Witold Gombrowicz, en
conversaciones con Dominique de Roux, que dan forman al libro Testamento,
donde se recopilan los diálogos realizados entre ambos sobre el quehacer
cultural y la literatura, hacía referencia a lo que él denominaba: “las
sociedades secundarias”, aquellos pueblos, que por sus características de
desventaja, provocada por el lugar asignado en la jerarquía de la historia,
construían su identidad —lo que nos identifica y da un lugar en el mundo— desde
el desvalor. “Las sociedades secundarias” eran culturas sin cultura, historias
sin historia, nacionalidades sin nacionalidad, que al establecer sus pautas, al
ordenar su normativa, instituían la cotidianidad desde el no-ser, desde el
negarse que se enclava como un parámetro, un norte, un sello indeleble, una
marca, que las aleja y las hace permanecer fuera de la tradición, ajenas de sí mismas.
Excluir, negar, desvalorar, sentencias del menosprecio que
conllevan un doble sentido: por una parte la condena que desestima al otro, lo
niega a partir de las escogencias de una determinada perspectiva que se impone,
de una determinada versión de los hechos que totaliza y establece las
jerarquías sociales de la realidad, donde el excluido vale menos o no vale
nada, y el que excluye se convierte en la referencia, el paradigma, el modelo
que dibuja un rostro, el origen, el principio. El excluido, en concordancia con
su condición de marginalidad, a través de sus traumas y complejos establecidos
por la ontología de su designio, desprecia sus pasos, niega su hacer, se
desprecia a sí mismo, haciendo evidente la no-querencia que nos descalifica y
aleja de lo posible, es decir, de asumirnos en la construcción de lo que
podemos ser en nuestro aquí y ahora.
El desprecio de sí mismos, forja la personalidad de las
sociedades secundarias —su tono, su ritmo, sus gestos—; se incrusta como una
daga en las vísceras de nuestras culturas; establece las pautas que impregnan
todo hecho como un estigma, que se ata no sólo al cuello, a las manos o a la
espalda, sino al espíritu, convirtiéndolo en el resultado de su propia
mutilación. Desde ahí, desde esa condición del no-ser forjado en el anhelo del
rostro del otro, las “sociedades secundarias” observan el paso del mundo, los
hechos que se suceden sin participar de ellos, el omiso que no participa de la
conformación del presente ni de su realidad, escondiéndose como un mal boceto,
como la aberración de un fantasma, en la intolerancia y el miedo, en el
resentimiento y la envidia: miedo al otro, miedo a sí mismo, negación de su
cuerpo y su sentir, censura de su lenguaje y sus voces.
Al contrario, para
el que participa de las “sociedades primarias” —la otra cara de la misma
moneda, una dependiendo de la otra— el contexto cultural le era favorable, ya
que provienen de una tradición legitimada, dueña del pináculo de las
cronologías y lo verdadero, sabiendo que lo verdadero se acepta como un
mandato, como un regla inamovible que permite, en este caso, no solo tener
presencia en el mundo —una historia, una identidad, una cara— sino, en
principio, un mundo posible; no sucediendo así con un polaco o un argentino, un
mexicano o un costarricense, fusionados en el paradigma de la negación y el
desprecio, siempre en tránsito del crecer adolescente, siempre al acecho del
otro como una sombra, siempre con el estigma que lo convierte en su propio
enemigo, en su propia negación.
Menosprecio,
descalificación, desvalor, actitudes afincadas en la cotidianidad existencial
de los países latinoamericanos, que se suma a la tradición que nos marca desde
la llegada española, el occidente forjado del feudalismo y la contra reforma,
la inquisición, la ausencia de crítica, la exclusión de lo disidente, que
también cohabitan en nuestros adentros como fantasmas que obsesionan nuestro
hacer en su deseo de vestirse en los ropajes del otro —imitándolo,
sublimándolo, idealizándolo— persiguiendo su imagen, como una identidad que se
disipa, sometiéndose y subyugando, odiando y odiándose, en procura de una
esencia que no existe, un espejismo que al llegar a él se deforma en lo
grotesco, como una mueca desvanecida en el aire. Resabios de una historia que
hace del negarse a sí mismo la condición de lo inmutable, la razón de ser que
se vierte como ecos que resuenan sin resonar y confabulan con la adulación, la
envidia, la susceptibilidad; desde ahí, desde esos lugares de la negación,
anquilosados en una normativa que se construye de la carencia y el
envanecimiento, ingresamos a lo contemporáneo —a la época donde los
significados pierden peso y sentido, donde la metáfora y lo sagrado se ahuecan
internándonos en la soledad del bullicio, en la frivolidad y el consumismo que
todo lo transforman en cosas de cosas, manoseo y exposición de lo íntimo, del
ser vaciado diluido en la virtualidad de la red y los medios de comunicación—
sin lograr ver lo que somos, sin asumir nuestras preguntas, impidiendo con
nuestro canibalismo, con la antropofagia ontológica que nos caracteriza,
reencontrarnos, vernos, sentirnos.
