No he oficiado
nunca en los altares del odio.
Creo que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir
a los hombres.
José Lezama Lima
Conversar con
Arístides Vega Chapú (Santa Clara 1962), en estos tiempos en que los valores se
tornan insostenibles y su ausencia corroe lo mismo a personas que a
instituciones, es de por sí un placer indescriptible. Y si la apabullante
cotidianidad permite incluir algún tópico cultural en el diálogo con este
hombre de melena a lo R. Tagore y bolso de tela hilvanado por él mismo,
entonces podemos decir que el placer es doble.
La memoria me
remite al año 1991, yo era desertor del SMG o algo así. Soñaba con ser poeta y
hasta con publicar (vaya ingenuidad la mía). Llego a Camajuaní en calidad de
nómada, y un puñado de amigos, miembros del taller literario municipal (sabrá
Dios por cuál rincón del mundo andarán hoy) me asegura que se puede ser escriba
aunque se tenga un solo par de zapatos averiados, y dos o tres pesos insulares
en el bolsillo (el dólar se estrenaba en el país, lo mismo que una película de
gánsteres en la pantalla de un cine cualquiera). Sobre mí, al igual que sobre
la mayoría, pesaban cargos de homosexual, de paranoico o algo mucho peor: de
informante. Entonces Octavio A. Pardo (el imprescindible Toni, que miraba de
cerca el abismo y a su vez el abismo lo miraba a él) me recomienda leer tres
autores cubanos; quiero decir autores jóvenes, con inquietudes y presupuestos
estéticos que no centraban su atención ideotemática en la zafra u otros
ambientes referenciales de los años heroicos. Se trataba de Emilio G. Montiel,
Reina María Rodríguez y Arístides Vega Chapú. Recuerdo que nos sentamos en los
sillones de metal del parque pueblerino (no sé si aún existirán), y Pardo, con
su legítima voz de poeta del siglo XIX, me lee «Breve estancia de Cristo en la
ciudad de Matanzas», publicado en la ya desaparecida Revista Letras Cubanas. El
desgarramiento implícito en aquellos versos me dejó hondamente conmovido; por
primera vez supe lo que era el sentido de pertenencia a un oficio tan
complicado, y lleno de ingratitudes por demás.
Hoy, cuando me
encuentro con Arístides en el Café Literario o escucho sus valerosas
intervenciones en la filial villaclareña de la UNEAC sobre este u otro asunto,
no dejo de recordar que sus poemas fueron como una especia de meridiano en el
distante y convulso 1991.
¿Eres
partidario de la tesis aristotélica de que las obras o los referentes
ideotemáticos escogen al autor?, ¿O piensas, por el contrario, que alguna
subjetividad específica del escriba, o el deseo de agradar a determinado(a)
destinatario, condiciona el proceso escritural?
A.V.C.: Creo que el
proceso de escritura, como todo acto personal, depende de los presupuestos
vivenciales y características de quien lo realice. En mi caso, hay temas
recurrentes que son mis obsesiones personales. Escribo para que se me responda,
no para dar respuesta de nada. Hay temas
que me interesan más que otros, pero no creo haber escrito nada pensando en
complacer o agradar a un destinatario específico. Escribo con la esperanza de
ser leído, sino fuera así no publicara, pero sin necesidad de concesiones.
Siempre que escribo tengo la ilusión de encontrar a los lectores que estén
haciéndose las mismas preguntas que yo, esperando las mismas respuestas que yo.
¿Cuáles
autores nacionales y/o foráneos, marcaron tu obra, y en que zona de la misma es
más visible el legado?
A.V.C.: Cuando
descubrí la generación de Orígenes, Gaztelu, Lezama, Eliseo Diego, Fina y
Cintio me sentí muy identificado con sus poéticas. Eran los años que el
conversacionalismo estaba validado por casi todos los premios de entonces.
Descubrir a esta generación sin dudas me fue muy importante. Antes ya había
leído con mucha devoción a Lorca y Vallejo. Por esa época también descubrí a
Roque Dalton y Lina de Feria. Cuando leí Casa que no existía, supe que ese era
el camino que quería tomar, al menos para comenzar. Estuve seguro de querer
hacer una apuesta por la escritura cuando conocí la obra de Lina. Pero en esos primeros años leí mucha poesía
francesa y norteamericana. Verdaderamente leía todo lo que llegaba a mis manos.
