el bar estaba oscuro, ceniciento, golpeando con su
oscuridad los colores de las lámparas de Tiffany's que bombardeaban sus colores
rojo‑rubí, amarillo‑amarillo, verde‑esmeralda; una de las banquetas, alta, más
alta que mis piernas, me mantenía allí, sentada frente a la barra, frente a un
Grand Manier que se hacía color naranja y sabor naranja y pasión de alcohol y
distancia casi protectora en este año que podía haber sido el de 1920 y era más
bien el de 1985 cuando yo era mujer y me alimentaba de zanahorias y verduras
que brotaban sigilosamente del asfalto, de las ventanas de algún subway, de los
raíles del tren, de la proa de algún barco; salía yo, a una hora indefinida, a
rastrear la presencia de alguna hoja, un tallo de apio que detesto, algo que se
dijera alimento, y después comenzaba el proceso penoso, inyectarme todo aquello
por las uñas, volatilizarlo primero, invisibilizarlo, invisibilizar los
carbohidratos, la clorofila, alguna proteína perdida en el pequeño montón
vegetal, alimento, que se diga, vaporizado, amaestrado, verlo atravesar el
largo de las uñas hasta que se perdía de vista al llegar a las cutículas y
sentirlo pasar entonces y eventualmente, al flujo de alguna corriente de
sangre; todo esto ocurría siempre en el más absoluto secreto, en la cocina de Sunnyside,
en el piso alto hasta donde llegaba la hiedra que subía desde la planta baja
para tapar la fachada de ladrillos rematada con ventanas y por donde un día vi
volar las hostias que consumíamos aquella mujer etérea y yo; el templo lo formó
ella con música de Mozart y Beethoven, con incienso, con unas palomas blancas
transparentes, que a la hora de la meditación le cedían el movimiento a la
música de Kitaro y detenían ellas su vuelo, quedándose con las alas abiertas en
la pequeña sala donde se concentraba toda Llhasa, Potala, y las ropas blancas
que nos cubrían, aquellas camisas anchas y lisas y aquellos pantalones anchos y
amarrados en la cintura, que nos permitían formar casi perfectamente, la flor
de loto; en ese silencio silencioso profundo, la rueda, chakra, estrella,
giraba en su punto de luz en el mismo centro de nuestra frente y desde ese
punto giratorio salíamos a elevarnos para llegar al Maestro aunque sabíamos que
aún no nos era permitido el encuentro, sólo llegábamos hasta Mount Abu para contemplar
desde su altura otras montañas, para dejar que las nubes nos golpearan la cara
con su salud, con su liberación humedecida, con su realidad ya liberada, aunque
sabíamos que había más, mucho más, en la elevación inaccesible donde no existía
la densidad y a donde por el momento, nos era vedada la entrada; con la última
nota de Silk Road, volvíamos a nuestra frente, al punto de luz energetizado por
la meditación y deambulábamos entonces por aquel apartamento de pisos de
madera, con su fachada de ladrillos abrazada por la hiedra en el que una vez
conté hasta diez ventanas, un largo pasillo, dos habitaciones y varios cuartos
más; allí, por aquel espacio dividido, deambulábamos con nuestra ropa blanca y
nos decíamos que nos habitaba la luz; otras veces nos sentábamos frente a
frente, siempre en flor de loto, y nos dábamos drishti, transmisión de la
energía a través de vasos comunicantes invisibles: la mirada; hasta que la
energía golpeaba las pupilas y nos corría por el rostro, líquida, intensa,
hasta que nos tocaba algún resorte en el chakra del corazón para avisarnos que
era la hora de la paz, que podíamos deambular tranquilas, con nuestra ropa
blanca, por todos los rincones de la casa de hiedra, por todos los rincones de
la casa de ventanas, hasta que en la cocina, sentadas a la mesa de cristal y
hierro blanco, tomábamos el té de jazmín que nos ponía una máscara de humo
húmedo y de aroma; y todo duró hasta el día en que empezó a deslizarse todo,
tan sigilosamente, por las ventanas: la ropa blanca, el incienso, las notas de
Kitaro y todas las demás se pusieron en fila, dispuestas en su marcha; creo que
todo desapareció por las ventanas del frente rodeadas de hiedra; por allí, tal
vez fue por allí también por donde se fue la mirada que retenías en tus ojos, y tu frente de luz,
y el gesto suave con el que solías sonreír, porque allí me situaba yo, muchos
meses después de la desaparición, a esperar el regreso; era algo intuitivo, era
un radar doloroso que me iba llevando hasta la ventana de la derecha y allí me quedaba
tan quieta, esperando el regreso con una angustia que se hacía silencio; vi,
