Lucas hizo esa tarde una entrada ruidosa en nuestra casa, sin poder resistir las ansias de tararear una canción para hacer evidente la índole de la alegría que le inflamaba el pecho mientras se frotaba las manos, el gesto recurrente que empleaba para convencer a los demás de que el veleidoso destino finalmente se había acomodado a sus deseos, para favorecerlo. Con el paso de los años pude enterarme que al menos en aquella ocasión mi tío Lucas tenía motivos suficientes para asumir la estampa de triunfador que nos ofrecía. Había comprado por casi ningún dinero una finca ganadera que en realidad valía una fortuna y acababa de contraer matrimonio con Paulina, bella mujer a la que requirió de amores desde la adolescencia y que al fin, después de tantos ruegos inútiles, había accedido a hacerlo feliz. Pero cuando me vio enfundado en una bata de hembra, experimentó una súbita transformación, montó en cólera vociferando que iban a convertir al muchacho en un marica, qué locura es ésta, José ya tiene cinco años, recalcó, es todo un hombre. Amordazando los muchos carajos que tenía en la punta de la lengua, por respeto a la memoria de doña Milagros, su madre, que desde el cielo seguía vigilante de lo que ocurría en aquella casa, pero sin dar muestras de que su mal humor podía decrecer, dispuso que me pusieran otra ropa, y aunque poco después estuve frente a él con un pantalón azul y una camisa blanca de cuello marinero, continuaba con el entrecejo fruncido mientras yo me sentía al borde de las lágrimas, lleno de terror y culpable de algo que no había provocado. Lucas me tomó de la mano y me llevó casi a rastras, imponiéndole el ritmo inalcanzable de sus pisadas a todo lo largo de la calle Independencia hasta que hicimos nuestro ingreso al parque Vidal, donde me ordenó que subiera de pie a uno de los tantos bancos, y empezara con todos mis pulmones a darle vivas al Partido Liberal y al general Gerardo Machado, un déspota que justo a finales de ese mismo año abandonó precipitadamente el país cuando las multitudes frenéticas marcharon hasta el Palacio Presidencial con el propósito de desalojarlo del poder. Brindarle apoyo a un dictador desde tan temprana edad no sería mi único traspié político, puesto que hasta entonces ningún cubano con suficiente edad para contarlo había conseguido existir sin cometer errores ni respirar al margen de los constantes altibajos a menudo desgarradores que enturbiaron durante décadas la vida nacional: consultas electorales de dudosa transparencia, huelgas, desfalcos escandalosos, asonadas militares y sublevaciones muy pronto sofocadas a punta de bayoneta por las llamadas fuerzas del orden público.
Hasta los días finales de mi adolescencia había vivido a la sombra de dos mujeres, mi madre y mi tía, a las que se les ocurrió aquella tarde memorable la idea desatinada de introducirme en un ropaje equívoco, y desde luego al amparo tutelar de mi abuelo Serafín, quien asumió como pudo las funciones de padre en sustitución de mi padre verdadero, un español oriundo de Galicia que residió en Cuba sólo el tiempo que necesitó para engendrarme. De modo que no alcancé a conocerlo más que en las fotografías que mi madre conservaba en un álbum con orladuras de presumible oro, y más tarde gracias a las cartas que él me enviaba mes tras mes desde San José de Costa Rica, la ciudad donde murió. Así empezaron mis primeros contactos con las vastas zonas del más allá, acompañando a mi madre en sus persistentes visitas a quirománticos, santeros, augures y echadoras de barajas, con la idea obsesiva de averiguar mediante todas las posibles artes de adivinación si aquel nebuloso habitante de la lejanía en algún momento iba a adoptar la decisión de regresar.
Nunca he ocultado el orgullo que desde siempre me infundía haber nacido en Santa Clara, una ciudad favorecida por acontecimientos que trastocaban el rumbo de la historia, situada en el mismo centro de la Isla, que entonces no debía albergar a más de cien mil almas, con sus casas de tejas rojas, sus tres iglesias, la del Carmen, la del Buen Viaje y la de la Pastora, una estación del ferrocarril, el billar de Fallanca, una oficina de correos y telégrafos, un parque central rodeado de pérgolas donde piaban sin descanso los pájaros del atardecer, y la inevitable zona de tolerancia, agazapada en los arrabales, a la que acudían los más jóvenes, ocultándole a la familia el rumbo de sus pasos, con el fuego del amor en la bragueta y dos pesos en el bolsillo, en billetes, cuando no en monedas sueltas, era lo que valía una rubia o una trigueña en aquel lugar tan cercano al paraíso donde muchas puticas con suerte muy pronto eran conducidas a una nueva vida por algún próspero comerciante.
Mientras se escuchaban ladridos de perros y rumores del viento en los aleros, desde mi más temprana edad permanecía innumerables veces hasta altas horas de la noche consultando historiografías y legajos amarillentos que el abuelo Serafín había puesto en mis manos a fin de que pudiera confirmar mediante la opinión de gente ilustrada y sapiente, decía, y no por su única voz, que la ciudad de Santa Clara había sido fundada por dieciocho familias de San Juan de los Remedios que venían huyéndole a una flamígera legión de demonios, encabezada por el mismo Lucifer. Gracias a mis copiosas lecturas, arribé muy pronto a la conclusión de que aquella versión aceptada por muchos como leyenda, tenía un sólido fundamento histórico. El poblado de Remedios, enclavado en un lugar próximo a la costa norte de la Isla, era víctima de las constantes incursiones de piratas y corsarios que no sólo se apropiaban de las riquezas del vecindario sino que aprovechaban la oportunidad para pasar a cuchillo a cuantos lugareños encontraban a su paso. Ese fue el motivo por el cual se habló por primera vez de trasladar la villa más al interior. Pero agobiada por la posibilidad de tener que aventurarse durante días y noches por caminos inciertos, de enfrentar a su paso riscos, hondonadas, marabuzales y farallones infranqueables estriados por pezuñas de chivos, de verse obligados a deshacerse de lo adquirido a costa de incontables sacrificios, la mayoría optó por oponerse al cumplimiento de lo que consideraban un descabellado propósito. Fue entonces cuando, por razones no muy bien dilucidadas, el párroco del pueblo, el padre González de la Cruz, sacó a relucir la fantástica versión de que en una cueva de Remedios se encontraba la boca del infierno. Según sus palabras, Lucifer en persona sería el encargado de destruir el pueblo. Todo hace suponer que sus demoníacas advertencias no cayeron en el vacío, puesto que al fin, en julio de l689, se dispuso por real cédula el traslado de la villa a un lugar situado “unas siete leguas hacia el mediodía”, es decir al hato Ciego de Santa Clara o Antón Díaz.
Siempre he creído que aquella intempestiva mudanza instigada por miedo al diablo no era tan extravagante como cabía suponer. Desde los tiempos más lejanos los Padres de la Iglesia escribieron extensos tratados para confirmar la existencia del diablo, de Satanam, del ángel caído ante el que habían sucumbido de rodillas a lo largo de siglos cardenales y arzobispos, los mejores exorcistas de la Santa Sede, y de quien dijo Giovanni Papini, una verdadera autoridad en demonología, que era imposible escapar a las artes de seducción que el Maligno tendía. Fue en el siglo XVII – justo en el que ocurrió la fundación de Santa Clara- cuando alcanzó su mayor consagración aquel ángel que por desobediencia resultó alejado del trono de Dios. A la sombra del siglo durante el cual la imagen del diablo estaba tan bien cimentada, un prominente sacerdote dominico, Fray Bartolomé de las Casas, no dudó consignar en su Apologética que las personas podían “ser llevadas de un lugar a otro por los demonios”. También el padre González de la Cruz, sin duda para llevar a feliz término su propósito de trasladar la villa, se apresuró a mencionar el caso de un obispo de Jaén, que “en cuestión de horas” había sido trasladado de Andalucía a Roma montado en un caballo del diablo.
Ahora, a tantos años de distancia,, cuesta creer que esas primeras familias fueran conducidas a su nuevo destino a horcajadas en los fogosos caballos de Lucifer. Sin embargo, cualquier alegato incrédulo puede desmoronarse con facilidad porque aún persisten los recuerdos históricos, irrebatibles, de la fatigosa caminata que aquella legión de alucinados emprendieron con bártulos llevados sobre los hombros o sostenidos por correajes a lo largo de la espalda hasta alcanzar la rabadilla, paso a paso durante jornadas de ocho y diez horas sin una sola pausa, en la que muchos adquirieron uñeros y juanetes, o sufrieron fiebres ensopados por lluvias persistentes, y que al fin concluyeron al amparo de un frondoso árbol donde el padre González de la Cruz ofició la primera misa, y alrededor del cual empezaron muy pronto los albañiles y los carpinteros a levantar las casas de los nuevos moradores.
En ese mismo lugar se erigió años más tarde un monumento con dieciocho columnas, cada una de las cuales tiene inscripto el apellido de las familias fundadoras de la ciudad. Los apellidos de mi abuela materna, doña Milagros Velasco y López-Silvero, aparecían en una de esas dieciocho columnas. De modo que mi abuela perteneció no sólo a una de las familias fundadoras sino a una de las más acaudaladas de la ciudad. Aunque nunca consiguí averiguar de qué medios se valieron para acumular tanta riqueza, en cambio supe muy pronto cómo empezaron a perderla. La culpa de los descalabros económicos de la familia siempre fue anotada a la cuenta del abuelo Serafín. Sus hijos varones, que estaban muy resentidos con él por razones obvias y a veces inexplicables, no se ocultaban para comentar que apenas contrajo matrimonio con doña Milagros y entró en posesión de los bienes que ella había heredado, Serafín empezó a realizar las más insensatas transacciones comerciales, que los fueron reduciendo a la pobreza poco a poco, a marcha lenta pero irreversible. Uno de sus más sonados desaciertos se produjo cuando evaluó las riquezas que podía agregar al patrimonio familiar mediante la crianza de ganado vacuno. Como para él la palabra de una persona tenía la misma validez que un documento suscrito ante notario, compró sin necesidad de ir a verla, una finca surcada por un río caudaloso, donde pastaban las reses -sí señor, don Serafín- con la hierba a la altura del pecho, y las vacas cuando eran ordeñadas daban un número de litros de leche -usted se va a asombrar, don Serafín- superior al de todas las fincas aledañas. Cuando al fin el abuelo Serafín decidió tomar posesión de la finca comprobó con estupor que el río ciertamente existía pero era sólo un hilo de agua casi exhausto entre los rastrojos de lo que acaso ayer fue un pasto apetitoso, y las pocas reses que aún lograban sobrevivir, alimentándose de nada en medio de la mayor desolación, tenían los costillajes a flor de piel. A los negocios llevados a cabo con tan poca fortuna, Serafín añadió algunas aventuras de alucinado. Viajó a México a fin de comprar una mina de plata que le permitiría resarcirse de tantas pérdidas, pero regresó cuatro meses más tarde, cabizbajo, con los bolsillos vacíos y la promesa solemne de que la próxima vez la buena suerte lo iba a acompañar.
