8.16.2012

ELVIRA DE LAS CASAS: OLVIDA EL TANGO Y CANTA BOLERO


Un fragmento de Doce mensajes a Hércules, 
novela publicada por la Editorial Silueta.
La autora, Elvira de las Casas, 
hará presentación de la misma el 24 de agosto del 2012 
en Café  Demetrio.


Evaristo Trompa tenía fama de ser el enamorado más fiel de Hormiguero del Campo. Siendo un jovencito acabado de graduarse de bachiller, su padre, el dueño del periódico El Heraldo Montuno, lo mandó a estudiar a Europa. Don Eustaquio Trompa era un aficionado a la ópera y un verdadero conocedor del género. Desde que su hijo nació lo acostumbró a escuchar a Verdi y a Puccini en un fonógrafo que había comprado en España, de modo que, a la edad en que otros niños tararean canciones de cuna, Evaristo repetía de memoria la música de La Traviata y Aída. Al cumplir los dieciséis años, viajó a Italia para especializarse en dirección musical, carrera que no debía resultarle difícil porque dominaba varios instrumentos: el piano, el violín y el clavicordio.
   Pero algo raro debió ocurrirle durante su viaje que torció por completo su destino. Repentinamente su familia dejó de recibir cartas fechadas en Milán y comenzaron a llegar otras de París. Un amigo de don Eustaquio, que viajó a Francia por asuntos de negocios, regresó escandalizado, jurando haber visto a Evaristico entonando las notas melancólicas y tristes de un tango frente a un café de Montmartre mientras los peatones se detenían curiosos y depositaban una moneda en su sombrero. Según se supo más tarde, el correveidile no había mentido. Corría el año 1934, Gardel hacía historia con la película Cuestabajo y Evaristo no pudo escapar al influjo de una música que recorría el mundo y se adueñaba de las pistas de baile. Al punto que abandonó sus planes de dedicarse a la ópera y decidió probar fortuna en los barrios bohemios de París.
   El Evaristo que regresó a Hormiguero del Campo, ante la imposibilidad de sobrevivir con su voz aterciopelada y el lamento de su bandoneón, era un desconocido para aquellos que lo vieron partir. Hablaba con acento rioplatense, llevaba siempre el pelo engominado y una bufanda enrollada al cuello aún en pleno agosto, cuando no corría una brisa en varias millas a la redonda y el sol derretía las piedras.
   Su padre, convencido de que era inútil encargar el periódico a alguien que parecía un figurín de portada de revista barata y que no sabía más que de farras, arrabales y el farolito de la calle en que nació, vendió el diario y usó sus influencias para dejarle a su hijo antes de morir el puesto vitalicio de director de la banda municipal. Desde 1945 Evaristo había conservado el mismo trabajo de batuta principal de la banda de Hormiguero, aunque nunca dejó a un lado su afición tanguera. Afición que alcanzó su punto culminante en 1950, cuando se presentó a un concurso de cantantes aficionados convocado por una estación de radio de la capital y regresó a Hormiguero con el premio que había ganado: una bolsa llena de jabones de tocador Hiel de Vaca.
   Poco después de su regreso de Europa, Evaristo comenzó a fijarse con buenas intenciones en Laudelina. Teniendo en cuenta que en el pueblo las muchachas no esperaban a tener veinte años para ir al altar, o para fugarse con el novio, ya ella era considerada una solterona, aunque no sobrepasaba los veintisiete. Laudelina era la única maestra de piano que había en Hormiguero del Campo, y no se perdía por nada del mundo ni una sola retreta de la banda municipal.
   Con el paso del tiempo, se hizo costumbre en el pueblo ver a Evaristo galanteándola y acompañándola a darle la vuelta al parque. Se sabía que a ella dedicaba el tango Cuestabajo, con el que la banda iniciaba todas sus presentaciones en la glorieta, y que una vez terminada la función la acompañaba hasta la puerta de su casa, aunque nunca se le vio entrar. Al principio todos tenían la esperanza de que la señorita Laudelina se casara con su fiel pretendiente, pero, que se tuvieran noticias, el compromiso nunca se formalizó. Y ya la gente ni hablaba de boda, teniendo en cuenta que la pareja estaba bastante madurita: ella frisaba los cincuenta y él hacía rato que había pasado la media rueda.
   Pero eso sí: nadie hubiera concebido asistir a la retreta y no ver a Laudelina sentada en primera fila, mientras Evaristo revisaba y desempolvaba las partituras y de vez en cuando le hacía un guiño cómplice, anunciándole que estaba próximo a atacar las notas de su tango favorito.
“Eso es un amor imposible, pero él es más terco que una mula”, comentó el doctor Clemencio Guerra antes de comenzar a saborear los dulces que su hijo había comprado en la cafetería.
Faltaban apenas diez minutos para las siete y quince, hora en que solía comenzar a tocar la banda: ni un minuto más, ni un minuto menos. Evaristo Trompa, con el pelo brillante por efecto de la vaselina y una bufanda de colorines anudada al cuello, se acercó a Laudelina para saludarla antes de subir los escalones de la glorieta.
“Laude, vos estás más bella que nunca esta noche, ¿viste?”, le dijo con su mejor tono porteño.
Por toda respuesta, Laudelina agitó aún más el abanico que tenía en su mano derecha. Pero el émulo de Carlitos volvió a la carga.
“A vos dedico mi música, porque sos mi musa y la causa de mis desvelos”.
Sin embargo, esta vez Laudelina no estaba para pendejadas poéticas.
“Hasta aquí llegamos, Evaristo Trompa”, dijo levantando una ceja excesivamente pintada y apretando con fuerza el abanico entre sus manos. “Estoy harta de tus frases picúas, estoy harta de ser la burla de la gente y estoy harta de ti”.
Evaristo parecía haberse petrificado. Ni siquiera abría la boca, mientras Laudelina seguía desahogándose.
“Ya no estamos para romper sillones, Evaristo. ¡Ah!, y de paso, déjame decirte algo que hace muchos años debí haberte dicho… ¡detesto los tangos!”.
   Cuando los músicos rompieron a tocar, siguiendo los movimientos de la batuta sostenida por Evaristo Trompa, los habitantes de Hormiguero se quedaron mudos de asombro. Por primera vez en casi treinta años, la retreta del parque no comenzó con el tango Cuestabajo, sino con el bolero aquel que dice así:
   perdón, si es que te he faltado,
   perdón, cariñito amado,
   ángel adorado, dame tu perdón.
La gente demoró apenas unos segundos en reaccionar, dirigiéndose al músico a grito pelado:
“¡El tango, Evaristo!”.
“¡Te equivocaste, Evaristo!”.
“¡Toca Cuestabajo!”.
   En ese momento, un joven alto y delgado que estaba sentado en la última fila se levantó de pronto, mientras murmuraba algo que nadie pudo escuchar:
“Olvida el tango y canta bolero… Te jodí. Tú mismo te pusiste la soga al cuello, Evaristo”, decía el teniente Urquiza mientras se disponía a alejarse de su asiento. Pero un estruendo infernal lo hizo detenerse de golpe, tropezando con la gente que gritaba y corría asustada en medio de una densa oscuridad.
   Una bomba había estallado en la planta eléctrica del pueblo, dejando las calles sumidas en las tinieblas y al capitán Arteaga en el más absoluto desconcierto.

Más de Elvira de las Casas en Grafoscopio.

1 comment:

Ivan said...

Muy linda historia del tanguero venido a menos......