6.24.2016

JOSE LUIS SANTOS: VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS ME ACORROLAN UNOS VERSOS

Otra vez el cuervo gira en círculos funerarios
y espera por la carne fresca como un campo de batalla.
Este es mi último intento de ser feliz. 


    A  Frank Abel Dopico


Verano de 1991, el poeta Frank Abel Dopico (1964-2016) llega al central  Santa Lutgarda, ya por aquel entonces último reducto del proletariado hacedor de cristales de azúcar prieta en Cifuentes (el resto de los ingenios, tres en total, habían sido mandados a demoler, o desactivar, como aún algunos denominan en la retórica oficial). Y claro, la presencia en un batey azucarero de alguien con una melena como la de cualquier integrante de esas bandas de rock que hoy son leyenda, y cierto aire quijotesco en el paso, la mirada y hasta en el modo de expulsar el humo del cigarro, no podía pasar desapercibida. Mucho menos en el comienzo de una crisis que marcaría un antes y un después en la vida del insular de a pie y que, en el lenguaje figurado del poder, nombrarían como “Período Especial”.  
   En la comisaría del poblado, alguien da la voz de alerta: un tipo raro, pelú y con un libro bajo el brazo preguntó en el bar por que no funcionaba la victrola, dando tremenda muela, que si el aparato era una verdadera reliquia y que debían preocuparse por arreglarlo, y ahí no para el asunto (o la cosa, según palabras textuales del propietario de la voz de alerta): preguntó dónde vive José Luis Santos. Mal rayo lo parta, dijo el jefe del DOP,[1] rascándose la cabeza en la que ya asomaban leves rasgos de calvicie, y presumiendo que el recién llegado, el que esto dice (o ambos en conjunto) le echarían a perder sus intenciones de salir en pos de una ensarta de tilapias al Río Manzanares. Esto, planteado de un modo en que el más simple de los hermeneutas locales entendería, equivale a decir que Dopico y yo le hacíamos peligrar el “pasto” de su prole, digna de ecuación pitagórica numéricamente hablando. En época de hambre y penurias disímiles, ningún hombre, así se llame T.S. Eliot, debe poner en riesgo la cochambrosa ración de pescados (de agua dulce) de otro hombre.  
   Los habitantes de Santa Lutgarda, apartándonos por un momento de las elucubraciones de la pequeña estación policial, llamada años más tarde: “El Sector”, no eran merecedores de aquello de que “No es por azar que nacemos en un sitio o en otro, sino para dar testimonio”. Dopico, en cambio, discrepaba. Sentado en la sala de una casa, similar a otras tantas que la escasa imaginación arquitectónica socialista, ordenó alinear como sepulcros, escuchaba: “Yo quiero ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas…” Serrat canta a Miguel Hernández y el tocadiscos Made in URSS o Сделано в СССР (comprado por mi abuelo, gracias a un crédito, extrañas bondades que, importadas desde el país de Tarkovski, signaron una época, como la música, los pantalones campanas o el dulce ruido de los hierros zafreros) se empeñaban en colocar en el éter sabatino de mediados de julio, un ambiente mitad disoluto, mitad dadaísta para el gusto de los pueblerinos, si es que alguno les permitía la subsistencia. “A ver”, intervino Dopico luego de concluir la canción, con el aire del pícher que lanza una curva cerrada, ¿tú crees que “Elegía aRamón Sijé” se escribió en la suite del mejor cinco estrellas madrileño? No, mi socio, fue en Orihuela, ¿y tú sabes dónde queda Orihuela?, en el culo de España, donde las vacas mean, cagan y gozan del apareamiento con los toros en medio de la calle principal”.
   Pero Félix Luis Viera –debía aprovechar al máximo mi turno al bate, ya con un strike cantado y escasas posibilidades frente a semejante lanzador- no le hizo cosquillitas en el clítoris a una musa campestre, para que saliera de la máquina de escribir, y listo para publicarse: Con tu vestido blanco (y lo mismo diría hoy de Un ciervo herido y El corazón del rey). El  tocadiscos regurgitaba ahora (sobre una aldea que a su vez regurgitaba sobre él, mezquinos intervalos de bagacillo que, con el tiempo, terminarían siendo entrañables): “No pienso que sufrir es aquella opción que nos dio algún dios para salvarnos…” Y luego, como para introducir una irreverente enmienda anglófila, en lo que en buen léxico de reuniones laborales, partidistas u otras sería “el orden del día”: The delicate sound of the tundra, un ilegítimo Pink Floyd, salido (increíblemente) de un ilegítimo sello discográfico de “la cortina de hierro”, construcción tropológica emitida por la mediocre inventiva lírica de Occidente, en los años de la guerra fría. “Tu problema”,  dijo quien fuera mi mentor en ese experimento de la cultura cubana que, una vez pasado por el prisma moscovita de la masividad,  llamaríamos “talleres literarios”, es que mantienes una relación amor/odio con el lugar donde te tocó nacer y además vivir, y eso sólo es permisible para los personajes de las ficciones literarias”.  “Y otra cosa”,  de nuevo la sensación de un lanzamiento imposible de batear, “¿tú tienes idea de lo que es el Condado, el barrio donde vive Viera? Para que te enteres, el Condado es la campiña de Santa Clara, pero una campiña feroz, sin guajiros, sin los gallos que pintó Mariano, sin árboles, a no ser logrados en técnica bonsái, y donde la gente se entra a cabillazos por nada. Porque miraste accidentalmente a alguien, y ese alguien tenía el día malo: no tenía ni este peso para comprarle unas malangas a sus chamas, o sencillamente la mujer se le fue con otro. Porque una tipa dijo de no sé quién que tenía el rabo del tamaño de un gusanillo de bicicleta. Porque en una pelea de perros todo el mundo le apostó al de Periquito Pérez, y el tuyo le tumbó el cetro. O porque en una reunión del comité, un vecino se quejó de que tú pasaras todo el día escribiendo versitos, mientras la mayoría pinchaba como animales, en trabajos duros, trabajos de verdad, trabajos de hombres. Y así por el estilo”.   
