I
José Soler Puig se rascó la barbilla. Era un gesto típico en aquel viejo que, tantas veces, nos miró desde la complicidad del escritor y nos comentó que lo único que hacía falta para llegar a ser uno de los grandes era tener una tozudez a prueba de hijos de la grandísima... Madre que los parió, aunque él no se andaba por las ramas, como yo hago ahora, y soltaba la palabrota que aquí corresponde, en buen cubano. Santiago reverberaba en ese calor del que tanto se habla, y que se escucha como algo seductoramente tropical hasta que se conoce. Nos refugiábamos del sol bajo los techos de tejas de la Casa Museo Heredia y fue allí donde alguien preguntó por libros de nuestras letras que hurgaran en lo fantástico de un modo diferente a lo que había establecido el boom literario latinoamericano. Fue allí donde el viejo Soler se rascó la barbilla, quedó pensando unos segundos y luego, en su tono reflexivo de siempre, pausada y con voz grave, nos dijo que él no sabía mucho de esas cosas, pero que había un par de libros que lo habían impactado mucho precisamente por el juego que establecían entre realidad y realidad escrita: El escudo de hojas secas, de Antonio Benítez Rojo y Después de la gaviota, de José Lorenzo Fuentes.
--Es un libro único. Y tiene, creo yo, un ambiente raro que lo baña todo. Y ese halón que siempre te dan los cuentos majestuosos – dijo, refiriéndose al segundo.
Fue la primera vez que oí hablar de este escritor. Un par de años después, cansado de buscar en bibliotecas santiagueras la vieja edición de aquel libro (era curioso que apareciera en todos los registros “Después de la gaviota, Editorial Casa de Las Américas, La Habana, Cuba, 1968”, pero los ejemplares registrados no estaban en las estanterías), le pregunté a otro de los grandes cuentistas cubanos, Eduardo Heras León, y puedo decir que estuvo largo rato elogiando la majestuosidad de aquel libro. Heras León comenzó diciendo que en la historia del Premio Casa de las Américas existían libros importantes que se habían tenido que conformar con menciones pudiendo ser el Premio. Enumeró a Las otras puertas, del argentino Abelardo Castillo, a Huerto cerrado, del peruano Alfredo Bryce Echenique y a Después de la gaviota, de José Lorenzo Fuentes.
--Y Los pasos sobre la hierba – dije, pues sabía que su honestidad le impediría mencionar a su propio libro dentro de esos ya considerados clásicos del cuento latinoamericano.
Fue al estante de aquel apartamento estrechísimo donde vivía en la calle Marqués González, en Centro Habana, y regresó con un libro: Después de la gaviota y otros cuentos, Ediciones UNION, La Habana, 1988.
--Este acaba de salir de imprenta – dijo, y me extendió el libro --. Léelo. Es una clase magistral de cómo usar literariamente la imaginación.
Pude así entrar al universo de ficción del que hoy es considerado, sin discusión, uno de los grandes cuentistas cubanos del siglo XX, y es bueno hacer notar que ese sitio lo ganó con un solo libro de cuentos, precisamente este que el lector tiene en sus manos.
Después de la gaviota, desde hoy.Quiero retomar, entonces, dos de los aspectos que tanto Soler como Heras León mencionaron en sus elogios sobre este libro: “el juego entre la realidad y la realidad escrita”, y “el uso literario de la imaginación”, por entender que ellos sintetizan uno de los aportes de José Lorenzo Fuentes al cuento cubano y por constituir el elemento tipificador de su narrativa, como parte de lo que el narrador y ensayista Alberto Garrandés ha llamado “gótico esencial cubano”.
El viejo Soler Puig no sabía explicar técnicamente a qué se refería, pero era un maestro en establecer, en sus libros, muchas variantes del juego entre la realidad y la realidad escrita (baste recordar Un mundo de cosas y El pan dormido). En su opinión, del justo equilibrio entre esos dos espacios dependía la vida o la muerte en una obra narrativa. También, que uno de los autores más realistas de nuestras letras (Eduardo Heras León) manifieste tan alta valoración sobre el uso literario de la imaginación en Después de la gaviota es algo que no podemos pasar por alto: ello responde, en mi opinión, al reconocimiento de una de las grandes ausencias, de una especie de enorme agujero negro en las letras nacionales, que podemos llamar “el trauma de la inmediata realidad”.
