R.M.:
Tengo noticias de que Usted está escribiendo un libro sobre física cuántica y
literatura. ¿Puede adelantarnos algunas formulaciones de ese proyecto?
J.L.F.: No es fácil sintetizar la idea, que reclama un ensayo o un libro.
Pero vamos a intentarlo. A principios del siglo XX el industrial belga Ernest
Solvay auspició en Bruselas una serie de encuentros internacionales de física.
Durante uno de esos eventos, efectuado en 1927, surgió al mundo la teoría de la
mecánica cuántica o de la física cuántica. Hasta entonces, tal como lo enunció
Newton, el universo era concebido como una inmensa máquina, en cuya creación no
habían intervenido las ideas, los sentimientos, las emociones y los deseos del
ser humano. La física cuántica vino a demostrar lo contrario: el universo –o
más bien los universos-- no pudieron ser creados sin que hubieran habitado
antes en nuestra imaginación.
En efecto, según
Hugh Everett cada vez que adoptamos una decisión o anunciamos un propósito, el
universo se divide en dos copias, y cada una de esas copias no sólo cree que es
la única sino que contiene una copia del experimentador. Pero como los estados
cuánticos son infinitos, el universo se divide en un infinito número de copias,
o para decirlo con mayor propiedad: en un infinito número de “universos
paralelos” donde habitan un número también infinito de personas, más o menos
idénticas a nosotros.
Este concepto de
la física cuántica explica muy bien, a mi entender, el proceso de creación de
una novela. Cuando el novelista se sienta a escribir, la idea original comienza
a dividirse y subdividirse en un número indeterminado de personajes, cada uno
de los cuales, aunque en contextos diferentes, en su trasfondo psicológico y en
su comportamiento es idéntico al autor porque son criaturas de su imaginación,
inseparables de los sentimientos, emociones y experiencias que él ha acumulado
a lo largo de su vida.
R.M.:
¿No cree que, por el contrario, nosotros mismos podríamos ser una copia de los
sentimientos y pensamientos de otras identidades?
J.L.F.: Para la física cuántica lo imposible ya es posible: hacernos invisibles, leer el pensamiento de otras personas, teletransportarnos, habitar un antiuniverso, y convertirnos en una entidad divina. De modo que también para la física moderna es perfectamente posible que nosotros seamos una réplica de alguien que nos haya pensado con intensidad. ¿Por qué no? En uno de mis libros más recientes y de muy pronta aparición, El cementerio de las botellas, uno de los personajes, el pintor Carlos Enríquez, de tanto admirar a Paul Gauguin, tuvo la noción cierta de que el genial pintor francés se había instalado en su cuerpo, y lo inducía a ser como él.
J.L.F.: Para la física cuántica lo imposible ya es posible: hacernos invisibles, leer el pensamiento de otras personas, teletransportarnos, habitar un antiuniverso, y convertirnos en una entidad divina. De modo que también para la física moderna es perfectamente posible que nosotros seamos una réplica de alguien que nos haya pensado con intensidad. ¿Por qué no? En uno de mis libros más recientes y de muy pronta aparición, El cementerio de las botellas, uno de los personajes, el pintor Carlos Enríquez, de tanto admirar a Paul Gauguin, tuvo la noción cierta de que el genial pintor francés se había instalado en su cuerpo, y lo inducía a ser como él.
R.M.:
¿Cree en la inspiración?
J.L.F.: Por supuesto. Considero que la mayor parte de los escritores han experimentado la sensación de que en determinados momentos, y en circunstancias difíciles de explicar, el trabajo literario comienza a facilitárseles. A ese estado especial, en el que se tiene la impresión de que alguien colabora con nosotros en la redacción de un texto, a falta de otra palabra se le ha dado el nombre de inspiración. Si acudimos al diccionario, vemos que la inspiración se define como iluminación divina. Otros dicen que la inspiración es trabajo acumulado. Para Proust, en todo libro hay un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración.
