene vivo su trabajo, porque lo mantiene en permanente contacto con las palabras, sino principalmente porque lo mantiene en permanente contacto con la realidad. El periodismo es siempre una gran ayuda que lo obliga a uno a bajar de la torre de marfil y darse cuenta de la clase de mundo en que vive”.
Yo suscribo la misma opinión. De modo que en Cuba, aparte de escribir ficción, mi trabajo siempre estuvo vinculado al periodismo: fui responsable de la sección de crónica roja de la revista Carteles, secretario de redacción del periódico El Mundo, sub-director de la revista INRA, jefe de la sección de arte y literatura de la revista Bohemia, y redactor de la emisora COCO. Y al llegar a los Estados Unidos redacté hasta hace poco, semanalmente, para el periódico El Nuevo Día, de Puerto Rico, una sección sobre parasicología, misticismo, magia y medicina alternativa.

¿Por qué se confiesa una persona de índole aventurera? ¿Qué le ha permitido a la hora de hacer literatura esa característica suya?
J.L.F.: En una entrevista que recién me hizo la revista hispanoamericana Otro Lunes, el entrevistador escribió: “A José Lorenzo Fuentes se le recuerda en La Habana como un hombre tranquilo”. Y en una entrevista posterior declaré: “No obstante, mi vida ha estado sembrada de acontecimientos complejos y a veces contradictorios, propios de una persona de índole aventurera. Como la gran mayoría de los jóvenes de mi generación, aunque sin militar en ningún partido político, estuve guiado por las ideas revolucionarias, participé junto al Che en la batalla de Santa Clara y durante casi dos años me desempeñé como periodista personal de Fidel Castro, pero también sufrí el presidio  político y finalmente tuve que salir al exilio”.
Los cabalistas dicen que la imagen del Hombre Celestial, de la persona verdadera que somos, es la de un rey de frondosa barba, visto de perfil. Sólo muestra el lado derecho de su rostro para confirmar que hay un aspecto oculto, negado a nuestra comprensión a menos que pongamos en el empeño todos los recursos de nuestra voluntad. Por eso es tan difícil conocerse a sí mismo. De modo que si no me engaño, porque uno constantemente se crea paradigmas imposibles, tal vez mi más rotundo deseo hubiera sido permanecer en mi hogar, entre libros, escribiendo, pero en última instancia sólo el destino decide el curso de nuestra historia personal. Y a menudo para bien. Todo ese proceso lleno de turbulencias, retrocesos y afirmaciones, lo he asumido como una experiencia literaria, como un  abundante proveedor de temas y personajes. Así acabo de escribir una novela titulada Foto a la deriva en la que relato peripecias enmarcadas entre el asalto al Palacio Presidencial y acontecimientos más cercanos en el tiempo.

¿Puede considerársele el más místico de los escritores cubanos?
J.L.F.: No necesité de la lectura del Apocalipsis de San Juan para encontrar una fuente de reflexión en la precariedad de la vida humana, en ese final individual de los tiempos que es la muerte física: tres de mis compañeros de las aulas primarias murieron en el mismo curso y casi el mismo mes, antes de que hubieran cumplido los quince años de edad. La muerte siempre tiene un componente de misterio pero a tan tierna edad el misterio es aún más insondable y lacerante. “Desear el bien de los demás es desear que no mueran”, ha escrito el filósofo Manlio Sgalambro. En aquellos instantes, en plena adolescencia, me preguntaba cómo era posible que Dios hubiera podido permitir la muerte de mis  condiscípulos. ¿O es que la noción que de momento tuve de Dios equivalía a confirmar que el bien era impracticable? Para buscarle respuestas a mi angustiosa pregunta, recorrí todos los caminos que me fueron posibles, desde el espiritismo hasta la teosofía, desde los textos de Helena Petrovna Blavastski hasta los libros de San Agustín, y desde el hinduismo hasta la doctrina de Buda. Gracias a Buda logré reafirmarme en la idea de que nadie puede escapar al ciclo de nacimiento y muerte, y que la muerte no sólo es inevitable sino también ilusoria, algo que confirma la física cuántica cuando nos dice que los últimos ladrillos constitutivos del universo son las partículas subatómicas, y esas partículas, ya se sabe, son pura energía, es decir, son sólo “tendencias a existir”.
Gracias al budismo me inicié desde hace años en la práctica de la meditación. Pero además estaba al tanto de las numerosas investigaciones que se realizaban en Harvard, Stanford, Yale y otras importantes universidades, investigaciones que confirmaban que la meditación no es sólo efectiva para reducir la presión sanguínea, bajar los niveles de colesterol y fortalecer el sistema inmunológico, sino para combatir todo tipo de dolencias, incluida una enfermedad tan agresiva como el cáncer. Tales investigaciones confirmaban que la meditación no sólo era efectiva para proveernos de un apetecible estado de salud corporal sino también para desatar el potencial humano, liberando las inagotables reservas de  energía y creatividad que la persona necesita para responder al desafío que le impone el creciente desarrollo tecnológico de la sociedad. A partir de esas ideas empecé a practicar la meditación y muy pronto me di cuenta de los beneficios que esa práctica aportaba. Decidí por tanto contribuir a que los demás también se beneficiaran de esa técnica. Escribí el libro Meditación, que inicialmente se publicó en español y en inglés en los Estados Unidos, y posteriormente en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India.
Con todo, esas infinitas búsquedas no me permiten afirmar, presuntuosamente, que soy el más místico de los escritores cubanos. Para salir del paso acudo a una frase acuñada por Cabrera Infante: “Franz Kafka es el único verdadero escritor metafísico del siglo”. Diez palabras que le sirvieron para obviar a Melville, o para permitirse reiterar que Kafka  entró al arte del siglo XX por la pantalla del cinematógrafo, “invención que proyecta figuras fotografiadas en constante movimiento”, la única y verdadera pasión de Cabrera Infante.