Vapuleados por diversos factores extraliterarios (el triunfo de la Revolución de 1959 y su impacto en la conciencia social; las normativas sutiles o abiertas, indirectas o dirigidas, que establecían que el arte debía ser un reflejo del proceso social; el influjo maléfico de la corriente estética del realismo socialista y de las variantes tropicalizadas que intentaron aplicarse en la isla; la traslación al escenario intelectual y político cubano del debate internacional en torno al papel del intelectual ante la sociedad; y el fenómeno hoy conocido como “culpa del intelectual cubano”, que extendió el credo de que no habían tenido una real participación en el proceso liberador, por lo cual debían exorcizar tal culpa lanzándose de lleno al torrente de la Revolución, etc.) los escritores cubanos se vieron compulsados, casi masivamente, a reflejar sucesos de la inmediata realidad política y social en la cual desarrollaban sus vidas, dando lugar a una predominante tendencia realista en ese primer período (década del sesenta). No es de extrañar que surgieran así, y en ese entorno socio-político, ciertas etiquetas para aquellos autores que, apartándose del cauce realista, continuaron su labor creativa en otras tendencias y zonas temáticas: bajo esos criterios drásticamente parcelarios autores como José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Antonio Benítez Rojo, Ezequiel Vieta, José Lorenzo Fuentes y Miguel Collazo, por citar algunos, en distintos momentos y con diferentes grados de ensañamiento, tuvieron que portar numerosas etiquetas discriminatorias, entre las cuales la de “evasivos” resultó la más benigna. Y a pesar de esas etiquetas, de las que hoy muchos agraviadores prefieren no acordarse en un acto de blanqueamiento, cínico e inconcebible, de nuestra historia literaria, siguen anclados en la categoría de clásicos todos los cuentos de Lezama y Piñera; Estatuas sepultadas y El escudo de hojas secas, de Benítez Rojo; el mundo alucinado de Vieta que comienza en Libro de los epílogos y termina en su monumental novela Pailock[1]; Después de la gaviota, de José Lorenzo Fuentes, y la aportación de lo fantástico bajo el sello de Collazo.
Todavía en aquel 1988, cuando pude leer el clásico libro de cuentos de José Lorenzo Fuentes, se le consideraba un “raro”, etiqueta que parecía desconocer con toda intención las incursiones de este narrador en la corriente “realista epocal”, aún cuando sea cierto que las intrusiones de los aires “realistas” en El sol, ese enemigo (1962), El vendedor de días (1967) y Viento de enero, (también del 1967, premio Cirilo Villaverde de la UNEAC) se circunscribían a un espacio de mayor intimidad (la conciencia de los personajes, la bifurcación de la moralidad y la rebeldía ante mundos enfrentados, las persecuciones de quimeras del individuo) que el que surgía en otras creaciones literarias de tendencia realista en esos años.
José Lorenzo Fuentes, se ha dicho en varias ocasiones, es uno de los nombres imprescindibles para entender el desarrollo que tuvo dentro de la literatura latinoamericana la perspectiva ficcional que Gabriel García Márquez convirtiera en el llamado “realismo mágico”. No obstante lo anterior, no creo que la obra de Lorenzo Fuentes esté tan cercana a la del premio Nobel en esos aspectos, como también se ha dicho, debido a una diferencia esencial en esa perspectiva de afrontar el hecho creativo y en el resultado en sus obras, especialmente en Después de la gaviota.
Ante todo, la perspectiva:
García Márquez convierte la Historia (y nótese la mayúscula) en mito caracterizador de la latinidad. Las lecturas de toda la obra del premio Nobel colombiano (específicamente sus cuentos) apuntan a la conformación de un mito que desgrane las tipicidades de “lo americano” en materias tan distintas como la naturaleza y las costumbres humanas en estas latitudes y comunique con un espacio cerrado que opera con leyes bien distintas a las leyes de otras culturas: se configura un espacio autóctono cerrado y detenido en el tiempo, no hay traslación ni desarrollo y mucho menos intrusión del cambiante mundo externo en esas historias. Aunque parezca un disparate, muchos críticos entienden ya que los cuentos de García Márquez, por todo ello, no alcanzan la pervivencia temporal que, por ejemplo, más de treinta años después tienen los cuentos de Julio Cortázar. Hoy, quienes leen esos cuentos de García Márquez (e incluso parte de su novelística), saben que asisten a un acto de pura arqueología literaria (con todo lo hermoso que conlleva una búsqueda arqueológica de esa clase), cosa opuesta a lo que ocurre cuando leen los cuentos de Cortázar, que simplemente parecen haber sido escritos ayer, o haber ocurrido ayer en la misma ciudad que habitamos.
