Los
pueblos sin historia son como el viento en el pasto del búfalo. Proverbio Sioux
La
situación de este cine con nombre de héroe de nuestras hazañas barbiluengas, no
es diferente de la de otros tantos cines insulares. La conjura del aperturismo
de los nuevos soportes tecnológicos y la apatía de los decisores en materia de
salvaguarda de instituciones culturales, ha sumido estos espacios en el más
ominoso de los abandonos. Muchas plazas de exhibición del llamado séptimo arte,
son hoy “hogares calurosos/tomados por derecho de conquista”,[1] edificaciones cerradas en
espera de algún proletario destino, léase: bodegas, bares asfixiados por la
imitación de bares verdaderos, comedores para ancianos en los que el aperitivo
(o el funche en los recursos tropológicos del vulgo) recibe el tratamiento kitsch de “Suplemento
de Ayuda Familiar”. En el peor de los casos, ruinas o comandancias de toda
clase de roedores e insectos.
Lo
cierto es que el cine El Vaquerito, ubicado en la calle Pancho Rodríguez del
poblado de Mata, tuvo un preámbulo de bonanzas, una pretérita existencia, por
muchos desconocida, que invita al rescate y la focalización. Erigido a mediados
de la década de los cincuenta por mandato y finanzas de Pedro Corcho, parte de
un sector empresarial dedicado en la zona al poco privilegiado negocio de las
Bodegas. No pudiendo el inversionista costear por mucho tiempo semejante
aventura cultural, decidió venderlo a los hermanos Modesto y Delmiro Días
Fernández, conocidos en la zona por Los galleguitos, antecedentes
de una diáspora que, en busca de fortuna y huyendo de una España lorquiana y
dura, se asentaron en estos dominios, procedentes de la comarca de
Villarchao en el municipio de Fonsagrada. De este modo, se rescataba para un
pueblo desasistido por la gracia de los mapas, la invención de los hermanos Lumière,
teniendo, detalle hoy ignorado, el estatus de cine-teatro, con una plantilla de
dos proyeccionistas (Armando Vilorio y Manolo Gómez), una vendedora de tiques
(Reina Borges) que, poseedora del don de la ubicuidad y ajena a esos clichés
del marxismo primigenio sobre la explotación de la clase obrera en el
capitalismo, etcétera, simultaneaba la venta de papeletas con el oficio de
portera (dando chance a los menos favorecidos económicamente), y al mismo
tiempo se desempeñaba como la acomodadora que, cual remedo del guardián del
cuento kafkiano y linterna en mano, velaba por el silencio en el interior del
local, así como también por la cancelación de cualquier asomo del Eros
en las jóvenes parejas. Por su parte, un trabajador del entonces central Santa
Lutgarda (Tito Volufe), se ocupaba de los menesteres eléctricos cuando una
bombilla diseñada por Alva Edison en otra época, y resemantizada en la que nos
ocupa, tenía un promedio de vida superior al de cualquier persona.
Clodomiro
Valdez, pelotero jubilado y testigo del nacimiento de esta empresa que asumiría
en siglas el apellido de sus gestores (teatro Dífer), me asegura que la misma
apostó siempre por la recreación en detrimento, muchas veces, de la
recaudación. Otro matense acérrimo, Papi la Rosa, me relata al detalle la
logística original de la entidad: fue necesario instalar un sumidero cerca de
las lunetas bajas, ya que el cine se levantó sobre poderosos manantiales que,
en tiempo de lluvias, hacían de las suyas. También, continúa la Rosa con el
énfasis de quien hace del terruño su Excalibur, había quinientas veinte
lunetas y dos turbinas extractoras de aire (y el uso del pasado del imperfecto
me conmueve). La acústica, remata Clodomiro, estaba a la altura de cualquier
cine habanero de la época, y los baños (con independencia del destino genérico)
tacitas de oro, vaya que ni en la casa de uno se pudiera “mear” en un inodoro
de tan buen semblante.
Los galleguitos,
afines con su origen peninsular, priorizaron las películas de procedencia
española, haciéndose sentir las temáticas de toreros catapultados del anonimato
a la más mediática de las famas. Muchos, mi madre entre ellos, escucharon (y
vieron) por primera vez un cuplé en los altos quilates sonoros de Sarita
Montiel: “cómpreme usted señorito un ramo de violetas”. Y otros, en cambio, apostarían
por la seducción nortocéntrica: Errol Flynn, Henry Fonda o Tyrone
Power, galanes del western, harían suspirar a las féminas del
poblado, llegando, incluso, a pautar el corte de cabello y el uso de pañuelos
ceñidos al cuello en el caso de los hombres (por fortuna para los cinéfilos
epocales, el diversionismo ideológico, modalidad inquisitiva importada, no
haría sus estragos hasta años más tardes).
Teatro
al fin, no faltó el humoristic performance como le llaman hoy a todo lo
relacionado con la búsqueda de la risa (incluso, de la infértil risa que
proviene de los infértiles centros nocturnos, a los que accede únicamente la
nueva aristocracia criolla). Tampoco la música en vivo escasearía: el solista
Miguel Baeza y el trío conformado por los hermanos Surí Pérez, amenizarían las
matinées sin la presencia del background, porque la tecnología no era
entonces factor preponderante. El comienzo de la primera tanda del día, fue
saludado con el lanzamiento de un piro cartucho hasta su prohibición por un
integrante de la pareja de guardias rurales del poblado, bajo el falaz
argumento de que no podía distinguirse entre la explosión de un volador y un
sabotaje de los “ñángaras”. La campana de la parroquia, en un gesto de
desenfado clerical, asumiría la función de portavoz del cine.