J.L.F.: Por supuesto. Considero que la mayor parte de los escritores han experimentado la sensación de que en determinados momentos, y en circunstancias difíciles de explicar, el trabajo literario comienza a facilitárseles. A ese estado especial, en el que se tiene la impresión de que alguien colabora con nosotros en la redacción de un texto, a falta de otra palabra se le ha dado el nombre de inspiración. Si acudimos al diccionario, vemos que la inspiración se define como iluminación divina. Otros dicen que la inspiración es trabajo acumulado. Para Proust, en todo libro hay un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración.
De modo que
todos tenemos una Musa, tal vez aguardando, en lo más profundo del
subconsciente, para acudir en nuestro auxilio en el momento en que más lo
necesitamos.
Para no perder
la conexión con la inspiración, con ese estado de gracia, con esa especie de
soplo divino, los creadores alimentan todo tipo de manías. Se sabe que Marcel
Proust nunca empezó a escribir sin antes tener a su alcance, en la mesa de
trabajo, el olor de una manzana. Para atraer la inspiración, William Faulkner
necesitaba escribir sobre un papel azul. Dostoievski redactó sus mejores obras caminando en su
habitación y dictándoselas a su mujer, que era taquígrafa. Hemingway a fin de
que la inspiración no lo abandonara, también experimentaba la necesidad de
escribir de pie. Gabriel García Márquez, durante una entrevista que sostuve con
él en La Habana, me confesó que durante mucho tiempo tenía que escribir a la
misma temperatura “porque aprendí a escribir en el trópico, en el Caribe
–enfatizó-- a treinta grados de temperatura, y me cuesta mucho trabajo escribir
a otra temperatura”. Para atraer la inspiración, García Márquez se ve obligado
a escribir en papel blanco, tamaño carta, con tinta negra, y las correcciones
también debe hacerlas con tinta negra.
Pero no sólo son
los trabajadores literarios quienes acuden a esos recursos o manías para
potenciar la creatividad. Los físicos
cuánticos también lo hacen. Werner Heisenberg, quien alcanzó el Premio Nobel de
Física en 1932, lograba un estado de ánimo favorable a su labor creadora
memorizando poemas de Goethe, mientras que Edwin Schödinger, cocreador de la
mecánica ondulatoria, llegó a confesar que accedía con más facilidad a la
inspiración durante sus aventuras amorosas con una bella mujer en un hotel del
Tirol austriaco.
R.M.
¿Nos va a confesar qué hace Usted para atraer ese soplo divino?
J.L.F.: He acudido a numerosas variantes, entre ellas sentir que volaba entre las nubes mientras alcanzaba a divisar allá abajo un río cuyas aguas se deslizaban entre arbusto frondosos. Pero también, en muchas ocasiones, cuando experimentaba la sensación angustiosa de que la inspiración no se me entregaba, acudía al auxilio de algún escritor de renombre, y sentado a mi mesa de trabajo, lo visualizaba dictándome algún texto hasta entonces esquivo. Por cierto, William Faulkner siempre ha sido muy propicio a satisfacer mis reclamos.
J.L.F.: He acudido a numerosas variantes, entre ellas sentir que volaba entre las nubes mientras alcanzaba a divisar allá abajo un río cuyas aguas se deslizaban entre arbusto frondosos. Pero también, en muchas ocasiones, cuando experimentaba la sensación angustiosa de que la inspiración no se me entregaba, acudía al auxilio de algún escritor de renombre, y sentado a mi mesa de trabajo, lo visualizaba dictándome algún texto hasta entonces esquivo. Por cierto, William Faulkner siempre ha sido muy propicio a satisfacer mis reclamos.
R.M.:
Usted ha cultivado indistintamente la novela y el cuento. ¿Qué distinción
establecería entre esos dos géneros?
J.L.F.: Quisiera ampararme en la autoridad de dos grandes cuentistas, que abordaron extensamente el tema: el uruguayo Horacio Quiroga y el cubano Alfonso Hernández Catá. A partir de 1929, año en que Horacio Quiroga publicó su novela Pasado amor, sin duda lo peor que salió de su pluma, se vio obligado, ante la crítica adversa, a defender sus ideales literarios. Fue entonces cuando subrayó que el cuento es síntesis y la novela es análisis, cuando también enfatizó que el cuento “sofocado”, el cuento corto, “es el cuento de verdad”, es decir, en su opinión, la forma artística insuperable que posee “la triple capacidad para sentir con intensidad, atraer la atención y comunicar con energía los sentimientos”. Acaso justificando su fracaso como novelista expresó: “Tan preciso es este límite de aptitudes que nadie ha podido salvarlo con gloria. Ni Tolstoi, ni Dostoievski, ni Zola, ni Conrad, ni novelista alguno de garra ha descollado en el cuento corto. Pero tampoco Bret Harte, ni Maupassant, ni Chéjov, ni Kipling han expresado más en la media tinta de sus novelas que en el aguafuerte de sus cuentos”.