literalmente, el mecanismo del paso del tiempo; vi el espacio atravesado por la
lluvia; vi la nieve desvalida, cayendo, enfriando todo tal vez a pesar suyo,
humedeciéndolo todo con su paso; y vi, literalmente, el no regreso; y vi,
literalmente, el momento en que las ventanas y las puertas y las paredes
encerraban un vacío; y vi, literalmente, el momento en que la otra voz era sólo
el sonido de mi propia voz; y vi, literalmente, el momento en que los pasos que
golpeaban la madera, eran el eco de mis propios pasos y nada más y punto y
silencio y ausencia, hasta que se fue de mí, sin movimiento casi,
imperceptiblemente casi, sin avisarlo casi, el radar doloroso que me impulsaba
hacia la ventana, y dejé de esperar; por aquel tiempo, empecé a dar unos pasos
torpes, escaleras abajo, en lo que era más bien una estrecha galería
escalonada, y en el descanso, a la izquierda, inmediatamente después de la
puerta del apartamento, el Erasmo que tantos años atrás había pintado Holbein y
que ahora cubría todo el espacio de un enorme afiche que insistentemente
anunciaba: Piermont Morgan Library, abril 21 ‑ julio 30; me reafirmaba la
mirada de Erasmo: sí, era hora de empezar a andar, era hora de saber que el
dolor depositado en el área lumbar como un sablazo que se apoderaba también de
la pierna derecha, era un recordatorio de que algo se nos rompe dentro, de que
algo se nos rompe, mientras que se nos sigue exigiendo ‑‑es la ley del cosmos,
es la ley de la rueda del tiempo,‑‑ que continuemos andando, con o sin piezas
de repuesto, manteniendo tan cercamente, tan cerca de las ventanas del corazón,
un saco vacío; Erasmo estaba allí, con su mirada esquinada puesta allí por las
manos de Holbein, cuyo último retoque terminó tal vez, un día en que hacía
frío, en que la lluvia caía helada, en que la nieve, enfriaba todo a pesar
suyo, humedeciéndolo todo con su paso; fue entonces cuando me decidí al
descenso, apoyándome en el pasamanos, asegurándome de que el pie, al descender,
no caía falsamente en el vacío; en el tramo más bajo de las escaleras, unos
pasos más y ya la puerta de salida; fue entonces cuando comenzó esa búsqueda
esporádica, desordenada, desapasionada y casi ajena, en el asfalto, en las ventanas
del tren que rugía en el vientre de la tierra; algo que pudiera recoger sin que
nadie viera que en ese gesto tan aparentemente ingenuo de mi mano, se escondía
el hambre, esa vergüenza que nos trae el abandono, esa vergüenza que nos trae
la desaparición de todo lo que amamos, de todo eso en que una vez fuimos, una
desaparición que nos dejó incapaces de encontrarnos a nosotros mismos, porque
así sucedió, al regreso de esa marcha asistemática, supe y me di cuenta de que
en aquel apartamento, cuando se abría la puerta al movimiento giratorio de mi
mano, no entraba nadie; mis pies caminaban escondidos en sus tenis, pero ya no
sostenían mi arquitectura interior; allí no había nadie, nada, sólo aquellos
manojos vegetales que arrancaba tan secreta y asistemáticamente, la
vaporización en la mesa de donde había desaparecido el humo de jazmines y
después, absorber todo aquello por las uñas, pero el hambre seguía allí y
también el vacío, el saco vacío, tan cerca del corazón; y fue entonces cuando
empecé a devorarlo todo: dos cafeteras italianas, una pequeña y otra, con
capacidad para ocho tazas, las tablas sueltas de un librero sostenidas por tres
columnas de ladrillos, un chinero que estaba, exactamente, en la cocina y desde
donde veíamos, a través de las vitrinas, nuestras tazas más queridas, y el
bargueño que me regalaste, con su tapa serpenteante, rodante; todo esto entre
cuatro paredes, la puerta cerrada y el insólito asombro: la persistencia del
hambre; asistemáticamente, en las galerías de la avenida Madison, busqué sin
que me vieran, algunas raíces, tubérculos, hojas, detrás de los cuadros de
Francis Bacon, de Botero, de las esculturas de More: todo estaba limpio, ni una
hoja; volví al asfalto, a las ventanas del tren, a los raíles, sólo para
convencerme de que estas formas de vida, tan escasas y tan poco variadas,
habían dejado de existir por desinterés, por falta de incentivo; fue entonces
cuando me adentré en la estación profunda y esperé el tren, el subway‑tren, el
subte‑sub, subsuelo‑tren, subterráneo, y abrí la boca para hacerla enorme,
inmensa, infinita, inmedible, incalculable, y tragarme todos los vagones, el
primero, con su luz a un lado de la frente y sus letras, IRT, con destino a
cualquier parte, de Manhattan a Sunnyside, de Manhattan a cualquier parte; la
