Un fragmento de Doce mensajes a Hércules,
novela publicada por la Editorial Silueta.
La autora, Elvira de las Casas,
hará presentación de la misma el 24 de agosto del 2012
Evaristo Trompa tenía fama de ser el enamorado más fiel de Hormiguero del
Campo. Siendo un jovencito acabado de graduarse de bachiller, su padre, el
dueño del periódico El Heraldo Montuno, lo mandó a estudiar a Europa. Don
Eustaquio Trompa era un aficionado a la ópera y un verdadero conocedor del
género. Desde que su hijo nació lo acostumbró a escuchar a Verdi y a Puccini en
un fonógrafo que había comprado en España, de modo que, a la edad en que otros
niños tararean canciones de cuna, Evaristo repetía de memoria la música de La Traviata y Aída. Al cumplir los dieciséis años, viajó a Italia para
especializarse en dirección musical, carrera que no debía resultarle difícil
porque dominaba varios instrumentos: el piano, el violín y el clavicordio.
Pero algo raro debió ocurrirle durante su viaje que torció por completo su
destino. Repentinamente su familia dejó de recibir cartas fechadas en Milán y
comenzaron a llegar otras de París. Un amigo de don Eustaquio, que viajó a
Francia por asuntos de negocios, regresó escandalizado, jurando haber visto a
Evaristico entonando las notas melancólicas y tristes de un tango frente a un
café de Montmartre mientras los peatones se detenían curiosos y depositaban una
moneda en su sombrero. Según se supo más tarde, el correveidile no había
mentido. Corría el año 1934, Gardel hacía historia con la película Cuestabajo y Evaristo no pudo escapar al
influjo de una música que recorría el mundo y se adueñaba de las pistas de
baile. Al punto que abandonó sus planes de dedicarse a la ópera y decidió
probar fortuna en los barrios bohemios de París.
El Evaristo que regresó a Hormiguero del Campo, ante la imposibilidad de
sobrevivir con su voz aterciopelada y el lamento de su bandoneón, era un
desconocido para aquellos que lo vieron partir. Hablaba con acento rioplatense,
llevaba siempre el pelo engominado y una bufanda enrollada al cuello aún en
pleno agosto, cuando no corría una brisa en varias millas a la redonda y el sol
derretía las piedras.
Su padre, convencido de que era inútil encargar el periódico a alguien que
parecía un figurín de portada de revista barata y que no sabía más que de
farras, arrabales y el farolito de la calle en que nació, vendió el diario y
usó sus influencias para dejarle a su hijo antes de morir el puesto vitalicio
de director de la banda municipal. Desde 1945 Evaristo había conservado el
mismo trabajo de batuta principal de la banda de Hormiguero, aunque nunca dejó
a un lado su afición tanguera. Afición que alcanzó su punto culminante en 1950,
cuando se presentó a un concurso de cantantes aficionados convocado por una
estación de radio de la capital y regresó a Hormiguero con el premio que había
ganado: una bolsa llena de jabones de tocador Hiel de Vaca.
Poco después de su regreso de Europa, Evaristo comenzó a fijarse con
buenas intenciones en Laudelina. Teniendo en cuenta que en el pueblo las
muchachas no esperaban a tener veinte años para ir al altar, o para fugarse con
el novio, ya ella era considerada una solterona, aunque no sobrepasaba los
veintisiete. Laudelina era la única maestra de piano que había en Hormiguero
del Campo, y no se perdía por nada del mundo ni una sola retreta de la banda
municipal.
Con el paso del tiempo, se hizo costumbre en el pueblo ver a Evaristo
galanteándola y acompañándola a darle la vuelta al parque. Se sabía que a ella
dedicaba el tango Cuestabajo, con el
que la banda iniciaba todas sus presentaciones en la glorieta, y que una vez
terminada la función la acompañaba hasta la puerta de su casa, aunque nunca se
le vio entrar. Al principio todos tenían la esperanza de que la señorita
Laudelina se casara con su fiel pretendiente, pero, que se tuvieran noticias,
el compromiso nunca se formalizó. Y ya la gente ni hablaba de boda, teniendo en
cuenta que la pareja estaba bastante madurita: ella frisaba los cincuenta y él
hacía rato que había pasado la media rueda.
Pero eso sí: nadie hubiera concebido asistir a la retreta y no ver a
Laudelina sentada en primera fila, mientras Evaristo revisaba y desempolvaba
las partituras y de vez en cuando le hacía un guiño cómplice, anunciándole que
estaba próximo a atacar las notas de su tango favorito.
“Eso es un amor imposible, pero él es más terco que una mula”, comentó el
doctor Clemencio Guerra antes de comenzar a saborear los dulces que su hijo
había comprado en la cafetería.
Faltaban apenas diez minutos para las siete y quince, hora en que solía
comenzar a tocar la banda: ni un minuto más, ni un minuto menos. Evaristo
Trompa, con el pelo brillante por efecto de la vaselina y una bufanda de
colorines anudada al cuello, se acercó a Laudelina para saludarla antes de
subir los escalones de la glorieta.
“Laude, vos estás más bella que nunca esta noche, ¿viste?”, le dijo con su
mejor tono porteño.
Por toda respuesta, Laudelina agitó aún más el abanico que tenía en su
mano derecha. Pero el émulo de Carlitos volvió a la carga.
“A vos dedico mi música, porque sos mi musa y la causa de mis desvelos”.
Sin embargo, esta vez Laudelina no estaba para pendejadas poéticas.
“Hasta aquí llegamos, Evaristo Trompa”, dijo levantando una ceja
excesivamente pintada y apretando con fuerza el abanico entre sus manos. “Estoy
harta de tus frases picúas, estoy harta de ser la burla de la gente y estoy
harta de ti”.
Evaristo parecía haberse petrificado. Ni siquiera abría la boca, mientras
Laudelina seguía desahogándose.
“Ya no estamos para romper sillones, Evaristo. ¡Ah!, y de paso, déjame
decirte algo que hace muchos años debí haberte dicho… ¡detesto los tangos!”.
Cuando los músicos rompieron a tocar, siguiendo los movimientos de la batuta
sostenida por Evaristo Trompa, los habitantes de Hormiguero se quedaron mudos
de asombro. Por primera vez en casi treinta años, la retreta del parque no
comenzó con el tango Cuestabajo, sino
con el bolero aquel que dice así:
perdón, si es que te he faltado,
perdón, cariñito amado,
ángel adorado, dame tu perdón.
La gente demoró apenas unos segundos en reaccionar, dirigiéndose al músico
a grito pelado:
“¡El tango, Evaristo!”.
“¡Te equivocaste, Evaristo!”.
“¡Toca Cuestabajo!”.
En ese momento, un joven alto y delgado que estaba sentado en la última
fila se levantó de pronto, mientras murmuraba algo que nadie pudo escuchar:
“Olvida el tango y canta bolero… Te jodí. Tú mismo te pusiste la soga al
cuello, Evaristo”, decía el teniente Urquiza mientras se disponía a alejarse de
su asiento. Pero un estruendo infernal lo hizo detenerse de golpe, tropezando
con la gente que gritaba y corría asustada en medio de una densa oscuridad.
Una bomba había estallado en la planta eléctrica del pueblo, dejando las
calles sumidas en las tinieblas y al capitán Arteaga en el más absoluto
desconcierto.
Más de Elvira de las Casas en Grafoscopio.
Más de Elvira de las Casas en Grafoscopio.
1 comment:
Muy linda historia del tanguero venido a menos......
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