Cortesía
del Suplemento Página abierta,
periódico
Extra, Costa Rica
El
inicio de las culturas, lo que marca la distancia entre el instinto y el
lenguaje, es el descubrimiento de la muerte, el saber que morimos enfrentando
el designio de la finitud, al abismo que se abre con su incertidumbre, la
oscuridad que reaparece transformada en noche, en polvo, en universo. La
necesidad que persiste convertida en ímpetu por estar y ser, en impulso por
sobrevivir, es el núcleo vital que propicia lo que somos, el origen de las
civilizaciones, de los significados que damos a cada lugar, a cada gesto, a
cada cosa: nombres que al asignarlos construyen las rutinas que aprisionan lo
cotidiano, trasladan la realidad –el aliento, el grito, lo otro– a los
significados, definiendo los juicios que encauzan la costumbre, definen lo que
somos, definen lo otro. El conocimiento nace pegado al cuerpo, al sentir que se
percibe y al percibirse se descubre percibiendo, a la sensación que distingue
su circunstancia de tránsito –su fugacidad, su centelleo– tratando de evitarlo,
de evadirse, de encontrarse. Circunstancia de finitud y transcurso que se
siente a sí misma: se sabe sin saberse, se palpa sin palparse, inmensidad
dispersa en la oquedad de la nada, en la oquedad de ceniza que encubre el vacío
en la nada, tiempo que pasa, tiempo que sabe que perece.
El
conocimiento tenía una función práctica que provenía de la necesidad de la
especie por sobrevivir: era la memoria, el recuerdo ligado al sentido, el
instinto diluido en imágenes enlazadas al transcurrir de la vivencia, es decir,
ligado al acontecer, a los hechos de lo cotidiano unidos a nuestras necesidades
perentorias, a nuestras urgencias vitales, permitiendo con ello no solo el
desarrollo de las culturas, sino también la aparición de la individualidad, esa
afirmación del cada uno que asume la soledad de su sentir en el espacio-tiempo,
que entre origen y finitud, forja una historia. La individualidad propicia lo
plural, yo mismo mirándose entre parpadeos, descubriendo al otro rostro inmerso
en nuestra propia necesidad, en nuestra propia mirada, que antes que mirada fue
instinto, deseo, un querer vincularse que inicialmente fue autismo, soliloquio,
luego diálogo, reconocimiento, proxemia. Búsqueda de conciliación, reencuentro
que emana de esa circunstancia de saberse finito y ausente, de saberse la nada inmersa
en la nada, de saberse el vacío que permuta como eco en la ceniza.
Las
primeras formas que encontramos para transmitir conocimientos, formas que
denominamos ahora educación, estaban ligadas a la memoria, eran vivencias,
titubeos que procedían del existir asumiendo la incertidumbre, la extrañeza, la
precariedad de las circunstancias que se manifestaban a través del rito, la
fiesta, la poesía, el teatro, recreando las narraciones acumuladas en los
recuerdos, que contenían los conocimientos necesarios para ser y estar, dando
con ellos un sentido a las cosas, una razón para permanecer, contrario a lo que
sucede en nuestros días con la cadena de informaciones estériles, de desechos,
de anquilosamiento que padecen nuestros sistemas educativos, caracterizados por
una burocratización del sentir y el intelecto, que comulgan con los nuevos
vicios y valores de la contemporaneidad, que nos acostumbra a acumular datos
muertos e inútiles, donde todo vale igual y da lo mismo, todo objeto y cosa del
entretenimiento y el consumo. Degradación de lo vital, de los vínculos que
perecen en la unilateralidad de lo banal, decadencia del lenguaje, de las
muchas palabras que nos abruman y dejaron de decir y significar, no siendo
extraño, que ante estas condiciones de vaciamiento y letargo, de adormecimiento
de lo vital y de pérdida del sentido del tiempo en la cosas, que la barbarie
reaparezca escondida en la vacuidad petulante que inunda lo contemporáneo, su
indiferencia frívola, su conformismo, su estética de apariencia hueca e idiota.
Alejar
el olvido, saber que no sabemos, ímpetu por estar y ser, dieron fundamento, en
la Grecia antigua, a la democracia, impregnando con ellos sus instituciones,
sus estatutos, sus estructuras normativas, el ágora, su condición de ser,
puesto que al develarnos en la incertidumbre, al descubrirnos solos y
autónomos, nos obliga a construirnos desde nosotros mismos, a descubrirse y
redescubrir al otro, a asumir la precariedad del nosotros en el entorno y la
convivencia. Contrario a los estamentos de esta tradición, el sistema educativo
que prevalece, sometido a la abulia del maestro, la pobreza del funcionario
educativo o el político, elimina el núcleo vital que da sustento a la
convivencia: la individualidad que se pregunta y se asume, negando con ello el
fundamento existencial que da origen también a la democracia, el núcleo del
convivir: el no saber, el buscase a sí mismo que haciéndolo se reconoce en el
otro siendo lo diferente, el límite, el abismo que se transparenta. Negación
del cuerpo, censura del espíritu, negación que se consume en lo inútil,
destrucción de los vínculos y los lenguajes, deterioro de la persona
transformada en precio y cosa, etiquetados como los muertos que se acumulan
entre las urnas o las lápidas de los cementerios.
Si
quisiéramos encontrar algunas de las causas que provocan muchos de los males
contemporáneos (el por qué los jóvenes prefieren ser asesinos a sueldo o
prostitutas, por qué la vaciedad de gestos y contenidos, el vacío que consume
el sin sentido, la desconfianza, el miedo, el tráfico de nosotros mismos)
deberíamos revisar no solo los nuevos valores que determinan el ser y estar de
nuestra época, sino sus sistemas educativos, no solo en sus métodos, también en
sus contenidos, en sus fundamentos, en la decadencia de su función vital, pues
es ahí, en ese lugar que elimina la libertad y la creación, se construye en
gran parte el olvido que hacemos recaer sobre nosotros mismos, moldeando los
por qué de la indiferencia, de la frivolidad cínica que empaña nuestros días, ahí
se censura el espíritu y la aspiración de lo que podemos ser, se moldea la
barbarie, la abulia, nuestro vaciamiento.
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ÁLVARO MATA GUILLÉ. Escritor, director de teatro, ensayista,
dramaturgo. (Costa Rica, 1965). Dirigió la revista Hoja en blanco y el sello
Aire en el Agua Editores. Director del grupo Baco, de danza-teatro, de la
revista Locutorio y del Instituto de creación poética en La Casa Refugio, en
México. Ha dirigido, entre otras, las obras La señorita Julia de A. Strindberg,
El jardín de las delicias de Fernando Arrabal, una adaptación del poema
"Pasado en claro" de Octavio Paz, otra del poema "Cuadernos del
destierro" de Rafael Cárdenas y de su propia autoría ha dirigido Escenas
de una tarde, en repertorio desde el 2002. Ha publicado Intemperies, Escenas de
una tarde, Debajo del viento, y saldrá en el 2013, su libro Sobre los
fragmentos, en México.
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