La imagen que conservo del abuelo Serafín es la de un anciano delgado y pálido, que se pasaba las horas del día sentado al borde de la cama con un libro entre las manos. Para mi noción tenía todas las características de un genio o de un santo. O de las dos cosas a la vez. Poseía tan buena memoria que era capaz de repetir sin que le faltara una palabra páginas enteras de la Biblia, y tan fértil era su imaginación que toda la etapa de transición entre la niñez y la adolescencia me las inundó con relatos de aventuras tan extraordinarias y fascinantes que yo las ponía a la par de las referidas por Marco Polo. Una tarde que interrumpió su lectura para pedirme que me sentara a su lado porque tenía otras historias que contarme, confesó que durante los frecuentes recorridos que efectuó desde una punta a la otra de la Isla, pueblo por pueblo, se había topado en dos ocasiones con el diablo. No estábamos en el siglo XVII sino en el XX, pero el tema del diablo estaba instalado sin descanso en la mente de mi abuelo Serafín. Explicó que al diablo le era fácil adoptar distintas formas, humanas o no, pero a él nunca pudo engañarlo con sus tretas de malandrín. En la primera ocasión que lo vio, el diablo era un hombre alto, musculoso, con la cara roja como bañada en sangre, y en la segunda oportunidad adquirió la figura de un perro gigantesco, negro y lanudo, con largas orejas que arrastraba por el piso. Pero las dos veces Serafín lo venció, lo obligó a retirarse.
-¿Cómo, abuelo?
-Lanzándole un objeto a la cara.
Eso fue también lo que hizo Martín Lutero: arrojarle un tintero al diablo. Pero el abuelo Serafín decía que no era indispensable recurrir a un tintero para derrotarlo. Cualquier cosa sirve, una piedra, un lápiz, un paraguas, un almirez, cualquier objeto, porque lo primordial es que el diablo se sienta rechazado. Fue entonces cuando formuló el único consejo que me prodigó a lo largo de su vida: “Cuídate de no caer víctima de una de las tantas zancadillas del diablo”.
Para mi abuelo Serafín, como para la mayoría de la gente, el diablo era el eterno Tentador, el Enemigo, el Antagonista. Empezó siendo el antagonista de Dios y encabezó la primera rebelión de que se tenga noticias, pero aunque fue expulsado del Paraíso, esa condena no lo llevó al arrepentimiento. Todo lo contrario. Es el diablo, decía el abuelo Serafín, quien le crea falsas ilusiones a hombres y mujeres para que pretendan por medio de la violencia, la revolución o la guerra, establecer un hipotético Reino de Felicidad en la Tierra, en oposición al único reino posible, el Reino prometido por Dios. En consecuencia, me aconsejó que cuando fuera mayor no le prestara oídos a los discursos de políticos y reformadores sociales, que no esperara nada de ningún gobernante, porque los hombres codiciaban el poder sólo para complacer al diablo que llevaban dentro. Y mientras se sacaba las gafas de leer para mirarme sin estorbo a los ojos, me transmitió una idea escalofriante que perturbó muchas de los noches insomnes de mi adolescencia y que el paso de los años parecía confirmar con pasmosa precisión: el final de los tiempos no iba a ser provocado por la furia de la naturaleza con sus muchos volcanes en erupción, maremotos y otros desajustes telúricos, sino que sería protagonizado, ya lo vas a ver, por los propios seres humanos cuando, desde el aire, utilizando sus armas poderosas, sean capaces de arrojar el fuego de Satanás sobre poblaciones indefensas, ocasionando la muerte de ancianos, mujeres y niños.
La parte más luminosa de la personalidad del abuelo Serafín se hacía evidente en su enorme capacidad para allegarse las simpatías de los demás. Nadie como él poseía entonces la facultad innata de arrancarle una sonrisa al adversario más enconado. Muchos de sus íntimos le aconsejaron que aprovechara ese don de natura, como decían, para iniciar sus pasos de triunfador en las luchas políticas. Al principio Serafín sucumbió a las maniobras de tentación que le suministraban sus amigos, que sin duda estaban urdidas por el diablo, y acarició la idea de aceptar su nominación como candidato a ocupar un escaño en el Senado de la República. Aunque nunca lo confirmó, dicen que jinete en brioso alazán recorrió todos los poblados de la provincia donde él había conocido a un número interminable de personas durante visitas anteriores, gentes de todos los oficios y quehaceres a los cuales, ahora, gracias a su prodigiosa memoria, lograba identificar por sus nombres, sin temor a equivocarse, aunque llevara años sin haberlas vuelto a ver. Pero después de haber recibido las más entusiastas muestras de adhesión por parte del electorado, una tarde imprevista, en lo más hondo de la campaña, Serafín dio por cancelado sus proyectos. No, él no iba a sancionar con sus actos lo contrario de las ideas que siempre había difundido: los políticos eran unos impostores y por tanto el país marcharía mejor el día en que todos decidieran prescindir de ellos.
Sin embargo, hubo un político con el que mi abuelo Serafín mantuvo siempre una amistad casi visceral, espulgada de dudas y retrocesos. Se llamaba Gerardo Machado, un hombre de extracción humilde, hijo de cosecheros de tabaco, nacido en un caserío rural nombrado Manajanabo, a donde Serafín durante los días de su adolescencia fue llevado con frecuencia por sus padres para visitar a varios miembros de la parentela que allí residían. Durante una de esas visitas a Manajanabo, conoció a Gerardo. No necesitaron intercambiar muchas palabras para que aquellas dos almas afines, tal como las acreditaba Serafín, estrecharan indestructibles vínculos de amistad. Eran los años de la última guerra por la independencia de Cuba. Gerardo decidió enrolarse en las filas del ejército libertador mientras que Serafín, a quien por lo visto le ocasionaba desazón y repugnancia el olor de la pólvora, y era opuesto a todo derramamiento de sangre, y que además no tenía madera de soldado ni de héroe ni de conspirador, continuó la vida de siempre, convencido de que su primera y única obligación era cuidar de sus hermanas menores. Cuando la guerra terminó –y todo eran vítores, un tremolar de banderas y un lento pasar, por terraplenes y caminos vecinales, de cureñas arrastradas por algún que otro carro de mulas- la mejor noticia que Serafín pudo recibir fue que Gerardo Machado estaba vivo. Había concluido su compromiso con la historia sin un rasguño en la piel pero con las insignias de general entre las varias condecoraciones que constelaban su uniforme militar, recibidas por el heroísmo demostrado durante los combates.
Con el tiempo pude enterarme que aquel amigo de la infancia del abuelo Serafín llegó a erigirse en el dictador al que le proporcioné vivas estentóreos, a mis cinco años trepado en un banco del Parque Vidal, sin saber lo que estaba haciendo, sólo para complacer al tío Lucas. También alcancé a saber muchas cosas que eran motivo de orgullo para la familia, entre otras que aquel déspota inalterable había sido visita constante de nuestra casa. En muchas ocasiones, apenas rompía la madrugada, entre las últimas sombras de la noche y los primeros destellos del amanecer, el ya presidente de la república Gerardo Machado, en lugar de usar la aldaba como todos los visitantes, daba repetidos golpes de nudillos en la puerta principal, tres rápidos seguidos de dos muy bien espaciados, una especie de clave Morse, fantaseaba el abuelo Serafín, que únicamente él alcanzaba a discernir entre todos los ruidos posibles del nuevo día: voces de pregoneros sonámbulos o caída de una penca de palmera, desgarrada por el viento. Aquel tempranero resonar de nudillos era el recurso empleado por Gerardo para invitarlo a un desayuno de café con leche en un cafetín de mesas de mármol y toldos azules, a dos pasos del parque central. Pero el mayor de los orgullos apacentados en el álbum de la familia consistía en recordar que, cuando ya Machado era una importante pieza de ajedrez en la política nacional, había bailado –y a veces yo lo murmuraba con beneplácito, a escondidas- con Gloria, mi madre, la tarde en que ella celebraba su fiesta de los quince.
El abuelo Serafín nunca dejó de mencionar con subrayados de admiración el nombre de Gerardo en cada ocasión en que hacía el escrutinio de sus tiempos mejores y tampoco permitió nunca que en su presencia alguien se refiriera a él enlodándolo con los agrios epítetos que en aquella época aparecían con excesiva frecuencia en la prensa nacional. Su indignación se tornaba mayor cuando volvía a salir a la luz el calificativo de “asno con garras”, que un líder estudiantil y gran poeta, Rubén Martínez Villena, le había lanzado al rostro cuando Gerardo Machado, todavía en el ejercicio de su poder omnímodo, hubiera podido sepultarlo en la cárcel por el resto de sus días. Aquel resto, claro está, no significaba un número extendido de años, porque a poco del sonado incidente el general Machado tuvo que abandonar el poder, sin arreglar las maletas ni pensarlo dos veces, perseguido por estallidos de cólera popular. El único comprometido con el despropósito histórico de conservar un recuerdo grato del general, exaltando sus pocas virtudes verdaderas y adornándolo con otras inciertas o inexistentes, fue el abuelo Serafín.
Una de aquellas tardes en que se sacó las gafas para mirarme con profundidad a los ojos, como hacía cuando necesitaba exorcizar las penas que más le ardían, me dijo que las opiniones unánimes tienen muchas veces el punto de partida de un malentendido cuando no de una falacia echada a voleo con perversidad por gente de la peor calaña.
-No entiendo lo que dice, abuelo.
-Por supuesto que lo vas a entender –me dijo alzando ligeramente la voz, algo que no era su norma. La anécdota que entonces refirió todavía años después palpitaba como un animal vivo debajo de mi piel. El presidente Gerardo Machado tocó de madrugada a la puerta de don Serafín, tres golpes rápidos y dos espaciados, la contraseña de siempre. Serafín acudió a abrirle, y de momento lo apreció más corpulento que otras veces, todavía con toda la negrura de la noche a sus espaldas pero nimbado por la sobrecogedora luz irreal, pensó, que acompaña a la aparición de los fantasmas. Viendo que el otro daba muestras de impaciencia, logró contener su repentina turbación y estrechó la mano del general, guardando una prudente distancia para demostrar el respeto debido a la dignidad de su cargo. Machado, más efusivo, se empeñó en retener la mano y mediante una rápida maniobra inesperada lo atrajo hacia su cuerpo, lo envolvió en un abrazo y le aplicó sonoras palmadas en la espalda.