J.L.F.: Quisiera ampararme en la autoridad de dos grandes cuentistas, que abordaron extensamente el tema: el uruguayo Horacio Quiroga y el cubano Alfonso Hernández Catá. A partir de 1929, año en que Horacio Quiroga publicó su novela Pasado amor, sin duda lo peor que salió de su pluma, se vio obligado, ante la crítica adversa, a defender sus ideales literarios. Fue entonces cuando subrayó que el cuento es síntesis y la novela es análisis, cuando también enfatizó que el cuento “sofocado”, el cuento corto, “es el cuento de verdad”, es decir, en su opinión, la forma artística insuperable que posee “la triple capacidad para sentir con intensidad, atraer la atención y comunicar con energía los sentimientos”. Acaso justificando su fracaso como novelista expresó: “Tan preciso es este límite de aptitudes que nadie ha podido salvarlo con gloria. Ni Tolstoi, ni Dostoievski, ni Zola, ni Conrad, ni novelista alguno de garra ha descollado en el cuento corto. Pero tampoco Bret Harte, ni Maupassant, ni Chéjov, ni Kipling han expresado más en la media tinta de sus novelas que en el aguafuerte de sus cuentos”.
Por su parte,
Alfonso Hernádez Catá que abordó con la misma buena fortuna la novela, el
cuento, el teatro, la poesía y el ensayo, no titubeó en señalar la prerrogativa
que siempre le concedió al género cuento. En cierta oportunidad destacó que a
veces es más fácil escribir una novela que un cuento. A la primera –declaró--
puede bastar el desarrollo de unas cuantas vidas y el examen del ámbito en que
se mueven. El cuento, en cambio, exige concentrada fantasía, poder creador
tremendo para cuajar en arte un estado de ánimo, un acaecimiento significativo,
una relación de hechos que estremezcan y que a la vez nos deje el espíritu
cargado de interrogaciones. Hernández Catá sabía que una novela puede ser una
novela en sí misma, entregar un universo cerrado, pero que un cuento no es
realmente bueno si no vuela más alto que sus alas, si no es capaz de sugerir un
mundo más allá de sus fronteras.
No fue por ello
gratuito que en el primer aniversario de su muerte, en la primera ocasión que
sus amigos visitaron la tumba del gran cuentista, se anunciara la convocatoria
del concurso nacional e internacional que llevaba su nombre. El premio
“Hernández Catá” fue así, durante toda una década, el más alto galardón al que
podía aspirar el narrador cubano, y bajo la advocación de Hernández Catá
alcanzaron mayor prestigio autores ya sabidos y se dieron a conocer nuevos
cuentistas, algunos de los cuales realizaron después una obra respetable.
R.M.:
¿Qué prefiere escribir José Lorenzo Fuentes, cuentos o novelas?
J.L.F.: No me es posible contestar esta pregunta, porque ahora mismo, la idea inicial de un cuento, empieza a transformarse en una novela.
J.L.F.: No me es posible contestar esta pregunta, porque ahora mismo, la idea inicial de un cuento, empieza a transformarse en una novela.
R.M.: ¿No ha habido otras transformaciones hacia o desde la poesía?
J.L.F.: Nunca me explicaré por qué escribí poemas sin ser poeta ni pretenderlo: las fronteras entre los géneros literarios son infranqueables. Lo sabía muy bien William Faulkner cuando dijo que primero él pensó en ser poeta, y como fracasó, decidió dedicarse a escribir cuentos, y como tampoco logró el resultado previsto, optó por convertirse en novelista. Pero yo, que solo he deseado un puesto al sol entre los narradores, escribí hace años un número indeterminado de sonetos, pensando que me auxiliarían, a fin de que en mis textos las palabras fluyeran sin tantos tropiezos como hasta entonces.
