Decía Juan Ramón Jiménez cierta vez en la Revista de la Universidad de La Habana, que el mar no es más débil ni más viril sino el mejor mar, el eterno y el total. Todo depende en efecto, de la mirada y del oído líricos que, al destilar la esencia de las cosas las transfiguran de tal como que nos parecen desconocidas aunque precisamente desde ese instante poético empiezan a despojarse velo a velo. Hay un modo de conocer por la poesía que quizás no sea el único, pero sí un modo imprescindible para nuestra relación con lo existente. Ninguna buena poesía es frívola sino trascendente. La ligereza en el poeta es más bien transparencia, alado modo de entregar en música o en limpia palabra lo que se conquisto con dolor o dificultad.
La sustancia tropicalista habíase dado a menudo en nuestra poesía bajo los accidentes de simple paisaje --gracia de lo vegetal casi exclusivamente-- o intentos, no siempre afortunados, de plasmar el drama o la voz del pueblo. También habíanse revertido los ojos del poeta hacia nuestra condición de isla, más en un sentido conceptual que con la fuerza de la vivencia. Pero el trópico en sí mismo no es ni más ni menos exuberante sino tan fino y piramidal como el poeta alcance a descubrirlo. A Dulce María Loynaz le tocó ver el juego de nuestras aguas universales a la luz particular del trópico; prisma de crespúsculos inacabables y lujosos; fuego vertical de las horas del mediodía, colores cambiantes a cada momento. El oído poético de la Loynaz cruzóse con la sensibilidad visual: un mundo de imágenes se agrupó en torno a la vivencia de la fuente, del río, del mar, de la nube, de todo lo que es agua o trasunto de ella sin excluir lo dramático y hasta lo misterioso. Y nacieron así como la concepción de una vasta sonata, estas variaciones sobre el agua con sus andantes plenos de sugerencia, sus allegros briosos y hasta los inevitables adagios cuyo recorrido sólo se acepta en gracia a los mejores movimientos y porque en ellos siempre hay algo del gran poeta que puede dejarnos ávidos en un finale en el que palpita la promesa de un nuevo compás insospechado.
Nube, infancia celeste de la lluvia plasma toda una manera de identificarse con lo que se canta. La pobre agua está triste y yo le paso la mano virtualiza ese patetismo incomparable de la Loynaz. No te ha anunciado el Ángel --pero puedes limpiarnos el pecado-- y apagar nuestra sed hace patente la hermosa emoción franciscana que inspira este libro donde sólo puede cantarse aquello que se ama. Más cercana, en cuanto a su metier se refiere del impresionismo de Monet y del sensualismo debussyano, que de lo que equivaldría en poética a la complejidad de un Picasso y a los bruscos pero magistralmente situados atonalismos de la música de Dukas cuya agua magnetizada es punto de partida para lo humorístico y lo demoníaco. Dulce María Loynaz ha concertado su voz con la posición natural de su mirada y de su oído sin que la voluntad intervenga sino en el instante de escoger la imagen sin saltos sobre el más depurado romanticismo o por sobre las claves que rigen las mejores conquistas del modernismo. Sólo en momentos excepcionales en que se aparta de este terreno conquistado por Darío, Juan Ramón y Enrique González Martínez, Dulce María nos parece menos segura o menos ella misma. Y casi siempre la vemos directa, como quien no mira atrás o en derredor, como quien se ensimisma en la contemplación de un lucero que la guía, y sonámbula no tropieza con los obstáculos del mal gusto porque un sexto sentido la hace andar esquivándoselos. En suma, un libro que la autora ha entregado a sí misma después de esperarlo en vigilia pero con los ojos cerrados, a través de varios años, y llegado en el momento oportuno para que no se pierda este hito marcado en el recorrido de la poesía cubana digna de la más acendrada atención.
Publicado en 1948, Diario de la Marina
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