¿Aún considera pretencioso alcanzar la iluminación?
J.L.F.: La iluminación, para el budismo, es una experiencia personal. “Haced de vosotros una lámpara, apoyaos en vosotros mismos, no dependáis de nadie más”, sentenció Buda. Pero eso no quiere decir que el propósito de un budista sea lograr un estado contemplativo que lo aleja del mundo, desentendiéndose de los problemas y angustias de los demás. Todo lo contrario. Para el budista la noción de interdependencia no puede soslayarse: lo que me afecta a mí, te afecta a ti y al resto de la humanidad.
Un koan del Zen dice que antes de llegar al Zen las montañas sólo son montañas, cuando se profundiza en el Zen las montañas ya no son montañas, pero cuando se alcanza la iluminación las montañas vuelven a ser montañas. Este koan postula el regreso a la condición humana enriquecida por la experiencia de la iluminación. Por eso el iluminado logra percibir su papel en la sociedad con gran claridad, y en lugar de sentirse perturbado por el egoísmo encuentra su mayor gozo en el servicio desinteresado a los demás. Sin duda, los grandes hombres que le han abierto rutas de gloria a la humanidad, gracias a sus obras han merecido  la iluminación.
Para Buda el destino final de las personas debe ser alcanzar la iluminación. No es, por tanto, pretencioso trazarse esa meta. Es el resultado inevitable de su crecimiento espiritual, intelectual y mental.

¿En qué pensaba con mayor constancia cuando decidió marcharse de Cuba?
 J.L.F.: Sólo pensaba con ahínco en lo que dejaba atrás mientras viajaba hacia lo desconocido: en los libros de otros autores que había acumulado durante años, en mi papelería, en los miembros de mi familia que acudieron a despedirme, y en los amigos que acaso nunca más volvería a ver.

¿Existe algún libro publicado fuera de Cuba que le interesaría especialmente que  se leyera en la Isla ?
 J.L.F.: Sus coterráneos son los lectores naturales de cualquier escritor. De mis libros publicados fuera de la Isla tal vez me gustaría más que circulara en Cuba Hierba nocturna, colección de cuentos que publicó la editorial Iduna. Muchos de esos cuentos ya habían visto la luz en Cuba; otros los escribí en Miami, donde actualmente resido. Pero todos están perneados del amor a la realidad, a los colores, olores y sabores de la tierra, ya se sabe, más hermosa que ojos humanos han visto.

¿Cómo consuela la tristeza que impone la lejanía?
 J.L.F.: Durante años he combatido la nostalgia con la esperanza repetida de que algún día se me haga posible regresar a mi país. Pero desde hace poco, a esa esperanza se ha añadido la alegría de saber el interés que mi obra, y en especial mi libro de cuentos Después de la gaviota, ha despertado entre los escritores cubanos de las nuevas generaciones. Siempre había pensado que por razones obvias no habían tenido acceso a mis libros. Apenas ayer (es un decir) supe que un novelista y ensayista de la más reciente promoción, Alberto Garrandés, escribió, desde La Habana , que Después de la gaviota es “una de las historias más extrañas de  la literatura cubana contemporánea” y agregó que en ese libro se encuentran “las premisas de una escritura que no se parece a ninguna de las que predominaron, o ejercieron algún influjo, en el panorama del cuento y la novela cubanos a lo largo de aquella época”. Por su parte, Amir Valle, un brillante novelista de las últimas generaciones, opinó desde Alemania, donde reside, que Después de la gaviota “es uno de los libros de cuentos más filosóficamente reflexivos de nuestras letras” y que los cuentos que lo integran “pueden leerse en estos momentos del siglo XXI, es decir cuarenta años después de haber sido publicados, sin que hayan envejecido”. Otro escritor joven, residente en México, Félix Luis Viera, opinaba: “Con Después de la gaviota José  Lorenzo Fuentes ha escrito un libro de cuentos para siempre, si es que hay obras de arte que puedan recibir este dictamen”, en tanto que Jorge Félix Rodríguez, desde España, ha dicho que “Después de la gaviota a veinte años de salir seguía siendo un magisterio de escritura; cuarenta años después continúa siéndolo”.  ¿No es motivo suficiente para que se disipen “las tristezas que impone la lejanía de la Isla ”, como ustedes muy bien resaltan?

(La Habana-Miami, abril de 2009)

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