2.26.2011

ANDREA BALANZARIO: UNA ENTREVISTA CON TERESA DOVALPAGE

Posesas de La Habana:
Maestría narrativa en plena selva habanera
Cortesía para Grafoscopio de Andrea Balanzario y Teresa Dovalpage

No es fácil encontrar una novela que toque temas serios con humor, la cubana Teresa Dovalpage ofrece en Posesas de La Habana una divertida maniobra narrativa al mirar el desencanto de la utopía revolucionaria en Cuba; hasta finalizar el libro, el lector repara en la gravedad de “existir” en un régimen absolutista y totalitario en donde se elimina sistemáticamente el gusto por vivir.
Posesas de La Habana, historia de cuatro mujeres, cuatro generaciones en cuatro horas de los famosos apagones habaneros; negra y triste oscuridad que lleva a Bárbara Bridas “abuelonga”, Mima, Elsa y Beiya a contar la miseria centrohabanera con dilatadas retrospecciones vitales (menos la contestona Beiya de once años). Con la eterna crisis, las cuatro viven en un minúsculo departamento con una barbacoa (entrepiso que hacen los habaneros para aprovechar los techos altos y conseguir más espacio vivible), las mujeres se sienten presas por el apagón, ya que los chismes del barrio afirman que anda suelto un “deslenguador” que corta este apéndice bucal a sus víctimas.
Entre el miedo al delincuente —con la monomanía mencionada— las cuatro mujeres se encuentran solas, cada una con sus frustraciones tanto vitales como actuales: el hambre, endémica enfermedad por habanemia, por ejemplo. Aparece el único personaje masculino, Erny (Ernesto, por el Ché), versión opuesta de las jineteras: “pinguero”, quien busca al “Pepe” que se enamore de él para vivir por fin fuera de Cuba. Erny llega a la escena narrativa con un tesoro: una bolsa de papas; las cuatro mujeres salivan anticipando un plato de papas fritas, mas abuelonga dice que sólo hay aceite para una o dos papas, cuando mucho.
Parece mentira, a nuestros ojos mexicanos (y estómagos) que una bolsa de papas y la imagen de un plato de papas fritas desencadene una tormenta familiar con recuerdos que abarcan la era Revolucionaria, el Periodo Especial y el Quinquenio Gris, nombres llamativos para decir: hambre; como bien menciona la autora, los sombríos periodos mencionados se refieren a la represión cultural que padeció la isla bajo “comisarios políticos”, quienes decidían lo que el escritor podía decir y lo que no, vulnerando incluso la autodeterminación creativa.
Andrea Balanzario: Teresa, desde que vi en la red el título de tu novela quise leerla, uno de los primeros aciertos de este libro es el título, ¿cómo se te ocurrió?
Teresa Dovalpage: Realmente estuve varios días vacilando entre este título tan raro (“posesas” no es una palabra muy común en el vocabulario de los cubanos) y "El apagón", que también describía un poco el entorno de la novela, puesto que la mayor parte de la acción ocurre durante una noche de apagón programado. Sin embargo, me decidí por “posesas” porque sentí que era más importante centrarse en los personajes, y lo cierto es que todas están un poco loquibambias, que es la traducción al vernáculo de “posesas.” Aquí no me refería a la otra acepción que tiene esta palabra, que es la de posesión por el demonio, aunque… pensándolo bien, ésa tampoco está completamente errada con respecto a mis personajes.
Andrea Balanzario: Tu novela me parece admirable a partir de tantos aspectos diferentes que sólo mencionaré algunos: el humor, el ingenio para utilizar recursos tan significativos como los mitos griegos en Elsa, la catedrática frustrada; la memoria de abuelonga con sus melancólica vida prerrevolucionaria, existencia malograda por la inoperancia de la utopía del 59. Mima, hija de abuelonga, madre de Elsa y abuela de Beiya y su grisácea vida animada sólo por el recuerdo de Estebita (Esteban), recuerdo tan inocente y candoroso como falso, para ella es la balsa le permite seguir viviendo el infierno, literal e ideológico de La Habana. Teresa, ¿tus personajes tienen (o tuvieron) modelos, digamos…vivos?
Teresa Dovalpage: Sí, la verdad es que Posesas está basada en mi propia vida familiar… ¿a poco ya lo habías adivinado? Pero todo está exagerado y contado desde un ángulo bastante grotesco, con muchísimas añadiduras y hechos que jamás sucedieron en realidad. Por ejemplo, que yo sepa, mi padre jamás le puso los cuernos a mi madre (aunque tampoco es cosa de estar metiendo las manos en el fuego por nadie, como diría mi abuela, que es Abuelonga en carne y hueso), ni yo tuve relaciones con profesor alguno durante mi carrera… Sin embargo, esa atmósfera de estrógeno excesivo, esas peleas constantes entre madre-abuela-hija, y, por supuesto, el entorno social, no requirieron mucho esfuerzo de la imaginación. Digamos que es mi propia familia vista en uno de esos espejos de feria que desfiguran todo y lo hacen verse peor de lo que es.
Andrea Balanzario: ¿Y Beiya…qué representa Beiya?
Teresa Dovalpage: Beiya también está basada en las hijas de varias amistades mías que todavía viven en Cuba. Te confieso que no trato de que los personajes “representen” nada porque muchas veces la idea de que una obra debe de tener un mensaje, de que los personajes deben representar algo en particular, suele chocar con el proyecto literario como tal. Ahora, si quieres saco al sol mis trapitos de académica y te digo que Beiya es la infancia nacida bajo la crisis, una hija del período especial en medio de una distopía revolucionaria que retuerce las relaciones familiares… Y puede que eso sea también cierto, pero, para mí como autora, Beiya es Beiya y más nada.

Andrea Balanzario: Como gran aficionada a la narrativa cubana advierto un vacío: ninguna de las mujeres ejerce su sexualidad, salvo la rebelde Beiya, no hay jineteras, ninguna de ellas salva la precariedad de su situación por medio de la prostitución, ¿esa falta de ejercicio libre de la sexualidad es sintomático de las normativas que rigen todavía a la Isla? ¿Es un guiño para el lector o es que el hambre/miseria anula hasta al Eros tropical?
Teresa Dovalpage: Bueno, hay una escena en que la pobre Elsa trata de ligar a un turista argentino y éste la rechaza, lo que la hace exclamar en un monólogo: “De modo que no servía ni para meretriz criolla. Qué jodía estaba, ¿no?” Aparte de que ya hay demasiados libros escritos sobre las jineteras, mis personajes pertenecen a otra categoría, y no necesariamente por libre elección. Si te fijas, ninguna de las mujeres de la familia se puede calificar de hermosa, ninguna tiene el abundante trasero que constituye en Cuba la marca de belleza, el mayor producto de exportación después de la caña de azúcar… así que no les queda más remedio que reprimir su sexualidad, en vista de que no hay hombre alguno por los alrededores.
Los personajes de Posesas…sin embargo, no me han dejado tranquila. Acabo de terminar una novela que es la segunda parte, titulada La reina de los huesos, en la que retomo a la familia y le sigo dando candela…hasta que suelte el fondo.
Por lo demás, noto que me he ido desligando poco a poco de la isla en mi literatura. Las dos primeras novelas que escribí (Posesas de La Habana y A Girl like Che Guevara) tratan sobre Cuba y tienen solamente personajes cubanos. La tercera, Muerte de un murciano en La Habana, aunque se desarrolla en la Isla, tiene como protagonista a un español, como lo indica el título. Y la cuarta, El difunto Fidel, se desarrolla en Miami Beach, con personajes cubanos y cubano-americanos y diálogos en Spanglish.
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ANDREA BALANZARIO. Periodista. El Sol de Toluca, México. 