A esa edad, diecinueve o veinte años uno tiene mucha necesidad de experiencias,
y yo traté de vivir a plenitud esa etapa a través de la lectura. Pero si
reconozco autores que me han marcado, tendría también que mencionar a María
Teresa Vera, que era la música más recurrente en mi casa, por mi abuelo y años
más tarde a Marta Valdés y toda la trova tradicional que aún hoy me conmueve.
Todos ellos dejaron una huella, algunas más visibles que otras. En cuanto a
esas zonas en que se visibilizan mejor todos estos legados, prefiero sean los
estudiosos quienes la descubran. En verdad cuando yo escribo estoy escuchando
todas estas voces, juntas, como si algo hubiese sido capaz de integrarlas en
una sola voz y quizás no sea esa voz de nadie más que de mí mismo.
A tu juicio, ¿por qué autores tan controversiales y fecundos como Manuel Díaz Martínez, Calos
Galindo Lena y Frank Abel Dopico, navegan actualmente por las aguas del olvido?
A.V.C.: Estoy de
acuerdo contigo, esos tres autores «navegan por las aguas del olvido», pero no
me los imagino en las mismas aguas. A Carlos Galindo le tocó vivir en un tiempo
muy convulso. Apenas triunfó la Revolución se incorporó, como cualquier otro
ciudadano en esos años épicos, a las tareas propias de los inicios de una
Revolución popular que intentaba revolucionar todo, como por ejemplo la
alfabetización. Entonces no había en provincia editorial alguna, y mucho menos
comprensión de lo que significaba ser escritor. No solo para las estructuras
institucionales sino también para los propios creadores. Evidentemente Galindo
quiso aportar y no creyó que era suficiente con su escritura. Él fue mi
profesor de literatura y todos lo sabíamos el mejor, pero ninguno sabía que
además era escritor. Cuando se crea la Filial Provincial de la UNEAC, es cuando
los que éramos sus estudiantes descubrimos que teníamos por profesor a un
escritor. Te cuento todo esto, porque creo que él por mucho tiempo no priorizó
la escritura y cuando lo hizo creyó que era suficiente escribir, sin necesidad
de insertarse en los primitivos mecanismos promocionales de entonces. Sus
compañeros de generación no hicieron nada por él en ese sentido, y la editorial
Capiro, que publicó una parte importante de su obra, desgraciadamente se fundó
muy tarde para él. De todas maneras está su obra y puede que tarde una
valoración justa de ella, pero estoy seguro que llegará ese momento, como le ha
llegado a otros su momento. No olvides que cuando Lezama murió, bastaron dos
líneas en Granma para ofrecer la noticia de quien es hoy el poeta cubano
contemporáneo que más trascendencia ha alcanzado.
En cuanto a
Díaz Martínez, se marchó del país. No me consta que alguna editorial le haya
pedido publicar algo de su obra más reciente y mucho menos sé si él estaría
dispuesto a publicar en alguna de las editoriales nuestras. Lo cierto es que
por mucho tiempo se ha considerado que marcharse de Cuba es traicionar. Tengo
otro concepto de la traición. En todas las épocas las personas, y sobre todo
los artistas y escritores, han viajado hacía otros países con la esperanza de
mejoras económicas. En su momento lo hicieron Guillén y Carpentier, Fayad y muchos
más, por mencionar solo a tres de nuestros más importantes autores.
Ahora, Dopico
es un caso diferente en el sentido que sí le publicaron, en la editorial
Capiro, un libro después de haber decidido radicarse en España. Él, no sé por
qué razones, es el que se ha alejado de la vida cultural de su ciudad y del
país. No sé si es que ya no escribe, como le ha pasado a otros que lejos de su
tierra se les extravía ese don.
