Las obras más recientes de Chely Lima, María Elena
Hernández Caballero y Mirta Yáñez, ejemplifican algunas de las propuestas
estéticas y temáticas que confluyen en la narrativa cubana escrita por mujeres.
Las obras más recientes de Chely Lima, María Elena
Hernández Caballero y Mirta Yáñez, ejemplifican algunas de las propuestas
estéticas y temáticas que confluyen en la narrativa cubana escrita por mujeres.
UNO
En la breve nota de la contraportada, se dice que Isla después del diluvio (Ediciones Malecón, Barcelona-Miami, 2010, 72 páginas) es “una novela corta esencialmente para divertirse, el mejor relato para entretener es el que leemos rápido y que nos deja un sabor del que quisiéramos probar más”. En efecto, la más reciente obra narrativa de Chely Lima (La Habana, 1957) no posee la ambición ni el grosor de otros títulos suyos, lo cual, me apresuro a aclararlo, no lleva implícito un juicio peyorativo. Sencillamente su autora ha preferido escribir una obra breve, en la cual opta por la anécdota en su sentido tradicional y privilegia el valor comunicativo de la literatura.
Sus personajes principales son dos hermanas gemelas idénticas. Cambiaban de nombre cada cierto tiempo y al comenzar la novela, han elegido los de Ágata y Celeste. La historia se inicia cuando ambas arribaron al aeropuerto de Rancho Boyeros, una mañana de diciembre. Viajaban con un equipaje tan abundante, “que varios meses después de que hubieran abandonado un lugar continuaban pasando por el sitio oleadas de enormes cajas de madera, bultos y baúles”. Su vestuario contaba con más de dos mil piezas, “muchas de las cuales copiaban hasta en el menor detalle ropas de las que aparecen en los cuadros, los frescos y los tapices de épocas pretéritas”. Acompañaba a las hermanas su Preceptor, un personaje desconcertante en cuya espalda, “cuando no estaba expuesto a una luz potente, eran perceptibles un par de alas de plumaje abundante, entre el blanco, el rojizo y el castaño claro, que por lo común permanecían plegadas. La fuerza de la ilusión era tal que algunos no podían aguantarse y, disimuladamente, alargaban la mano para palpar lo que no era al tacto sino aire y claroscuro”.
De la lectura de las líneas anteriores, resulta fácil deducir que la fantasía constituye un aspecto cardinal en la novela de Chely Lima. También poseen un peso importante el ingrediente erótico y el misticismo, que al igual que el despliegue imaginativo, estaban presentes en sus libros anteriores. Es desde esa perspectiva que la autora recrea las aventuras que viven en La Habana las dos hermanas, aunque a partir de cierto momento Celeste pasa a ocupar un mayor protagonismo. Sin embargo, lo que comienza como uno más de los viajes que las habían llevado a recorrer el globo, resulta ser un regreso al punto de partida. Allí averiguarán quiénes son, de dónde vinieron, a dónde van.
La Habana que encuentran Celeste y Ágata es una ciudad que continuaba viva, a pesar de estar debilitada por la miseria y el tiempo. En sus calles y barrios abundan las cuarterías con cuerdas cargadas de ropa y bidones para almacenar agua, los famélicos cazadores de turistas, los funcionarios que se derriten a la vista de los dólares. Asimismo cualquier gestión oficial consume años, y las personas que limpian la casa que ellas han alquilado estaban empleadas por el Ministerio del Interior: diariamente informaban, con pelos y señales, de los movimientos de aquellos extranjeros desconcertantes, que “en vez de elegir el ancho mundo, preferían soterrarse en una islita de mierda”.
Pero sobre todo, lo que más sorprende a Celeste son las mil y una escenas de sexo presenciadas por ella. ¡Cómo se templaba en aquella ciudad! Piensa que era lógico que lo hicieran con tal ahínco, pues la mayoría de las personas que transitaban por las calles poseían algún tipo de encanto. Comprende además que se trataba de un ritual terriblemente subversivo. “Los curas y los tiranos, se dijo, tenían toda la razón: Un hombre al que le están haciendo ver el cielo cuando le chupan el extremo de la virilidad, o al que lo están dejando cavar frenéticamente con la punta mejor concebida de su anatomía, o al que lo están rellenando de dicha por su abertura trasera; un hombre en esas circunstancias es capaz de renunciar a cualquier poder, es capaz de traicionar a sus amos y no ceder nunca al deseo de matar. Y no hablemos ya de las mujeres, que están hechas de un arcilla incendiaria, aunque bien que hay muchas que lo saben esconder”.