BLACKSBURG MAN FINDS POETRY 'ON DEMAND'


Brian Walters developed his poetry "on the side" for years before a chance meeting with a publisher who opened the door to on-demand printing.
By Dan Waidelich, Special to The Roanoke Times


In spite of diminishing profits for booksellers and the rise of e-books, one local writer and his publisher have managed to find a road to success.
Blacksburg resident Brian Walters is a part-time author who celebrated the release of  Watie's Surrender and Other Civil War Narratives, his third collection of original poetry in November.
Watie's Surrender is an exploration of American history using a unique blend of verse and narrative poetry, Walters said. The poet developed his style through years of exploring the literary world as a hobby.
"I've always written on the side, but you have to sustain yourself," said Walters, who is a physical therapist by day.
"For a long time I was doing it just to enjoy the creativity."
Readers will find a diverse wealth of influences in Walters' poetry -- from the Civil War history of Virginia to the Old Norse civilizations of Scandinavia. No matter the topic, the poetry tends to be accessible and concise, Walters said.
One poem, entitled "The New River," reflects the author's adoption of Blacksburg as home.
"There's no question this is a beautiful area. It doesn't surprise me there are so many artists here," Walters said.
Walters, who originally hails from Northern Virginia, comes from a literary family. After graduating from George Mason, he spent a decade in Denmark, all the while outlining stories and crafting poetry.
It took a chance meeting with a publisher in Blacksburg to finally see his work put into print.
"We met at Blacksburg Physical Therapy when I had a torn rotator cuff," said Warren Lapine, the founder of Wilder Publications and the man who decided to publish Walters' work.
"He told me he wrote poetry and I thought 'Oh, shoot,' " Lapine said.
The locally based businessman has been in the publishing industry for 20 years and is used to hearing submissions from amateur writers.
"You really want to be polite to someone who has your arm in that position," Lapine joked.
When he gave Walters' work a chance, however, he was immediately on board.
"I read his poetry and it was fabulous," Lapine said.
The pair immediately struck up a partnership that lead to printing of  The Retreat from Moscow and Other Poems, Walters' first collection.
Walters had initial concerns about the nature of the poetry market but Lapine stepped in with his publishing model, which uses print-on-demand.
A print-on-demand title is published when ordered, meaning publishers don't have to order gigantic quantities of a book that might never sell on a larger process. The system has been on the rise in recent years as digital printing was refined.
The print-on-demand model is popular with university presses and smaller publishers such as Lapine, who can use it to help authors like Walters.
"I don't do it a lot, but I'm always willing to publish local writers," Lapine said. "We have a lot of talented people in this area, but Brian is probably a world-class poet in my opinion."
For now, Walters and Lapine are enjoying the quiet success of poetry-on-demand. According the both author and publisher, they will continue to get Walters' work out as long as people keep reading.
"They get my work out quickly," Walters said.
"It takes maybe only three or four months after I finish a book so there isn't too much of a wait for my next one, whatever that might be."
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BRIAN WALTERS. American author. He has published: The Retreat from Moscow and Other Poems (Collection of Poetry), Watie's Surrender, Other Civil War Narratives y VINLAND.

2.18.2011

AIMÉE G. BOLAÑOS: LAS PALABRAS VIAJERAS

Las palabras viajeras ensaya formas de la escritura de sí mismo: memorias, autorretratos, autoconfesiones, cartas, todas bajo el signo de la ficción poética de una figura en movimiento. La autora se mira en su espejo para romperlo, escribiendo en cada uno de los pedazos a la busca de sí. Con un engañoso tejido autobiográfico, matizado con cartas de otros poetas, sus palabras migran de un texto a otro para componer una trama autoficcional que parece proclamar:  “Soy yo, pero no yo misma, tal vez y además, las Otras que me habitan en el viaje inacabado de mi diáspora.”

Fragmento de Las palabras viajeras
de Aimée G. Bolaños
libro recién publicado por la Editorial Betania.
(Blog de la Editorial Betania)


ÉL SE RETRATA EN EL OLVIDO
las medallas y la sombra
entre ellas un sable quieto
que sostiene una figura
sólidamente plantada
en el piso miserable
del tiempo
de la sonrisa parca
a la quietud teológica
el anillo desnudo
muestra
como esa mano
fulgura
en la tarde sombría
del sol a plomo
sin registro de la gloria

PURA
hay un fondo sin final de los fondos
lugar fabuloso donde nadie ha estado
con la humana forma de andar en casa
allí oficias consagrada a las liturgias
dueña de los cantos azules cotidianos
albahaca en la sonora oreja
haciendo danzar el agua entre tus manos
mientras espuma y canto ascienden
hacia el templo oloroso de tus dioses


Yemayá asesú asesú Yemayá
Yemayá asesú asesú Yemayá
Yemayá oludó oludó Yemayá
Yemayá oludó olodú Yemayá


y es entonces el milagro de cada día
de una casa-templo iluminada
la familia protegida por tus cantos
que desaguan poderosos en la vida
tu voz sagrada negra y pura

ELLA NO SE PREGUNTA
las guanábanas saltan
de maduras explotando
los mangos repican
cuando caen desbordados
con los gatos el espacio
se funda de maullidos
la hierba habita caótica
sin canteros de medida
en la hojarasca el agua
abre surcos perfumados
los gallos brillan sus crestas
y cantan y están vivos
una niña silente atraviesa
las jaulas renacidas
ella no distingue ese instante
está a solas con la vida
aunque tampoco sepa
qué es eso que llaman vida
ni siquiera se pregunta
porqué está en aquel patio
de los fondos profundos
avanzando ya en la lejanía

CASA DE PALABRAS
de palabras parias
se hace la casa
sin suelo ni cielo
de la poesía
en las palabras errantes
que viajan a los poemas
no escritos
sobrevive la casa

EN ABISMO
                Look in thy glass and tell the face thou viewest.
                Now is the time that face should form another.
                             William Shakespeare
es tan bueno que llegues
en la bulliciosa calma
me tomas de la mano
vamos al espejo
y allí para mí me formas
una mujer sin tiempo
en un lugar descarnado
y alegre donde cada cosa
artificiosa es más real
que la vida verdadera
de olvidadiza memoria
me haces flotar
como Ofelia
devotamente inerte
ninfa envejecida infantil
con un ligero toque
de cordura que adorna
como guirnalda jubilosa
los ojos cosidos
de un poder traslúcido
y la boca insondable
abriendo caminos
hacia la última caverna
donde tú y yo sabemos
que el espíritu ausente mora

y es tan grato oírte
porque nada tienes que decir
perdiste las palabras
o las palabras se perdieron
de ti en tu falta

musa errática
y errante de mí misma
cómo soy feliz
al contemplarte
muda muerta viva
deambulando
en el espejo

METAMORFOSIS
hubo una forma
y después gestos
al final una llama
donde escrita
me consumí
ahora soy
rubor pálido
arcano celeste
viva luz
azul de aire
en perspectiva
voz palabrera
en un alma gozosa
atravesada por ti
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AIMÉE G. BOLAÑOS.  (Cuba-Brasil). Escriba y lectora de ficción. Profesora de literatura en la Universidade Federal do Rio Grande, Brasil, desde 1997, y profesora adjunta de la University of Ottawa, Canadá. Fue docente en la Universidad Central de Las Villas, Cuba, y editora de la revista Islas (1968-1997). Conferencista en diversas universidades de América Latina y Europa. Realizó doctorado en la Rostock Universität, Alemania. Posdoctora en literatura comparada por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Brasil. Publicaciones recientes: Pensar la narrativa (Brasil, 2002) y Poesía insular de signo infinito. Una lectura de poetas cubanas de la diáspora (España, 2008), ensayos. Sus lecturas de poesía de la diáspora cubana integran numerosos libros, entre ellos, Voces negras de la literatura de las Américas (coorganizadora, en edición). Ha escrito sobre el concepto de diáspora para el Dicionário das mobilidades culturais: percursos americanos (Brasil, 2010). Poemarios: El Libro de Maat (Brasil, 2002), Las Otras. Antología mínima del Silencio (España, 2004) y Layla y Machnún, el amor verdadero, (en coautoría, España, 2006).

2.13.2011

WILLIAM NAVARRETE: LA GEMA DE CUBAGUA

Fragmento de la novela La gema de Cubagua, recién publicada por Legua Editorial.
   La presentación de La gema de Cubagua tendrá lugar el 24 de marzo, 2011, a las 7:00 pm.
   Lugar: Koubek Center (Anfiteatro): 2705 SW 3rd Street, Miami, Fl 33135.