Es cierto que
los poetas Damaris Calderón, Agustín Labrada, Manuel Sosa, Aramís Quintero, por
citar algunos ejemplos, a pesar de no vivir en Cuba, siguen siendo considerados
y publicados por diferentes editoriales del país. Algo, que la verdad, no
sucedía años atrás. Quizás algunos se han quedado con ese trauma y no se
atreven a proponer sus libros, o la vida que escogieron no les permite publicar
aquí. Quién sabe.
Piensas, como
sujeto actoral de la poesía cubana generada en los «ochenta», que el basamento
estético de dicha promoción, al decir del crítico Arturo Arango, se halla
fuertemente signado por «el discurso del desequilibrio, de la duda, del
desconcierto y de la búsqueda de una afirmación individual (…) frente a otros
discursos predominantes»?
A.V.C.: Lo primero que
creo es que Arturo Arango es un crítico muy serio, correcto y valiente. Por
tanto algo de razón debe tener. Mi generación, en cuanto al contexto histórico
en que se generó, vivió la crisis de la embajada del Perú y luego el éxodo del
Mariel, lo que quiere decir que descubrió que no éramos la sociedad homogénea
que nuestros padres nos aseguraban. Vivió todo el proceso del caso Ochoa. Se
supo parte de una sociedad imperfecta. Quizás por eso, y a diferencia de la
generación anterior que disfrutó a plenitud de la epopeya generada por el
triunfo de la Revolución, sintió necesidad de individualizar los problemas, los
sueños, las aspiraciones, las frustraciones, reafirmando hasta la saciedad el
yo poético.
¿A que factor
atribuyes la tardía comprensión, o la conducta mojigata de los centros de poder
cultural respecto a las poéticas literarias antes mencionadas?
A.V.C.: Los asesores
literarios de entonces, que tenían una participación real y directa en la
promoción y el desarrollo de los escritores a través de los talleres
literarios, único espacio institucional para un escritor, no tenían otro
referente para su trabajo que el que entonces ofrecían las universidades, sobre
todo la Universidad Central de Las Villas, que estaba muy enquistada y alejada
de la vida cultural de la ciudad y de lo que ocurría en esos momentos en la
creación literaria más reciente. Fíjate que la poetisa Bertha Caluff, para
poder hacer su tesis de graduación sobre la poesía joven cubana tuvo que
trasladarse para la Universidad de La Habana, pues aquí no le aceptaron ese
tema. Todo lo nuevo tarda en imponerse y mucho más en comprenderse. Es ley de
la vida y la poesía, la creación literaria es parte de esa dialéctica.
Versos como
«No me alejes del camino que lleva hasta el pozo colocado al final de la casa»,
«estas paredes que sostuvieron el péndulo de las horas pasadas», «ayúdame a no
dejar que el viento frío entre en mi casa», «Aquí dejé una ciruela en las manos
de mi mujer», «Dónde ha ido mi madre a colocar su velo de novia», o «esos hijos
que me atrevo a nombrar si me acerco al vientre de mi mujer», convierten el
entorno familiar del sujeto lírico en una suerte de leitmotiv doloroso, ¿Por
qué?
A.V.C.: Te soy
sincero, nunca antes había pensado en tu observación, pero ahora que me lo
dices creo que mi familia, que fue muy unida y decisiva para mí primera
formación, se desintegró, al menos para mí, cuando mis abuelos, por su avanzada
edad perdieron el control familiar hasta que murieron. Luego yo he fracasado
varias veces en el intento de hacer mi propia familia y repetir todo aquel
ambiente de respeto, tolerancia, solidaridad y unión en el que me crié y eso ha
sido frustrante para mí. Levantar una casa y fundar una familia ha sido mi
obsesión.
Lo ocurrido al
poeta Heberto Padilla a raíz de la aparición de su libro Fuera del juego, se
suele mencionar como el único caso de sectarismo, suspicacia y políticas
dogmáticas, sin embargo existieron otros que no por menos conocidos, dejan de
ser igualmente ominosos. ¿Pudieras relatarme lo acontecido en una importante
librería de la ciudad de Matanzas, en el lejano 1988?
