De Sin perro y sin Penélope
Sucede que la casa ha quedado sola y como siempre, llegan los conejos, saltan, trepan por los muebles y todo queda sucio como el primer día en que nos mudamos. El problema, claro, es de ellos y mío, pues alguna relación existe entre mi llegada y la de ellos, y sin embargo, no deja de ser un asunto de orden menor, dado que a punto de olfatear la hora en que han de llegar los otros inquilinos comienzan una incesante limpieza. De sus rastros, son mis pequeñas culpas, el dispositivo del fregadero roto, un cuadro ladeado y las más de las veces, alguna media rodando aún por la sala. A veces ellos no vienen, pero los sustituyen los otros. Me doy cuenta pues escucho el disco que deseaba escuchar y ahí está, a todo tren, sonando. O me levanto (todavía lo hago) al sentir el olor del café. (Y no creo que sea ningún recurso literario a estas alturas. Simplemente, placer). Verifico y bebo un líquido caliente y oscuro que levanta el ánimo (Claro que ahora me ha dado por el descafeínado y aún espero que tenga el mismo efecto. Ilusa). En otras he olvidado comprar azúcar, pero se las ingenian, siempre se las ingenian para que del fondo del pote pueda raspar una cucharadita y media para añadir algo más dulce y como sería criminal echar más (perdería su verdadero sabor a café y se sustituiría por melado de caña) sólo me permiten lo necesario. Pero los conejos y los otros (esto hay que decirlo muy bajito, los duendes) actúan con cierta lógica. Pongamos un ejemplo. Es poco probable que deseando un densísimo guarapo lo halle frío y gelatinoso dentro de la nevera. Lo que sí pueden hacer, en cambio, es provocar en mí un universo de olores y sonidos donde las cañas, el trapiche y los machetes comienzan una danza única ante mis ojos bobalicones. Lo más fuera de su órbita, en cambio, no son mis ojos, ni ese momento en el que todos me suponen descansando o tecleando contra el suave ordenador portátil (¿puede usted creer que muchos creen que descansar y teclear es la misma cosa?) Pero como le decía, lo más fuera de la órbita no son los conejos y los otros, sino la figuración de un fantasma que ronda nocturnamente por las instalaciones del apartamento (estos lugares de deshechos donde se van quedando las huellas de los otros). En ocasiones escucho sus estornudos y desgarros de flemas lejos, localizados en el área del lavabo (porque para fantasmas hay que buscarlos bien educados). Pero sé que no está allí sino algo más acá como alguien que justo detrás de usted le escudriña y musita algo con pasos de mosquito, levísimos. Cuando intento levantar la vista ya ha desaparecido. Le afirmo que he tratado de seguir el movimiento de sus pasos y en ese justo momento tratar de verle, como en un juego infantil de cogidos (y que los argentinos alguna vez lean también la primera acepción del verbo). Mas nada. Más veloz y escurridizo que cualquier insecto se esfuma. Sólo dos veces he logrado alcanzarle. Como es un fantasma-mosquito-lector se siente atrapado por las historias de todo género y las conversaciones. Una noche lo planeé todo muy bien. Me fui a mi habitación. Cerré la puerta y comencé a hablar a voz en cuello para que pudiera escuchar sin ningún problema. Lo sabía. Lo intuía, a pesar de que había dejado su sombra en el otro extremo del apartamento. Al dar un portazo, lo encontré, en posición de maniquí caminando. Abrió los ojos y avanzó un paso más y otro más y ya, miméticamente, hasta desaparecer. En otra, permanecí largo rato en la cocina hablando con mi amiga, mientras escuchábamos una ducha que hacía buen rato duraba (ella lo ha escuchado como yo, y juro que no es una reminiscencia literaria). La treta funcionaría, estábamos seguras (no era de noche, ni rondaba un alma vagorosa y vengativa por el Palacio de Elsinor). Por más de quince minutos no salimos de la cocina ni para cambiar el disco que comenzaba su segunda vuelta. Fue entonces que caminé hacia a una mesita con fósforos en las manos para poner un incienso que lo espantara. Justo, entre la pared y el librero lo hallé en la misma posición de quien va a caminar pero está pegado al suelo. ¿Qué pasó? —le dije. Pero alzó el vuelo. Antes, pude contemplar los ojos
fuera de sí de quien ha sido sorprendido infraganti por segunda vez y jura que nunca más pasará. Ahora escribo porque sé que salió un rato a hacer unas compras mosquitales. Me acompañan los conejos y los otros duendes. Hoy he tomado un buen desayuno con ellos (uno de esos que llaman muy americano, ¿será que el gentilicio depende de lo que nos llevemos a la boca?), me han aliviado los dolores de cabeza y me han invitado a sentarme viendo sus maravillas. Pero sé que el regreso del fantasma los echará de inmediato. Este es mi verdadero conflicto: estas criaturas sensibles no soportan la mirada de ningún espía, ni soportan compartir la misma habitación con criaturas irreales.
Carolina del Norte, 2001
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