José Lorenzo Fuentes en Después de la gaviota logra trasponer ese muro con una perspectiva en sentido opuesto: busca los signos mínimos de la cotidianidad del ser humano y los convierte en mito, les da una vida literaria que en la realidad no tienen, y esa especificidad en su mirada de escritor hace que sus cuentos (que por ello quedan detenidos en un tiempo y un espacio míticos, mágicos) puedan leerse en estos momentos del siglo XXI, es decir, cuarenta años después de haber sido publicados, sin que hayan envejecido, como le ha sucedido a muchos libros, también excelentes, de otros destacados cuentistas, que es necesario leer ubicándolos en el tiempo en que fueron escritos para no sufrir desilusiones, o simplemente para no subvalorarlos.
El resultado de la perspectiva garciamarquiana ha sido muy comentado por numerosos críticos, a lo largo de estos años: la creación de una “novela total” y de “escenarios totales”, que facilitan el acceso a los códigos de un mundo que, hasta el momento en que estas obras fueron publicadas, se veía a través de un prisma folclorista esencialmente discriminatorio. Todavía hoy, lamentablemente, suele escucharse a ciertos catedráticos decir que “si Usted quiere conocer qué cosa es América Latina tiene que leer Cien años de soledad”, obviando que de ese modo perpetúan un estereotipo universal cada vez más endeble y desconociendo que la realidad ha sido bien distinta: apenas tres años después de la publicación de esa novela, América Latina no tenía nada que ver con la que se vivía cuando García Márquez acarició el primer ejemplar impreso de su obra más genial.
Por su parte, el resultado de la perspectiva adoptada por Lorenzo Fuentes en Después de la gaviota, sin embargo, es diametralmente opuesto: Al hurgar en las pequeñas miserias humanas (p.ej.: “¿Te das cuenta?”), en los pequeños sueños (“Tareas de salvamento”), en los más íntimos deseos del ser humano (“Después de la gaviota”), etc., conformándoles un espacio también autóctono donde el escenario gravita en torno a esas circunstancias cotidianas en apariencia intrascendentes, insignificantes, se establece un diálogo permanente con el tiempo, abierto, inclusivo, que podrá ser captado incluso en las más actuales connotaciones puesto que su mensaje va a recrear un modo de comportamiento humano dentro de ámbitos de la realidad escrita, que son usuales, comunes, en cualquiera de las culturas que hoy habitan este mundo globalizado y cosmopolita.
En sencillas palabras: García Márquez prioriza la visión de la Historia como mito sobre el individuo; en tanto José Lorenzo Fuentes pone su visión sobre el individuo como elemento mitificable de la Historia. García Márquez hurga en la gran Historia para construir una historia ficcionada que mostrará la quintaesencia del universo histórico real en el cual se basa su ámbito de ficción; en tanto José Lorenzo Fuentes bucea en las más pequeñas esencias de la especie humana para construir una (otra distinta) historia ficcionada donde el individuo se convierte en su propio ámbito de ficción. Ambos autores coinciden en la estructuración de un mito sobre el objeto de cada una de sus perspectivas y, además, en la elevación del tiempo a categoría de elemento ralentizador (todo está como suspendido, a la espera, en un ciclo que se sucede sin interrupción, enrareciendo la atmósfera en la cual se desenvuelven la trama y los personajes).
Otra zona distinguible en estos cuentos (y que se traslada a buena parte de la narrativa de José Lorenzo Fuentes) es el manejo de la imaginación como sujeto (y a un mismo tiempo, como fuente) del cuerpo anecdótico de sus cuentos, tendiente a un fatalismo cíclico, que no termina, a una especie de rito alucinante que gravita sobre todas las historias: en “Después de la gaviota”, el desbocado anhelo de la imaginería infantil convertida en trauma y prisión; en “Tareas de salvamento”, la confluencia perniciosa entre el espacio onírico y el espacio real como engranajes que mueven la individualidad de Raimundo hasta el punto de esclavizarla; en “¿Te das cuenta?”, las contiendas de la pasión y la superstición cotidiana como cáncer en la conciencia humana del infeliz Manirroto; en “La sombrilla de guinga”, la incertidumbre del coleccionista de sombrillas y el azar girando como culpas alrededor del vacío familiar; en “Ya sin color”, el salto y la permanencia en la muerte como escenario para exorcizar la ausencia; en “Señor García”, la enajenación del fracaso, los vicios, la recurrencia en la futilidad como recurso de supervivencia, aunque vana; “En la página siete”, la letanía del suicida desde el absurdo en un juego de roles intercambiables; y en “Patas de conejo”, la sincronía entre el cambio de posición en la vida y la búsqueda de las reales identidades que cada ser humano porta (en este caso, a través de la historia de matiz policial protagonizada por Artemio Paredes, el vendedor de patas de conejo).