-Vamos, no sea tan remolón, el desayuno nos espera –dijo con el tono áspero de voz que siempre le sirvió para impartirle órdenes a la tropa. La presencia de quien ostentaba el más alto poder de la Republica despertó la curiosidad de los primeros madrugadores que los vieron entrar al cafetín y ocupar dos sillas alrededor de una de las mesas de mármol. Machado se sentó de espaldas a la pared, menos por precaución que por el deseo de observar a quienes iban llegando, lo que acaso le permitiría identificar a alguno de sus muchos amigos de la adolescencia, cuyos rostros ya empezaban a desdibujarse entre tantas imágenes desperdigadas en su memoria. Mientras el dependiente se acercaba con las humeantes tazas de café con leche en una bandeja, Machado preguntó:
-¿Qué me dices de Evaristo Alemán? Hace más de un año que no sé nada de él.
Serafín permaneció en silencio, pero ante la insistencia del otro se sintió obligado a preguntar:
-¿Puedo decirle la verdad?
-Pues claro. ¿Qué pasó?
-Todo el mundo comenta que usted lo mandó matar.
-¿Yo? ¿Estás seguro de lo que dices? Alemán siempre ha sido uno de mis mejores amigos.
Al abuelo Serafín le temblaban las manos. Estaba en un estado tal de excitación que las mandíbulas se le atrancaron y sintió una punzada en el pecho. No pudo aflojar uno solo de sus músculos faciales cuando el presidente Machado se puso de pie, derribó la silla de un manotazo y salió a la calle sin pronunciar palabra de despedida. Esa misma tarde regresó a La Habana con el propósito de averiguar entre sus incondicionales de Palacio quién había dado la orden y por qué de asesinar a Evaristo Alemán.
Todo se confabuló para que yo no le perdiera pisada al destino de la letra impresa, que me tentaba agazapado en los pocos suplementos literarios y en las páginas de aquellas revistas donde alimentaban su fama Lino Novás Calvo, Carpentier, Guillén o Lezama Lima. A poco de estar navegando a merced de una pasión tan cercana al desvarío, decidí enviar un cuento al certamen más importante del país, instituido para honrar la memoria de Alfonso Hernández Catá, otro de nuestros notables escritores, quien no tuvo más oficio que el de sembrar en surco ajeno los tiernos maleficios de la literatura, orientando con sus constantes consejos en el dominio de la técnica a los jóvenes creadores. El concurso lo auspiciaba la revista Bohemia, que ya figuraba entre las demayor circulación en el continente, y el jurado, que contaba con el entusiasmo del magistrado Antonio Barreras, lo integraban, entre otras personalidades, Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello, tres escritores a los que nadie ponía en entredicho su jerarquía intelectual. Así que fue una buena razón para que me invadiera una explosión de alegría cuando recibí la noticia de que el cuento premiado ese año era el mío. Pero la llamarada de júbilo fue aplacada muy pronto por los comentarios de muchos de mis allegados. Uno de mis tíos, cuando se enteró por la prensa que su sobrino había sido galardonado como escritor, me dijo que no podía creer lo que había leído, en nuestra familia, insistió, nunca hubo hasta ese momento una amenaza genética de locura, si no lo sabes estoy en disposición de decírtelo, escribir es un entretenimiento de idiotas, óyelo bien, de gente sin oficio ni beneficio, ¿qué es lo que pretendes?, me preguntó mirándome fijo a los ojos, que la gente te tome por un bicho raro, es lo único que vas a conseguir.
Por lo visto al innombrable tío no le faltaba razón porque esa misma semana, en la edición dominical del periódico Diario de la Marina, apareció un artículo del afamado columnista Rafael Suárez Solís, en cuyo texto merodeaba desde el título y cada dos o tres párrafos la frase “cuentista sin comillas”. Aquél rótulo enigmático se deshizo de todo misterio apenas me dispuse a leer. Para el articulista, los “cuentistas”, es decir los cuentistas entre comillas, no eran los que escribían relatos literarios sino aquellos personajes avispados que les vendían ilusiones a las muchedumbres, y gracias a las promesas electorales que incumplirían estaban destinados a figurar en las altas cumbres del Congreso de la República. En cambio, los cuentistas sin comillas estaban convocados al peor destino. Para cerciorarme, debía mirarme en el espejo de Luis Felipe Rodríguez, el eximio cuentista que murió hacía poco entre hipidos de tristeza, en la mayor miseria. Y al final del artículo, la advertencia estremecedora: en nuestro país, como en cualquier otro lugar del mundo, nadie cree en el talento de un hombre con los fondillos rotos.
Como en los momentos en que apareció el artículo, yo no me encontraba en Santa Clara sino en La Habana, a donde viajaba semanalmente, todavía rumiando con la conciencia intranquila las ideas del columnista, encaminé mis pasos hacia el edificio de la revista Bohemia, a fin de cobrar la colaboración de ese mes. El pagador, que de costumbre me entregaba el cheque correspondiente sin dirigirme la mirada ni pronunciar palabra, esta vez me sorprendió con el milagro de una voz de tenor:
-El jefe de información necesita verlo.
¿Necesita? ¿Había oído bien? El perentorio necesita verlo en vez del promisorio desea verlo se me aposentó en la boca del estómago con el filo de una oscura inmediata premonición. Por disciplina, sin sobreponerme al desánimo vertical que me recorría de la cabeza a los pies, esbocé la mitad de una sonrisa para favorecer de todos modos la diligencia del pagador, que ya me había apartado de su vista, atareado como estaba en atender a otros reporteros de la fila. Me pregunté: ¿Iban a prescindir de mí? ¿Había caído en desgracia por un motivo cualquiera, que ahora no alcanzaba a identificar? Durante el más de medio año que llevaba colaborando con asiduidad en la revista, casi sin faltar una semana, nunca había dado motivos para una sola queja, y tampoco –que recordara- había escrito un solo párrafo a contrapelo de la línea editorial trazada por la cúpula, desde donde tronaban las decisiones inapelables adoptadas por los dioses del olimpo: el director y el jefe de información. Es más, me publicaban los cuentos y los reportajes sin desgarrarme el texto con añadidos o supresiones ominosas, era la pura verdad, pero nunca nadie, desde las alturas, había descendido para entablar una conversación conmigo. Pensé que mejor era ser ignorado que verme sometido al escrutinio de un inquisidor.
El jefe de información que tantos temores infundía era Lino Novás Calvo, un hombre que había sido de todo a lo largo de su azarosa vida, desde boxeador y carbonero hasta taxista y portero de hotel, que había participado en la Guerra Civil española, y que en el momento exacto en que yo estaba a punto de tenerlo delante de mis ojos, ya era uno de los más importantes novelistas cubanos de todos los tiempos. Subí con pisadas de plomo la escalera que conducía al despacho donde, según la generalizada y a veces festiva opinión de los reporteros, se cocinaba el destino. Toqué a la puerta que tantas veces había visto, desde abajo, con la esperanza volátil de que alguien algún día me invitara a pasar. Pero no, por supuesto, para una probable reprimenda. Desde el fondo del silencio me respondió una voz opaca: “Puede entrar”. Entré. Novás Calvo estaba sentado en una silla de resorte detrás de un buró, con montones de papeles a cada lado, que había ido acumulando poco a poco, a lo largo de meses o de años, y que ahora aleteaban al ritmo de las aspas de un ventilador adosado a la pared.
-Las noticias que voy a darle no son alentadoras –dijo sin mayores preámbulos mientras me escrutaba desde detrás de sus espejuelos con armadura de carey-. Usted escribe bien, eso nadie lo pone en duda, pero Quevedo, el director de la revista, me comunicó hace poco que no es posible seguir publicando sus cuentos con tanta frecuencia. Sin embargo, aceptaríamos con agrado que nos suministrara reportajes con temas que usted considere de verdadero interés, sobre todo reportajes de crónica roja, por los que la mayoría de los lectores siente gran afición. Esas colaboraciones se las pagaríamos bien. Cien pesos si vienen acompañadas de fotografías. Y ahora un consejo. No se haga tantas ilusiones con la literatura. En Cuba no existen editoriales, y muy pocas personas tienen interés en los libros de ficción. En fin, ejercer el periodismo es lo más provechoso. ¿Me explico?
Por supuesto que entendía, pensé sin mucha convicción aunque sobraban los motivos para subrayar el mismo punto de vista. Novás Calvo había escrito textos memorables y para publicarlos tuvo que acudir a editoriales de otros países. En l933 había visto la luz en España su fascinante novela El negrero, con gran éxito de venta después de los elogios que Unamuno le prodigó, pero en Cuba, dijo, fue recibida con frialdad. Así que Lino no ocultaba su desencanto ni tenía empacho en trasladárselo a los demás. Antes de abandonar su despacho, sin necesidad de que yo deslizara una sola pregunta, Novás Calvo me explicó que él colocaba en el montón a su derecha aquellas colaboraciones que había aprobado y estaban listas para ser entregadas a la imprenta, y a su izquierda las que no merecían ser publicadas pero que él no destruía pensando que el autor podía solicitar su devolución en cualquier momento.
-Es un trabajo difícil el suyo –comenté.
-Difícil, y a veces aburrido –dijo y sonrió-. Depende del estado de ánimo con que uno enfrente la tarea. En alguno de mis días felices, que no son muchos, le di mi aprobación a algunos reportajes que nunca debieron haber llegado a las rotativas.
