¿Te acuerdas, mi hermano, del bosquecito de caña brava frente a casa? ¿Y del misterioso camino que atravesaba todo ese oscuro jardín y que se iluminaba, justo en su final, cuando, al apartar las hojas, nos tropezábamos con la casa de María?
¿Te acuerdas de las hamacas en casa de Palenque y del elegante caballo de Capote, cómo lo paseaban, tan suave?
¿Y de la gasolinera de Colado? ¿De la bodega de Marcelino, del kioskito de Yoyo? También estaba la ferretería. Ahí se vendieron juguetes, en los primeros años de la década del sesenta, y yo quería, cada Navidad, lo mismo: la muñequita china. Quizás porque me trasmitía una seguridad que nunca he tenido y quería apresarla, un poco, en ella. O quizás, simplemente, porque tenía una sonrisa muy dulce. No sé.
Pero todo eso existía fuera de la casa.
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La Quinta ―construida en las afueras de Arroyo Naranjo, a unos treinta kilómetros de La Habana― se llamaba Villa Berta, por la abuela paterna, la esposa del abuelo Constante, el asturiano. El nombre estaba puesto en las dos puertas de rejas de hierro que se abrían, acogedoras, para dar paso a los autos y, también, a los vendedores de viandas, vegetales y periódicos que entraban en carretones con caballos. Había, a la derecha, una puerta para las personas, pero nadie la usaba. Quizás, pensaba yo, porque las puertas de rejas de hierro eran como los brazos de la casa, el primer encuentro con los múltiples visitantes y, si uno entraba por la puerta pequeñita, el abrazo, también, tendría que ser pequeñito. A la izquierda había un banco de cemento donde nos sentábamos a esperar el ómnibus para ir al colegio, amparados por la sombra entrecortada de una buganvilia morada.
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En 1968, y por muchas y muy diversas razones ―difíciles de resumir y de asumir― tuvimos que abandonar la finca. No recuerdo nada de ese día, ni de los preparativos previos a la mudada. Sólo años después supe que todos, de alguna forma, habíamos tratado de preservar la casa en nuestra memoria. Tío Cintio la nombró, con especial ternura, en su novela De peña pobre; Cleva, poeta y pintora, amiga entrañable, se escapaba al estudio de papá y hacía bocetos del jardín; mi hermano Lichi escribió, ese mismo año, un libro precioso, La Quinta de los comienzos; yo retrataba los rincones que no aparecían en las fotos de mamá; tía Fina escribió poemas desgarradores: “Desmantelan la casa, nos desmantelan a todos el alma”.
Manos extrañas transformaron la finca, construyeron edificios completos, enderezaron los senderitos, eliminaron fuentes, arecas, buganvillas, cambiaron puertas y ventanas, quebraron el equilibrio perfecto de los recintos, ordenaron el jardín.
Durante muchos años no quise regresar. Temía que mis recuerdos se alteraran, se confundieran, se extraviaran y que ya, nunca más, podría recuperarlos porque se interpondría la imagen de la casa que no era. Pero no ha sido así. La casa y sus recintos se mantienen intactos, nítidos. Puedo reconstruirlos centímetro a centímetro y minuto a minuto. Me acompañan el aroma del jardín, el rumor de los pinos, el arrullo de las palomas. Nunca los perdí, y seguirán existiendo y me seguirán acompañando, mientras “pueda llamarlos de pronto con el alba”.
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JOSEFINA DE DIEGO. (La Habana, 1951). Narradora. Econmista de profesión, Josefina de Diego nació dentro de una familia literaria; su padre fue el conocido escritor Eliseo Diego. Su primer libro de narraciones, El reino del abuelo, fue publicado en México en 1993.
1 comment:
I KNOW FEFE VERY WELL ; WHEN SHE WAS STUDING TO BE AN ECONOMIST BECAUSE I WAS HER FRIEND AND CLASE MATE . WHAT CAN I SAY ABOUT HER , IS ALL GOOD A VERY LOVEING , MOST INTELEGENT, AND CARING PERSON,
THANK
YOU
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