boca se me abrió como un universo y se fue cerrando poco a poco ante la promesa
del hambre: nada llenaría este vacío; y me fui tragando aquel ruido, solamente
el ruido, como un hilo delgado de estridencia que cayó en mi vacío, como un
relámpago; el tren había pasado con sus vagones y sus gentes colgando en las
manillas; fue un paso vertiginoso e inaccesible, fue una ruidosa, deshumanizada
velocidad; me encogí de hombros, subí las escaleras, salí por la boca del
túnel; la tarde estaba fría, muy fría, y yo, con cara de ingenuidad y de
inocencia para que nadie notara el abandono; me dije confiadamente,
certeramente, que la búsqueda se había prolongado por un año y cuatro meses y
que todo estaba igual: el saco vacío pegado tan pegadamente al corazón, la vaciedad
del alma que había decidido alojarse en todo el espacio comprendido entre la
garganta y el estómago; recorrí algunas calles que me eran familiares y a la vez, desconocidas; el frío de la tarde
era y después fue siendo un frío anochecido; empujé la puerta del bar y todo
quedó atrás; la hilera de banquetas persistía, paralela a la barra; a mi lado,
a la izquierda, una, dos, tres, cuatro banquetas vacías; en la quinta, una
mujer casi doblada sobre el mostrador, su mano abrazada a un ancho vaso que parecía
contener ginebra; comenzó a mirarme y la reconocí: había participado como yo en
algunas de esas reuniones pseudoliterarias en que un grupo ‑‑siempre el mismo,‑‑ leíamos poemas a otro grupo que también era
siempre el mismo; sabía yo su nombre y lo sabía bien, pero a mi mente venía el
sobrenombre de la Flaca ,
que surgió nuevo, en ese preciso momento, o tal vez vino a mí como una
persistencia de esa memoria que no siempre nos resulta localizable; enderezó en
lo que pudo sus hombros cargados, se separó un poco de la barra; su gesto, una
mezcla de lento desparpajo y desvalimiento: desde hace ocho años te estoy
esperando, la oí decir, sí, ocho años con esta obsesión a cuestas, hasta que no
pude más y fui a verte al hospital y allí me convencí, cuando te hablé por
tantas horas de cosas ajenas, de cosas que nada tenían que ver con este momento
de ahora que tenía que llegar, hablamos del hueco que te abrieron en la
espalda, el disco lumbar, que tan biológicamente mencionaste, y yo hablé
incansablemente de mi divorcio, de mi divorcio por venir, y llené la habitación
con todo eso que nada tenía que ver con lo que quería decirte; su voz era extraña, sumamente extraña, casi
nasal, y como si al salir, recibiera golpetazos, martillazos, desde la garganta
que remataba con un empujón de la lengua; su cuerpo, arqueado como el de la
planchadora de Picasso; me tomó de la mano, caminamos hasta la piquera de taxis
a pesar de mi protesta de que muy pronto me iría, de que en unos meses me iría
a cumplir la invitación que me vino en un aviso del New York Times: "en un
país lejano necesitamos a alguien con sus cualificaciones," unas cualificaciones que no me interesaba
tener, pero que en esa ocasión específica me ponían a la cabeza de los
invitados; terminé dejándome llevar de su mano, siguiendo su voz extraña: estos
meses conmigo te servirán para no irte sola, me servirán para no quedarme sola;
tomamos un taxi que nos llevó a Astoria; el apartamento en planta baja, claro y
acogedor, rociado con la voz de la niña mágica, con su encanto total, con su
sabiduría increíble y a quien tantas veces, semanas después, oiría preguntar
desde la bañadera: mamá, mamá, y ese silencio? es que te estás casando?; esta
visita definitiva nos inició en el hábito de recorrer la ciudad, de caminarla a
veces con la niña entre las dos, cada una de sus manos apretada entre las
nuestras, y nos íbamos a recorrer el Village; otras veces nos íbamos sin la
niña en aventuras que incluían la visita al Jacques Marchais Center for Tibetan Art en Staten Island donde
vimos una función del Yueh Lung Shadow Theatre con varias representaciones:
"The two friends," "The Crane and the Tortoise," "The
Mountain of Firey Tongues;" el
South Street Seaport con sus calles de adoquines y el fuerte olor del Fulton
Fish Market; atravesar el puente de Brooklyn, ir al Kabuki, a algún museo de
Manhattan o armarnos de mantas, libros y una merienda y pasarnos horas en
Central Park, buscando siempre la esquina donde se estacionaba un cantante
negro, un cantante callejero que cantaba canciones nostálgicas en francés,
acompañándose de su guitarra; los días soleados de fines de marzo comenzaron a
