Otra vez el cuervo gira en círculos
funerarios
y espera por la carne fresca como un campo de batalla.
Este es mi último intento de ser feliz.
A Frank Abel Dopico
Verano
de 1991, el poeta Frank Abel Dopico (1964-2016) llega al central Santa Lutgarda, ya por aquel entonces último
reducto del proletariado hacedor de cristales de azúcar prieta en Cifuentes (el
resto de los ingenios, tres en total, habían sido mandados a demoler, o
desactivar, como aún algunos denominan en la retórica oficial). Y claro, la
presencia en un batey azucarero de alguien con una melena como la de cualquier
integrante de esas bandas de rock que hoy son leyenda, y cierto aire quijotesco
en el paso, la mirada y hasta en el modo de expulsar el humo del cigarro, no
podía pasar desapercibida. Mucho menos en el comienzo de una crisis que
marcaría un antes y un después en la vida del insular de a pie y que, en el
lenguaje figurado del poder, nombrarían como “Período Especial”.
En la
comisaría del poblado, alguien da la voz de alerta: un tipo raro, pelú y con un
libro bajo el brazo preguntó en el bar por que no funcionaba la victrola, dando
tremenda muela, que si el aparato era una verdadera reliquia y que debían
preocuparse por arreglarlo, y ahí no para el asunto (o la cosa, según palabras
textuales del propietario de la voz de alerta): preguntó dónde vive José Luis
Santos. Mal rayo lo parta, dijo el jefe del DOP,[1] rascándose la cabeza en la que
ya asomaban leves rasgos de calvicie, y presumiendo que el recién llegado, el que
esto dice (o ambos en conjunto) le echarían a perder sus intenciones de salir
en pos de una ensarta de tilapias al Río Manzanares. Esto, planteado de un modo
en que el más simple de los hermeneutas locales entendería, equivale a decir
que Dopico y yo le hacíamos peligrar el “pasto” de su prole, digna de ecuación pitagórica
numéricamente hablando. En época de hambre y penurias disímiles, ningún hombre,
así se llame T.S. Eliot, debe poner en riesgo la cochambrosa ración de pescados
(de agua dulce) de otro hombre.
Los
habitantes de Santa Lutgarda, apartándonos por un momento de las elucubraciones
de la pequeña estación policial, llamada años más tarde: “El Sector”, no eran
merecedores de aquello de que “No es por azar que nacemos en un sitio o en otro,
sino para dar testimonio”. Dopico, en cambio, discrepaba. Sentado en la sala de
una casa, similar a otras tantas que la escasa imaginación arquitectónica
socialista, ordenó alinear como sepulcros, escuchaba: “Yo quiero ser llorando
el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas…” Serrat canta a Miguel Hernández y el tocadiscos Made
in URSS o Сделано в СССР (comprado por mi abuelo, gracias a un crédito,
extrañas bondades que, importadas desde el país de Tarkovski, signaron una
época, como la música, los pantalones campanas o el dulce ruido de los hierros
zafreros) se empeñaban en colocar en el éter sabatino de mediados de julio, un
ambiente mitad disoluto, mitad dadaísta para el gusto de los pueblerinos, si es
que alguno les permitía la subsistencia. “A ver”, intervino Dopico luego de concluir la canción,
con el aire del pícher que lanza una curva cerrada, ¿tú crees que “Elegía aRamón Sijé” se escribió en la suite del mejor cinco estrellas madrileño? No, mi
socio, fue en Orihuela, ¿y tú sabes dónde queda Orihuela?, en el culo de España,
donde las vacas mean, cagan y gozan del apareamiento con los toros en medio de
la calle principal”.