Entiéndase así: la imaginación como ciclo, como mecanismo generador de situaciones que pasan por los distintos niveles del absurdo, como eje sobre el que gira una cansada rueca (ralentizada rueca según el tempo narrativo de las historias) que va tejiendo los sucesos que se narran. José Lorenzo Fuentes introduce, con esa mirada sobre lo fantástico, un ámbito escasamente cultivado hasta hoy en nuestra narrativa[2]: la absurda cotidianidad, en tanto es a partir de asuntos del más cotidiano accionar humano desde donde se inicia el punto de giro de cada cuento. Punto inicial y continuidad del ciclo a un mismo tiempo: ninguna de las tramas ficcionadas por José Lorenzo Fuentes en Después de la gaviota alcanza un final delimitado, un justo tiempo de cierre, sino que continúan buscando esa eternidad que, tal vez, es lo que dota a este libro de su aplastante actualidad.
Hay en Después de la gaviota una uniformidad de estilo que lo hace distinguible: esa concepción del mundo literario, ese balance entre la realidad exterior (eso que algunos críticos llaman realidad real) y la realidad interior de la obra (llamada realidad ficcional). Hay, además, la marca individualizada de grandes personajes que (nos) trasmiten sus traumas y obsesiones, sus miedos y sus dudas, sus ingenuidades y sus perversiones, afectándonos porque nos hablan de asuntos que nos son muy conocidos, aún cuando son vistos desde la perspectiva del absurdo. Hay, hablando más pragmáticamente, cuatro piezas que se inscriben dentro del amplio listado de grandes cuentos de las letras cubanas de todos los tiempos: “Después de la gaviota”, “Tareas de salvamento”, “Señor García” y “Patas de conejo”.
Esa uniformidad de estilo, esa marca individualizada mediante la construcción de grandes personajes, esa ubicación de la perspectiva en la absurda cotidianidad, esa realidad imaginada como vuelta de tuerca sobre la realidad que bulle afuera del terreno de la ficción, son cauces imprescindibles para que José Lorenzo Fuentes rompa los límites del ámbito narrativo en el cual usualmente los escritores encerramos nuestras historias y ofrezca tal multiplicidad de lecturas (la majestuosidad narrativa según Soler Puig, el rico entramado de los ambientes según Heras León, la inquietud constante por la libertad, según Alberto Garrandés y la búsqueda ontológica hacia el interior del propio ser humano que es este narrador según la opinión de quien esto escribe). Fuertemente arraigado en el credo de que toda vibración del absurdo parte de la más cotidiana y natural realidad, el cuentista asume en estas páginas un cuestionamiento de todo lo humano, en circunstancias temporales definidas dentro de su propia vida (la Revolución, sus primeros años, pero como elementos figurativos, de escenografía o trasfondo), y en escenarios reales (algunas calles habaneras, la ciudad y pueblos de Santa Clara, etc.) que se difuminan y se diluyen confundiéndose con la niebla de mítica absurdidad que flota sobre personajes y situaciones. No hay frase más definitiva para el discurso filosófico que, como parte de la mirada inquisitiva del autor, recorre estos cuentos que aquella tan conocida: “Nada humano me es ajeno”. Y no es errado asegurar que Después de la gaviota es uno de los libros de cuentos más filosóficamente reflexivos de nuestras letras: baste sólo con analizar que el muestrario de preocupaciones sobre las cuales se lanzan esenciales preguntas en estos cuentos va desde temas universales como la muerte, el amor, los sueños, los deseos y la locura hasta los modos del habla y los tics de convivencia de esa “variante” de la especie humana que somos los cubanos.
II ó el fin
Salvador Redonet, en camiseta, me miró desde la vieja silla en la sala de su casa. A sus espaldas, un falso afiche de un torero famoso llamado “casualmente” Redonet me hizo disfrutar, otra vez, de esa sensación de respeto y afabilidad que muchas veces se posesionó del espacio que compartimos “el negro” y yo, en esa ocasión, mientras planificábamos una de sus tantas antologías: “Quiero ponerle algo así como Las tres C “, me dijo, y explicó: “Cuentos Cortos Cubanos”.
Él se estaba ocupando ya de los autores considerados clásicos y a mí me había dejado la tarea que, en otros tiempos, él mismo hubiera realizado sin pedir ayuda: buscar en los más nuevos escritores buenos cuentos de no más de dos cuartillas.
