Cortesía de OtroLunes
Se dice que quien se sienta a meditar ya es un buda. Quien es capaz de sentarse en un cojín con las piernas cruzadas, la espalda erguida y la vista fija en la punta de la nariz, ya está iluminado. Donde pone su corazón encuentra su destino. Meditar es iniciar un fascinante viaje hasta el fondo de nuestra verdadera naturaleza biológica con el compromiso de no regresar a la superficie hasta saber quiénes somos, a dónde vamos y de dónde venimos.
Buda y Bodhidharma fueron los primeros que nos enseñaron a meditar. El propio Buda cuando comenzó a meditar no sabía meditar. A meditar se aprende meditando. Antes de ser Buda fue Sidharta Gautama, el hijo de un rey, un apuesto príncipe que renunció a vivir en un palacio, donde podía disfrutar de todas las ventajas y placeres que proporciona el poder, pero donde nunca le sería posible descifrar los enigmas de la existencia, algo que para él tenía mucho más valor que todas las riquezas materiales. Abandonó el palacio, a sus padres, a su mujer y a su hijo, y echó a andar sin saber realmente a dónde lo conducirían sus pasos. Al cabo de una larga caminata se detuvo en las márgenes de un río, se cortó el cabello y aceptó la noción de que su destino de monje mendicante le iba a permitir poseer hasta su muerte sólo ocho objetos: tres prendas de vestir, un cinturón, la olla del mendigo, una navaja de afeitar, una aguja y un tamiz para filtrar el agua.
Al principio de su búsqueda consideró que mortificando el cuerpo lograría la salvación espiritual. Durante días y a veces durante meses se privó de todo alimento. No pretendía morir sino domar el cuerpo, lograr que debajo de su piel, en ese fondo oscuro de sí mismo para él desconocido, se extinguieran todos los sentimientos y pensamientos que entraran en contradicción con sus ideales de pureza. Como tantos otros buscadores de la verdad en tantas épocas diferentes, creía que la Luz no habitaba en su cuerpo, que su cuerpo en todo caso era un obstáculo para contemplar la Luz. Desfallecido y hambriento, casi al borde de la muerte, se percató de que estaba equivocado. Si la naturaleza le había proporcionado brazos y piernas, vientre y cabeza, él no era quién para aborrecer las señales de su condición humana. Pensó con alegría que igual que en una semilla está oculto el árbol gigantesco, debajo de su piel, en sus huesos y tendones, estaba también oculta la posibilidad de crecer hasta otras dimensiones inexploradas, donde con toda seguridad encontraría la respuesta a tantas preguntas. Se bañó en el río, comió un poco de arroz y se sentó debajo de un árbol. Pretendió que el árbol le refiriera los pormenores de la maravillosa aventura de su espléndida realidad. Quiso que le explicara cómo era viable el prodigio de una diminuta semilla transformada en tan vasta armazón de ramas, hojas, frutos y flores. Se homologó al árbol y conjeturó que dentro de cada hombre había algo similar a una semilla que le iba a permitir algún día crecer hasta acercarse al cielo. De repente se dio cuenta que todo estaba dentro del hombre, dentro de su cuerpo: todas sus posibilidades y toda su grandeza. Dentro y no fuera, estaba la Luz. "Todos estamos iluminados desde que nacemos, sólo que lo ignoramos", pensó.
Bodhidharma no tuvo que conjeturar nada: ya lo sabía. Sabía, porque Buda lo había dicho antes, que la Luz estaba dentro y había que sacarla del lugar en que ese encontraba a golpes de voluntad. Se sentó con la vista fija en una pared. Necesitó estar sentado durante nueve años frente a la pared para darse cuenta que tampoco el esfuerzo era imprescindible. "No hay que buscar nada, sino dejar que llegue", pensó. Sólo es necesario abrirse, como se abre la semilla para dar paso al árbol. A la facultad de abrirse Bodhidharma le dio un nombre: Zen. Sólo tres letras. Como Tao. Tres letras diminutas y silenciosas para permitir que la Luz se abra paso, para facilitar el ascenso de la Luz. Si dices Zen ya estás iluminado. Donde pones tu voz pones tu realidad.
Sin embargo, Bodhidharma no se acogió al símil de la semilla y el árbol. Ideó otro símil: el del arco y la flecha. El arco puede tensarse con los ojos cerrados, y la flecha, dirigida hacia ningún lugar, da en el blanco. Al símil le buscó otro nombre: koan. Cuatro letras. Siempre pocas letras para mucho resultado.
-¿Qué es un koan? -preguntó el discípulo.
El maestro le dio un puntapié en el trasero.
Y el discípulo se iluminó.
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