A.V.C.: De esto se ha
hablado poco pero se ha hablado. Carilda Oliver Labra, en su biografía, escrita
por Urbano Martínez, lo menciona y Teresa Melo en Siglo pasado, esas crónicas,
que primero publicó La Gaceta de Cuba y luego la editorial Capiro, también
ofrece su versión. La verdad que yo siempre he preferido no hablar de algo que
me ocasionó un daño para siempre.
Organizaba
actividades literarias en la Librería El pensamiento, de Matanzas. Se quería
probar que las librerías debían y podían ser algo más que sitios donde se
comercializara libros. Lo que años después se le llamó Proyecto Ateneo. Había
logrado una programación estable y sistemática, por esos espacios pasó lo mejor
de la literatura e intelectualidad cubana. Cintio y Fina, Dulce María Loynaz,
la propia Carilda Oliver, Pablo Armando Fernández, César López, Eliseo Diego, junto a
escritores y trovadores muy jóvenes entonces como Nelson Simón, Teresa Melo y
Raulito Torres, entre otros muchos.
Digamos que
quien se encargaba de vigilar los asuntos culturales organizó un operativo en
el que utilizando un escritor muy mediocre, como creador y como persona, se
diera la apariencia de que en una actividad literaria organizada por mí se
estaba haciendo contrarrevolución. Intervino la policía que golpeó a muchos de
los escritores que estaban participando
en la actividad, como público o como parte de la misma. En la calle,
frente a la librería, se agrupó una gran cantidad de personas convocadas para
responder a esta supuesta provocación contrarrevolucionaria a la que se le
unieron los curiosos que casualmente pasaban por el lugar. En horas perdí
trabajo y casa, pues vivía alquilado y la dueña de la casa fue advertida de lo
que se exponía al mantenerme bajo su techo.
Mi hija estaba
por nacer y fue muy difícil recuperarme de todo lo sucedido, a pesar de que
tuve siempre la solidaridad de muchos amigos, no solo de Matanzas sino de
muchas partes del país, que no solo me enviaron mensajes de apoyo sino además
dinero para que pudiera sostener a mi familia en todo esos meses.
Por suerte fue
algo que se aclaró, y se tomaron las medidas correspondientes a un hecho tan
vandálico. La UNEAC, de la que yo aún no era miembro, y el Ministerio de
Cultura fueron muy valientes a la hora de exigir responsabilidades.
Todavía hoy,
cuando organizo una actividad literaria, y sabes que ese aún es mi trabajo, siento
inseguridad si en el público hay alguien desconocido para mí, y hasta que no
logro saber de quién se trata no comienzo.
Desde Retrato
de familia a Las sagradas pasiones ¿Qué ha cambiado en Arístides Vega Chapú?
A.V.C.: Creo que
mucho. Cuento con lo que se llama oficio y ya no solo con la inspiración que
sostuvo, como única herramienta, mis primeras creaciones Desgraciadamente ya no
soy tan inocente, ni puedo trabajar de madrugada, como entonces lo podía hacer.
Pero sigo preguntándome cosas, ahora muchas más, y sigo creído de que la poesía puede y debe
transformarnos en mejores personas.
En una
entrevista, el polémico escritor ruso A. Solzhenitsin sostenía que «los libros
le quitan la autosuficiencia y la sensación de tener una existencia asegurada a
quienes basan su vida en la mentira y las prohibiciones». ¿Eres partidario de
esta tesis?
A.V.C.: Yo solo
agregaría a lo sostenido por el escritor ruso: los buenos libros. La literatura
propicia un espacio de libertad, que nos permite una reflexión a fondo de
quiénes somos y quiénes queremos ser.
Como escritor
para niños y jóvenes, qué piensas de la interminable saga de Harry Potter, y de
la pérdida de protagonismo de la letra impresa con relación al desarrollo
creciente de la informática y la virtualidad evasiva.
A.V.C.: J.K. Rowling,
con la saga de Harry Potter, supo a partir de los códigos ya establecidos en la
literatura infanto-juvenil, fiel a las normas clásicas de los cuentos
populares, tratar muchos de los problemas más acuciantes de la
contemporaneidad, desde el género fantástico. Es decir, el horror, la crueldad,
la injusticia, tienen su lugar al lado de lo hermoso y lo justo, la belleza y
el bien, a través de la recreación de un mundo paralelo al cotidiano.
