Estos cuentos de José Lorenzo Fuentes parecen estar más
allá no solo de los logaritmos,
sino que trascienden cualquier acercamiento
cognitivo
Se afirmaba, allá
por la década de 1970, que científicos comunistas de la extinta Unión Soviética
investigaban acerca del por qué de la creación literaria; es decir, dónde
estaba la génesis, de dónde “salía” esa posibilidad de que unos fueran
escritores de ficción y otros no. Posteriormente aquellos científicos
abandonaron la investigación para llegar a la conclusión elemental: era el
misterio. Bueno, ya sabemos que los comunistas suelen ser personas que solo
creen en lo explicable “concretamente”, de modo que han tratado de
“cientificar” todo rasgo humano que se aparte de la condición de la Materia, la
lucha de clases y esas cosas. Ellos, los comunistas, rara vez creen en las
noches azuladas, el canto del gladiolo o el poder de esa lágrima que a veces
descubrimos en cierto rincón balsámico. Conciben el amor entre la pareja como
una especie de salto cuantitativo a lo cualitativo, y aborrecen el tenue
pesimismo que envuelve a las ánimas de los amantes distantes. Son buldóceres
los comunistas.
Toda esta muela que precede es para afirmar que
los cuentos de José Lorenzo Fuentes (Santa Clara, Cuba, 1928) parecen estar más
allá no solo de los logaritmos que uno pueda concebir desde la estacada del
conocimiento de la creación literaria, sino que en suma, en mi humilde opinión
trascienden cualquier acercamiento cognitivo.
Lorenzo Fuentes, uno de los escritores emblemáticos de la
narrativa cubana de hace poco más de medio siglo, ha publicado recientemente en
Azud Ediciones El cementerio
de las botellas, una obra que se enmarca justamente, y creo que con
puntaje mayor, en los elementos que he relacionado en las líneas anteriores.
Siete piezas componen este libro, fascinante por las
razones antes dichas y porque nos retrotrae hasta elementos tanto de la llamada
modernidad como a otros que se pierden o se nos han perdido en la memoria
secular.
El primer cuento, de largo aliento y que le da el título
al libro, resulta un escamoteo de vivencias reales que se vinculan, como en
toda la obra cuentística de Lorenzo, con fundamentos de lo onírico que podrían
tener sus orígenes en la parapsicología (aunque esto es lo de menos, yo sigo
pensando que este autor es un loco sabio, más sabio que loco, que está tocado
con un extra de ese misterio que los comunistas rusos trataron en vano de
explicarse). Los celos, el culto a la belleza física femenina, y sobre todo la
traición —como en otras piezas del libro que nos ocupa, son los temas
principales de esta narración donde, curiosamente, aparecen el pintor Mijares
junto al también pintor Carlos Enríquez o el escritor Alejo Carpentier. El
concepto de zombi es asimismo uno de los personajes de esta pieza (122 cuartillas)
en la que además nos topamos con un personaje, Willy, que viene a ser un elemento
catalizador tanto hacia una banda como hacia la otra.
“Volar” (14 páginas), mediante una asunción parabólica,
tiene como centro el erotismo (no básicamente la pasión, como en otros textos
del libro) y, en buena medida, el morbo. Aquí tenemos a Pegaso llevándonos en una aventura
donde Lorenzo Fuentes alcanza tal vez su mayor momento mágico y donde se luce con uno de sus
mayores atributos: la descripción (ver Pág. 123, por ejemplo).
“Casting” (11 páginas) es un texto que se apega un poco
más —solo un poco más— a lo que solemos llamar la Realidad. La casualidad y la
causalidad o el azar digamos —condiciones sin las cuales nuestras vidas, para
bien o para mal, no serían vidas—, es el punto fuerte de esta narración donde
se afirma: “en las escrituras de Dios menudean los renglones torcidos”, máxima
que por cierto tuerce el transcurrir del protagonista, Ambrosio Cernuda.
“El espejo multiplicador” (4 páginas) es la aceptación
del sueño y de la pesadilla. Y, de acuerdo con lo que apuntaba antes, en este
la traición amorosa y la carnalidad vienen a ser el eje principal de la acción.
Lo básico de esta historia ocurre un 13 de abril de épocas distintas. Este
cuento creo que es el de mayor polisemia en un libro donde la polisemia está a
la orden de página.
“Gato entrometido” (10 páginas) es la locura-cuerda en su
apoteosis. El controlador aéreo Jacinto Salavarría sufre una de las acciones
oníricas, digamos, más representativas de El cementerio
de las botellas. Salavarría
es víctima, pero una víctima que nos pone sobre aviso: “Entre sus olores
inconfundibles [de Eva] (...) podían estar trenzados, para identificarlo, los
olores del intruso usuario de los sueños desatinados de su mujer” (Pág. 154).
“Idéntica a la otra” (4 páginas) resulta el cuento del
cuento, es decir: el cuento del hombre que está escribiendo un cuento. Su
escenario principal es la idealizada Majubina: “una parcela de tierra entre
palmas reales y cocoteros, alejada de la mano de Dios”. Cito este fragmento
porque si bien el libro tiene su basamento fundamental en lo onírico, lo
absurdo, lo irreal o lo que fuera, sus sustratos están conectados con verdadera
savia con la isla de Cuba y otras regiones del Caribe, principalmente. En
“Idéntica a la otra” nos hallamos con un esquema personalizado, podríamos
decir, sobre la belleza de la mujer.
“Dos él” (30 páginas), el último cuento del libro, como
lo sugiere el título, se trata de un hombre que por esos azares, se convierte
en dos. O sea, hay dos Prudencio Lizárraga, el primero y el segundo —aunque no
se advierte real preponderancia vital, digo, del uno sobre el otro, si
descontamos la disputa que por ciertas razones a veces los separan— en esta
narración en la cual Consuelo, nacida en el Callao, biznieta de Atahualpa, se
siente capacitada para responderle con sobrado sadismo a quien la pretende con
vehemencia, y quien le ha preguntado “¿Cuánto?” en aquella taberna de mala
muerte: “Lo que no tienes en el bolsillo, así que no te hagas ilusiones ahora
ni nunca”. Asimismo, en esta narración el autor profundiza, hasta alarmarnos
positivamente, en la llamada ludofilia, es decir, la adición letal a los juegos
de apuesta.
Al leer este libro al menos a mí me ha ocurrido que por
momentos me he dejado encantar por la flauta de José Lorenzo Fuentes, hasta
que, de pronto, la serpiente me muerde para conminarme a que despierte. Creo
que esto sería, entre otras razones, además de las ya dichas, por el rejuego de
tiempos, el hechizo de sus personajes, la intensidad de los parajes en que se
desarrolla la acción.
Quizás la propuesta principal de El cementerio de las botellas sea esa: la lucha Obsesión versus
Realidad.
Con este libro, José Lorenzo Fuentes demuestra una vez
más, por si quedaban dudas, que es un narrador cubano fuera de serie.
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