Yo lo había visto de cerca e intercambiado con él unas pocas palabras, en los salones de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, cuando aquella tarde nos sentamos, frente a frente, en dos butacones y al fin iniciamos la extendida conversación que yo deseaba tener desde mucho antes con José Lezama Lima.
Mi obra Viento de enero acababa de obtener, en 1967, el Premio Nacional de Novela, y yo no ignoraba que el miembro del jurado que la defendió con mayor énfasis había sido Lezama. Tampoco ignoraba que desde las esferas oficiales se hicieron hasta última hora incontables esfuerzos para que la premiada fuera la novela de otro escritor cubano que hasta meses antes se desempeñaba como funcionario del Ministerio de Cultura, y aún seguía disfrutando del favor oficial.
Lema Lima había abortado una reunión de los miembros del jurado que tenían la intención de concederle el galardón a la otra novela. Se reunieron tres de ellos en un oscuro cubículo de la UNEAC, y prácticamente ya habían concedido el premio. Apenas Lezama se percató de la infamia, dijo que como él presidía el jurado no era posible llegar a un acuerdo sin contar con su voto. A su decidida postura se unió otro escritor cubano: Samuel Feijóo.
Tuvieron todos los miembros del jurado que acudir a la casa de Lezama. El resultado ya se sabe. Gracias a él triunfó mi novela Viento de enero.
Sentados frente a frente, esa tarde yo le expresé a Lezama Lima mi agradecimiento “por la defensa de una escritura independiente y por el valor personal demostrado cuando desafió las presiones del gobierno”.
Tantos años después, rindo honor, ahora, al íntegro Maestro.
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