De
pronto estamos ya en el año 1963, derrotado el batistato por la insurgencia del
cabello largo y los collares de Santa Juana, se promulga la Ley de Nacionalización
y el cine-teatro Dífer pasa a ser propiedad de las masas, ese vocablo
abstracto. Dada la vecindad con el central azucarero El Vaquerito (1
kilómetro), adopta el nombre de este guerrillero de vida breve, pero intensa
como la de los mejores personajes homéricos. El proyector RCA Víctor es
substituido por otro, fabricado en el país de Lenin que, dicho sea de paso, es
también el de la Ajmátova. Nunca más se mencionó el nombre de Los galleguitos en Mata, la dualidad
cine-teatro es cancelada por una era de cambios, pasando a ser solamente cine.
La programación de este continuó, priorizando ahora la cinematografía rusa, sin
aludir ni por asomo a la estética de Tarvkoski. Filmes antológicos como
Alexander Nesvki y Acorazado Potenkin (rodados ambos sobre una nieve impostora),
lo mismo que la obra de Kurosawa, Fellini o Coppola, habrían de esperar hasta
que los cubanos, guiados por la sapiencia del Doctor Mario Rodríguez Alemán,
nos creáramos una cultura cinéfila medianamente aperturista a través del
difunto espacio Tanda del Domingo. No obstante, el cine El Vaquerito continuó
su vida edénica (o casi edénica). En los 80, con casi tres décadas de retraso,
vimos, con las preferencias aún sin pulimentar, la lacrimógena historia de
Julio Iglesias, trasmutando de insulso portero del Real Madrid a cantor de
aplausos y millones. En blanco y negro, recibimos a Kirk Douglas
encarnando a un adalid de las huestes vikingas, y también a Louis de Funes,
sempiterno perseguidor del villano Fantomas. Con Carmen Sevilla viviríamos el
despertar de un Eros, traumado por los dogmas de la familia y la
escuela. Luego tocaría el turno a Bruce Lee, héroe de las productoras de Hong
Kong, y también el nuestro, ebrios ya de heroicidades dignas más de un comic
que de un poema épico. De los nuevos operarios logro rehacer los ojos claros de
Flora Márquez, luciérnagas precisando avistamiento en la taquilla del cine, el
resto del personal se me distorsiona en la memoria, tal vez por su falta de
pertenencia al gremio, o porque a su imagen faltó alquimia para ser sin
volatilizarse.
En
los 90, con la depresión del transporte ferroviario, se deprime también el
traslado de los rollos de películas en su estrafalaria envoltura metálica, la
que se realizaba habitualmente en los trenes del ramal Sagua-Caibarién, dada su
eficacia con respecto al transporte sobre neumáticos. El otrora cine-teatro Dífer
no escapa a los agujeros negros del Período Especial, ni al complot de las
caseteras de video particulares, antesalas del soporte DVD. La vida de un
poblado que alguna vez girara alrededor de la inversión hecha por Los galleguitos, comienza a girar en otras
direcciones menos relevantes (y al mismo tiempo direcciones más apremiantes,
como la ausencia de provisiones en la mesa diaria). El sol, al decir de Sabina,
fue secando la ropa de la vieja Europa, al tiempo que se filtraba con la mayor
desfachatez hacia el interior del cine por cada una de sus grietas en su
adefesiero retrato actual. Si bien la crisis económica cargó con la culpa de la
depauperación del local,[2] de una buena parte de esta
no se puede eximir a la dirección municipal de cultura en Cifuentes. Diferentes
administraciones matizadas por la indolencia, permitieron que las quinientas y
tantas lunetas de que hablara con orgullo el poblador matense, se evaporaran
como por efecto de magia en una especie de intríngulis para ser investigada por
el teniente Leo Marín, protagonista de la saga detectivesca de Lorenzo Lunar.
Aunque
ya pocas personas asisten a los cines, no se debe olvidar que estos
desempeñaron un importante role en la producción de saberes y sano
esparcimiento con menoscabo aun de lo que recaudaban, pues la entrada a dichos
centros se ha cobrado siempre en Cuba a precios simbólicos. Y en el
imaginario de cada quien, perdura un cine-teatro Dífer y un cine El Vaquerito
que aguarda, amén el fracaso de su objeto social, por la llegada de los
espectadores que alguna vez fuimos, acaso porque la patria, como ya se ha
dicho, es el lugar de la infancia y de la juventud.
[2] Creo necesario acotar que mientras
recopilaba información para este artículo, pude percatarme del deterioro en que
se halla el busto de José Martí perteneciente a la logia masónica de Mata. La
pequeña escultura carece, de modo grosero y ominoso, de su nariz. Y en los
pueblerinos entramados, duele admitirlo, se cuece alrededor del suceso la más
inimaginable y mordaz de las espinelas.
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