Pero
Félix Luis Viera –debía aprovechar al máximo mi turno al bate, ya con un strike
cantado y escasas posibilidades frente a semejante lanzador- no le hizo
cosquillitas en el clítoris a una musa campestre, para que saliera de la
máquina de escribir, y listo para publicarse: Con tu vestido blanco (y lo mismo
diría hoy de Un ciervo herido y El corazón del rey). El tocadiscos regurgitaba ahora (sobre una aldea
que a su vez regurgitaba sobre él, mezquinos intervalos de bagacillo que, con
el tiempo, terminarían siendo entrañables): “No pienso que sufrir es aquella
opción que nos dio algún dios para salvarnos…” Y luego, como para introducir
una irreverente enmienda anglófila, en lo que en buen léxico de reuniones
laborales, partidistas u otras sería “el orden del día”: The delicate sound of
the tundra, un ilegítimo Pink Floyd, salido (increíblemente) de un ilegítimo
sello discográfico de “la cortina de hierro”, construcción tropológica emitida
por la mediocre inventiva lírica de Occidente, en los años de la guerra fría. “Tu
problema”, dijo quien fuera mi mentor en
ese experimento de la cultura cubana que, una vez pasado por el prisma
moscovita de la masividad, llamaríamos “talleres
literarios”, es que mantienes una relación amor/odio con el lugar donde te tocó
nacer y además vivir, y eso sólo es permisible para los personajes de las
ficciones literarias”. “Y otra cosa”, de nuevo la sensación de un lanzamiento
imposible de batear, “¿tú tienes idea de lo que es el Condado, el barrio donde
vive Viera? Para que te enteres, el Condado es la campiña de Santa Clara, pero
una campiña feroz, sin guajiros, sin los gallos que pintó Mariano, sin árboles,
a no ser logrados en técnica bonsái, y donde la gente se entra a cabillazos por
nada. Porque miraste accidentalmente a alguien, y ese alguien tenía el día
malo: no tenía ni este peso para comprarle unas malangas a sus chamas, o
sencillamente la mujer se le fue con otro. Porque una tipa dijo de no sé quién
que tenía el rabo del tamaño de un gusanillo de bicicleta. Porque en una pelea
de perros todo el mundo le apostó al de Periquito Pérez, y el tuyo le tumbó el
cetro. O porque en una reunión del comité, un vecino se quejó de que tú pasaras
todo el día escribiendo versitos, mientras la mayoría pinchaba como animales,
en trabajos duros, trabajos de verdad, trabajos de hombres. Y así por el estilo”.
Otro
tema de Pink Floyd, acaso Teacher, Teacher marcó un breve, pero necesario impasse.
La indescifrable alquimia de un ron, salido de uno de los mejores alambiques
clandestinos del barrio, se introdujo en la escena, acaso para suplir la
ausencia de bebidas decentes, y de algún modo pausar una polémica que parecía
tornarse infinita (e inútil por demás): fatalismo geográfico versus visiones
metropolitanas en la creación literaria. Dopico no era (y creo que nunca lo
fue) partidario de que un escritor se dejara aplastar por el entorno social que
lo rodeaba, cual una “maldita circunstancia” piñerianamente hablando. Había que
sufrir, crear y, en la medida de lo posible, amar ese entorno, besarlo en la
boca si fuera preciso. Canciones como “Jalisco Park” o libros como La Habana
para un infante difunto (desde su punto de vista), eran tan necesarios como
plasmar las realidades de mis coterráneos, victimizados por la deslealtad de
los mapas. “Imagínate por un segundo”, dijo
el autor de El correo de la noche, con la certeza de cantarme el tercer
strike, “cuántas tragedias griegas, o casi griegas, estarán ocurriendo ahora
mismo en la vida de estos lugareños, y ellas solitas pidiendo, casi implorando,
que vengan por ellas. No hay que esperar a que aparezca aquí una mina de
petróleo, de oro o de níquel para que esta gente sienta que sus dramas
personales tienen tanto peso como la zafra, o la guerra en Angola. Esa es tu
pincha brother, y no me defraudes que no he venido a un lugar donde no hay
guaguas, ni tren que salga a las tres y diez para Yuma, sólo para toparme con
un pendejo que no acaba de conectarse, de una vez y por todas, con sus raíces. Por
cierto, y para cambiar de tema, te traje algo de Cesar Vallejo, una joyita,
imagínate una antología hecha y prologada por Hernández Novás, la pinga
literaria número uno de los 80. Antes de irme te lo dedico”.
