12.13.2010

Lezama Lima novelado: Teresa Dovalpage

Vainilla y mantecado: 
reflexiones heréticas ante una foto de Lezama

Para Ena Columbié

Carísimo Maestro:
Desde ahora te confieso que esta carta tiene una oculta, disimulada muy frívola finalidad. Y te pido perdón. Hasta me dispongo a hacer penitencia si me lo mandas, vaya. Ay, Lezama... Todo amoscado miro esa foto tuya que tengo aquí, en mi cuarto (es decir, en el cuarto que comparto con la que me echó al mundo) y enrojezco como si tú, en persona, me estuvieras mirando.
Y me viene a la mente la escena aquella de Fresa y chocolate en que David, machista-leninista convencido y guajirito dizque ingenuo, le pregunta a Diego —la mega loca— señalando a una foto idéntica a ésta colgada en la pared: “¿es tu papá?” Comemierda... Por cierto, me he preguntado muchas veces qué habrías dicho tú de la dichosa película. ¿Cómo habrías reaccionado ante la exaltación cinemática del langostino retozón en La Guarida? ¿Qué te habría parecido el banquete lezamiano pagado en dólares y preparado por la experta mano de Diego para el calientahuevos de David?
Un amigo mantiene que te habrías insultado. Otro dice que te habría gustado la lisonja pasada por el celuloide. ¿A quién le amarga un dulce? Un tercero advierte que la pregunta de por sí es un imposible, una paradoja como las que presentan los viajes en el tiempo, ese patrá y palante del hoy al mañana a lo H. G. Wells, porque de estar tú vivo no habría habido Fresa y chocolate, ni vainilla con mantecado. En fin, si me preguntaran a mí, me atrevería a afirmar que tú no le habrías hecho el más mínimo caso a la peliculita, pues tú estabas, y estás, más allá de esas vainas. Pero quizá me estoy justificando, poniendo el parche antes de que salga el grano, o la almohada en las nalgas antes de que me des la merecidísima patada.
Por supuesto, no te estoy escribiendo para contarte de Fresa y chocolate ni para hacer méritos porque tengo una foto tuya en mi mesa de noche. Uno es guataca y lambiscón, pero no tanto. Disculpa la candanga, viejo.
Son los nervios. Es que siento las manos como amarradas cada vez que intento continuar esta epístola, que de paulina nada tiene. Lo cual no es nuevo para mí —las manos amarradas, digo. Mi madre me las ataba con sus ligas (unas ligas elásticas, grises, feísimas) cuatro o cinco veces a la semana y me dejaba así por horas: la circulación detenida, el fondillito en carne viva después de la paliza y mis chillidos atronando el apartamento. Niño, deja esos manierismos, berreaba la muy sádica. Los hombres no hablan con las manos. ¿Cuántas veces te lo voy a decir, puñeta? Ah, pero yo te quito esa mala maña a chancletazos.
Es más bruta que una tinaja camagüeyana. La única vez que me atreví a hablarle del barroco me dio un bofetón que todavía me duele. Barroco ni barroco, se insultó, sigue atracándote de mierda y de libritos que vas a terminar siendo un verraco. Quién hubiera tenido una madre como la Rialta. La mía se llama Bárbara y tiene muy bien puesto el nombre. Es una bárbara sin bridas, ay.
Mirándote a los ojos no puedo evitar el pensar en los parecidos que existen entre tú y yo, que algunos hay. De ellos extraigo (penosamente, como quien saca el agua a cubos de una cisterna sucia) la fuerza de cara necesaria para escribirte. Fíjate, Maestro, como tú, cuento con dos hermanas. El único problema es que las mías no guardan la menor semejanza con Rosita, la Violante de Paradiso, y menos aún con Eloísa. Vaya, las tuyas no serían ángeles tampoco, allá tendrías tus encontrones con ellas porque no hay familia perfecta. Aunque pocas habrá tan disfuncionales (ésa es una palabra muy de moda ahora ¿sabes?) como la mía, cuyos miembros nos clavamos un dardo vocal emponzoñado cada vez que cruzamos tres palabras.
En nuestra centrohabanera vivienda son también constantes las discusiones en la mesa, como en Prado número 9. Aunque algo menos cultas, eso sí. Aquí carajos y coños vuelan como ícaros verbales sobre los platos y caen en picada sobre el picadillo de soya. No aterrizan encima del langostino en el frutero porque en este apartamentico (Avenida Carlos III esquina a Espada, junto al hospital de Emergencias) no hay frutero. Gracias a que comamos en platos que son, descansadamente, diez años más viejos que yo. Tampoco hay langostinos, desde luego.