Estaba enfermo. Y lo peor, se sentía enfermo, aunque me recibió con esa inseparable sonrisa suya donde se mezclaba la ingenuidad y la picardía. Como siempre hacíamos, también esa tarde, más calurosa que de costumbre en La Habana, intercambiamos criterios sobre los autores seleccionados. Le molestaba mucho que los grandes cuentistas cubanos tuvieran muy pocos cuentos cortos de donde escoger.
--Esos cabrones ... – se quejaba, aunque siempre sonriendo.
Y entre esos grandes estaba José Lorenzo Fuentes, después de Piñera y Cabrera Infante (a quien había puesto en lista aún sabiendo que no podría incluirlo, y lo decía en tono de queja también, por la negativa expresa de Guillermo de no ser publicado en Cuba hasta la caída de Fidel Castro).
Y entre esos grandes estaba José Lorenzo Fuentes, después de Piñera y Cabrera Infante (a quien había puesto en lista aún sabiendo que no podría incluirlo, y lo decía en tono de queja también, por la negativa expresa de Guillermo de no ser publicado en Cuba hasta la caída de Fidel Castro).
-- De José Lorenzo mi preferido es “Señor García”–dijo el Redo esa vez--. Y después “Patas de conejo”... Pero son muy largos. Por suerte ahí está “La sombrilla de guinga”, una verdadera joyita.
Eso recuerdo: el viejo Soler, Heras León, Redonet, mis tres maestros de aquellos primeros años hablándome desde tiempos distintos; imágenes que me aturdieron cuando, atravesando el mar real que separa a Berlín de Miami y navegando en el mar confuso de la internet, me llegó la solicitud de la editorial Iduna de que escribiera el prólogo a Después de la gaviota. Un miedo horrendo me hizo titubear: ¿estaría José Lorenzo Fuentes de acuerdo?, me gritaba ese miedo. Y cuando supe que el maestro estaba encantado con la idea de que yo escribiera este prólogo hice lo que ahora se lee. Este es, por eso, sólo un acercamiento desde el Hoy que habitamos a un libro que nos contempla desde una de las tantas esquinas que tiene ese Hoy. Su cubanía permanece inalterable, su latinoamericanidad es indiscutible, su majestuosidad (para decirlo al modo del viejo Soler Puig) es apasionante. Y ante libros que conserven vivos, como todo lo clásico, esos legados, el único gesto posible es la reverencia.
Berlín, febrero de 2008
[1] Me refiero a la edición final publicada en 1992, que se alzó con el Premio de la Crítica entre las diez mejores obras publicadas ese año, puesto que la primera parte de ese libro estaba escrito y publicado en 1966.
[2] Esta asunción de lo fantástico desde lo cotidiano como punto focal para la conformación del cuento sólo ha sido alcanzada con destacada altura literaria, en los últimos años, por los libros Casas del Vedado (1983), de María Elena Llana y Las llamas en el cielo (1981), de Félix Luis Viera; la primera inscribiendo, según Alberto Garrandés el “gótico profundo” como estilo personal, entretanto el segundo se mantiene considerado una “rara avis” en la cuentística nacional”.
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AMIR VALLE (Cuba, 1967). Escritor, ensayista, crítico Literario y periodista. Ha obtenido importantes premios literarios en la Isla y en países como Colombia, República Dominicana, Alemania y España en los géneros de ensayo, cuento y novela. Ha publicado más de una veintena de títulos de cuento, novela, ensayo y testimonio. Saltó al reconocimiento internacional por el éxito en España de su serie de novela negra El descenso a los infiernos, sobre la vida actual en Centro Habana, integrada por Las puertas de la noche (España, 2001; Puerto Rico, 2002 y Alemania, 2005), Si Cristo te desnuda (Cuba, 2001; España, 2002 y Alemania, 2006), Entre el miedo y las sombras (España, 2003 y Alemania, 2007), Santuario de sombras (España, 2006 y Alemania, 2008) y Largas noches con Flavia (España, 2008). Su novela Las palabras y los muertos obtuvo el Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa 2006. Su libro Jineteras obtuvo el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007, a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española durante el 2006. Santuario de sombras se alzó con el premio NOVELPOL de los lectores españoles a la mejor novela negra publicada en el 2006 en España y en el 2008 obtuvo el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona, de España, con su obra Largas noches con Flavia. Su obra narrativa ha sido elogiada, entre otros, por escritores como Augusto Roa Bastos, Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Acaba de publicar una historia novelada sobre la capital cubana: La Habana. Puerta de las Américas (alMED Ediciones, España, 2009).Otros de Amir Valle en Grafoscopio:
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