traer una alegría con su tumulto de caminatas, cenas en distintos restaurantes, alguna
película, y al regreso, la niña mágica con sus historias y su imaginación tan
fabulosa, y yo también con mis historias y los cuentos que yo le leía en alta
voz y los programas de televisión que comentábamos tan seriamente y todo el
encanto y toda la alegría de esa pequeña maga hasta que por fin la vencía el
sueño y era hora de acostarse en su pequeña cama rodeada de juguetes, y la
noche saltaba entonces a una taza de manzanilla, a un bombón Lady Godiva, al
humo del incienso, a la música de Kitaro que otra vez servía de fondo; la
habitación en la esquina, la luz de los faroles de la calle, el ruido de carros
esporádicos, todo filtrándose en la habitación, filtrándose en la delgadez de
aquella mujer, sumándose a su ternura, a su amor enloquecido, viéndola cabalgar
la noche que la hacía casi hermosa, casi tan hermosa, casimente hermosa; se
poetizaba su cuerpo desgarbado, la anchura de mi cuerpo, ‑‑escultórica, como
decías,‑‑ hasta que nos sorprendía el
amanecer; un día imprevisto tal vez, empezó a visitarte el olvido, el olvido de
que nuestro pacto eterno duraría exactamente, aproximadamente, casimente, unos
meses; un olvido que empezó a vigilar mis pasos, mi andar, mi voz, la dirección
de mis pupilas; ese olvido creció hasta tus manos, en tus manos, desde tus
manos para asirse a mí; para crecer en los mismos rincones donde también crecía
tu generosidad de pantera enflaquecida que ronda la noche, y nunca dije, no fui
capaz de hacerlo, de mi ternura, cuando me reclamabas en una violencia apache,
en tus escenas de celos apasionados y gratuitos, porque sabía yo, sabía perfectamente
y bien, que desde tu muchedumbre de huesos de ahora, gritaba tu niñez de 9
años, punto exacto en que los milicianos hicieron desaparecer a tu madre para
esconderla en una cárcel por cinco años, el punto exacto en que hicieron
desaparecer a tu padre para esconderlo en otra cárcel, por diez años; y te
quedaste sola, rodando de casa en casa, rodando de desamor en desamor, rodando
de abandono en abandono, en Santiago, antigua capital de Oriente, donde
sufriste el castigo de ser hija de unos padres bautizados con el nombre de
contrarrevolucionarios; y vi, literalmente, alargarse tu piel de pantera,
brillar en la oscuridad; vi, literalmente, que se alargaba tu pena como una
larga piel de leopardo; vi, literalmente, cuando te enroscabas en mí, por mí,
hacia mí, en llanto, en dolor, en ternura, en olvido de un pacto de tiempo
fragmentado, para que me acompañes, recuerdas? para que te acompañe; para que
no me vaya sola, recuerdas? para que no te quedes sola; todo ocurrió una
mañana, muy de mañana; estabas en la sala, exactamente en el marco de una
puerta y empezó a emanar de ti un quejido que se hizo agua, corriente de agua,
violencia de agua, vertiginosidad de agua que lo llenaba todo, que lo
arrastraba todo, que pasaba por el ángulo de tus piernas, por el espacio
abierto de tus brazos, a través de tu cuerpo inmóvil, fijo siempre en el marco
de la puerta; hasta que la corriente de agua se hizo dolida, mansa, quieta, y
te hiciste sol; quedó todo seco, en una quietud de limpieza; salimos para el
aeropuerto y me viste desaparecer al golpe de la voz: vuelo SAA 202 con destino
a Johannesburg; era julio entonces, un día 12
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MIREYA ROBLES. Nació en
Guantánamo, Cuba. Reside en Estados Unidos. Ha publicado cuatro novelas y dos
libros de cuentos, que han sido traducidos al inglés por Susan Griffin y Anna
Diegel; tres poemarios; dos libros de crítica literaria; el documental Diario de
Sudáfrica y artículos, narraciones cortas, poemas y cuentos en revistas
literarias en unos veinte países. Ha
recibido premios en Estados Unidos, México, Francia, Italia y España y ha sido
entrevistada en radio y televisión en Miami, New York, Buenos Aires, Madrid y
Durban, Sudáfrica, así como en el documental Conducta Impropia/Improper Conduct dirigido por el cinematógrafo
Néstor Almendros, ganador del Oscar en 1978. Este documental recibió el Premio
de Derechos Humanos en Grenoble, Francia. Mireya Robles ha enseñado en varios colleges en Estados Unidos y durante
diez años fue Senior Lecturer en la Universidad de Natal, Durban, Sudáfrica. En la actualidad es Senior Research Associate de esa
universidad.
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Mireya Robles. Foto de Tania Spencer. |
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