Capítulo tercero

La historia


"Cuentan que, Juan Bautista Gonçales Ribeira y Maceira de la Portera nació en el pueblo de Figueira da Foz, reino de Portugal, en el año de mil quinientos noventa y ocho.
   Fue aquella una época de ambiciones, de incesantes búsquedas de otros horizontes. Siendo aún niño, Juan Bautista oyó las historias que su abuelo paterno, súbdito del rey João III, contaba acerca de los hombres más corajudos de su sangre. A Juan Bautista el nombre de Gonçalo Ribeira, el padre de su abuelo, le sonaba a mástil y velamen, a brea y rosa de los vientos, a coral y perlas. Le salpicaba el rostro de espuma y salitre, le llenaba los pulmones de mar. Imaginaba entonces a su ancestro batiéndose contra las terribles marejadas del Cabo de las Tempestades, también llamado de la Buena Esperanza; esforzándose, codo a codo con la marinería capitaneada por Bartolomeu Dias, en abrir una nueva ruta hacia la isla de la Luna, hacia aquellas míticas Indias que Vasco da Gama ofrecería, once años después, al reino de Portugal.
   La mar Tenebrosa era, para el niño Juan Bautista, un océano poblado de luces misteriosas. Desde su casa de pueblo sardinero veía surcar, a lo lejos, en altamar, los imponentes veleros cargados de palo bermejo o brasil, de azúcar procesada en Pernambuco, San Vicente y otras tierras de las Indias. Afinaba el olfato para robarle mejor al aire marino, impregnado del olor de las flores silvestres que viajaba desde las islas Azores, el aroma de las especies transportadas desde las lejanas islas Moluscas o desde la factoría portuguesa de Calicut, en el mítico Indostán.
   Bien hubiera podido nacer Juan Bautista en Lisboa, mas la terrible peste de mil quinientos sesenta y nueve, la más mortífera de cuantas hasta esa fecha habían azotado al reino, cambió bruscamente el destino de su familia. Los Gonçales Ribeira, huyendo de la muerte y sus cuarenta mil víctimas, de los autos de fe y sus cientos de condenados más, abandonaron las orillas del Tajo dejando a sus espaldas una Lisboa que olía a carne humana chamusqueada, a azufre, a apocalipsis.
   Juan Bautista no vivió aquella desgracia. Nació y creció en la risueña Figueira da Foz. Su infancia transcurrió contando, desde lo alto de las dunas formadas en las playas de su pueblo, las barcazas que arrastraban sobre el cauce del río Mondego la mercadería que daba gloria y renombre a la plaza fuerte de Coimbra. Cuando su padre, hombre recto, súbdito fiel, consideró que había llegado la hora de que el joven Juan Bautista se instruyese, invirtió todas sus economías en enviarlo a estudiar a la célebre Universidad de la vecina ciudad. Coimbra no era el faro de la navegación del reino; sus tabernas, en cambio, servían de palestra a todo el saber, a las Ciencias y las Letras; en ellas los estudiantes novatos y los más avanzados discutían acaloradamente, sin límites, las novedades del Nuevo Mundo; hablaban de tierras no descubiertas aún, imaginadas o soñadas, casi todas fantasías en sus mentes, y envidiaban la suerte de aquellos aventureros y grumetes de los que nadie más había vuelto a hablar, así como la muy consabida situación privilegiada del poderoso imperio español, gran rival histórico del reino lusitano.
   La noche en que Juan Bautista vio por vez primera una perla margarita sintió que nada podría atarlo ya a las tediosas lecciones de la Universidad; que en lo adelante pertenecía en cuerpo y alma al anchuroso mar. Era Marcos Coelho, un marinero bien curtido, de regreso de Nueva Amsterdam, quien mostraba al coro de extasiados estudiantes la hermosísima perla que le había arrancado a una playa de la isla de Cubagua, muy cerca de Cumaná. Aquella noche, en su cubículo de aprendiz de Derecho, Juan Bautista no concilió el sueño. Como un fanal, la perla le indicaba el camino hacia el horizonte; la voz de Coelho, retumbando aún en sus oídos, le mostraba, cual brújula, las rutas del inconmesurable océano.
   Cómo se produjo la llegada de Juan Bautista a las posesiones españolas de Nueva Esparta, en el noreste de la Venezuela actual, es un enigma que hasta hoy nadie ha podido desentrañar. Hay quienes aseveran que Marcos Coelho, reconociendo en el joven condiciones excepcionales para la marinería, le recomendó ante un capitán lisboense de fragata; otros sostienen haber visto su nombre en cierta lista de polizones que se conserva en la antigua Capitanía General de Cumaná. Poco aportará en todo caso este dato en cuanto a la vida de nuestro héroe. Sin embargo, sí debemos interesarnos en saber que el 18 de agosto de mil seiscientos treinta y cuatro, se registró en la Parroquia Nuestra Señora de Altagracia de Cumaná, el matrimonio contraído entre el hijo de Figueira da Foz y una criolla cumanense de nombre María de los Santos Obeda y Corzo, descendiente de los primeros vecinos de la villa más antigua que fundaran los españoles en las Tierras Firmes meridionales.
   Quince años más tarde, los esposos no habían logrado aún descendencia. Juan Bautista, querido y respetado por toda la administración de la Villa, por su suegro el Corregidor y su familia, dejaba correr los rumores acerca de la esterilidad de su María de los Santos y se entregaba, entre tanto, con una obsesión casi febril, a la pesca de madreperlas en las cálidas aguas de Cumaná. Imperaba la necesidad de darle un nieto al Corregidor, hombre de rancio abolengo, poseído por la dignidad de su estirpe y posición, a quien el Rey no otorgaría título de nobleza hasta tanto no garantizara la sucesión de dicho título más allá de la segunda generación. Sombríos debieron de ser, para Juan Bautista, aquellos años de angustiosa espera. Indios curanderos, antiguos behíques; brujos africanos, recientemente esclavizados; hechiceros canarios y médicos franceses, desfilaron por la Capitanía General. Llovieron los remedios y las pócimas, las predicciones astrológicas, los cocimientos de bejucos de garañón tomados en ayunas, los amuletos de caisimón contra los malos ojos, las infusiones de corteza de dagame recomendadas para la fecundación. María de los Santos no procreaba.
  Muy cerca de Cumaná, la isla de Cubagua poseía uno de los lechos perlíferos más ricos del Nuevo Mundo. En ella se había erigido la ciudad de Nueva Cádiz, la primera de toda la Venezuela actual, luego abandonada por terremotos, saqueos y también porque el lecho perlífero terminó agotándose. En todo caso, la Capitanía General a la que pertenecía la islita no era todavía el espléndido puerto atunero por el que se le conoce hoy, sino más bien un pequeño enclave de primer orden en el comercio de las perlas extraídas de la isla vecina. Cumaná, fundada en la desembocadura del río Manzanares, había erigido para su defensa los fuertes de San Antonio de la Eminencia y Santa María de la Cabeza; su preponderancia comercial despertaba la codicia de los temidos bandidos del mar, muchas veces bajo la protección de poderosos soberanos europeos.
   Fue hacia el final de una de las tantas faenas lidereadas por Juan Bautista que el grupo de pescadores bajo su mando encontró la perla más perfecta, la más grande de todas las que hasta la fecha se habían extraído de los mares de Cubagua cuando ya comenzaba a escasear aquel codiciado regalo del mar. Juan Bautista sopesó la perla y presintió que con su descubrimiento llegaba también el fin de su larga espera. El vaticinio de la india arawaka Casilda debía cumplirse ahora; el negro encantamiento, roto. Tan pronto La Astrea, la goleta capitaneada por Juan Bautista tocó Tierra Firme y ancló en el puerto de Cumaná, gentes de la villa corrieron a darle la noticia: María de los Santos llevaba en su vientre el ansiado hijo. ¡La perla había obrado el milagro ! Correspondía a los Gonçales Ribeira, había precisado la india Casilda, conservarla indefinidamente como guía y talismán de generaciones venideras. Como signo de suerte, prosperidad y fecundidad."
   El auditorio de La Periquera aplaudió frenético durante diez minutos. Polilla alzó su lupa, enfocó con el lente la sala atiborrada de público, colocó metódicamente las hojas de la conferencia que acababa de dar en un cartapacio verde. Arrogante, muy seguro de su competencia como investigador, no se dignó a agradecer ni siquiera los aplausos, menos aún la asistencia del público. Se puso el cartapacio debajo del brazo y comenzó a abrir una brecha de escape entre los oyentes, mientras el gentío lo halaba por las mangas de la camisa comiéndoselo a preguntas.
– ¿Y cómo fue que a esos locos les dio por afincarse luego en Holguín, con tanto mar de por medio que nos separa de Cumaná?
– Venga, venga a la segunda conferencia de esta serie –respondía Polilla tratando de liberar su camisa de la mano de otra señora que le hacía idéntica pregunta y le cerraba con su voluminoso cuerpo el acceso al pasillo que formaban los dos bloques de asientos.
   Ana Isidora quiso hacerse notar desde el puesto que ocupaba en la penúltima fila, recordarle a aquel pretencioso historiador que había sido ella, la señora acusada de alojar pulgas, la que había lanzado, a partir del día en que lo encontró en los archivos, día que Polilla tenía, forzosamente, que recordar, todo aquel enredo de la herencia; la que, indirectamente, le había propiciado el estrellato que significaba ser la autoridad del pueblo en materia de orígenes y desenvolvimiento de los González de Rivera. Sin embargo, el docto investigador le pasó por el lado como una centella, rozándola sin siquiera reconocerla y secándose sin parar el sudor de la frente con un pañuelo. […]