J.L.F.: Nunca me explicaré por qué escribí poemas sin ser poeta ni pretenderlo: las fronteras entre los géneros literarios son infranqueables. Lo sabía muy bien William Faulkner cuando dijo que primero él pensó en ser poeta, y como fracasó, decidió dedicarse a escribir cuentos, y como tampoco logró el resultado previsto, optó por convertirse en novelista. Pero yo, que solo he deseado un puesto al sol entre los narradores, escribí hace años un número indeterminado de sonetos, pensando que me auxiliarían, a fin de que en mis textos las palabras fluyeran sin tantos tropiezos como hasta entonces.
Como después de mis tres años en el presidio político
cubano, se habló de reinstalarme en la nómina de algún medio periodístico, y al
parecer necesitaba del aval de Nicolás Guillén, entonces presidente de la Unión
de Escritores, decidí mostrarle mi "sonetario". El primero de esos
sonetos se titulaba “Oficio de perro”. Guillén no pasó de leer el título.
-¿A quién se le ocurre -me dijo visiblemente irritado- decir que escribir sonetos es un oficio de perros? Qué disparate es ése.
Yo permanecí en silencio. Había cometido un grave error. Mi necesidad de trabajar (y obtener un salario) no iba a contar con su anuencia.
¡Quieres conocer, Rita, el curso de ese soneto, que por nada del mundo publicaré?
-¿A quién se le ocurre -me dijo visiblemente irritado- decir que escribir sonetos es un oficio de perros? Qué disparate es ése.
Yo permanecí en silencio. Había cometido un grave error. Mi necesidad de trabajar (y obtener un salario) no iba a contar con su anuencia.
¡Quieres conocer, Rita, el curso de ese soneto, que por nada del mundo publicaré?
OFICIO
DE PERRO
Para
escribir un soneto, y mucho antes,
antes de darle al título un ladrido
debe el perro escritor haber comido
mucha carne de tiernas consonantes.
En el primer cuarteto no lo espantes
que ladrar el segundo ha conseguido
y un terceto se siente perseguido
por sus patas iguales y constantes.
Es de perros hozar en la basura,
correr, saltar, gruñir, estarse quieto
y alargar con el rabo su figura.
Es de perros hozar en un soneto
y ladrar sin dormir mientras procura
la piltrafa del último terceto.
antes de darle al título un ladrido
debe el perro escritor haber comido
mucha carne de tiernas consonantes.
En el primer cuarteto no lo espantes
que ladrar el segundo ha conseguido
y un terceto se siente perseguido
por sus patas iguales y constantes.
Es de perros hozar en la basura,
correr, saltar, gruñir, estarse quieto
y alargar con el rabo su figura.
Es de perros hozar en un soneto
y ladrar sin dormir mientras procura
la piltrafa del último terceto.
R.M.: ¿Cuál es el momento de mayor satisfacción que usted ha experimentado en su vida?
J.L.F.: Son muchos esos momentos, no sólo de satisfacción, también de gran alegría que me ha
regalado la vida, entre ellos el momento en que, a poco de nacer, escuché los vagidos de mis dos
hijos. Pero como me pides uno, quiero revivir ahora ese momento. Como yo estuve preso en Cuba por razones políticas, durante años mis libros no estuvieron al alcance de los lectores cubanos, y
por tanto siempre pensé, con razón, que los escritores de las últimas generaciones no habían podido leer mis textos. Me equivoqué. Cierto día, una escritora de unos treinta años, cuyo nombre no voy a mencionar, estuvo de visita en Miami y expresó su deseo de conocerme. Alguien facilitó nuestro
encuentro, y apenas estuvimos frente a frente me dijo, visiblemente emocionada: "El mayor sueño durante mi adolescencia era conocer a José Lorenzo". Y por la forma en que lo dijo, yo sabía que
no estaba mintiendo.
2 comments:
Un placer leer a José Lorenzo Fuentes. Interesante entrevista. Saludos para ambos.
Gracias Rita por esta excelente entrevista.
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