Como una
muestra de que dábamos por concluido aquella suerte de play off sociológico,
bebimos el fondaje de la botella de ron de indescifrable alquimia y nos
sentamos a almorzar. Un arroz con pollo tercermundista, y batuqueado por la
máxima de “hacer más con menos” (e, incluso, con nada), deleitó al maestro. Mientras
esto sucedía en la casa del poeta, en la surrealista mini-estación policial
varios agentes, empapados en sudor, y con uniformes revividos gracias a la
terapia de los remiendos y los parches extraídos del arte Ready-made, esperaban
alrededor de un viejo buró y de un teléfono pos-soviético (o pos-cualquier otra
cosa). Uno de ellos, casi anciano, comentó: “además de oír música imperialista
que ya es mucho descaro, hablaban cosas extrañas, vaya usted a saber si eran
mensajes en clave, yo mismo me acerqué a una ventana y escuché cuando el pelú
decía: “Lola, jolongo, llorando en el balcón, nos embarcamos…” Entonces sonó el
teléfono y Ángel Montes de Oca el jefe del DOP (o Angelito, The Terminator, según
los apotegmas pueblerinos) levantó el auricular para decir: “Ordene”, decir: “sí
compañero capitán”, decir: “correcto compañero capitán”. Minutos después el
jefe del DOP disipaba las ganas de “operar” de sus subordinados, con un claro y
contundente: mandan a decir de provincia que se dejen de comer mierda y estar
armando tempestad en vaso de agua, el pelú es un escritor famoso, con libros
publicados y toda esa vaina, así que váyanse pal carajo y refresquen esos
cerebros que nada más piensan en poner multas y meter gente presa. A solo un
par de años de su jubilación, el propio Angelito me confesaría que nunca
ocurrió tal llamada de provincia, que él encargó a su mujer que lo llamara
desde un teléfono público y se hiciera pasar por algún mayimbe del Ministerio. “¿Qué
tu pensabas?”, espetó el exjefe de la comisaría rural, “que un bando de viejos
locos por repartir bastonazos, me iban a joder las tilapias de mis fiñes”. “Además”, continuó Angelito, desligado ya de insulsas
investigaciones de puercos y vacunos robados, “el pelú me cayó bien, hablé con
él en el bar y me gustó su preocupación por la victrola rota, por la falta que
le hace al central una biblioteca y un buen arreglo al parquecito infantil, y
esas cosas no creo que le importen a nadie hoy en día”.
Ya bien
entrada la tarde, acompañé a mi invitado hasta la salida del batey. Caminamos
en silencio por entre dos hileras de palmas reales, que no guardan ninguna
relación con Heredia (en todo caso con el mal gusto del antiguo dueño del
ingenio, al que las volteretas de la Historia convertirían en otro desterrado).
Un amigo, chofer de un desvencijado camión zafrero, aceptó llevar al bardo
hasta Santa Clara a cambio de una botella de ron de indescifrable alquimia.
Antes de que abordara la cabina de aquel armatoste del medioevo automovilístico,
le recordé que no me había dedicado el libro de Vallejo. Cuando vuelva, me
respondió dándome un apretón de mano, cada quien extendiendo la zurda que es la
mano del corazón, axiomática creencia que ejercito una y otra vez. Veinticinco
años después aún conservo el ejemplar, con la terca esperanza de que regrese y cumpla
lo pactado. Veinticinco años después me acorralan unos versos: “Hay golpes en
la vida, tan fuertes... ¡yo no sé!”Y para ser honesto, no encuentro conformidad en
ellos.
[1] Departamento de orden público, nombrado actualmente Policía Nacional Revolucionaria o PNR por sus siglas.
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