Ese es el marco donde se desarrolla la trama, en la cual abundan los elementos fantásticos. Por ejemplo, hay un personaje llamado el Seductor, que parece escapado de una novela gótica. Es una especie de vampiro que convierte a Ágata en su esclava sexual. Luego la emplea como señuelo para traer a la casa hombres a los que sorbe el cerebro por un agujerito hecho con la punta de su acerada lengua, mientras fornicaban con la gemela. Por su parte, Celeste vive varias aventuras en las que aparecen, entre otros personajes, Hermes Trimegisto, Olokun, Oshún, un joven que no sabe quién es y una santera que durante toda su vida había aguardado a que la gemela y el Preceptor llegaran. Está presente así nuestro sincretismo religioso, al cual la autora adiciona otro aspecto, al sugerir que bajo la Isla pueden hallarse los restos de la desaparecida Atlántida, que como herencia dejó a los cubanos su difícil karma.
Tras varios años sin publicar narrativa, Chely Lima lo hace con un relato ágil, delicioso y envolvente, que más allá de la sencilla apariencia de su estructura permite otros accesos al lector. La escritura se sustenta en un sólido y esmerado trabajo de elaboración literaria, así como en un vocabulario refinado de cuño neobarroco. Es de señalar asimismo el eficaz empleo del humor, a través de pinceladas suaves, pero certeras. En uno de los breves capítulos, Celeste está muy apesadumbrada y se pone a cantar las endechas con que la dormía el Preceptor, a quien cree moribundo. Este abre entonces los ojos, parpadea y le dice: “Por tu madre, criatura, sí que eres desafinada”.
DOS
“Cuando Valentina Morera nació el paraíso no estaba en el cielo, sino en otra parte muy concreta y distante: en Rusia. El infierno estaba ubicable en dirección al norte, a solo noventa millas. Con infierno y paraíso ubicados en el mapa murieron también las cortes de ángeles y de demonios. Todo estaba en su sitio. Todo tenía una explicación, un aquí y un ahora”.
El párrafo anterior pertenece al inicio del Libro de la derrota (Azud Ediciones, Argentina, 2010, 240 páginas). Su autora es María Elena Hernández Caballero (La Habana, 1967) y constituye su estreno en la prosa de ficción. Hasta su publicación, era conocida como poeta, género en el cual tiene editado tres títulos: Donde se dice que el mundo es una esfera que Dios hace bailar sobre un pingüino ebrio (1989, Premio David), Elogio de la sal (1996) y Electroshock-Palabras (2001). A partir de 1994 vivió durante varios años en Chile y en la actualidad reside en Argentina.
En los primeros capítulos del Libro de la derrota nos enteramos de que Valentina Morera tiene treinta años y pese a la rigurosa educación marxista con la que su padre la atormentó desde la cuna, lisa y llanamente no es comunista. Se dedica a criar en la azotea doce pichones de palomas, a pesar de que lo considera una labor difícil, inútil, sucia y rara. En ella eso respondía a una causa pensada largamente y calculada paso por paso. “Era la historia de una venganza. La historia de un odio. De un odio, si esto fuera posible, visceral. Odiaba desde que tenía conciencia”.
En las páginas siguientes son presentados los demás personajes que van a intervenir en el entramado novelesco. Mosca Blanca es un señor jubilado que ahora dedica su tiempo a espiar a los vecinos y a ir a informar sobre ellos en la estación de policía. Durante su vida laboral recibió numerosas medallas, a las que considera sus compañeras, sus cómplices. Es albino y tiene terror a la luz, razón por la cual usa gafas oscuras. Desde hace años no tiene una erección y mucho menos una eyaculación. Sus pequeñas satisfacciones son de carácter ideológico. Un negro le vendió unos binoculares, que él usa para vigilar a los demás residentes (“Ahora sí los llevaría a todos a juicio, a la cárcel y los expulsaría del edificio. Con buena suerte los expulsaría incluso del país”.). Es justamente mientras realiza esa labor como él descubre su sexualidad.