Ya en la calle, después de un ocioso empleo del tiempo, yendo de un lugar a otro sin rumbo fijo, atravesando calles y avenidas, consulté mi reloj pulsera: las tres y veinte minutos de la tarde. No había almorzado y, cosa extraña, tampoco sentía sed, aunque el sol me imponía una copiosa transpiración, y el aire, de tan caliente, parecía hervir a mi alrededor. Había transcurrido no menos de tres horas desde mi conversación con Novás Calvo cuando al ingresar -¿de nuevo?- a la Avenida Rancho Boyeros, el destino, pensé, acababa de tejer la trama necesaria para facilitar el encuentro, que más tarde calificaría de providencial, con Guillermo Cabrera Infante. Recordé a Jung: sincronicidad. En una ciudad de más de un millón de habitantes era prácticamente imposible que dos personas conocidas, que dos amigos coincidieran en una calle cualquiera sin haberse puesto previamente de acuerdo. Pensé también que hubiera podido pasarme años procurando inútilmente que todos los factores confluyeran en aquel aquí y ahora, cuando lo más fácil hubiera sido atribuirlo a los designios del azar, que sin duda respondía a leyes ciertas, inviolables, sólo que hasta el momento nadie había logrado codificarlas. Pero mientras hurgaba buscándole otras raíces esotéricas a la imprevista coincidencia, Guillermo me ofreció una cumplida explicación con dos palabras de uso diario: “Qué casualidad”, dando la impresión que se demoraba menos en decirlo que en dibujar (él, que en la vida real, cuando se lo proponía, podía ser tan divertido como en su literatura) el artificio de una sonrisa que de momento me recordó –nunca supe por qué- a Burt Lancaster en El pirata hidalgo, una película que siempre estaba de vuelta en mi imaginación. A Guillermo no lo abandonaba la afanosa sonrisa cuando empezó a decirme que en la revista Carteles, donde él escribía bajo el seudónimo de G. Caín la crítica de cine, había quedado vacante una plaza de redactor de la sección de crónica roja. “¿Aceptarías trabajar con nosotros?” Mientras me veía obligado a rumiar una respuesta, pasó una camioneta con la radio a todo volumen, calle abajo se iba apagando poco a poco la voz inconfundible de Benny Moré, y desde una casa de la acera de enfrente alguien sacaba sillones al portal. Era la segunda vez en el mismo día que me anunciaban la necesidad de convertirme en reportero de la crónica roja, pero en la primera ocasión Lino Novás Calvo sólo me había ofrecido la oportunidad de haber colaboraciones ocasionales. En cambio, ahora Cabrera Infante me prometía un trabajo fijo. Antes de responder que sí, reflexioné que me iba a resultar desagradable estar reseñando a todas horas actos de violencia, crímenes y robos, pero enseguida me liberó de cualquier negativa la inherente confianza de que aquella era la vía que la providencia utilizaba para allanarme la entrada en una de las más importantes revistas del país. Tratando de vencer cualquier rezago de prejuicios, recordé la frase de Papini, uno de los autores favoritos de mi abuelo Serafín: “el pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de los lectores”. La frase, aceptada con vehemencia, me alentó a conjeturar que mis reportajes en Carteles lograrían lo que los cuentos acaso nunca me iban a procurar: que mi nombre se hiciera familiar a una gran masa de lectores ávidos de sensacionalismo. Para no prolongar demasiado el silencio, respondí con un efusivo sí, por supuesto que sí, acompañado de un afirmativo movimiento de cabeza, no sin antes preguntarle a Guillermo si él sabía por qué le decían crónica roja en lugar de policiales, que debía ser lo correcto. Será por la sangre, sangre y policía son sinónimos, ¿lo dijo realmente Cabrera Infante en aquel momento, o más tarde?, me pregunto ahora, mientras reconstruyo esa escena en mi recuerdo, porque la memoria es yin, veleidosa, esquiva, voluble –puede plegarse en dos, en cuatro, como una hoja de papel en blanco- y traicionera. Durante algunas reflexiones posteriores, caí en la cuenta de que en aquellos momentos, tantos años atrás, la terca memoria había seguido su curso independiente porque sin buscarlo me asaltó el instantáneo recuerdo de que entonces Guillermo ya no vivía en Zulueta 408, en un cuarto sórdido al final de un largo pasillo, según me había contado, su primer refugio de pobre en La Habana hasta que la situación económica de la familia, o la de él, mejoró, porque ahora residía en un apartamento de la Avenida de las Misiones, en El Vedado, y poseía un pequeño auto descapotable, verde, que él, devoto de las transgresiones, a menudo aparcaba en plena calle, frente al edificio de Carteles, dificultándole el tránsito a los demás vehículos. Pero sin agobiarlo con la pregunta indiscreta y tal vez embarazosa de por qué andaba a pie, y sin que nos pusiéramos de acuerdo sobre el modo más seguro de burlar la agobiante reverberación del mediodía durante el recorrido, echamos a andar, yo con las manos de vagabundo en los bolsillos y Guillermo tratando de inmiscuirse con sus miradas en la intimidad de las mujeres que se cruzaban con nosotros en las aceras. Eran tantas, que de momento a Guillermo lo aturdió la idea peregrina de que estaba ocurriendo desde todos los ámbitos del cielo una lluvia de mujeres, o tal vez habían estado subidas a los techos de las casas, me dijo, y acababan de descolgarse, flotando en el aire como si levitaran, para reeditar algunos ritos de tentación tan antiguos pero tan eficaces como los del Edén. Después, los dos trepamos a un ómnibus y tras un imperativo gesto de Guillermo descendimos a media cuadra de su centro de trabajo, que muy pronto también iba a ser el mío, porque ningún pálpito de mala suerte nos rondaba y además Guillermo estaba persuadido de que el director de la revista, Antonio Ortega, le daría de inmediato el visto bueno al propósito. Ortega era un español que había buscado refugio en otras tierras huyendo de la dictadura de Franco, pero era además el autor de Chino olvidado, uno de los mejores cuentos que se han escrito en Cuba, de modo que, según la opinión de Guillermo, era lógico que tomara la decisión de abrirle las puertas de la redacción a otro cuentista.
Siempre que yo intentaba describirlo pensaba que la imagen real de Antonio Ortega no respondía a la que yo evocaba, porque el que aparecía en mi mente era un hombre más bien bajo y más bien delgado, con las manos cogidas a la altura del vientre, con mechones entrecanos custodiando una tonsura, párpados abultados y una sonrisa extendida al socaire del bigote, acentuado por alguna sustancia tintórea, y que era lo único que le ensombrecía el rostro. Sentado en un butacón frente a los dos, lo vi cruzar las piernas, descruzarlas, y apenas supo el motivo de nuestra visita, lo oí preguntarme por debajo de la sonrisa:
-¿Quiere empezar a trabajar ahora mismo?
Después de subrayar mi aceptación y agradecimiento con un ceremonial movimiento afirmativo de cabeza, recibí el encargo de salir cuanto antes en compañía de un fotógrafo rumbo al hospital Calixto García, donde debía entrevistar a un joven nombrado Rubén Puig, quien había sido acuchillado en el pecho y en el vientre por su propia mujer, que según todos los comentarios había actuado abrumada por la ferocidad de los celos. La noticia de que Rubén Puig la engañaba andaba de boca en boca desde mucho antes de que Regina, su mujer, alcanzara a enterarse y por supuesto desde mucho antes de que un arrebato de locura súbita la llevara a esgrimir un cuchillo de cocina, sólo para darle un susto y lograr que escarmentara, tal como me refirió cuando la visité en la comisaría para completar el reportaje. “Sólo pretendía asustarlo”, no se cansaba de balbucir con espesos lagrimones derramados hasta la barbilla. Sin embargo, otra muy distinta era la opinión recogida poco antes durante la visita que le hice a Rubén Puig en el hospital. Según me confirmó una enfermera que me repasaba con la vista como si pretendiera desnudarme –¿o sería el resultado de mi vanidad?-, Rubén había estado conectado a tubos y sondas que lograron casi milagrosamente regresarlo a la vida, y la herida que mostraba en el pecho era tan profunda y tan cercana al corazón que costaba creer que fuera accidental, tal como Regina afirmaba tratando de justificar los motivos ciertos de su conducta, que por el contrario sin duda respondía a la firme determinación de darle muerte antes de verlo en brazos de otra mujer. Al menos ésa era también la versión reiterada por Rubén, quien para mi mayor estupor (ya sabemos que el amor es ciego) decía estar dispuesto a aceptarla de nuevo en su casa tan pronto como se le pasara la rabieta, si es que no tenía que permanecer durante largo tiempo en prisión.
En uno de los pocos momentos sosegados de tertulia en la sala de redacción de Carteles, aproveché para revivir algunos de los ingredientes que me servían para sazonar la confección de los policiales: los rostros patibularios de asesinos a los que no les temblaba la voz cuando confesaban los móviles del crimen, o los cadáveres de espanto que me veía obligado a contemplar en la morgue, pero más allá de la vida pervertida por asaltos a mano armada, tumultuosas riñas callejeras, amenazas de muerte y hurtos de menor cuantía, me redimía de mayores decepciones patrióticas haber podido comprobar que en Cuba la mayor parte de los crímenes tenían un fundamento pasional.
-Es una buena noticia que los cubanos matan y mueren por amor –dije a modo de conclusión. Guillermo Cabrera Infante, que entretanto parecía ahuyentar el tedio hojeando un libro donde menudeaban las historias de amor, levantó la vista para subrayar que no estaba ajeno a una conversación que podía servir de pivote para elaborar toda una teoría del hampa habanera.
-Morir nunca es una buena noticia. No me interesa como tema ni como anatema –sentenció, pero antes de regresar al libro que descansaba en sus piernas se creyó en la necesidad de introducir otra opinión que yo acogí como el más sombrío de todos los presagios:
-Pero lo peor de todo es estar muerto en vida.
Posiblemente lo dijo pensando que en Cuba no era una señal de nada obtener un galardón literario, tal como opinaban Lino Novás Calvo y Rafael Suárez Solís. Pero la huella de un premio continúa persiguiéndolo a uno como un perro agradecido, más allá del tiempo y la distancia, en la misma forma que puede perseguirnos el infortunio, un enemigo o la buena suerte. Años más tarde, en Estados Unidos, Guillermo Cabrera Infante, quien ya era famoso y estaba a punto de recibir el Premio Cervantes, tratando de favorecer una de mis tantas gestiones de trabajo, escribió de su puño y letra en un papel que todavía conservo: He won a prestigious prize in Havana I failed to win. Fue una sorpresa. Guillermo nunca me había hablado de su participación en el concurso “Hernández Catá”, justo el año en que yo lo gané. Sin duda fue un gesto generoso de su parte –una prueba más de su grandeza- que Guillermo lo confesara en momentos en que sus libros alcanzaban mayor reconocimiento que los míos.
