Cortesía de Revista Variopinto,
número 6. Diciembre 2012, México D.F.
De Felo Monzón (1910-1989). "Formas fusiformes" |
A veces la vida
pierde sentido y nos obliga a preguntarnos el qué y el por qué de las cosas,
intentando con ello vislumbrar un norte que nos devuelva al cauce de lo normal.
Cuando esto sucede, como una manera de permanecer en lo que somos, de no
incurrir en la parálisis o internarnos en el caos, volvemos al origen de
nuestras motivaciones, para reorientar desde ahí, el fundamento de nuestras
creencias, y así, sobrevivir a lo cotidiano.
Lo
mismo ocurre con los sistemas políticos, con las instituciones que los
constituyen y sus fundamentos, en este caso me refiero a nuestros sistemas
democráticos, pues la democracia, como toda forma de convivencia hecha por el
hombre, debe afinar de tanto en tanto su rumbo, redefinir su razón de ser,
renovarse en sus principios, reencontrarse consigo misma para redefinir su
sentido. De no hacerse esa revisión que afronte con rigor los síntomas que
corrompen la convivencia y los lenguajes –a la razón de ser de esos lenguajes–
ese modo de vida, ese conjunto de creencias que sustentan la convivencia,
estará condenado a la inercia.
Es fácil en estas condiciones, de
vaciamiento de los significados, que la ciudadanía se refugie en el mutismo
poseída por lo indolente, que se aleje de lo ciudadano —del otro y de sí mismo—
en la indiferencia, pues los referentes, lo que ante decía y ordenaba las
cosas, lo que antes nos reunía y permitía entendernos, perecieron.
Si
la ausencia de significados, si el sin sentido alimenta las pautas que nos
permiten identificarnos como sociedad —como nación, como cultura—, las
instituciones que lo integran se convierten en un conjunto de convencionalismos
inútiles, de requerimientos estériles, haciéndonos ingresar a una encrucijada
de difícil salida, donde la ineficacia se hacen regla, la coerción el medio
para forzar objetivos, junto a la corrupción, el fundamentalismo, la impunidad,
que se yerguen como estados paralelos, convirtiendo al sistema social, a la
democracia, en un cascarón en el que debemos vivir porque no hay a otro sitio,
en el que permanecemos sospechando de todo, negando al otro y a nuestra
intimidad, pero al negar al otro, al negar nuestra intimidad, se reniega del
fundamento de todo sistema social: de la persona, del individuo.
Es
fácil entonces, instituidos el mutismo —la sospecha, la sordera, la negación—
caer en el resentimiento y el desprecio; es más fácil aún, que el desaliento se
convierta en renuncia, en un bajar los brazos donde ya nada importe, puesto que
al dejar de creer en el sistema, también dejamos de creer en nosotros mismos
como posibilidad, inundados por la aridez del cinismo, la desconfianza, la
inquina, el hacer que se impone sin escrúpulo, estableciéndose como nuevas
formas del proceder que operan en todos los sectores, como pautas que dan
sustento a los estados paralelos y a la barbarie, es decir, dan sustento al
orden de la comunidad y a su nueva razón de ser: la negación de lo social, la
postergación del sentir, la negación del otro, la corrupción de los referentes,
la negación del individuo.
Si
en una cultura, en los lenguajes y referentes que nos forman estableciendo la
idea de lo que somos —de sujeto, de sociedad, de otro— no está nuestro eco como
reflejo de nuestra intimidad necesitada de ese otro, no hay un reflejo de
nuestra orfandad urgida de convivir para resolver el estar en el aquí, no habrá
más que un remedo hueco de cultura, una mueca que huye de lo social y que no
enfrenta la razón de ser y el sentido que define a la democracia.
¿No se encuentran ahí
en mucho, en estos elementos que menciono, el por qué de la degradación de
nuestros sistemas, la proliferación de los estados paralelos y el sin sentido
que derruye las cosas y a nosotros mismos? ¿No está ahí, en esa ausencia de
referentes, de vaciamiento y corrupción del lenguaje, en la negación de la intimidad
y la negación del otro, el inicio de la barbarie?
Convivir, ser parte
de un orden social o estar en él, no sólo consiste en tolerar pasivamente las
diferencias o vivir en la mediocridad de todos los días, en tener una casa o un
trabajo; convivir no sólo consiste en establecer parámetros que posibiliten las
relaciones entre personas e instituciones, entre individuos y organismos:
convivir nos lleva a construir un lenguaje, una manera de ser, una posibilidad,
un aquello que nos justifique y nos haga creer que nosotros somos nosotros. No
me refiero a la identidad ni a la esencia, hablo de los fundamentos que dan
origen a las instituciones y que constituyen una comunidad, uniendo el pasado
al presente. Si los lazos de origen, si los principios igualitarios que dan
forma a la ciudadanía se rompen, la sociedad también se fractura y
necesariamente habrá que volver a empezar.
"El volver a
empezar": no es lo que hacen los estados paralelos al fragmentar la
sociedad aprovechando la degradación cultural, no es lo que hacen las
pandillas, las mafias, las clases políticas y culturales, cuando se alejan del
orden social porque ya nada importa más que ellos mismos. Desde México a la Argentina, pasando por Costa Rica
y Venezuela, se obvian estos hechos encubriéndolos de falsos enemigos, de
nacionalismo, superchería e impunidad.
Vacío de los
lenguajes, oquedad del nosotros, destrucción de los referentes. El tiempo del
antes y el tiempo del después desaparecen y sólo nos queda el instante
consumido en su vaciamiento, adhiriendo el deseo mezquino de obtener, en ese
intervalo, todo para sí, todo a costa de todo. Sociopatía que invade al orden
cultural y lo consume sin escrúpulos, lo instaura como nuevo orden social, al
saber también que no hay un más allá, ni hay trascendencia.
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En Grafoscopio:
Álvaro Mata Guillé
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