Al igual que Mosca Blanca, Carmita es una revolucionaria de la vieja guardia. Pese a su edad, está enamorada. El objeto de su deseo es el sargento Retamar, quien piensa que ella y su amiga se escaparon de un famoso cuadro de Antonia Eiriz, que fue la causa de que él abandonara los estudios de pintura e ingresara en la escuela de policía. Otro personaje de la novela es Daniel Urrutia, un joven a quien la cleptomanía lleva a robar madera. Hasta altas horas de la noche se le escucha clavar y clavar. Sin embargo, ninguno de los vecinos sabe qué construye, pues nadie ha logrado entrar a su casa. Completa ese peculiar retablo Celia, una paloma camuflada de rojo que secretamente es entrenada por Valentina Morera para cumplir una arriesgada misión: hacerle un atentado al Comandante.
Aunque posee un núcleo profundamente trágico, la novela de Hernández Caballero está narrada con mucho humor. O dicho de otro modo, es una tragedia contada con estilo humorístico. Asimismo no es tanto que las situaciones sean cómicas, sino que se acercan al absurdo. Se trata además de un humor transgresor, vitriólico, que tiene como fin caricaturizar una realidad que en sí misma es un enorme disparate.
Ese fondo trágico se hace evidente sobre todo en las páginas que siguen al fallido atentado al Comandante. El hecho desencadena una ola represiva a consecuencia de la cual van a dar a la cárcel algunos personajes, incluido el colombófilo que vendió las palomas a Valentina Morera. Por orden expresa del Comandante se inició además una batida para matar a todas las palomas, fueran del color que fuesen. Las calles se llenaron así de cadáveres y por las noches pasaban los camiones de basura para limpiarlas. Los basureros recogían con palas las aves muertas y luego las tiraban en los ríos para que la corriente se las llevase, antes de que llegaran las auras tiñosas.
Por otro lado, hay felicitaciones y reconocimientos para aquellos que supieron cumplir con su deber como revolucionarios y cederistas. Carmita, que informó a la policía sobre los peligrosos y extraños movimientos de Valentina Morera y Celia, la paloma asesina, es condecorada con la medalla Heroína de la Patria, que le entrega el propio Comandante. “Cualquier enemigo diría que esta compañera estaba loca, delirante, dijo. Pero a ella no le había importado, había hecho lo que todos debían hacer”. Pero tanto Carmita como Mosca Blanca no dejan de ser también víctimas de ese mismo régimen al que sirven fielmente. Son personajes desamparados, tristes, que sobreviven como pueden, aunque se equivocan al elegir el modo para lograrlo.
Lo primero a resaltar en Libro de la derrota es que, pese a ser la primera incursión de su autora en la narrativa, el balance literario es, en términos generales, satisfactorio. En su salto al otro género no se notan indicios que delaten sus orígenes poéticos. Hernández Caballero ha optado por un deliberado despojo de ornamentos y complejidades en el lenguaje, y emplea una prosa más directa, sencilla y funcional. Prueba ser el vehículo apropiado para lograr la fluidez de una novela que da prioridad al relato de los hechos que conforman el núcleo argumental.
¿Por qué la autora dio a su obra ese título? En las primeras páginas se reproduce una cita de Cioran que arroja alguna luz. En ella el filósofo rumano se refiere a los atractivos de la debilidad y apunta: “Cuando los débiles son legión, os encantan, os aplastan: Cómo luchar contra un continente de abúlicos?”. Y concluye así esas líneas: “No se abdica de un día para otro: es preciso una atmósfera de retroceso cuidadosamente fomentada, una leyenda de derrota”.
Mucho más clara es al respecto María Elena Hernández Caballero, quien en una entrevista expresó: “Hace tiempo que sabemos que las utopías agonizan. Sin embargo muchos, especialmente en América Latina, se empeñan en ponerle sueros, inyecciones y todo tipo de energizantes a la revolución cubana. Están negados a aceptar que tienen delante un cadáver. Pero nosotros que nacimos y crecimos dentro del proceso revolucionario, que le entregamos lo mejor, nosotros la hemos visto deteriorarse, traicionarnos, corromperse. Este proceso nos amargó, nos dividió, nos expulsó y todavía nos lacera. Para nosotros no puede ser otra cosa que una desilusión, una derrota”.