Hasta los días finales de mi adolescencia había vivido a la sombra de dos mujeres, mi madre y mi tía, a las que se les ocurrió aquella tarde memorable la idea desatinada de introducirme en un ropaje equívoco, y desde luego al amparo tutelar de mi abuelo Serafín, quien asumió como pudo las funciones de padre en sustitución de mi padre verdadero, un español oriundo de Galicia que residió en Cuba sólo el tiempo que necesitó para engendrarme. De modo que no alcancé a conocerlo más que en las fotografías que mi madre conservaba en un álbum con orladuras de presumible oro, y más tarde gracias a las cartas que él me enviaba mes tras mes desde San José de Costa Rica, la ciudad donde murió. Así empezaron mis primeros contactos con las vastas zonas del más allá, acompañando a mi madre en sus persistentes visitas a quirománticos, santeros, augures y echadoras de barajas, con la idea obsesiva de averiguar mediante todas las posibles artes de adivinación si aquel nebuloso habitante de la lejanía en algún momento iba a adoptar la decisión de regresar.
Nunca he ocultado el orgullo que desde siempre me infundía haber nacido en Santa Clara, una ciudad favorecida por acontecimientos que trastocaban el rumbo de la historia, situada en el mismo centro de la Isla, que entonces no debía albergar a más de cien mil almas, con sus casas de tejas rojas, sus tres iglesias, la del Carmen, la del Buen Viaje y la de la Pastora, una estación del ferrocarril, el billar de Fallanca, una oficina de correos y telégrafos, un parque central rodeado de pérgolas donde piaban sin descanso los pájaros del atardecer, y la inevitable zona de tolerancia, agazapada en los arrabales, a la que acudían los más jóvenes, ocultándole a la familia el rumbo de sus pasos, con el fuego del amor en la bragueta y dos pesos en el bolsillo, en billetes, cuando no en monedas sueltas, era lo que valía una rubia o una trigueña en aquel lugar tan cercano al paraíso donde muchas puticas con suerte muy pronto eran conducidas a una nueva vida por algún próspero comerciante.
Mientras se escuchaban ladridos de perros y rumores del viento en los aleros, desde mi más temprana edad permanecía innumerables veces hasta altas horas de la noche consultando historiografías y legajos amarillentos que el abuelo Serafín había puesto en mis manos a fin de que pudiera confirmar mediante la opinión de gente ilustrada y sapiente, decía, y no por su única voz, que la ciudad de Santa Clara había sido fundada por dieciocho familias de San Juan de los Remedios que venían huyéndole a una flamígera legión de demonios, encabezada por el mismo Lucifer. Gracias a mis copiosas lecturas, arribé muy pronto a la conclusión de que aquella versión aceptada por muchos como leyenda, tenía un sólido fundamento histórico. El poblado de Remedios, enclavado en un lugar próximo a la costa norte de la Isla, era víctima de las constantes incursiones de piratas y corsarios que no sólo se apropiaban de las riquezas del vecindario sino que aprovechaban la oportunidad para pasar a cuchillo a cuantos lugareños encontraban a su paso. Ese fue el motivo por el cual se habló por primera vez de trasladar la villa más al interior. Pero agobiada por la posibilidad de tener que aventurarse durante días y noches por caminos inciertos, de enfrentar a su paso riscos, hondonadas, marabuzales y farallones infranqueables estriados por pezuñas de chivos, de verse obligados a deshacerse de lo adquirido a costa de incontables sacrificios, la mayoría optó por oponerse al cumplimiento de lo que consideraban un descabellado propósito. Fue entonces cuando, por razones no muy bien dilucidadas, el párroco del pueblo, el padre González de la Cruz, sacó a relucir la fantástica versión de que en una cueva de Remedios se encontraba la boca del infierno. Según sus palabras, Lucifer en persona sería el encargado de destruir el pueblo. Todo hace suponer que sus demoníacas advertencias no cayeron en el vacío, puesto que al fin, en julio de l689, se dispuso por real cédula el traslado de la villa a un lugar situado “unas siete leguas hacia el mediodía”, es decir al hato Ciego de Santa Clara o Antón Díaz.
Siempre he creído que aquella intempestiva mudanza instigada por miedo al diablo no era tan extravagante como cabía suponer. Desde los tiempos más lejanos los Padres de la Iglesia escribieron extensos tratados para confirmar la existencia del diablo, de Satanam, del ángel caído ante el que habían sucumbido de rodillas a lo largo de siglos cardenales y arzobispos, los mejores exorcistas de la Santa Sede, y de quien dijo Giovanni Papini, una verdadera autoridad en demonología, que era imposible escapar a las artes de seducción que el Maligno tendía. Fue en el siglo XVII – justo en el que ocurrió la fundación de Santa Clara- cuando alcanzó su mayor consagración aquel ángel que por desobediencia resultó alejado del trono de Dios. A la sombra del siglo durante el cual la imagen del diablo estaba tan bien cimentada, un prominente sacerdote dominico, Fray Bartolomé de las Casas, no dudó consignar en su Apologética que las personas podían “ser llevadas de un lugar a otro por los demonios”. También el padre González de la Cruz, sin duda para llevar a feliz término su propósito de trasladar la villa, se apresuró a mencionar el caso de un obispo de Jaén, que “en cuestión de horas” había sido trasladado de Andalucía a Roma montado en un caballo del diablo.
Ahora, a tantos años de distancia,, cuesta creer que esas primeras familias fueran conducidas a su nuevo destino a horcajadas en los fogosos caballos de Lucifer. Sin embargo, cualquier alegato incrédulo puede desmoronarse con facilidad porque aún persisten los recuerdos históricos, irrebatibles, de la fatigosa caminata que aquella legión de alucinados emprendieron con bártulos llevados sobre los hombros o sostenidos por correajes a lo largo de la espalda hasta alcanzar la rabadilla, paso a paso durante jornadas de ocho y diez horas sin una sola pausa, en la que muchos adquirieron uñeros y juanetes, o sufrieron fiebres ensopados por lluvias persistentes, y que al fin concluyeron al amparo de un frondoso árbol donde el padre González de la Cruz ofició la primera misa, y alrededor del cual empezaron muy pronto los albañiles y los carpinteros a levantar las casas de los nuevos moradores.
En ese mismo lugar se erigió años más tarde un monumento con dieciocho columnas, cada una de las cuales tiene inscripto el apellido de las familias fundadoras de la ciudad. Los apellidos de mi abuela materna, doña Milagros Velasco y López-Silvero, aparecían en una de esas dieciocho columnas. De modo que mi abuela perteneció no sólo a una de las familias fundadoras sino a una de las más acaudaladas de la ciudad. Aunque nunca consiguí averiguar de qué medios se valieron para acumular tanta riqueza, en cambio supe muy pronto cómo empezaron a perderla. La culpa de los descalabros económicos de la familia siempre fue anotada a la cuenta del abuelo Serafín. Sus hijos varones, que estaban muy resentidos con él por razones obvias y a veces inexplicables, no se ocultaban para comentar que apenas contrajo matrimonio con doña Milagros y entró en posesión de los bienes que ella había heredado, Serafín empezó a realizar las más insensatas transacciones comerciales, que los fueron reduciendo a la pobreza poco a poco, a marcha lenta pero irreversible. Uno de sus más sonados desaciertos se produjo cuando evaluó las riquezas que podía agregar al patrimonio familiar mediante la crianza de ganado vacuno. Como para él la palabra de una persona tenía la misma validez que un documento suscrito ante notario, compró sin necesidad de ir a verla, una finca surcada por un río caudaloso, donde pastaban las reses -sí señor, don Serafín- con la hierba a la altura del pecho, y las vacas cuando eran ordeñadas daban un número de litros de leche -usted se va a asombrar, don Serafín- superior al de todas las fincas aledañas. Cuando al fin el abuelo Serafín decidió tomar posesión de la finca comprobó con estupor que el río ciertamente existía pero era sólo un hilo de agua casi exhausto entre los rastrojos de lo que acaso ayer fue un pasto apetitoso, y las pocas reses que aún lograban sobrevivir, alimentándose de nada en medio de la mayor desolación, tenían los costillajes a flor de piel. A los negocios llevados a cabo con tan poca fortuna, Serafín añadió algunas aventuras de alucinado. Viajó a México a fin de comprar una mina de plata que le permitiría resarcirse de tantas pérdidas, pero regresó cuatro meses más tarde, cabizbajo, con los bolsillos vacíos y la promesa solemne de que la próxima vez la buena suerte lo iba a acompañar.
La imagen que conservo del abuelo Serafín es la de un anciano delgado y pálido, que se pasaba las horas del día sentado al borde de la cama con un libro entre las manos. Para mi noción tenía todas las características de un genio o de un santo. O de las dos cosas a la vez. Poseía tan buena memoria que era capaz de repetir sin que le faltara una palabra páginas enteras de la Biblia, y tan fértil era su imaginación que toda la etapa de transición entre la niñez y la adolescencia me las inundó con relatos de aventuras tan extraordinarias y fascinantes que yo las ponía a la par de las referidas por Marco Polo. Una tarde que interrumpió su lectura para pedirme que me sentara a su lado porque tenía otras historias que contarme, confesó que durante los frecuentes recorridos que efectuó desde una punta a la otra de la Isla, pueblo por pueblo, se había topado en dos ocasiones con el diablo. No estábamos en el siglo XVII sino en el XX, pero el tema del diablo estaba instalado sin descanso en la mente de mi abuelo Serafín. Explicó que al diablo le era fácil adoptar distintas formas, humanas o no, pero a él nunca pudo engañarlo con sus tretas de malandrín. En la primera ocasión que lo vio, el diablo era un hombre alto, musculoso, con la cara roja como bañada en sangre, y en la segunda oportunidad adquirió la figura de un perro gigantesco, negro y lanudo, con largas orejas que arrastraba por el piso. Pero las dos veces Serafín lo venció, lo obligó a retirarse.
-¿Cómo, abuelo?
-Lanzándole un objeto a la cara.
Eso fue también lo que hizo Martín Lutero: arrojarle un tintero al diablo. Pero el abuelo Serafín decía que no era indispensable recurrir a un tintero para derrotarlo. Cualquier cosa sirve, una piedra, un lápiz, un paraguas, un almirez, cualquier objeto, porque lo primordial es que el diablo se sienta rechazado. Fue entonces cuando formuló el único consejo que me prodigó a lo largo de su vida: “Cuídate de no caer víctima de una de las tantas zancadillas del diablo”.