   Otro tema de Pink Floyd, acaso Teacher, Teacher marcó un breve, pero necesario impasse. La indescifrable alquimia de un ron, salido de uno de los mejores alambiques clandestinos del barrio, se introdujo en la escena, acaso para suplir la ausencia de bebidas decentes, y de algún modo pausar una polémica que parecía tornarse infinita (e inútil por demás): fatalismo geográfico versus visiones metropolitanas en la creación literaria. Dopico no era (y creo que nunca lo fue) partidario de que un escritor se dejara aplastar por el entorno social que lo rodeaba, cual una “maldita circunstancia” piñerianamente hablando. Había que sufrir, crear y, en la medida de lo posible, amar ese entorno, besarlo en la boca si fuera preciso. Canciones como “Jalisco Park” o libros como La Habana para un infante difunto (desde su punto de vista), eran tan necesarios como plasmar las realidades de mis coterráneos, victimizados por la deslealtad de los mapas. “Imagínate por un segundo”,  dijo el autor de El correo de la noche, con la certeza de cantarme el tercer strike, “cuántas tragedias griegas, o casi griegas, estarán ocurriendo ahora mismo en la vida de estos lugareños, y ellas solitas pidiendo, casi implorando, que vengan por ellas. No hay que esperar a que aparezca aquí una mina de petróleo, de oro o de níquel para que esta gente sienta que sus dramas personales tienen tanto peso como la zafra, o la guerra en Angola. Esa es tu pincha brother, y no me defraudes que no he venido a un lugar donde no hay guaguas, ni tren que salga a las tres y diez para Yuma, sólo para toparme con un pendejo que no acaba de conectarse, de una vez y por todas, con sus raíces. Por cierto, y para cambiar de tema, te traje algo de Cesar Vallejo, una joyita, imagínate una antología hecha y prologada por Hernández Novás, la pinga literaria número uno de los 80. Antes de irme te lo dedico”.
   Como una muestra de que dábamos por concluido aquella suerte de play off sociológico, bebimos el fondaje de la botella de ron de indescifrable alquimia y nos sentamos a almorzar. Un arroz con pollo tercermundista, y batuqueado por la máxima de “hacer más con menos” (e, incluso, con nada), deleitó al maestro. Mientras esto sucedía en la casa del poeta, en la surrealista mini-estación policial varios agentes, empapados en sudor, y con uniformes revividos gracias a la terapia de los remiendos y los parches extraídos del arte Ready-made, esperaban alrededor de un viejo buró y de un teléfono pos-soviético (o pos-cualquier otra cosa). Uno de ellos, casi anciano, comentó: “además de oír música imperialista que ya es mucho descaro, hablaban cosas extrañas, vaya usted a saber si eran mensajes en clave, yo mismo me acerqué a una ventana y escuché cuando el pelú decía: “Lola, jolongo, llorando en el balcón, nos embarcamos…” Entonces sonó el teléfono y Ángel Montes de Oca el jefe del DOP (o Angelito, The Terminator, según los apotegmas pueblerinos) levantó el auricular para decir: “Ordene”, decir: “sí compañero capitán”, decir: “correcto compañero capitán”. Minutos después el jefe del DOP disipaba las ganas de “operar” de sus subordinados, con un claro y contundente: mandan a decir de provincia que se dejen de comer mierda y estar armando tempestad en vaso de agua, el pelú es un escritor famoso, con libros publicados y toda esa vaina, así que váyanse pal carajo y refresquen esos cerebros que nada más piensan en poner multas y meter gente presa. A solo un par de años de su jubilación, el propio Angelito me confesaría que nunca ocurrió tal llamada de provincia, que él encargó a su mujer que lo llamara desde un teléfono público y se hiciera pasar por algún mayimbe del Ministerio. “¿Qué tu pensabas?”, espetó el exjefe de la comisaría rural, “que un bando de viejos locos por repartir bastonazos, me iban a joder las tilapias de mis fiñes”. “Además”,  continuó Angelito, desligado ya de insulsas investigaciones de puercos y vacunos robados, “el pelú me cayó bien, hablé con él en el bar y me gustó su preocupación por la victrola rota, por la falta que le hace al central una biblioteca y un buen arreglo al parquecito infantil, y esas cosas no creo que le importen a nadie hoy en día”.
   Ya bien entrada la tarde, acompañé a mi invitado hasta la salida del batey. Caminamos en silencio por entre dos hileras de palmas reales, que no guardan ninguna relación con Heredia (en todo caso con el mal gusto del antiguo dueño del ingenio, al que las volteretas de la Historia convertirían en otro desterrado). Un amigo, chofer de un desvencijado camión zafrero, aceptó llevar al bardo hasta Santa Clara a cambio de una botella de ron de indescifrable alquimia. Antes de que abordara la cabina de aquel armatoste del medioevo automovilístico, le recordé que no me había dedicado el libro de Vallejo. Cuando vuelva, me respondió dándome un apretón de mano, cada quien extendiendo la zurda que es la mano del corazón, axiomática creencia que ejercito una y otra vez. Veinticinco años después aún conservo el ejemplar, con la terca esperanza de que regrese y cumpla lo pactado. Veinticinco años después me acorralan unos versos: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡yo no sé!”Y para ser honesto, no encuentro conformidad en ellos.




[1] Departamento de orden público, nombrado actualmente Policía Nacional Revolucionaria o PNR por sus siglas.    

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