TRES
“Si perdiera el sentido de la visión, con tan solo una dádiva de la memoria recorrería sin perderme por el trayecto que hicimos juntos millones de veces. Cómo no. Pero algunos de esos recuerdos pueden llegar a ser casi insoportables”.
Las líneas anteriores corresponden a Gertrudis, uno de los personajes de la novela Sangra por la herida(Ediciones Unión-Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2010, 220 páginas). Y en efecto, los recuerdos a los cuales alude resultan dolorosamente insoportables para un grupo de personas que en la década de los 60 eran muy jóvenes. Entonces estaban llenos de planes e ilusiones y muchos de ellos estudiaban en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.
Como Gertrudis comenta, eran los años de estudiar hasta el amanecer, los helados en Coppelia, las fiestas del sábado por la noche, las guardias, la asistencia a las proyecciones en la Cinemateca de Cuba y el Cine Club Varona, las reuniones de la FEU, los círculos políticos, las funciones de teatro en la sala Tespis, las escapadas al hotel Flamingo para escuchar a Meme Solís, las lecturas de poesía en el Parque de los Cabezones, las peñas y tertulias. Pero aquella no fue solo una etapa de efervescencia cultural, optimismo y sueños luminosos. Fue también la de las depuraciones en la universidad, las prohibiciones más absurdas, la intolerancia, la rigidez ideológica, las delaciones y muchas otras cosas que, como la propia Gertrudis señala, obligaban al disimulo, la doblez y la astucia para sobrevivir.
En Sangra por la herida, Mirta Yáñez (La Habana, 1947) ha realizado una valiente y dolorosa indagación en la memoria de una generación que hoy peina canas. Incorpora así una visión desmitificadora del pasado inmediato que hasta ahora la narrativa cubana había esquivado. Para muchos de los caracteres de la novela, se trata además de un pasado que dejó marcas, una herida sin cicatrizar que aún sangra. Por otro lado, esa etapa aparece vista desde el presente, concretamente los años finales del siglo pasado. Eso da pie para que los personajes repasen los empeños, quimeras e ilusiones de entonces para hacer balance de qué pasó con ellos.
Con ese estilo que mantiene en todas sus intervenciones, Gertrudis discrepa con quienes tratan de glorificar los años 60 como una etapa dorada, destacando los logros y las transformaciones que se hicieron, pero obviando su cara negativa. “Díganmelo a mí. Como si todo aquel tiempo hubiera sido pura diversión, la gente se pone a cantar Imagine y aquí no ha pasado nada. Se están haciendo los bobos, los chivos locos, los suecos, ¿o qué?// Óiganme, ¿nadie se acuerda o no se quieren acordar?”.
A lo largo de la novela se van dibujando las circunstancias y oscilaciones del contexto político y social que fueron desbaratando los sueños de muchos de los que entonces eran jóvenes. Un estudiante de matemáticas amigo de Tristán, otro de los personajes de Sangra la herida, desapareció un día sin que nadie supiese qué le había sucedido. Apareció varias semanas después, flaco, rapado al cero, con una herida larga y profunda en la pierna. Confesó a Tristán que lo recogieron cuando se hallaba en L y 23 y lo llevaron a una granja de trabajos forzados en Ciego de Ávila. Allí cortaba caña de sol a sol junto con unos 100 reclusos, mientras eran vigilados por soldados con armas. Los prisioneros eran, en su mayoría, jóvenes melenudos (“enfermitos”, según el término de la época), así como algunos testigos de Jehová y miembros del Bando de Gedeón. El incidente afectó mucho al joven, que terminó pegándose un tiro.
Con mucho más detalles se cuenta la historia de Herminia, una joven de costumbres un tanto hippies que era algo así como la hermana melliza de Tristán. Trabajaba en el Instituto Cubano de Radiodifusión y desde el inicio pasó a ser vista como una apestada. El simple hecho de estudiar inglés, fumar con boquilla y llevar el pelo corto, fue suficiente para que la tacharan de desviada y extravagante. Fue llamada a contar por haber mencionado en un guión el horóscopo (“El horóscopo, ¡qué es eso!, no se podía tolerar ese rezago del pasado, semejante superchería, peligrosísima.”).