Para mi abuelo Serafín, como para la mayoría de la gente, el diablo era el eterno Tentador, el Enemigo, el Antagonista. Empezó siendo el antagonista de Dios y encabezó la primera rebelión de que se tenga noticias, pero aunque fue expulsado del Paraíso, esa condena no lo llevó al arrepentimiento. Todo lo contrario. Es el diablo, decía el abuelo Serafín, quien le crea falsas ilusiones a hombres y mujeres para que pretendan por medio de la violencia, la revolución o la guerra, establecer un hipotético Reino de Felicidad en la Tierra, en oposición al único reino posible, el Reino prometido por Dios. En consecuencia, me aconsejó que cuando fuera mayor no le prestara oídos a los discursos de políticos y reformadores sociales, que no esperara nada de ningún gobernante, porque los hombres codiciaban el poder sólo para complacer al diablo que llevaban dentro. Y mientras se sacaba las gafas de leer para mirarme sin estorbo a los ojos, me transmitió una idea escalofriante que perturbó muchas de los noches insomnes de mi adolescencia y que el paso de los años parecía confirmar con pasmosa precisión: el final de los tiempos no iba a ser provocado por la furia de la naturaleza con sus muchos volcanes en erupción, maremotos y otros desajustes telúricos, sino que sería protagonizado, ya lo vas a ver, por los propios seres humanos cuando, desde el aire, utilizando sus armas poderosas, sean capaces de arrojar el fuego de Satanás sobre poblaciones indefensas, ocasionando la muerte de ancianos, mujeres y niños.
La parte más luminosa de la personalidad del abuelo Serafín se hacía evidente en su enorme capacidad para allegarse las simpatías de los demás. Nadie como él poseía entonces la facultad innata de arrancarle una sonrisa al adversario más enconado. Muchos de sus íntimos le aconsejaron que aprovechara ese don de natura, como decían, para iniciar sus pasos de triunfador en las luchas políticas. Al principio Serafín sucumbió a las maniobras de tentación que le suministraban sus amigos, que sin duda estaban urdidas por el diablo, y acarició la idea de aceptar su nominación como candidato a ocupar un escaño en el Senado de la República. Aunque nunca lo confirmó, dicen que jinete en brioso alazán recorrió todos los poblados de la provincia donde él había conocido a un número interminable de personas durante visitas anteriores, gentes de todos los oficios y quehaceres a los cuales, ahora, gracias a su prodigiosa memoria, lograba identificar por sus nombres, sin temor a equivocarse, aunque llevara años sin haberlas vuelto a ver. Pero después de haber recibido las más entusiastas muestras de adhesión por parte del electorado, una tarde imprevista, en lo más hondo de la campaña, Serafín dio por cancelado sus proyectos. No, él no iba a sancionar con sus actos lo contrario de las ideas que siempre había difundido: los políticos eran unos impostores y por tanto el país marcharía mejor el día en que todos decidieran prescindir de ellos.
Sin embargo, hubo un político con el que mi abuelo Serafín mantuvo siempre una amistad casi visceral, espulgada de dudas y retrocesos. Se llamaba Gerardo Machado, un hombre de extracción humilde, hijo de cosecheros de tabaco, nacido en un caserío rural nombrado Manajanabo, a donde Serafín durante los días de su adolescencia fue llevado con frecuencia por sus padres para visitar a varios miembros de la parentela que allí residían. Durante una de esas visitas a Manajanabo, conoció a Gerardo. No necesitaron intercambiar muchas palabras para que aquellas dos almas afines, tal como las acreditaba Serafín, estrecharan indestructibles vínculos de amistad. Eran los años de la última guerra por la independencia de Cuba. Gerardo decidió enrolarse en las filas del ejército libertador mientras que Serafín, a quien por lo visto le ocasionaba desazón y repugnancia el olor de la pólvora, y era opuesto a todo derramamiento de sangre, y que además no tenía madera de soldado ni de héroe ni de conspirador, continuó la vida de siempre, convencido de que su primera y única obligación era cuidar de sus hermanas menores. Cuando la guerra terminó –y todo eran vítores, un tremolar de banderas y un lento pasar, por terraplenes y caminos vecinales, de cureñas arrastradas por algún que otro carro de mulas- la mejor noticia que Serafín pudo recibir fue que Gerardo Machado estaba vivo. Había concluido su compromiso con la historia sin un rasguño en la piel pero con las insignias de general entre las varias condecoraciones que constelaban su uniforme militar, recibidas por el heroísmo demostrado durante los combates.
Con el tiempo pude enterarme que aquel amigo de la infancia del abuelo Serafín llegó a erigirse en el dictador al que le proporcioné vivas estentóreos, a mis cinco años trepado en un banco del Parque Vidal, sin saber lo que estaba haciendo, sólo para complacer al tío Lucas. También alcancé a saber muchas cosas que eran motivo de orgullo para la familia, entre otras que aquel déspota inalterable había sido visita constante de nuestra casa. En muchas ocasiones, apenas rompía la madrugada, entre las últimas sombras de la noche y los primeros destellos del amanecer, el ya presidente de la república Gerardo Machado, en lugar de usar la aldaba como todos los visitantes, daba repetidos golpes de nudillos en la puerta principal, tres rápidos seguidos de dos muy bien espaciados, una especie de clave Morse, fantaseaba el abuelo Serafín, que únicamente él alcanzaba a discernir entre todos los ruidos posibles del nuevo día: voces de pregoneros sonámbulos o caída de una penca de palmera, desgarrada por el viento. Aquel tempranero resonar de nudillos era el recurso empleado por Gerardo para invitarlo a un desayuno de café con leche en un cafetín de mesas de mármol y toldos azules, a dos pasos del parque central. Pero el mayor de los orgullos apacentados en el álbum de la familia consistía en recordar que, cuando ya Machado era una importante pieza de ajedrez en la política nacional, había bailado –y a veces yo lo murmuraba con beneplácito, a escondidas- con Gloria, mi madre, la tarde en que ella celebraba su fiesta de los quince.
El abuelo Serafín nunca dejó de mencionar con subrayados de admiración el nombre de Gerardo en cada ocasión en que hacía el escrutinio de sus tiempos mejores y tampoco permitió nunca que en su presencia alguien se refiriera a él enlodándolo con los agrios epítetos que en aquella época aparecían con excesiva frecuencia en la prensa nacional. Su indignación se tornaba mayor cuando volvía a salir a la luz el calificativo de “asno con garras”, que un líder estudiantil y gran poeta, Rubén Martínez Villena, le había lanzado al rostro cuando Gerardo Machado, todavía en el ejercicio de su poder omnímodo, hubiera podido sepultarlo en la cárcel por el resto de sus días. Aquel resto, claro está, no significaba un número extendido de años, porque a poco del sonado incidente el general Machado tuvo que abandonar el poder, sin arreglar las maletas ni pensarlo dos veces, perseguido por estallidos de cólera popular. El único comprometido con el despropósito histórico de conservar un recuerdo grato del general, exaltando sus pocas virtudes verdaderas y adornándolo con otras inciertas o inexistentes, fue el abuelo Serafín.
Una de aquellas tardes en que se sacó las gafas para mirarme con profundidad a los ojos, como hacía cuando necesitaba exorcizar las penas que más le ardían, me dijo que las opiniones unánimes tienen muchas veces el punto de partida de un malentendido cuando no de una falacia echada a voleo con perversidad por gente de la peor calaña.
-No entiendo lo que dice, abuelo.
-Por supuesto que lo vas a entender –me dijo alzando ligeramente la voz, algo que no era su norma. La anécdota que entonces refirió todavía años después palpitaba como un animal vivo debajo de mi piel. El presidente Gerardo Machado tocó de madrugada a la puerta de don Serafín, tres golpes rápidos y dos espaciados, la contraseña de siempre. Serafín acudió a abrirle, y de momento lo apreció más corpulento que otras veces, todavía con toda la negrura de la noche a sus espaldas pero nimbado por la sobrecogedora luz irreal, pensó, que acompaña a la aparición de los fantasmas. Viendo que el otro daba muestras de impaciencia, logró contener su repentina turbación y estrechó la mano del general, guardando una prudente distancia para demostrar el respeto debido a la dignidad de su cargo. Machado, más efusivo, se empeñó en retener la mano y mediante una rápida maniobra inesperada lo atrajo hacia su cuerpo, lo envolvió en un abrazo y le aplicó sonoras palmadas en la espalda.
-Vamos, no sea tan remolón, el desayuno nos espera –dijo con el tono áspero de voz que siempre le sirvió para impartirle órdenes a la tropa. La presencia de quien ostentaba el más alto poder de la Republica despertó la curiosidad de los primeros madrugadores que los vieron entrar al cafetín y ocupar dos sillas alrededor de una de las mesas de mármol. Machado se sentó de espaldas a la pared, menos por precaución que por el deseo de observar a quienes iban llegando, lo que acaso le permitiría identificar a alguno de sus muchos amigos de la adolescencia, cuyos rostros ya empezaban a desdibujarse entre tantas imágenes desperdigadas en su memoria. Mientras el dependiente se acercaba con las humeantes tazas de café con leche en una bandeja, Machado preguntó:
-¿Qué me dices de Evaristo Alemán? Hace más de un año que no sé nada de él.
Serafín permaneció en silencio, pero ante la insistencia del otro se sintió obligado a preguntar:
-¿Puedo decirle la verdad?
-Pues claro. ¿Qué pasó?
-Todo el mundo comenta que usted lo mandó matar.
-¿Yo? ¿Estás seguro de lo que dices? Alemán siempre ha sido uno de mis mejores amigos.
Al abuelo Serafín le temblaban las manos. Estaba en un estado tal de excitación que las mandíbulas se le atrancaron y sintió una punzada en el pecho. No pudo aflojar uno solo de sus músculos faciales cuando el presidente Machado se puso de pie, derribó la silla de un manotazo y salió a la calle sin pronunciar palabra de despedida. Esa misma tarde regresó a La Habana con el propósito de averiguar entre sus incondicionales de Palacio quién había dado la orden y por qué de asesinar a Evaristo Alemán.
