11.25.2012

ÁLVARO MATA GUILLÉ: EDUCACIÓN: CENSURA DEL ESPÍRITU


Cortesía del Suplemento Página abierta
periódico Extra, Costa Rica

El inicio de las culturas, lo que marca la distancia entre el instinto y el lenguaje, es el descubrimiento de la muerte, el saber que morimos enfrentando el designio de la finitud, al abismo que se abre con su incertidumbre, la oscuridad que reaparece transformada en noche, en polvo, en universo. La necesidad que persiste convertida en ímpetu por estar y ser, en impulso por sobrevivir, es el núcleo vital que propicia lo que somos, el origen de las civilizaciones, de los significados que damos a cada lugar, a cada gesto, a cada cosa: nombres que al asignarlos construyen las rutinas que aprisionan lo cotidiano, trasladan la realidad –el aliento, el grito, lo otro– a los significados, definiendo los juicios que encauzan la costumbre, definen lo que somos, definen lo otro. El conocimiento nace pegado al cuerpo, al sentir que se percibe y al percibirse se descubre percibiendo, a la sensación que distingue su circunstancia de tránsito –su fugacidad, su centelleo– tratando de evitarlo, de evadirse, de encontrarse. Circunstancia de finitud y transcurso que se siente a sí misma: se sabe sin saberse, se palpa sin palparse, inmensidad dispersa en la oquedad de la nada, en la oquedad de ceniza que encubre el vacío en la nada, tiempo que pasa, tiempo que sabe que perece.
El conocimiento tenía una función práctica que provenía de la necesidad de la especie por sobrevivir: era la memoria, el recuerdo ligado al sentido, el instinto diluido en imágenes enlazadas al transcurrir de la vivencia, es decir, ligado al acontecer, a los hechos de lo cotidiano unidos a nuestras necesidades perentorias, a nuestras urgencias vitales, permitiendo con ello no solo el desarrollo de las culturas, sino también la aparición de la individualidad, esa afirmación del cada uno que asume la soledad de su sentir en el espacio-tiempo, que entre origen y finitud, forja una historia. La individualidad propicia lo plural, yo mismo mirándose entre parpadeos, descubriendo al otro rostro inmerso en nuestra propia necesidad, en nuestra propia mirada, que antes que mirada fue instinto, deseo, un querer vincularse que inicialmente fue autismo, soliloquio, luego diálogo, reconocimiento, proxemia. Búsqueda de conciliación, reencuentro que emana de esa circunstancia de saberse finito y ausente, de saberse la nada inmersa en la nada, de saberse el vacío que permuta como eco en la ceniza. 
Las primeras formas que encontramos para transmitir conocimientos, formas que denominamos ahora educación, estaban ligadas a la memoria, eran vivencias, titubeos que procedían del existir asumiendo la incertidumbre, la extrañeza, la precariedad de las circunstancias que se manifestaban a través del rito, la fiesta, la poesía, el teatro, recreando las narraciones acumuladas en los recuerdos, que contenían los conocimientos necesarios para ser y estar, dando con ellos un sentido a las cosas, una razón para permanecer, contrario a lo que sucede en nuestros días con la cadena de informaciones estériles, de desechos, de anquilosamiento que padecen nuestros sistemas educativos, caracterizados por una burocratización del sentir y el intelecto, que comulgan con los nuevos vicios y valores de la contemporaneidad, que nos acostumbra a acumular datos muertos e inútiles, donde todo vale igual y da lo mismo, todo objeto y cosa del entretenimiento y el consumo. Degradación de lo vital, de los vínculos que perecen en la unilateralidad de lo banal, decadencia del lenguaje, de las muchas palabras que nos abruman y dejaron de decir y significar, no siendo extraño, que ante estas condiciones de vaciamiento y letargo, de adormecimiento de lo vital y de pérdida del sentido del tiempo en la cosas, que la barbarie reaparezca escondida en la vacuidad petulante que inunda lo contemporáneo, su indiferencia frívola, su conformismo, su estética de apariencia hueca e idiota.
Alejar el olvido, saber que no sabemos, ímpetu por estar y ser, dieron fundamento, en la Grecia antigua, a la democracia, impregnando con ellos sus instituciones, sus estatutos, sus estructuras normativas, el ágora, su condición de ser, puesto que al develarnos en la incertidumbre, al descubrirnos solos y autónomos, nos obliga a construirnos desde nosotros mismos, a descubrirse y redescubrir al otro, a asumir la precariedad del nosotros en el entorno y la convivencia. Contrario a los estamentos de esta tradición, el sistema educativo que prevalece, sometido a la abulia del maestro, la pobreza del funcionario educativo o el político, elimina el núcleo vital que da sustento a la convivencia: la individualidad que se pregunta y se asume, negando con ello el fundamento existencial que da origen también a la democracia, el núcleo del convivir: el no saber, el buscase a sí mismo que haciéndolo se reconoce en el otro siendo lo diferente, el límite, el abismo que se transparenta. Negación del cuerpo, censura del espíritu, negación que se consume en lo inútil, destrucción de los vínculos y los lenguajes, deterioro de la persona transformada en precio y cosa, etiquetados como los muertos que se acumulan entre las urnas o las lápidas de los cementerios.
Si quisiéramos encontrar algunas de las causas que provocan muchos de los males contemporáneos (el por qué los jóvenes prefieren ser asesinos a sueldo o prostitutas, por qué la vaciedad de gestos y contenidos, el vacío que consume el sin sentido, la desconfianza, el miedo, el tráfico de nosotros mismos) deberíamos revisar no solo los nuevos valores que determinan el ser y estar de nuestra época, sino sus sistemas educativos, no solo en sus métodos, también en sus contenidos, en sus fundamentos, en la decadencia de su función vital, pues es ahí, en ese lugar que elimina la libertad y la creación, se construye en gran parte el olvido que hacemos recaer sobre nosotros mismos, moldeando los por qué de la indiferencia, de la frivolidad cínica que empaña nuestros días, ahí se censura el espíritu y la aspiración de lo que podemos ser, se moldea la barbarie, la abulia, nuestro vaciamiento.

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ÁLVARO MATA GUILLÉEscritor, director de teatro, ensayista, dramaturgo. (Costa Rica, 1965). Dirigió la revista Hoja en blanco y el sello Aire en el Agua Editores. Director del grupo Baco, de danza-teatro, de la revista Locutorio y del Instituto de creación poética en La Casa Refugio, en México. Ha dirigido, entre otras, las obras La señorita Julia de A. Strindberg, El jardín de las delicias de Fernando Arrabal, una adaptación del poema "Pasado en claro" de Octavio Paz, otra del poema "Cuadernos del destierro" de Rafael Cárdenas y de su propia autoría ha dirigido Escenas de una tarde, en repertorio desde el 2002. Ha publicado Intemperies, Escenas de una tarde, Debajo del viento, y saldrá en el 2013, su libro Sobre los fragmentos, en México.

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