Luego descubrieron que mantenía correspondencia con sus padres, establecidos en Estados Unidos. Eso aumentó la desconfianza hacia ella y motivó que la pusieran bajo vigilancia. Siguieron otras censuras de sus libretos, y a partir de cierto momento todos sus proyectos fueron rechazados sin darle explicaciones. Le asignaban tareas áridas y aburridas, le ponían los horarios más incómodos y en compañía de los colegas más tontos. Finalmente, la eliminaron del puesto. Quedó así en la calle, con el cartelito de “conflictiva”. En un cuaderno había anotado sus planes para el futuro que no pudo materializar: estudiar ruso, hacer una exposición de pintura, dirigir una película, aprender guitarra, escribir un libro sobre arte cubano.
Pero entre todos los casos que se recogen en la novela, el que seguramente más impresiona es de la joven a la que los demás personajes llaman La Difunta. Fue el centro de un oscuro suceso del pasado con el cual todos tienen una atadura. En buena medida, aquel incidente constituye el hilo conductor del desgarrador y necesario exorcismo que es Sangra la herida. En torno a esa estudiante de la Escuela de Letras se montó un siniestro engranaje, cuyo propósito era, según quienes lo orquestaron, “ayudarla”. La apostasía y la delación estaban entonces a la orden del día, y no faltaron compañeros de estudio que se prestaran a la infame tarea de acercarse a ella para luego proporcionar la información con que tenían pensado expulsarla de la universidad.
Los recuerdos de aquellos años se superponen en la novela a la existencia en los años 90 de esa docena de personajes. ¿Qué ha sido de ellos? Unos terminaron en la soledad, la decrepitud o el alcoholismo. Otros, como Martín, se despiertan cada día con una desazón que interpretan como la secuela de su permanente estado de frustración. Tristán optó por tomar el camino del exilio. Y algunos, en fin, ya están muertos. Irónicamente, quien único ha logrado triunfar es la persona que delató a La Difunta. Ahora es funcionaria en una agencia de turismo en Londres. Ha recibido un fax de su esposo y de acuerdo al mismo debe regresar de inmediato a Cuba. Pero la última vez que estuvo en La Habana todo le pareció ajeno, despintado, mugroso, oscuro. De manera que no, no pensaba regresar.
Por otro lado, La Habana no es ya la que conocieron aquellas personas. El deterioro del espacio urbanístico, el jineterismo, la corrupción, el empobrecimiento del lenguaje a un nivel carcelario, la marginalidad que se ha apropiado del ámbito público, son los síntomas más visibles de su decadencia. A manera de sombrías metáforas, esa Habana aparece recreada en las breves viñetas de la Mujer que habla sola en el parque. Una de las expresiones más patéticas y elocuentes está dada a través de la Doctora Carvajal, quien años atrás fue profesora de Gramática en la universidad. Dedicó toda su vida al trabajo y ahora sobrevive, jubilada y soltera. Antes de que falleciera, todas las mañanas se sentaba en una esquina con una cajetilla de cigarros entre las piernas. “No decía palabra ni ofrecía nada, solo permanecía allí, sin moverse, petrificada de vergüenza, hasta que se acercaba un transeúnte y le compraba un cigarrillo que la Doctora Carvajal vendía a peso para poder reforzar el magro retiro que ni le alcanzaba para comer”.
Para plasmar literariamente este doloroso y lúcido retablo generacional, Mirta Yáñez escogió una estructura coral de sólido y perfecto engranaje. Está armado a partir de un contrapunto de voces que responden a diversas edades, experiencias y naturalezas, y que van tejiendo el denso entramado de la novela. Eso permite abordar la historia desde varios puntos de vista, en su mayoría femeninos. En ese sentido, Sangra la herida constituye una especie de modelo para armar, aunque la autora proporciona los elementos necesarios para que el lector pueda recomponerlo. Hay además un elaborado tratamiento del lenguaje, que posibilita a la autora recrear e incorporar registros de la oralidad sin caer en la reproducción naturalista.
Galardonada con toda justicia con uno de los Premios de la Crítica correspondientes a 2010, Sangra la herida es una propuesta narrativa que admira no solo por su ambición, sino además por la solvencia y la madurez con que Mirta Yáñez ha sido capaz de materializarla. Debemos agradecerles, pues, por esta novela que nos ilumina con su honestidad, su desolación y su verdad.
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