Los primeros escritores que conocí
Aunque hasta entonces nunca me había atrevido a aceptar el reto de la cuartilla en blanco, una tarde de lluvias menudas me di cuenta que acababa de ceder a la urgencia de una vocación de escritor muy bien sofocada, que sin previo aviso y sin darme tiempo a reconsiderar la actitud, al fin conseguía imponerse. Lo supe porque cuando escampó y salió el sol ya había concluido mi primer cuento. Después de leerlo y releerlo, decidí vencer las exigencias de la timidez (entonces tenía quince o dieciséis años, no más) y someterlo a la consideración de Emilio Ballagas, quien vivía en La Habana pero viajaba cada semana a Santa Clara, donde se desempeñaba como profesor en la Escuela Normal para Maestros. Diestro como pocos en desentrañar los mensajes secretos de la poesía, en aquellos momentos Ballagas se dejaba conquistar por una lucha librada con muy buena fortuna contra sus demonios interiores, puesto que sus ojos, de un color indefinido, tenían el brillo acogedor de las personas que han conseguido el dominio de todos sus ímpetus, y sus gestos pausados eran los de un monje extraído de una abadía medieval. Ballagas prometió leerlo con detenimiento y al día siguiente me devolvió el original con tres palabras destinadas a fortalecerme la autoestima: “Excelente. Siga escribiendo”. El cuento, que era un verdadero bodrio, tuvo su merecido destino en el cesto de la basura. Fue lo mejor que hice para no tener que arrepentirme más tarde de haberlo publicado. Pero la indulgencia de Ballagas me ayudó a seguir adelante, garabateando páginas y páginas como un desesperado. No experimenté ningún pasmo cuando me percaté de que mis amigos de la misma generación, más cautelosos y sensatos, tomaban las debidas providencias para hacerse de un título de abogado o de médico, dos profesiones que, a su juicio, sin tanto esfuerzo –al menos sin tanto asedio de la crítica- allegaban fortuna y respetabilidad. Sin embargo, con la idea cierta de que hasta entonces mi única peripecia personal importante había sido redactar aquel primer cuento, a partir de ese instante sólo atinaba a trabar contacto con escritores acaso tan tiernos como yo, pero sin duda más despabilados, que ya auguraban meter mucho ruido en el panorama literario del país. El primero entre todos fue Guillermo Cabrera Infante, quien también vivía en La Habana pero por razones que nunca pude explicarme bien, sentía una extraña fascinación por Santa Clara. Por tanto no resultó ninguna sorpresa que Guillermo, un día en que coincidimos en La Habana, antes de aparecer Miriam, la eterna Miriam Gómez, que lo acompañó hasta el final de su vida, me solicitara el favor –estaba a pocos días de contraer matrimonio con Marta Calvo, su primera mujer- de hacerle una reservación en algún hotel de la ciudad. De modo que procuré para los desposados, en la fecha convenida para su luna de miel, una habitación en el tercer piso del Gran Hotel, con ventanal a la calle, desde el cual podían asomarse en horas de la mañana al espectáculo municipal de los coches con sus toldos de hule, tirados por caballos bellamente enjaezados, y entre las sombras de la noche, cogidos de las manos como todos los enamorados de las tarjetas postales, les permitiría escudriñar un horizonte que no iba mucho más allá del parpadeo amarillento de las farolas del Parque Vidal.Todo se confabuló para que yo no le perdiera pisada al destino de la letra impresa, que me tentaba agazapado en los pocos suplementos literarios y en las páginas de aquellas revistas donde alimentaban su fama Lino Novás Calvo, Carpentier, Guillén o Lezama Lima. A poco de estar navegando a merced de una pasión tan cercana al desvarío, decidí enviar un cuento al certamen más importante del país, instituido para honrar la memoria de Alfonso Hernández Catá, otro de nuestros notables escritores, quien no tuvo más oficio que el de sembrar en surco ajeno los tiernos maleficios de la literatura, orientando con sus constantes consejos en el dominio de la técnica a los jóvenes creadores. El concurso lo auspiciaba la revista Bohemia, que ya figuraba entre las demayor circulación en el continente, y el jurado, que contaba con el entusiasmo del magistrado Antonio Barreras, lo integraban, entre otras personalidades, Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello, tres escritores a los que nadie ponía en entredicho su jerarquía intelectual. Así que fue una buena razón para que me invadiera una explosión de alegría cuando recibí la noticia de que el cuento premiado ese año era el mío. Pero la llamarada de júbilo fue aplacada muy pronto por los comentarios de muchos de mis allegados. Uno de mis tíos, cuando se enteró por la prensa que su sobrino había sido galardonado como escritor, me dijo que no podía creer lo que había leído, en nuestra familia, insistió, nunca hubo hasta ese momento una amenaza genética de locura, si no lo sabes estoy en disposición de decírtelo, escribir es un entretenimiento de idiotas, óyelo bien, de gente sin oficio ni beneficio, ¿qué es lo que pretendes?, me preguntó mirándome fijo a los ojos, que la gente te tome por un bicho raro, es lo único que vas a conseguir.
Por lo visto al innombrable tío no le faltaba razón porque esa misma semana, en la edición dominical del periódico Diario de la Marina, apareció un artículo del afamado columnista Rafael Suárez Solís, en cuyo texto merodeaba desde el título y cada dos o tres párrafos la frase “cuentista sin comillas”. Aquél rótulo enigmático se deshizo de todo misterio apenas me dispuse a leer. Para el articulista, los “cuentistas”, es decir los cuentistas entre comillas, no eran los que escribían relatos literarios sino aquellos personajes avispados que les vendían ilusiones a las muchedumbres, y gracias a las promesas electorales que incumplirían estaban destinados a figurar en las altas cumbres del Congreso de la República. En cambio, los cuentistas sin comillas estaban convocados al peor destino. Para cerciorarme, debía mirarme en el espejo de Luis Felipe Rodríguez, el eximio cuentista que murió hacía poco entre hipidos de tristeza, en la mayor miseria. Y al final del artículo, la advertencia estremecedora: en nuestro país, como en cualquier otro lugar del mundo, nadie cree en el talento de un hombre con los fondillos rotos.
Como en los momentos en que apareció el artículo, yo no me encontraba en Santa Clara sino en La Habana, a donde viajaba semanalmente, todavía rumiando con la conciencia intranquila las ideas del columnista, encaminé mis pasos hacia el edificio de la revista Bohemia, a fin de cobrar la colaboración de ese mes. El pagador, que de costumbre me entregaba el cheque correspondiente sin dirigirme la mirada ni pronunciar palabra, esta vez me sorprendió con el milagro de una voz de tenor:
-El jefe de información necesita verlo.
¿Necesita? ¿Había oído bien? El perentorio necesita verlo en vez del promisorio desea verlo se me aposentó en la boca del estómago con el filo de una oscura inmediata premonición. Por disciplina, sin sobreponerme al desánimo vertical que me recorría de la cabeza a los pies, esbocé la mitad de una sonrisa para favorecer de todos modos la diligencia del pagador, que ya me había apartado de su vista, atareado como estaba en atender a otros reporteros de la fila. Me pregunté: ¿Iban a prescindir de mí? ¿Había caído en desgracia por un motivo cualquiera, que ahora no alcanzaba a identificar? Durante el más de medio año que llevaba colaborando con asiduidad en la revista, casi sin faltar una semana, nunca había dado motivos para una sola queja, y tampoco –que recordara- había escrito un solo párrafo a contrapelo de la línea editorial trazada por la cúpula, desde donde tronaban las decisiones inapelables adoptadas por los dioses del olimpo: el director y el jefe de información. Es más, me publicaban los cuentos y los reportajes sin desgarrarme el texto con añadidos o supresiones ominosas, era la pura verdad, pero nunca nadie, desde las alturas, había descendido para entablar una conversación conmigo. Pensé que mejor era ser ignorado que verme sometido al escrutinio de un inquisidor.
El jefe de información que tantos temores infundía era Lino Novás Calvo, un hombre que había sido de todo a lo largo de su azarosa vida, desde boxeador y carbonero hasta taxista y portero de hotel, que había participado en la Guerra Civil española, y que en el momento exacto en que yo estaba a punto de tenerlo delante de mis ojos, ya era uno de los más importantes novelistas cubanos de todos los tiempos. Subí con pisadas de plomo la escalera que conducía al despacho donde, según la generalizada y a veces festiva opinión de los reporteros, se cocinaba el destino. Toqué a la puerta que tantas veces había visto, desde abajo, con la esperanza volátil de que alguien algún día me invitara a pasar. Pero no, por supuesto, para una probable reprimenda. Desde el fondo del silencio me respondió una voz opaca: “Puede entrar”. Entré. Novás Calvo estaba sentado en una silla de resorte detrás de un buró, con montones de papeles a cada lado, que había ido acumulando poco a poco, a lo largo de meses o de años, y que ahora aleteaban al ritmo de las aspas de un ventilador adosado a la pared.
-Las noticias que voy a darle no son alentadoras –dijo sin mayores preámbulos mientras me escrutaba desde detrás de sus espejuelos con armadura de carey-. Usted escribe bien, eso nadie lo pone en duda, pero Quevedo, el director de la revista, me comunicó hace poco que no es posible seguir publicando sus cuentos con tanta frecuencia. Sin embargo, aceptaríamos con agrado que nos suministrara reportajes con temas que usted considere de verdadero interés, sobre todo reportajes de crónica roja, por los que la mayoría de los lectores siente gran afición. Esas colaboraciones se las pagaríamos bien. Cien pesos si vienen acompañadas de fotografías. Y ahora un consejo. No se haga tantas ilusiones con la literatura. En Cuba no existen editoriales, y muy pocas personas tienen interés en los libros de ficción. En fin, ejercer el periodismo es lo más provechoso. ¿Me explico?
Por supuesto que entendía, pensé sin mucha convicción aunque sobraban los motivos para subrayar el mismo punto de vista. Novás Calvo había escrito textos memorables y para publicarlos tuvo que acudir a editoriales de otros países. En l933 había visto la luz en España su fascinante novela El negrero, con gran éxito de venta después de los elogios que Unamuno le prodigó, pero en Cuba, dijo, fue recibida con frialdad. Así que Lino no ocultaba su desencanto ni tenía empacho en trasladárselo a los demás. Antes de abandonar su despacho, sin necesidad de que yo deslizara una sola pregunta, Novás Calvo me explicó que él colocaba en el montón a su derecha aquellas colaboraciones que había aprobado y estaban listas para ser entregadas a la imprenta, y a su izquierda las que no merecían ser publicadas pero que él no destruía pensando que el autor podía solicitar su devolución en cualquier momento.
-Es un trabajo difícil el suyo –comenté.
-Difícil, y a veces aburrido –dijo y sonrió-. Depende del estado de ánimo con que uno enfrente la tarea. En alguno de mis días felices, que no son muchos, le di mi aprobación a algunos reportajes que nunca debieron haber llegado a las rotativas.