Sorprende la riqueza
cultural de nuestros países, la variedad de sus lenguajes, sorprende más la
ceguera que los pasa por alto y los invisibiliza, el conformismo excluyente que
al enfrentar las cosas las vuelve inútiles, sorprende la variedad de nuestras
vejaciones que impiden el desarrollo de nuestra riqueza: la pluralidad, lo
diverso. Invisibilizar los lenguajes, lo que somos y podemos ser, nos prohíbe,
nos convierte en enemigos de nuestra propia voz, mutila nuestro espíritu,
mutila la vivencia del presente. Si bien la exclusión el subyugar, han sido
partes de la historia de las culturas —en lo político, en lo ideológico,
imponiéndose sobre el origen, lo sexual, el género, el color de piel o la
cultura— y siguen siendo prácticas comunes de nuestro accionar, las “sociedades
secundarias” adicionan a estas ataduras, como una condición más que condiciona
su razón de ser, la imposición de una verdad monolítica, de una sentencia que
impera como única posibilidad: la prevalencia de su no ser, su minusvalía e
impostura, su menosprecio.
Si la imposibilidad
es la normativa,si la descalificación es la costumbre, si la convivencia es
sometida a la negación de su propio convivir, el tomar distancia —el destierro,
la lejanía— aparecen como una opción del existir; rebeldía que al reconocerse
en su propia soledad, en su extrañeza, buscan reencontrase desde el destierro:
exilio dentro del exilio, mundo dentro del mundo que se vincula a los otros
desde el alejamiento, transitando en los bordes de una realidad paralela, como
islas flotantes, al decir de Eugenio Barba, cuando se refiriere a los grupos de
teatro dispersos por el mundo que desean ser ellos, que para reencontrarse o
reconocerse rompen las fronteras, buscando respirar, buscando construir su
propios vínculos, estableciendo las pautas de sus correspondencias, creando su
propia razón de ser.
Pues, el convivir no
solo implica tolerar lo diferente, cohabitar con lo plural o establecer
parámetros que posibiliten coexistir; convivir obliga a construir un lenguaje
que de un sentido a las cosas, una justificación que nos haga creer, viéndonos
y palpando desde nuestra propia piel, sintiéndonos y asumiendo lo que somos; es
un hecho de la existencia, no una ilusión o una retórica, es una práctica
vivencial, un transitar en el que decidimos todos los días, sabiéndonos ajenos
y cercanos al abismo, permanecer, es el núcleo vital que posibilita un lenguaje
y construir un rostro, el rostro de cada uno, es lo que hace que la democracia
sea democracia y la libertad sea libertad.
Evasión, exilio,
destierro, métodos necesarios que evitan no solamente la mutilación y la
parálisis, la negación y la censura productos de nuestros traumas y complejos,
de la inseguridad o de la baja estima, también nos permiten sobrevivir alejados
(como las islas flotantes) de todo aquello que nos impide ser, porque a veces
la convivencia solo se logra desde la no convivencia, a veces el estar es una
renuncia obligada para poder estar, como sucede con el teatro o la poesía que
deben renunciar al lenguaje para reformular al lenguaje, que deben alejarse de
sí mismos para volver sobre sí encontrándose, que deben destruir los
significados para reconstruir la realidad, reencontrando en ese ir la metáfora,
lo sagrado, lo íntimo, sobre todo en nuestros días donde el vaciamiento
prevalece junto al miedo y al fundamentalismo que posesionan lo cotidiano,
donde los lenguajes se corrompen obligándonos a volver a empezar, a redescubrir
el por qué de cada cosa, volviendo al silencio, ya que es en el silencio de
donde surge el lenguaje, un lenguaje que nos permita reencontrarnos, que nos
permita que algún día lo humano pueda encontrar de nuevo lo humano, como
anhelaba Gombrowicz, y reconocer el rostro de nuestro propio rostro, la
penumbra de nuestra penumbra vislumbrándose.
Este exilio, nuestro
exilio, —citando de nuevo a Eugenio Barba— no es una amputación o una
humillación. Es una conquista o, en otras palabras, una acción política. Se
vuelve una toma de posición, no siempre declarada o consciente, pero concreta y
activa contra una sociedad que tiene miedo de sus múltiples almas, de sus
múltiples rostros, de sus otros lenguajes, que tiene miedo de sí misma.
*(Una primera versión se publicó
en Italia, en el Libro Parole di
libertá. Antología, Parole di scrittore sulla Libertá e il
exilio, en traducción de Chiara Macconi. Pen internazionale, Editore SE,
Italia, en 2010, como también en la Revista
de Pen Club italiano. La segunda versión, se publicó en la Revista Incendios de
México-Argentina-España)
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En Grafoscopio:
Álvaro Mata Guillé: Educación: Censura del Espíritu
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