Sé que hay
sitios en los que los niños ya no creen que un buen regalo pueda ser un libro.
Sin embargo, y a pesar de sus versiones cinematográficas, los niños y los
adultos han preferido leer la saga de Harry Potter. Es el aviso de que todo no
está perdido. El aviso para todos los que intervenimos en el largo proceso de
crear y dar a conocer una historia para los niños y jóvenes.
Hoy muchos
conocen historias, personajes, clásicos de la literatura universal, por
versiones en películas, ya sean en animados o con actores, pero su referente
está más cerca del audiovisual que del libro mismo. Nuestros hijos conocen la
Ilíada, por la versión animada y no por su lectura. Pero yo creo que todo
tiempo futuro debe ser mejor, y algo, para bien de los niños y jóvenes, que es
como decir para el bien de ese futuro, sucederá a favor de los valores que
todavía la literatura puede y deberá ofrecer.
Nombres como
Bertha, Salma y Lidia Ana qué representan en el cada vez más reducido, espacio
de vida privada.
A.V.C.: Son personajes
muy recurrentes en mi poesía pues yo no tengo capacidad de inventar nada, la
ficción en mi obra tiene que ver con mi realidad más cercana. He dicho otras
veces que yo soy más bien un cronista. Pero estos nombres, en la poesía o la
narrativa, adquieren un estatus de personajes ficcionados. Me he encontrado a
personas que me han confesado que le pusieron a su hija el nombre de
Salma, porque lo tomaron de mis libros.
Pero es la Salma de la literatura, no mi hija, que ni siquiera conocen. Cuando
publiqué en Sed de belleza, el largo poema "Retorno de Selím", también me
encontré con personas que me aseguraron haber tomado ese nombre para sus hijos.
No sé separar literatura y vida, ficción y realidad. En mi obra todo eso está
mezclado, porque en realidad yo he querido ir escribiendo mi historia y con
ella la historia de los que me rodean.
¿Te
consideras, parafraseando al Apóstol, un hombre sincero de donde crece la
palma?
A.V.C.:Creo que si
alguna virtud tengo es la sinceridad, por ella he pagado un precio y estoy
dispuesto a cualquier otro. La verdad es mi única posibilidad de mirarle a los
ojos a mis seres queridos y de mirarme a mi mismo sin arrepentimientos. A veces
los amigos, con buenas intenciones, tratan de explicarme lo que me conviene o
no y me aseguran que hay veces que es de sabio bajar la cabeza, y yo les digo
que estoy dispuesto a morir de cara al sol, para seguir parafraseando al
Apóstol.
Nací en Santa
Clara por casualidad. Mis abuelos maternos eran emigrantes árabes y los
paternos españoles. Mis padres cuando se casaron vivían en La Habana, en lo que
se conocía entonces por el Ensanche del Vedado, muy cerca del viejo zoológico,
a donde se habían radicado, desde Rancho Veloz, la familia de mi padre, cuando
él era apenas un muchacho.
Para mí el país es este paisaje de provincia con el cual vivo conciliado. Podrán existir paisajes muchos más hermosos, pero yo necesito ver a alguna hora del día el parque Vidal, o la loma del Capiro, o ese leve tráfico, pero ruidoso, de la calle Cuba. Nunca me he podido explicar ese apego. Es para mí como la fe en Dios, que no precisa explicación alguna.
ARÍSTIDES VEGA CHAPÚ.
Ha publicado los siguientes libros de poesía: Últimas revelaciones en las postales del viajero (1994), Finales de los años (1994), La casa del Monte de los Olivos (1996), Retorno de Selím (1998), El riesgo de la sabiduría (2000), De lo que se supone (2001), El signo del azar (2002), Días a la deriva (2003), Mensajes del pan (2003), Sagradas pasiones (2005), Dibujo de Salma (2006), Que el gesto de mis manos no alcance, antología personal (2007), Después del puente, sobre las aguas (2007). Entre sus libros de narrativa se encuentran: Soñar el mar, novela para jóvenes (2004), Te regalo el cielo, novela para jóvenes (2006) y Un día más allá, novela (2008).
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