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WILLIAM NAVARRETE. (Cuba, 1968). Crítico de arte, narrador y ensayista. Ha dirigido la colección de musica cubana de SonyDisc. Entre sus libros publicados se encuentran: La chanson cubaine (1902-1959). Ed. L'Harmattan, Paris, 2002. 1902-2002. Centenario de la República Cubana (libro colectivo de ensayos, con Javier de Castro). Miami: Ediciones Universal, 2002. Cuba, la musique en exil (prólogo de Eduardo Manet.  (en francés). París: Ed. L'Harmattan, 2004. Ínsulas al pairo. Poesía cubana contemporánea en París. Valencia, España: Editorial Aduana Vieja, 2004 (2da. edición: 2007). Edad de miedo al frío y otros poemas (poesía, primer Premio Eugenio Florit de Poesía, otorgado por el Centro de Cultura Panamericana de Nueva York), Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2005 / Età di paura al freddo, Ed. Il Foglio, Piombino, Italia, 2005). Canti ai piedi dell'Atlante (poesía) Ed. Coen Tanugi Editore, Gorgonzola, Italia, 2006. Catalejo en lontananza. Crónicas cubanas (1996-2006). Editorial Aduana Vieja, Valencia: España, 2006, prólogo de Grace Piney Roche. Versi tra le sbarre (edición bilingüe italiano-español). Edizione Il Foglio, Piombino, Italia, 2006. La canopea del Louvre (en francés y en español), coautora Regina Ávila / prólogo de Ramón Alejandro. Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2007. Visión crítica de Gina Pellón (monografía de textos críticos sobre la artista). Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2007. Lumbres veladas del Sur, (poesía inspirada en Marrakech). Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2008. Visión crítica de Humberto Calzada (monografía de ensayos críticos sobre el artista) con Jesús Rosado, Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2008. Aldabonazo en Trocadero 162 (homenaje a José Lezama Lima), con Regina Ávila. Editorial Aduana Vieja: Valencia, España, 2008.

2.11.2011

JOSEFINA DE DIEGO: EL REINO DEL ABUELO (FRAGMENT0)

¿Te acuerdas, mi hermano, del bosquecito de caña brava frente a casa? ¿Y del misterioso camino que atravesaba todo ese oscuro jardín y que se iluminaba, justo en su final, cuando, al apartar las hojas, nos tropezábamos con la casa de María?
¿Te acuerdas de las hamacas en casa de Palenque y del elegante caballo de Capote, cómo lo paseaban, tan suave?
¿Y de la gasolinera de Colado? ¿De la bodega de Marcelino, del kioskito de Yoyo? También estaba la ferretería. Ahí se vendieron juguetes, en los primeros años de la década del sesenta, y yo quería, cada Navidad, lo mismo: la muñequita china. Quizás porque me trasmitía una seguridad que nunca he tenido y quería apresarla, un poco, en ella. O quizás, simplemente, porque tenía una sonrisa muy dulce. No sé.
Pero todo eso existía fuera de la casa.
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La Quinta ―construida en las afueras de Arroyo Naranjo, a unos treinta kilómetros de La Habana― se llamaba Villa Berta, por la abuela paterna, la esposa del abuelo Constante, el asturiano. El nombre estaba puesto en las dos puertas de rejas de hierro que se abrían, acogedoras, para dar paso a los autos y, también, a los vendedores de viandas, vegetales y periódicos que entraban en carretones con caballos. Había, a la derecha, una puerta para las personas, pero nadie la usaba. Quizás, pensaba yo, porque las puertas de rejas de hierro eran como los brazos de la casa, el primer encuentro con los múltiples visitantes y, si uno entraba por la puerta pequeñita, el abrazo, también, tendría que ser pequeñito. A la izquierda había un banco de cemento donde nos sentábamos a esperar el ómnibus para ir al colegio, amparados por la sombra entrecortada de una buganvilia morada.
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En 1968, y por muchas y muy diversas razones ―difíciles de resumir y de asumir― tuvimos que abandonar la finca. No recuerdo nada de ese día, ni de los preparativos previos a la mudada. Sólo años después supe que todos, de alguna forma, habíamos tratado de preservar la casa en nuestra memoria. Tío Cintio la nombró, con especial ternura, en su novela De peña pobre; Cleva, poeta y pintora, amiga entrañable, se escapaba al estudio de papá y hacía bocetos del jardín; mi hermano Lichi escribió, ese mismo año, un libro precioso, La Quinta de los comienzos; yo retrataba los rincones que no aparecían en las fotos de mamá; tía Fina escribió poemas desgarradores: “Desmantelan la casa, nos desmantelan a todos el alma”.
Manos extrañas transformaron la finca, construyeron edificios completos, enderezaron los senderitos, eliminaron fuentes, arecas, buganvillas, cambiaron puertas y ventanas, quebraron el equilibrio perfecto de los recintos, ordenaron el jardín.
Durante muchos años no quise regresar. Temía que mis recuerdos se alteraran, se confundieran, se extraviaran y que ya, nunca más, podría recuperarlos porque se interpondría la imagen de la casa que no era. Pero no ha sido así. La casa y sus recintos se mantienen intactos, nítidos. Puedo reconstruirlos centímetro a centímetro y minuto a minuto. Me acompañan el aroma del jardín, el rumor de los pinos, el arrullo de las palomas. Nunca los perdí, y seguirán existiendo y me seguirán acompañando, mientras “pueda llamarlos de pronto con el alba”.

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JOSEFINA DE DIEGO. (La Habana, 1951). Narradora. Econmista de profesión, Josefina de Diego nació dentro de una familia literaria; su padre fue el conocido escritor Eliseo Diego. Su primer libro de narraciones, El reino del abuelo, fue publicado en México en 1993.

2.06.2011

MOISES ASÍS: ASESINATO EN LA ROSA 503

El cuento que ofrecemos a continuación
ha sido publicado solamente en inglés
en la antología Havana Noir, editada por Achy Obejas 
(Brooklyn,NY: Akashic Books, 179-189).
Le brindamos al lector la posibilidad de leerlo
en la lengua original (español),
y además, incluimos abajo la versión en inglés.
Gracias.

¿Qué voy a hacer? ¿Qué es lo que voy a hacer?, me voy preguntando una y otra vez mientras me conducen hacia el aeropuerto. Empezaré de cero.
Tenemos un problema con usted –me había dicho el secretario de la Escuela de Derecho-, usted no puede hacer el Examen Estatal para graduarse de abogado porque hemos encontrado que usted tiene antecedentes penales. Han pasado más de veinte años, usted puede pedir la cancelación de esos antecedentes penales y entonces hacer el Examen Estatal –me dijo muy conciliador y deseoso de ayudarme. Claro que yo lo sabía, esos antecedentes penales me habían convertido en un paria, sin derecho a estudiar la carrera de mi elección y sin derecho a obtener mejor trabajo y consideración social. Durante más de veinte años estuve cargando con esa castración sociopolítica y pensé que la Universidad de La Habana nunca detectaría mi pasado si yo lo negaba.
Se ha cometido un error y ya ha sido subsanado –esta vez me responde, meses después, la asesora legal del Ministro de Justicia. Cuando usted fue juzgado ycondenado era menor de edad y por tanto nunca debió tener antecedentes penales -¿y me lo dices ahora después de décadas de ostracismo, cabrona asesora del Ministro?  Pero nunca es tarde para empezar de cero, me gradúo de abogado y decido no ejercer esa profesión que no permite defender a los acusados de delitos ideológicos como pensar en voz alta o acusar a delincuentes con buen credencial político. Ni siquiera soy capaz de defenderme a mí mismo, ¿bajo qué leyes ni procedimientos? Pienso hacia atrás y me arrepiento de haber calificado mal a aquel abogado de oficio que no se molestó en defenderme cuando yo tenía diecisiete años. ¿Dónde estará? ¿Habrá caído preso por pensar sin hipocresía, se habrá autodeportado o habrá logrado envilecerse?

