I
Madre mía que estás en una carta
y en un regaño antiguo que no encuentro,
quédate para siempre aquí en el centro
de la rosa total que no se aparta.
Madre mía que estás tan lejos, harta
de la nieve y la bruma, espera, que entro
a ponerte a vivir con el sol dentro,
madre mía que estás en una carta.
Puedes darle al misterio tu infinita
amistad con las sombras hechiceras;
puedes ser una piedra que se quita
o borrarme ahora mismo las ojeras;
pero, madre, recuerda nuestra cita:
¡no te atrevas a todo, no te mueras!
II
Trato de hallar aquella luz
que apenas
canta en el vientre necesario
donde nací a la vida,
pero pareces sólo un eco
que brota de la tierra cuando llueve.
Registro los anones, las vidrieras,
el delantal que no olvidó tu música,
y nada encuentro sino un miedo
a que te vuelvas de ceniza.
Pregunto por tus ojos
—amanecían más que el mismo cielo—;
invento tus arrugas
—pues sí que son estalactitas
de mucho que las quiso el tiempo.
Sólo es verdad que te perdiste y sigo
buscando por rincones
y que hasta en los cadáveres espío.
Yo te dije que no, pero era Cuba.
Me estabas invitando a tanta nieve sin saberlo.
¿Qué hubiera hecho sin el sol,
mamá juiciosa entre frituras cocinando siempre?
Si a mí esas uvas no me dicen hija
y en cambio quedo lela ante las palmas,
me da suerte la aurora
con su repunte de sinsontes...
Mamá,
vuelve con el terral, entra en el tiempo,
aprovecha el milagro de la tarde;
te cogerá la mano zurcidora
aquel olor a piña,
has de encontrar en tu zaguán la areca
que se secó de echarle lágrimas.
Mamá,
no pelearemos,
me pondré los vestidos de la infancia
que tú quieras,
barreré tu corazón todos los días.
Aún respeto
el lugar en donde reposabas los cubiertos,
el almanaque del sesenta y cinco
que en la pared hace una mueca de ternura.
No sé cómo decirte
que el comején ya terminó tu cama
y que el espejo, de no verte nunca,
se ha puesto ciego y no le asusta ni el relámpago.
Mamá,
los balancines
de aquella linda mecedora tuya
le han dicho sí a la muerte.
Pero yo te he cuidado esas agujas con que hacías
enredos de colores,
el perfume que alzaste en las cazuelas
y aquel dedal tan único,
aquel dedal de plata
donde cabían los sueños de tu esposo.
Ay, no te digo viuda
porque papá está aquí guardado entre los libros.
¡Qué broma tan radiante cuando salga!
Ahora sigo siendo libre,
y como siempre pobre, enferma, atolondrada.
Mamá,
te compraré otro piano.
Si cuando llegues falta el queso,
la almendra falta,
te haré algún caldo fabuloso
con el amor y con su cáscara.
Y nos iremos a encontrar sorpresas:
te enseñaré unos eucaliptos inmortales,
el pueblo que aromó su peripecia;
y tú,
devuelta al tomeguín,
te harás un solo nudo con mi tierra
como una madre que abrazó a otra madre.
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CARILDA OLIVER LABRA
(Matanzas, Cuba, 1924)
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