Volvamos a los parecidos: tu padre murió pronto; el mío también, aunque más tarde, cuando yo era ya adolescente. Y no se le ocurrió nada mejor que hacerlo en casa de una mulatona, en medio de un soberano tarro pegado a mi progenitora. De allí hubo que sacarlo, lavarlo, vestirlo (porque estaba en pelota y con el aguijón leptosomático todavía de punta) y llevarlo para la funeraria Rivero. El pobre de papá. Nunca entendió, ni quiso darse cuenta de que el cuacuá del violinista de levita morada brotaba de mi boca. Y quizá fue mejor así.
En cuanto al real propósito de mi mensaje... Bueno, debo informarte que las cartas siempre han tenido una gran trascendencia en mi familia. Gracias a una esquelita dirigida a la sección de intereses americana, mi hermana Catalina (que in illo tempore era más comunista que los calzoncillos de Fidel) se ganó una visa hace siete años. Ahora come bistés y queso de Brie a tutiplén en California. Lo gracioso del caso es que no fue ella quien escribió la carta, sino mi otra hermana, la flaca. La pobre Elsa, que después de plumear cartitas para toda la estirpe no se sacó ni un viaje en la lancha de Regla. Así es el mundo.
Tanta historia familiar ya no viene al caso. Pasemos mejor a la literatura, que al fin es el motivo de esta carta mal hilvanada. Creo redundante el referir que me leí Paradiso. El cubano que aspire a ser escritor hoy día y no se haya leído Paradiso es, cuando menos, un ignaro y un charlatán. En eso estoy seguro que coincides conmigo.
Sí, yo quiero escribir... Y ya llegamos al asunto. Asunto que no es otro que un concurso barcelonés en que me gustaría participar. Un concurso de cuentos abierto “a todos los autores de habla hispana” y con premio en metálico de mil quinientos euros para el ganador. Casi tres mil dólares, imagínate. (Yo no puedo ni imaginármelo. Nunca he visto semejante cantidad junta, ni en sueños.) A ti esas cosas te darían asco, Maestro, pero a la fuerza ahorcan. Para mí, el certamen de marras se ha convertido en una literaria tabla de salvación.
Pues como te decía, para inspirarme, para aprender los trucos del oficio, me leí tu obra de cabo a rabo. Y lo hice desde antes de que volvieras a la gracia pública, en los tiempos anteriores a Fresa y chocolate. Cuando de Paradiso había un solo ejemplar en la Biblioteca Nacional, más manoseado que tetas de puta, y que además estaba siempre (casualidades de la vida) prestado o perdido. Yo soy tu fan ab ovo, que te quede bien claro.
No obstante, te confieso que aquella escena del bien dotado Farraluque templándose a la españolita y a la mulata no me emocionaba lo mínimo. Será porque el cuadrado de las delicias, cercado de dientes, peludo y peliagudo, nunca me ha llamado la atención. Miro de nuevo tu foto y me parece que me haces un guiñito cómplice, jodedor como diciéndome que a ti tampoco te hacía mucha gracia.
Ah, sí. Como Cemí tuve dos amigos, mi Fronesis y mi Foción. Éramos los tres mosqueteros, la trinidad efébica en plenilunio. Pero, más que filosofar, nos perdíamos en fálicos retozos y zambullidas en el pozo negro de que hablaba Fronesis, citando a Rabelais. No nos interesaba el tomismo, ni Odiseo, ni mucho menos las Leyes de Manú.
Aquella terna se nos hizo trizas. Fronesis se lanzó al mar en una balsa, en el noventa y cuatro, y nunca más volvimos a saber de él. Hizo fosa, como dirías tú. Fosa acuática. Vaya, que se ahogó en el Caribe o se murió de insolación a la deriva, o se lo merendó un tiburón. Cualquiera sabe. Foción se casó con una Lucía que en los duros noventa ofició part time de jinetera, muy maleconilmente. Ahora tienen dos hijos y viven con la madre, los tres hermanos de ella y un montón de gente más. Es decir, que Foción hizo fosa también, a su manera. Y me quedé yo solo. Naturalmente, desde aquellas tertulias tripartitas hasta hoy ha llovido bastante, y no es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después.
Pero ya se me acaba el papel (que en La Habana del 2008 no está lo que se dice muy abundante) y todavía no he dicho por qué diablos te escribo. Y es que me muero de vergüenza. Maestro, mi carta no es tal carta: es un cuento que voy a presentar al concurso barcelonés. Estas letras son alas postizas con las que pretendo volar, desvergonzado Ícaro, lejos de mi laberinto insular. Te estoy utilizando, viejo. Perdóname. Merezco que Onesppiegel me entre a fustazos o me amarre las manos a la manera de mi madre. Pero ya es demasiado tarde. Se ha perdido el ritmo hesicástico y no creo que de nuevo podamos empezar.
Tu discípulo,
Erny
P.S. Mi señor padre se emperró en llamarme Ernesto en honor a Guevara, Dios lo haya perdonado. Con ése, la única semejanza que tengo es ser asmático. Por cierto ¿no lo eras tú también?


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