Tras dos horas de pedalear en bicicleta, sudando la vida, no encuentro mi hogar: la noche ha venido muy temprano y las estrellas se han ido de vacaciones en este novilunio de llovizna incesante.  Para quien no tiene rumbo o esperanza, no hay noches más tristes que las ausentes de luna. Y por más que implore a la luna, ésta no va a asomar.

La última vez que recuerdo no distinguir  el día y la noche acababa de cumplir diecisiete años y había sido encerrado en un calabozo de la policía política durante dos semanas de interrogatorio. Las pequeñas celdas tapiadas no tenían ventanas y era imposible distinguir la diferencia entre una madrugada y el mediodía más intenso. En ese entonces me quisieron reeducar para no solamente confundir el día y la noche, sino para que aprendiera que el bien y el mal eran conceptos relativos. De esa celda de nueve pies por seis pies que compartía con tres detenidos más, me sacaban frecuentemente para preguntarme acerca del delito terrible que yo había cometido: querer huir de mi país. Unos días antes el sobrecargado bote en el que pretendía remar cientos de millas se hundió en las cercanías de un puerto de pescadores apenas salimos en la noche sin luna. Nadie se enteró y no había pruebas de ese intento, pero la palabra de la policía política fue suficiente para calificar el Delito Contra la Integridad y Estabilidad de la Nación. Un tribunal militar juzgando a un civil, a un menor de edad, con un abogado de oficio que permaneció callado y temblando mientras el instructor de la policía política exponía una fantástica historia que yo no podía creer.  De la sentencia de cuatro años de prisión, sólo cumplí un año en campos de trabajo, donde había también noches sin luna.

No son muy eficientes los policías o realmente están tan preocupados en resolver los problemas de miseria en sus propios hogares, que tienen ellos como cualquier cubano, que no les importa investigar efectivamente los delitos. Nunca se ocuparon de averiguar cómo murió Víctor, mi vecino de los altos en la calle La Rosa 503, el octogenario anciano que falleció tras varios días de hospitalización. Nadie quiso saber cómo fue que se golpeó tantas veces contra la pared, pero todos los vecinos oímos aquella noche, en el silencio del apagón, cómo la mulata Juana, sesenta años más joven que él, sacudía violentamente a Víctor contra la pared. Víctor y Juana se habían casado hacía pocos años para beneficio exclusivo de la joven empleada doméstica, quien repentinamente iba a heredar su apartamento y una jugosa pensión de viuda. Ahora podrían disfrutar una mejor vida Juana y los tres niños que parió estando casada con Víctor, quien vio llegar resignado uno tras otros aquellos bebés negros que no llevaban ni pizca de su DNA caucásico de padre putativo.

Todo hubiera sido más simulado si aquella noche de los golpetazos contra la pared y la subsiguiente hospitalización de Víctor, no se hubieran sentido unas fuertes patadas contra la puerta: Francisco, el amante nocturno de Juana, había llegado y no comprendía porqué la mujer no le abría la puerta.

Cada noche Francisco, un dipsómano ladronzuelo de barrio, fornicaba con Juana mientras Víctor dormía a sólo unos pasos. Una vez que Juana enviudó, Francisco se instaló en el apartamento y siguió haciendo lo único que había aprendido en su vida: robar y beber alcohol. Se habían conocido en el bar colindante con nuestro edificio, en la esquina de La Rosa y Ayestarán, un lugarcito triste donde convergían almas perdidas que llenaban sus vejigas de alcohol y las vaciaban en los escondrijos de la vecindad.  Fue poco después que mi vida se hizo más miserable gracias a él y decidí que matarlo era un justificado acto de justicia por el bien de la sociedad.

Debería estar acostumbrado a estos apagones interminables, omnipresentes desde mi infancia. Si la luz del sol es una dádiva de Dios que nos ha acompañado y acompañará siempre, la luz eléctrica es también un milagro intangible que no depende de nuestra voluntad, sino de un grupo de hombres que nos dicen a diario que hay que ahorrar lo que ellos derrochan y que hacen coincidir los apagones con las horas en que son más intensas las trasmisiones radiales y televisivas de los Estados Unidos hacia la población cubana. O peor, los apagones arrecian cuando tengo necesidad de escribir o estudiar algo o cuando me visitan los amigos. Los borrachos ladrones del bar colindante siempre aprovechan esa oscuridad para hurtar cualquier cosa. Me parece que los apagones son una realidad que nos castiga siempre, a diario, desde la infancia hasta la muerte.

Lo dejaremos ir –me dice el funcionario que acaba de aprobar mi salida de Cuba-. Lo dejaremos ir porque su alma ya no está en este país, usted no piensa ni siente como nosotros. No ha madurado lo suficiente como para olvidar los ideales de la adolescencia. Usted no ha aprovechado todas las oportunidades que le hemos dado.

Muy confuso me quedé tratando de adivinar cuáles habían sido las oportunidades que yo no había retribuido con creces. Pero en este momento de alegría le agradecí telepáticamente no torturarme con una larga demora para aprobar la salida para mi familia y para mí.

La oscuridad de los apagones me persigue mientras trabajo, durante cenas, tratando de leer o de dormir bajo la caricia del sudor, o subiendo cubos repletos de agua por las escaleras, esperando en interminables colas para comprar algún alimento, haciendo el amor o durante un funeral, curando o enseñando a otros, queriendo curarme o queriendo aprender.  Debería estar acostumbrado si esa es la realidad que me acompaña desde la niñez en esa Habana que desde hace mucho se recuesta en muletas.

Vivo en el clítoris del Reparto Ayestarán, levantado a mediados del siglo veinte entre la antigua barriada colonial de El Cerro y el elegante Nuevo Vedado. Así mi apartamento está en un reparto que se asemeja a una enorme vulva en el corazón de La Habana y que nace al sur, en el perineo de las intersecciones de la Calzada de Ayestarán y la Avenida de Rancho Boyeros. Al norte, ambas avenidas se distancian varias cuadras como muslos insertados en su cadera, atravesadas de este a oeste por la Avenida 20 de Mayo, paralela a La Rosa, y sede de la Biblioteca Nacional, el Ministerio de las Fuerzas Armadas, el Ministerio de Economía y otros edificios públicos.

Lo más terrible de pedalear incesantemente en la oscuridad no es la oscuridad misma ni andar sin percibir la diferencia entre la calle y el cielo, el asfalto y el contén. No es ver lo mismo al levantar la vista que al bajarla, al mirar de frente o a los lados. Lo terrible no es siquiera tener que ir muy despacio para saltar a tiempo cada vez que las ruedas de la bicicleta se van al vacío en las frecuentes zanjas, invisibles por el agua. No es tampoco perder el rumbo, sino perder la vida, si a esto se le puede llamar vida. Hace tiempo que se rumoran incidentes que los medios masivos callan: decenas de adolescentes y adultos asesinados mientras conducen sus bicicletas en las oscuras calles. Al paso del ciclista, los asesinos aguardan tras los enormes ocujes y lo golpean con bates de béisbol, o simplemente hacen caer a la víctima al tensar cuerdas de nailon entre una acera y la otra, y que oprimen brusca y violentamente su nuez de Adán antes de que los batazos le deformen el cráneo. La vida es el precio de un botín que no sobrepasa unos zapatos gastados y una bicicleta barata y obsoleta. Y claro que la policía no investiga, no le importa lo cotidiano.

Al poco tiempo de vivir juntos, comenzaron las peleas domésticas entre Juana y Francisco, que siempre terminaban con fuertes gritos y con la expulsión de Francisco, quien al parecer no robaba suficiente para mantener a la joven viuda y sus tres niños. Pronto empezaron a desaparecer los bombillos de las áreas comunes del edificio y en más de una ocasión se robaron el motor que bombea el agua a los pisos superiores. Todos sospechábamos de Francisco, y yo quise castigar al delincuente que me tenía cargando cada noche decenas de cubos de agua escaleras arriba. Francisco saldría del edificio, encontraría una botella de ron en el escondrijo donde él ocultaba los frascos con alcohol antes de subir al apartamento de Juana. Francisco se tomaría irresistiblemente un buche de ron y, un rato después tendría  vómitos, convulsiones, extendería involuntariamente al máximo sus brazos y piernas, para terminar con un colapso cardiaco y respiratorio. El monofluoroacetato de sodio, también conocido como Compound 1080, es soluble en agua, incoloro, no tiene olor ni sabor. El destino de Francisco está sellado.

