Dos respuestas del escritor cubano Alberto Lauro
R.M.: ¿La vida de José Lezama Lima ha influido en tu sentido de la ética creadora?
A.L.: Creo que Lezama es ejemplo de ética intelectual para todos los cubanos como lo fuera el Padre Félix Varela y Martí en el siglo XIX. Pero una cosa es la ética y otra la creación. Se puede crear y carecer de ética. La mayoría de los autores cubanos dentro de la isla son ejemplo de esto que digo. Soy de la opinión de que en Cuba hay creadores, es decir, autores, pero no intelectuales. Un intelectual es aquella persona libre que opina libremente desde sus convicciones éticas personales. Esto en Cuba es imposible sin hacer concesiones al régimen. Uno nunca está completamente de acuerdo siempre en todo –y todo el tiempo- ni con un sistema y ni siquiera con una persona que forma tu pareja y amas. Y esa figura pública del intelectual que existe en Europa y crea estados de opinión, en Cuba no existe. Si no haces apología del castrismo terminas en el olvido, la cárcel o el exilio. Sin embargo, el intelectual que más daño le ha hecho a Cuba es Jean Paul Sartre, que visitó la Isla bajo la euforia del triunfo de los fidelistas e hizo su apología en Francia, algo que tuvo repercusión mundial. Aunque supo la verdad de la censura en la Isla, no lo denunció y ni siquiera se refirió a ello jamás. El otro es Cortázar, que hizo lo mismo. El tercero es García Márquez que tiene en Cuba un paraíso fiscal. Aunque para mí estos dos últimos son creadores, autores simplemente. “Fidel no tiene judíos –dijo Sartre- pero tiene homosexuales”. Poco después se creaban los campos de concentración para invertidos y religiosos. Desde 1977 fui amigo de la viuda de Lezama Lima, a quien en Holguín llamábamos Cachita –María Luisa Bautista, nacida en Banes- y fui testigo, ya que me hospedé en Trocadero 162 dos temporadas, de la desolación en que vivieron Lezama y ella casi desde el triunfo de la Revolución. Las Cartas a Eloísa, editadas por Editorial Verbum en Madrid son el testimonio patético de ese aislamiento que se convirtió más tarde en acoso. Si eso le habían hecho a Lezama, censurarlo, ignorarlo incluso cuando Julio Cortázar pregonaba en Europa las excelencias de su novela-poema Paradiso, ¿qué podía esperar yo que era un adolescente incauto que entonces amaba la literatura? ¿Qué podía esperar mi generación? Lezama fue fiel a su obra y a sí mismo. Un ejemplo a seguir, al igual que Dulce María Loynaz, que le plantó cara al comunismo y vivió olvidada en la Isla treinta años. Fiel a sí mismo fue también Virgilio Piñera, por eso aunque estaban siempre enemistados, se admiraban mutuamente. Lezama fue la persona que más admiró Reinaldo Arenas, marginado por los creadores de su generación mientras reptaban en el estamento oficial a cambio de viajes, casas y otras prebendas que los amordazan. Fuera de Cuba, es de agradecer todo lo que han hecho por Lezama Lima, Juan Goytisolo y Mario Vargas Llosa, que ha tenido a bien dedicarnos a los cubanos palabras emotivas durante su discurso en la recepción del Premio Nobel, y de concederle la entrevista más afectuosa por este acontecimiento al cineasta y amigo suyo de muchos años Orlando Jiménez Leal, publicada en www.diariodecuba.com. En un país donde el oportunismo es una pandemia incurable en todos los sectores, este centenario de Lezama Lima será igualmente manipulado. Cuando murió, mientras que los diarios de México le dedicaban grandes titulares, el Granma, esa hojita de parroquianos, dio la noticia de su fallecimiento en una nota casi invisible.
R.M.: ¿La estética de José Lima ha influido en tu obra de alguna manera (aceptación o rechazo)?
A.L.: En mí, sí. Yo recuerdo haber escrito un texto sobre las Faunas marinas, serie de cuadros del pintor holguinero Armando Gómez, que era puro Lezama. Fue publicado en la revista local literaria Cayajabo, único número que dejaron dirigir en Holguín. Retomando su estética poética, le dediqué si no el primero, sí uno de los primeros poemas que mi generación le escribió como homenaje: "Pleamar del deseoso", publicado en la antología Tertulia poética (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988) cuyo antólogo fue Raúl Luis. Se lo envié a Puerto Rico a Eloísa Lezama Lima, a través del poeta Gastón Baquero –al que yo asediaba con mis cartas, una de mis manías de adolescente- y ella me respondió una misiva emocionada, dándome las gracias y diciéndome que desde Cuba nunca le había llegado nada semejante de alguien de mi edad; que eso significaba que Lezama en la isla no estaba muerto del todo. Carlos Espinosa publicó Cercanía de Lezama Lima (Ed. Letras Cubanas, La habana, 1986) con quienes lo conocieron en vida pero yo sólo había tratado a su fantasma y hasta dormía en su cama de joven. José Prats Sariol ha contado mejor de lo que puedo hacer yo en qué consistía el Curso Délfico, que era una especie de iniciación sofisticada en la lectura. Desde luego, esto lo hacía Lezama con sus amigos y él era el Maestro. Como yo viví en su casa, estando su papelería y su biblioteca íntegra allí, creo que he sido el único que escritor de mi generación que hizo por su cuenta y riesgo este curso de manera autodidacta, pero además usando sus libros. Poe esa época yo seguía escribiendo poemas plagados de metáforas y mi meta era hacer uno más largo que “Rapsodia para el mulo” y “Palabra escritas en la arena por un inocente” de Gastón Baquero juntos, hasta que Pablo Armando Fernández, paseando junto al malecón de Gibara, donde pasábamos los vacaciones de agosto, me dijo que quien me decía que eso que yo escribía era poesía, me estaban mintiendo. Entonces dudé. Yo me lo tenía muy creído. Un adolescente escribiendo poesía siempre se cree Rimbaud. Y vi que la palabra por la palabra, aunque era una estética igual de válida, no tenía razón de ser para mí. Me refugié en el último Juan Ramón Jiménez, en Gorostiza, en Claudel, en Saint John Perse, en Eliot y Gastón Baquero me envió, copiado a mano, su traducción de “Las islas” de Hilda Doolitle, poeta imaginista. Poco después me respondía otra carta Eugenio Florit. Su poema “Muerte de San Sebastián” acabó las pocas ganas que me quedaban de escribir como Lezama. Así pasé de escribir acrobacias verbales –que yo veo también en Poeta en Nueva York de García Lorca- a lo que verdaderamente sentía. Descubrí a una negra olvidada y pobre, María Villar Buceta, de obra escueta pero de extraordinaria intensidad. A Isel Rivero, Heberto Padilla, Díaz Martínez, Delfín Prats, Lina de Feria. Y lo que escribía entonces ya no eran poemas largos sino todo lo contrario, textos muy breves y desnudos, despojados de todo artificio verbal. Comenzaba en el espejo de la poesía a reconocer mi propio rostro. En la obra de Lezama yo hallo este acercamiento a su verdadera existencia y realidad en muchos poemas de Fragmentos a su imán, su poemario póstumo. Al final de su vida ya sólo escribía por necesidad o -como le dijo Gabriela Mistral en un consejo a Fina García-Marrúz, que yo procuro seguir: Escriba sólo por urgencia y nada más que por urgencia. Si no es así, qué sentido tiene y para qué añadir más palabras escritas a las miles que ya existen.
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