Ya en la calle, después de un ocioso empleo del tiempo, yendo de un lugar a otro sin rumbo fijo, atravesando calles y avenidas, consulté mi reloj pulsera: las tres y veinte minutos de la tarde. No había almorzado y, cosa extraña, tampoco sentía sed, aunque el sol me imponía una copiosa transpiración, y el aire, de tan caliente, parecía hervir a mi alrededor. Había transcurrido no menos de tres horas desde mi conversación con Novás Calvo cuando al ingresar -¿de nuevo?- a la Avenida Rancho Boyeros, el destino, pensé, acababa de tejer la trama necesaria para facilitar el encuentro, que más tarde calificaría de providencial, con Guillermo Cabrera Infante. Recordé a Jung: sincronicidad. En una ciudad de más de un millón de habitantes era prácticamente imposible que dos personas conocidas, que dos amigos coincidieran en una calle cualquiera sin haberse puesto previamente de acuerdo. Pensé también que hubiera podido pasarme años procurando inútilmente que todos los factores confluyeran en aquel aquí y ahora, cuando lo más fácil hubiera sido atribuirlo a los designios del azar, que sin duda respondía a leyes ciertas, inviolables, sólo que hasta el momento nadie había logrado codificarlas. Pero mientras hurgaba buscándole otras raíces esotéricas a la imprevista coincidencia, Guillermo me ofreció una cumplida explicación con dos palabras de uso diario: “Qué casualidad”, dando la impresión que se demoraba menos en decirlo que en dibujar (él, que en la vida real, cuando se lo proponía, podía ser tan divertido como en su literatura) el artificio de una sonrisa que de momento me recordó –nunca supe por qué- a Burt Lancaster en El pirata hidalgo, una película que siempre estaba de vuelta en mi imaginación. A Guillermo no lo abandonaba la afanosa sonrisa cuando empezó a decirme que en la revista Carteles, donde él escribía bajo el seudónimo de G. Caín la crítica de cine, había quedado vacante una plaza de redactor de la sección de crónica roja. “¿Aceptarías trabajar con nosotros?” Mientras me veía obligado a rumiar una respuesta, pasó una camioneta con la radio a todo volumen, calle abajo se iba apagando poco a poco la voz inconfundible de Benny Moré, y desde una casa de la acera de enfrente alguien sacaba sillones al portal. Era la segunda vez en el mismo día que me anunciaban la necesidad de convertirme en reportero de la crónica roja, pero en la primera ocasión Lino Novás Calvo sólo me había ofrecido la oportunidad de haber colaboraciones ocasionales. En cambio, ahora Cabrera Infante me prometía un trabajo fijo. Antes de responder que sí, reflexioné que me iba a resultar desagradable estar reseñando a todas horas actos de violencia, crímenes y robos, pero enseguida me liberó de cualquier negativa la inherente confianza de que aquella era la vía que la providencia utilizaba para allanarme la entrada en una de las más importantes revistas del país. Tratando de vencer cualquier rezago de prejuicios, recordé la frase de Papini, uno de los autores favoritos de mi abuelo Serafín: “el pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de los lectores”. La frase, aceptada con vehemencia, me alentó a conjeturar que mis reportajes en Carteles lograrían lo que los cuentos acaso nunca me iban a procurar: que mi nombre se hiciera familiar a una gran masa de lectores ávidos de sensacionalismo. Para no prolongar demasiado el silencio, respondí con un efusivo sí, por supuesto que sí, acompañado de un afirmativo movimiento de cabeza, no sin antes preguntarle a Guillermo si él sabía por qué le decían crónica roja en lugar de policiales, que debía ser lo correcto. Será por la sangre, sangre y policía son sinónimos, ¿lo dijo realmente Cabrera Infante en aquel momento, o más tarde?, me pregunto ahora, mientras reconstruyo esa escena en mi recuerdo, porque la memoria es yin, veleidosa, esquiva, voluble –puede plegarse en dos, en cuatro, como una hoja de papel en blanco- y traicionera. Durante algunas reflexiones posteriores, caí en la cuenta de que en aquellos momentos, tantos años atrás, la terca memoria había seguido su curso independiente porque sin buscarlo me asaltó el instantáneo recuerdo de que entonces Guillermo ya no vivía en Zulueta 408, en un cuarto sórdido al final de un largo pasillo, según me había contado, su primer refugio de pobre en La Habana hasta que la situación económica de la familia, o la de él, mejoró, porque ahora residía en un apartamento de la Avenida de las Misiones, en El Vedado, y poseía un pequeño auto descapotable, verde, que él, devoto de las transgresiones, a menudo aparcaba en plena calle, frente al edificio de Carteles, dificultándole el tránsito a los demás vehículos. Pero sin agobiarlo con la pregunta indiscreta y tal vez embarazosa de por qué andaba a pie, y sin que nos pusiéramos de acuerdo sobre el modo más seguro de burlar la agobiante reverberación del mediodía durante el recorrido, echamos a andar, yo con las manos de vagabundo en los bolsillos y Guillermo tratando de inmiscuirse con sus miradas en la intimidad de las mujeres que se cruzaban con nosotros en las aceras. Eran tantas, que de momento a Guillermo lo aturdió la idea peregrina de que estaba ocurriendo desde todos los ámbitos del cielo una lluvia de mujeres, o tal vez habían estado subidas a los techos de las casas, me dijo, y acababan de descolgarse, flotando en el aire como si levitaran, para reeditar algunos ritos de tentación tan antiguos pero tan eficaces como los del Edén. Después, los dos trepamos a un ómnibus y tras un imperativo gesto de Guillermo descendimos a media cuadra de su centro de trabajo, que muy pronto también iba a ser el mío, porque ningún pálpito de mala suerte nos rondaba y además Guillermo estaba persuadido de que el director de la revista, Antonio Ortega, le daría de inmediato el visto bueno al propósito. Ortega era un español que había buscado refugio en otras tierras huyendo de la dictadura de Franco, pero era además el autor de Chino olvidado, uno de los mejores cuentos que se han escrito en Cuba, de modo que, según la opinión de Guillermo, era lógico que tomara la decisión de abrirle las puertas de la redacción a otro cuentista.
Siempre que yo intentaba describirlo pensaba que la imagen real de Antonio Ortega no respondía a la que yo evocaba, porque el que aparecía en mi mente era un hombre más bien bajo y más bien delgado, con las manos cogidas a la altura del vientre, con mechones entrecanos custodiando una tonsura, párpados abultados y una sonrisa extendida al socaire del bigote, acentuado por alguna sustancia tintórea, y que era lo único que le ensombrecía el rostro. Sentado en un butacón frente a los dos, lo vi cruzar las piernas, descruzarlas, y apenas supo el motivo de nuestra visita, lo oí preguntarme por debajo de la sonrisa:
-¿Quiere empezar a trabajar ahora mismo?
Después de subrayar mi aceptación y agradecimiento con un ceremonial movimiento afirmativo de cabeza, recibí el encargo de salir cuanto antes en compañía de un fotógrafo rumbo al hospital Calixto García, donde debía entrevistar a un joven nombrado Rubén Puig, quien había sido acuchillado en el pecho y en el vientre por su propia mujer, que según todos los comentarios había actuado abrumada por la ferocidad de los celos. La noticia de que Rubén Puig la engañaba andaba de boca en boca desde mucho antes de que Regina, su mujer, alcanzara a enterarse y por supuesto desde mucho antes de que un arrebato de locura súbita la llevara a esgrimir un cuchillo de cocina, sólo para darle un susto y lograr que escarmentara, tal como me refirió cuando la visité en la comisaría para completar el reportaje. “Sólo pretendía asustarlo”, no se cansaba de balbucir con espesos lagrimones derramados hasta la barbilla. Sin embargo, otra muy distinta era la opinión recogida poco antes durante la visita que le hice a Rubén Puig en el hospital. Según me confirmó una enfermera que me repasaba con la vista como si pretendiera desnudarme –¿o sería el resultado de mi vanidad?-, Rubén había estado conectado a tubos y sondas que lograron casi milagrosamente regresarlo a la vida, y la herida que mostraba en el pecho era tan profunda y tan cercana al corazón que costaba creer que fuera accidental, tal como Regina afirmaba tratando de justificar los motivos ciertos de su conducta, que por el contrario sin duda respondía a la firme determinación de darle muerte antes de verlo en brazos de otra mujer. Al menos ésa era también la versión reiterada por Rubén, quien para mi mayor estupor (ya sabemos que el amor es ciego) decía estar dispuesto a aceptarla de nuevo en su casa tan pronto como se le pasara la rabieta, si es que no tenía que permanecer durante largo tiempo en prisión.
En uno de los pocos momentos sosegados de tertulia en la sala de redacción de Carteles, aproveché para revivir algunos de los ingredientes que me servían para sazonar la confección de los policiales: los rostros patibularios de asesinos a los que no les temblaba la voz cuando confesaban los móviles del crimen, o los cadáveres de espanto que me veía obligado a contemplar en la morgue, pero más allá de la vida pervertida por asaltos a mano armada, tumultuosas riñas callejeras, amenazas de muerte y hurtos de menor cuantía, me redimía de mayores decepciones patrióticas haber podido comprobar que en Cuba la mayor parte de los crímenes tenían un fundamento pasional.
-Es una buena noticia que los cubanos matan y mueren por amor –dije a modo de conclusión. Guillermo Cabrera Infante, que entretanto parecía ahuyentar el tedio hojeando un libro donde menudeaban las historias de amor, levantó la vista para subrayar que no estaba ajeno a una conversación que podía servir de pivote para elaborar toda una teoría del hampa habanera.
-Morir nunca es una buena noticia. No me interesa como tema ni como anatema –sentenció, pero antes de regresar al libro que descansaba en sus piernas se creyó en la necesidad de introducir otra opinión que yo acogí como el más sombrío de todos los presagios:
-Pero lo peor de todo es estar muerto en vida.
Posiblemente lo dijo pensando que en Cuba no era una señal de nada obtener un galardón literario, tal como opinaban Lino Novás Calvo y Rafael Suárez Solís. Pero la huella de un premio continúa persiguiéndolo a uno como un perro agradecido, más allá del tiempo y la distancia, en la misma forma que puede perseguirnos el infortunio, un enemigo o la buena suerte. Años más tarde, en Estados Unidos, Guillermo Cabrera Infante, quien ya era famoso y estaba a punto de recibir el Premio Cervantes, tratando de favorecer una de mis tantas gestiones de trabajo, escribió de su puño y letra en un papel que todavía conservo: He won a prestigious prize in Havana I failed to win. Fue una sorpresa. Guillermo nunca me había hablado de su participación en el concurso “Hernández Catá”, justo el año en que yo lo gané. Sin duda fue un gesto generoso de su parte –una prueba más de su grandeza- que Guillermo lo confesara en momentos en que sus libros alcanzaban mayor reconocimiento que los míos.
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