Estoy dando vueltas y vueltas sobre los charcos y no logro encontrar mi hogar. ¡Si hubiera al menos una estrella que me guíe! Allá a lo lejos veo un edificio muy iluminado, el Palacio de la Revolución. Ya puedo orientarme: voy en sentido contrario, doblo a la derecha, sigo recto. Pronto siento que he caído en un precipicio, no hay asfalto sino un vacío enorme y nos impactamos la bicicleta y yo en unas rocas allá en lo profundo. ¿Alguien podrá verme u oírme aquí?

Una vez me sentí así durante un Yom Kippur. Había comenzado a ayunar involuntariamente mucho antes de lo establecido por los preceptos religiosos, y ¿cómo evitarlo? Caminé y caminé hasta la sinagoga, agotado, alucinado no por el incipiente ayuno, sino porque mi cuerpo no lograba entender la diferencia entre un día y los demás. Vi la sinagoga llena de cientos de personas bien vestidas, y hasta me imaginé en sueños que yo era un dibbuk que poseía sexualmente a una hermosa muchacha que nunca había visto antes. ¡Qué pensamientos terribles para un Día de Expiación! Pero de pronto abrí los ojos extasiado por la voz de un chazzan que alcanzaba al cielo con la más impresionante melodía y lírica: Kol Nidre’…ve’esare’… vecherame’… vekoname’…  Dejo de escuchar la melodía abruptamente cuando alguien me pide permiso para pasar y sentarse a mi lado. Es entonces que abro los ojos y veo que la sinagoga está casi vacía, sólo siete personas han asistido a los servicios religiosos, no hay chazzan, no hay ni habrá Kol Nidre, esa muchacha y esos cientos de personas viven desde hace muchos años en el extranjero y quién sabe si hasta han fallecido. 

Si la fosa está realmente cerca de donde vivo, debo oír la voz de Quimbolo, mi vecino más cercano. Quimbolo es el único cubano que tiene el privilegio de gritar improperios contra el gobernante absoluto sin que nadie haya pensado jamás en encarcelarlo por el resto de su vida. Quimbolo se llama realmente Everardo y sufre de retraso mental, deambula muy sucio por las calles y repite el rico léxico de malas palabras que algunos bribones le han enseñado. Nunca he escuchado a alguien gritar ¡pinga!  con tanta estridencia, fuerza, sonoridad, ¡ping………a!, alargando a  su antojo las consonantes para pronunciar la “a” en medio del olvido; recuerdo oír la palabra tantas veces en la oscuridad y al amanecer, como un grito de guerra. Durante muchos años, ningún niño a tres cuadras a la redonda aprendió a hablar diciendo Papá o Mamá sino que repitieron de Quimbolo su primera palabra. Un día Quimbolo enfermó de diabetes, se le ensuciaron las piernas ulcerosas y murió amputado y septicémico, privando al vecindario de su más obsceno declamador.

¡Parece que le dio un infarto, corran y llamen a una ambulancia o a un médico! ¿Qué no hay médicos en el policlínico? ¡El hombre está muerto! –vocifera la gente alrededor del cadáver de Francisco-. Ya nunca nadie se robará los bombillos de las escaleras del edificio ni el motor de bombeo de agua. No tendremos más robos en el edificio. Un ladrón menos…

No tengo miedo salir de la fosa en medio de la calle. Esta enorme trinchera debe ser el agujero que está en la esquina de la Calzada de Ayestarán y la calle Lombillo, frente a la farmacia destartalada y sus anaqueles vacíos, así que estoy solamente a una cuadra de mi hogar. Gateo por las rocas y creo que he salido a la superficie, palpo a mi alrededor piedras sueltas sobre una superficie que debe ser asfalto mojado. No se divisa a lo lejos ninguna guagua o carro que me alumbre y que pudiera atropellarme; las bicicletas pasan distantes. Gateo y trepo con mi bicicleta quebrada, las llantas dañadas. Ya quedan sólo tres pisos a subir a tientas… más escalones… un descanso, doce escalones… otro descanso. Cuidado de no golpear los restos de la bicicleta contra las puertas de los vecinos. ¡Angosta que está esta escalera!  Coloco la llave a la altura de mi ombligo y es más fácil hallar la cerradura.

Mucho más difícil fue encontrar la llave para graduarme de abogado. Había sido un sacrificio muy grande estudiar por las madrugadas, después de cada apagón, venciendo el sueño con té amargo muy abundante.

Desde el balcón los edificios a mi alrededor y la calle y el cielo se ven hermosos, negros como un gran océano de tinta. Así veo mi futuro y el de mi familia. ¿Por qué no buscar un poco de luz aunque no sea tan temprano en la vida?

En los meses siguientes las calles siguieron llenas de cráteres, oscurísimas en las noches, inundadas de basura, malolientes. La gente siguió con la mirada vacía caminando sin dirección, descansando de cola en cola, de frustración en frustración.

Los perros y gatos callejeros estuvieron a punto de extinción desde que los adolescentes descubrieron que su carne es comestible, y sólo deambulaban los más famélicos arrastrando su propia pelambre desgajada de la dermis, mientras las mascotas domésticas fueron abandonadas a su destino. Una muchacha se desmaya a mi lado en la guagua, otra mujer cae desplomada una mañana en la acera mientras miro desde mi balcón. Me cuentan de una anciana que se suicidó al no resistir el llanto de su pequeño nieto que pedía otro pedazo de pan, al tiempo que la radio anunciaba que somos el pueblo mejor alimentado del mundo, con menor mortalidad infantil y mayor esperanza de vida. Mis amigos y conocidos están muriendo repentinamente a edad muy temprana. Qué suerte tenemos de no vivir en otro país –me dice mi hijita mientras ve por televisión las imágenes espantosas del resto de la humanidad. No puedo creer que estoy viendo a dos hombres sumergidos en un contenedor escarbando la basura fermentada y previamente degustada por una miríada de moscas. ¿Por qué la tierra tan fértil de este país es tan estéril? ¿Por qué las mujeres no quieren parir y los jóvenes no quieren vivir? ¿Qué hace a la gente apoyar eufórica todo aquello que odia, pensar contra sí misma, sentir gozo en cavarles tumbas de desesperanza a sus nietos?

El monofluoroacetato de sodio es infalible. Su fórmula química es CH2F-COON y he leído que menos de una centésima de cucharadita es suficiente para matar a un degenerado como Francisco. ¿Y si la policía realiza una autopsia? No lo creo, hay muy pocos médicos trabajando en el país, la mayoría está contratada en Venezuela y otros países, y los médicos que quedan están tan atiborrados de trabajo que cualquiera de ellos habrá diagnosticado muerte súbita por infarto y no gastarán tiempo y recursos en una autopsia. He leído que este veneno interrumpe el ciclo de Krebs, que es la transformación del ácido cítrico en el cuerpo. El veneno se convierte en fluorocitrato, hace que el citrato se acumule en la sangre y que las células no tengan energía. La muerte celular es lenta y dolorosa. La policía no va a perder el tiempo averiguando si un tipejo como Francisco murió de un infarto o de un par de gotas de monofluoroacetato de sodio. La policía tiene especialistas muy calificados trabajando para ellos y médicos forenses que pueden detectar los rastros de veneno en el hígado, el cerebro, los riñones, el cabello. ¿Y si el técnico de la morgue extrajo el hígado y otras vísceras de Francisco y las vendió en el mercado negro como hígado y vísceras de res? ¿Habrán muerto otras familias, niños incluso, envenenadas por los residuos de 1080 en esas vísceras? Tiene una expresión amenazante el policía que me pide los documentos, el pasaporte. Detrás de mí se cierra para siempre la puerta automática de enormes vidrios.

El destello de las luces me enceguece. Hacía mucho que no veía tanta iluminación artificial. Los pasillos del aeropuerto parecen hermosísimos pese a que no tienen más adorno que su limpieza y perfume. Camino. Ando rápido para que las puertas no se cierren nuevamente. Corro encima de las escaleras rodantes hasta que llego a la vidriera que me separa de aquel hombre de mirada inquisitiva pero apática. Sus documentos están bien todos, pero usted no puede ser completamente admitido en los EE.UU. hasta que no demuestre que su alma vino con usted; su cuerpo está ya aquí, pero usted dejó su alma en Cuba- me dice fríamente el oficial de Inmigración en el Aeropuerto Internacional de Miami. ¿Qué va a hacer?

¿Qué voy a hacer? ¿Qué es lo que voy a hacer?, me voy preguntando una y otra vez mientras camino fuera del aeropuerto. Empezaré de cero, eso es, convertiré las esperanzas en una nueva alma mientras recupero aquella alma perdida que aquí dicen que dejé en La Habana y que en La Habana afirman que mudé aquí. Que otro se encargue de matar al ladronzuelo de La Rosa 503: yo nunca pude conseguir ni dos gotas de monofluoroacetato de sodio,  y  jamás tendría motivación para matar a otro ser humano.  Quizás no me habrían descubierto, pero  me alegro de que el delincuente Francisco siga vivo y que aún tenga esperanza de rectificar su camino. Yo aquí, lejos de Cuba, a partir de mi propia esperanza reconstruiré mi alma. Esperanza que sólo germina donde pueda haber luz.

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ENGLISH VERSION:
Murder at 503 La Rosa
By Moisés Asís

What am I going to do? What is it that I’m I going to do? That’s what I keep asking myself over and over as they lead me through the airport.

“We have a problem, sir,” the secretary at the Law School had said. “You can’t take the state’s graduating exam because we found you have penal antecedents, a police record. It’s been more than 20 years, so you can ask that they be erased and then you can take the state exam,” he added in a conciliatory tone.
Of course I knew this; that police record had made a pariah out of me, without the right to study the career of my choice, without the right to seek a better job, or to have any kind of social acceptance. For more than 20 years I’d been walking around, socially and politically castrated, and I’d come to think that the University of Havana would never find out about my past if I just denied it.
“There was a mistake and it’s been rectified,” the legal adviser to the Ministry of Justice said this time, months later.  “When you were tried and sentenced, you were a minor and so you should have never had a police record.”
You’re telling me this now, after decades of ostracism, you fucking legal adviser to the Ministry?
But it’s never too late to start again. So I graduated from Law School and decided not to practice, since the profession doesn’t actually allow the defense of those accused of ideological crimes such as thinking aloud, or to accuse crooks with good political connections. I can’t even defend myself. Under what law, and with what proceedings? I think back and I regret that I thought so dismissive of that court-appointed lawyer who didn’t bother to mount a defense for me back when I was 17 years old. Where could he be now? Has he been imprisoned for thinking without hypocrisy, has he deported himself, or has he allowed himself to be debased?


After two or three hours of pedaling my bicycle, sweating my guts out, I can’t find my way home: Night has come too soon, and the stars are on vacation as it rains non-stop on this new moon. For those without direction or hope, there are no sadder nights than those that are moonless. And it won’t matter how much I plead, the moon will not so much as peek.


The last time that I couldn’t distinguish day from night was when I’d just turned 17 and was locked up in a police cell during two weeks of questioning. The cell was windowless and it was impossible to tell the difference between dawn and the most intense hour. They wanted to re-educate me so that I would not only confuse day for night but so I’d learn that good and evil were relative concepts.
I was frequently dragged from that nine by six cell that I shared with three other inmates and asked about my terrible crime: wanting to leave my country. Days before, the overloaded boat in which I’d hoped to row hundreds of miles had gone down near a fishing dock; we’d barely started out on that moonless night. Nobody knew anything and there was no evidence, but a word from the political police was enough to call it a Crime Against the Integrity and Stability of the Nation. A military tribunal passed judgment on this civilian, a minor, with a court-appointed lawyer who stayed quiet, trembling, while the political police’s prosecutor presented a fantastic story that I couldn’t believe. Of the four year sentence I was given, I only served one, in labor camps where there were also moonless nights.


The police are not very efficient, or they’re really so preoccupied with trying to deal with the miserable problems in their own homes, which they have in common with every other Cuban, that they really don’t care about doing a good job of investigating crime. They never bothered to find out how Victor, my fourth floor neighbor at 503 La Rosa Street, died. The octogenarian passed away three days after being hospitalized. Nobody bothered to find out how he’d hit himself so many times against the wall. But all the neighbors heard him, in the silence of the blackout, and how Juana the mulatto, sixty years his junior, violently shaking him against the wall.
Victor and Juana had married four years before for the exclusive benefit of the young domestic servant, who would soon inherit the apartment and a juicy widow’s pension. Now Juana and the three kids she had while married to Victor could finally enjoy a better life. Victor had been resigned to those kids, black babies who arrived one after the other, without a smidgeon of their presumed father’s Caucasian DNA.
Everything might have been more believable if on the night of the wall banging and Victor’s subsequent hospitalization, their door hadn’t been furiously kicked in by Francisco, Juana’s nocturnal lover, who arrived and couldn’t understand why she wouldn’t let him in.
Each night, Francisco, a thieving dipsomaniac from the neighborhood, would fornicate with Juana while Victor slept a few steps away. As soon as Juana became a widow, Francisco installed himself in the apartment, and continued with the only things he knew how to do in his life: stealing and drinking.
They’d met at the bar adjacent to our building, at the corner of La Rosa and Ayestarán, a sad little place where lost souls would fill their bladders with alcohol only to empty them later in the neighborhood’s recesses. It was a little after he moved in that my life became more miserable, thanks to him, and I decided that killing him could be rationalized as an act of justice for the greater good of society.


I should be used to these interminable blackouts, omnipresent since my early childhood. If sunlight is a gift from God that has accompanied us always and will be with us forever, electric light is also an intangible miracle that doesn’t depend on us but on a group of men who tell us day in and day out that we must save what they squander, who make the blackouts coincide with the hours in which the radio and TV broadcasts from the United States to the Cuban people are most intense. Or worse, the blackouts drag on when I need to write or study or when friends come over. The drunken thieves from the adjacent bar take advantage of the darkness to make off with what they can. It seems to me that the blackouts are a punishing reality that haunts us daily, from infancy to our deaths.


“We’re going to let you go,” says the bureaucrat who has just given me the approval to leave Cuba. “We’re going to let you go because your soul is no longer in this country, you don’t think or feel like us. You haven’t matured enough to forget the idealism of your youth. You have not taken advantage of all the opportunities we’ve given you.”
I am left dumbfounded, trying to figure out what these opportunities were that I didn’t learn from or appreciate. But in this moment of joy, I mentally thank him instead, for not torturing me with a long delay in approving the leave for my family and myself.


The dark of the blackouts pursues me while I work, during dinner, trying to read or attempting sleep under the heat’s caress, or hauling buckets spilling water up and down the stairs, waiting in interminable lines to buy something to eat, as I make love or during a funeral, healing or teaching others, trying to heal myself or trying to learn. I should be used to this since it’s been the same thing since childhood when the city of Havana began to lean on crutches.
I live in what could be called the clitoris of the Ayestarán neighborhood, which was built in the mid-twentieth century between the old colonial district of El Cerro and elegant Nuevo Vedado. My apartment is in a part of the neighborhood that looks like a giant vulva right in the middle of Havana; it’s south, at the perineum of the intersection of Ayestarán Road and Rancho Boyeros Avenue. To the north, both avenues stretch for various blocks like thighs inserted in the city’s hips, crossed on the west by
20 de Mayo Avenue, parallel to La Rosa, and headquarters to the National Library, the Ministry of the Armed Forces, the Ministry of the Economy, and other public buildings. 


The worst part of pedaling incessantly in the dark isn’t the actual darkness or not being able to perceive the difference between the street and the sky, the asphalt or the pit. It’s not the fact that you see the same thing whether you raise or lower your eyes if you look ahead or to the side. The worst isn’t even having to go slow enough so that you can jump off in time when the bike’s wheels fall into the many ditches, invisible because of the water. Nor is it getting lost, but rather losing your life, if this can be called a life.
For some time now there have been rumors about events which the mass media obscures: dozens of adolescents and adults have been killed while riding their bikes on the darkened streets. Following the bikers, the murderers hide behind the giant ocuje trees then bash them with baseball bats, or they make the bikers fall by stretching a nylon cord from one side of the street to the other, which they then pull quickly and violently around their necks, before the bats deform their craniums. Life is the price of a bounty that is nothing but a pair of used shoes and a cheap, obsolete bike.  And, of course, the police don’t investigate; they can’t be bothered with the everyday.


The domestic battles between Juana and Francisco began a little after they started living together. They always ended with vociferous screaming and Francisco getting kicked out. Apparently, he did not steal enough to support the young widow and her three children.  Soon, the light bulbs from the building’s common areas began to disappear, and more than once, the motor that pumped water up to the higher floors vanished.
We all suspected Francisco, and I wanted to punish the crook who had me carrying dozens of buckets of water up the stairs every night: Francisco would leave the building and find a bottle of rum in the same hiding place where he always hoarded his alcohol; Francisco would be unable to resist taking a mouthful of rum, and a little later he’d be vomiting, having convulsions, his extremities would stiffen involuntarily, then he’d finish off with a respiratory collapse and cardiac arrest. Sodium monofluoracetate, also known as Compound 1080, dissolves in water, is colorless, tasteless and without odor. Francisco’s fate was sealed.


I am going around and around the puddles and I can’t seem to find my home. If only there was a star to guide me! In the distance, I see a very bright building, the Palace of the Revolution. Now I can orient myself, I’m going in the wrong direction so I turn right, go straight. I soon feel that I’m falling off a precipice, there’s no asphalt anymore but an enormous emptiness, and my bike and I smash against the rocks below. Can anyone see me or hear me from here?

Once, during Yom Kippur, I felt the same way. I had begun my fast well before what was religiously necessary. It was unavoidable. I walked and walked toward the synagogue, dead tired, hallucinating, not from the incipient fast, but because my body could no longer tell the difference between one day and the next. I saw the synagogue filled with well-dressed people and I even imagined, as in a dream, that I was a dibbuk who sexually possessed a beautiful young woman I’d never seen before. What terrible thoughts for the Day of Atonement! But, suddenly, I opened my eyes, enraptured by the chazzan’s voice flying high with the most impressive of melodies and words: Kol Nidre’…ve’esare’… vecherame’… vekoname’… 
The melody abruptly stops when someone excuses himself to pass and sit next to me.  That’s when I open my eyes and see that the synagogue is actually almost empty, only seven people are attending the service, there was no chazzan, there was not then and there never would be a Kol Nidre, that young woman and hundreds more have been living abroad for years and who knows if they’re even dead or alive.
         If this pit is anywhere near where I live, I should be able to hear Quimbolo, my nearest neighbor. Quimbolo is the only Cuban who is allowed the privilege of screaming improprieties against our absolute Big Brother without anybody ever thinking of locking him up for the rest of his life. Quimbolo’s real name is Everardo and he’s mentally retarded.
He wanders down the street in utter filth and repeats the rich and profane lexicon which some drunks have taught him. I’ve never heard anybody scream pinga! so stridently, so forcefully and sonorously. Pinnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnga, drawing out that N until the middle of oblivion. I remember hearing that word many times in the dark and at dawn like a war cry. For years, there wasn’t a child born within three blocks in any direction who learned to talk by first saying Papá or Mamá but rather by repeating Quimbolo’s word.
One day Quimbolo was diagnosed with diabetes. His ulcerous legs got dirty and he died, amputated and septicemic, depriving the neighborhood of its most obscene crier.

“It looks like he had a heart attack! Run and call an ambulance or a doctor!”
”There are no doctors at the policlinic?”
“The man is dead!”
People scream around Francisco’s body. Now he’ll never again steal the light bulbs from my building, nor the motor to pump water. There will no more thefts in the building. One thief less.

I’m not afraid to come out of the pit in the middle of the street. This huge trench must be the hole at the corner of Ayestarán Road and Lombillo Street, in front of the dilapidated pharmacy, with its empty shelves. So I’m only a block from home. I crawl up the rocks until I believe I’ve reached the surface. I paw at the loose stones around me that should indicate wet asphalt. There’s no sign of a bus or car that might illuminate me and possibly hit me; bikes pass in the distance. I crawl and carry my broken bike with me, its wheels destroyed. Now there are only three more flights to go up in the dark … a few more steps … a breather, 12 more steps … another pause. I take care not to hit what remains of the bike against my neighbors’ doors. This stairway is such torture! I place the key at the same height as my navel, and this makes it easier to find the lock.

It was much harder to find the key to graduating from Law School. It had been an incredible sacrifice to study at dawn, after each blackout, beating back sleep with abundant quantities of bitter tea.

From my balcony, the buildings and the street and the sky around me all seem beautiful, black like a great ocean of ink. That’s also how I see my future, and that of my family. Why not try and find a bit of light, even if it’s not so early in life?


In the months that followed, the streets remained littered with craters, ever darker, covered with trash, reeking. People walked by aimlessly, their eyes blank, resting in line after line, going from frustration to frustration.
          Cats and dogs almost reached the point of extinction as adolescents discovered their flesh was edible, and the only ones seen on the streets were the most famished, abandoned pets dragging along their own torn tufts of skin.
A girl faints next to me on the bus, a woman drops to the sidewalk one morning as I’m looking out my balcony. I’m told about an elderly woman who committed suicide because she couldn’t take the cries of her little grandson begging for another piece of bread, just as the radio broadcasts announced that ours is the best-fed nation on earth, with the lowest infant mortality and the highest life expectancy. My friends and acquaintances are dying so quickly, at early ages.
“We’re so lucky to not live in any other country,” my young daughter says to me as she watches the haunting images from the rest of the world on our TV.
But I can’t believe it when I see two neighbors dive into a dumpster to scavenge through the fermenting garbage that had been previously feasted on by a myriad flies. Why is it that this country’s fertile soil is so sterile? Why don’t women want to give birth and young people don’t want to live? What makes people support so euphorically that which they in fact hate? Why do they work against themselves? Why do they experience such joy as they dig hopeless tombs for their grandchildren?

Sodium monofluoracetate is infallible. Its chemical formula is CH2F-COON and I’ve read that it takes less than a tenth of a teaspoon to kill a degenerate like Francisco.
But what if the police perform an autopsy? Probably not, though; there aren’t that many doctors left in this country, now that the majority has been contracted out to Venezuela and other places. And those that are left are overwhelmed with work, so they’re more likely to determine it was a sudden cardiac arrest and not waste time and resources on an autopsy.
I’ve read that this poison interrupts the Krebs cycle, that it alters the citric acid in the body. The poison turns into fluorcitrate, creates a citric concentration in the veins and deprives the cells of energy. Cellular death is slow and painful.
The cops aren’t going to waste time over whether some guy like Francisco died from a cardiac arrest or a few drops of sodium monofluoracetate. The cops have highly qualified experts and forensic doctors working with them who can find traces of the poison lingering in the liver, the brain, the kidneys, hair. But what if the morgue technician removed Francisco’s liver and viscera and sold them on the black market as beef liver, beef viscera? Did other families die – children too – poisoned by Compound 1080 residue in meat?
The police officer who asks for my documents, for my passport, has a threatening expression. Behind me, the giant automatic glass door is closing forever.

The glittering lights blind me. It’s been a long time since I’ve seen so much artificial illumination. The airport’s hallways seem so beautiful, even though they have nothing by way of decoration other than their cleanliness and tang.  I walk. I go very fast, so that the doors won’t close anew. I run to the escalators, then run again until I reach the counter where there’s a man with a quizzical but apathetic expression.
“Your documents are in order but you cannot be completely admitted to the United States until you prove your soul came with you; your body has arrived but you’ve left your soul in Cuba,” the immigration official at Miami International Airport says coolly. “What are you going to do?”


What am I going to do? What am I going to do? I ask myself over and over as I leave the airport. I’ll start over, that’s what, I’ll transform my hopes into a new soul until I can recover the lost soul that they tell me where I left in Havana and which, in Havana, they say I brought here.
Somebody else can take care of the thief at 503 La Rosa Street.
I could never get my hands on even two drops of sodium monofluoracetate, and I could never actually be motivated to kill another human being. Perhaps they would have never found me out, but I’m glad that crook Francisco lives on and can still hope to change. I will, from here, far from Cuba, try to reconstruct my soul from own sense of hope, which is only possible where there’s light.

Published only in English,
Achy Obejas (Ed.), Havana Noir 
[Brooklyn,NY: Akashic Books, 2007, pp. 179-189]
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MOISÉS ASÍS. Narrador e investigador. Hombre de múltiples carreras universitarias en Cuba y Estados Unidos (Información Científica, Trabajo Social Clínico, Hipnosis Experimental y Medicina Alternativa). Ha realizado tanto estudios de parasicología, hipnosis y apicultura como investigaciones culturales entre las que sobresalen aquellas dedicadas al tema del judaísmo en la Isla de Cuba. A finales del 2005, cofundó la organización caritativa, educativa y científica Bees for Life World Apitherapy Network).